Vicente Verdú
Corea, la bomba atómica, las radiaciones de Palomares, las emigraciones extremas, el ascenso de la extrema derecha, el asesinato fascista de una periodista en Moscú, las torturas norteamericanas o chinas, la sequía y el sol inclemente, la inflación o el populismo, son parte de la constelación de signos que parecen pronosticar una siniestra vuelta atrás.
La inauguración del siglo XXI prometía, en sus primeros años, un paso hacia el más allá pero el miedo cultivado y reproducido ha encogido el desarrollo histórico y la involución ocupa ya el lugar de la evolución.
Se trata solo de una primera impresión puesto que la ciencia ha franqueado lindes importantes pero en la evocación de los primeros años del siglo XX y en vísperas de la Gran Guerra ¿no sucedía también algo igual?
La ausencia de la tercera guerra mundial se ha instalado en la imaginación colectiva como un horror vacui. Una inconsolable desazón.
Nada obliga necesariamente a una tercera guerra mundial pero ¿cómo negar que en esta relativa calma se masca relativamente la tragedia?
Desde el ataque del 11-M a la guerra de Irak, desde las revueltas islámicas al jugueteo iraní y la actual prueba nuclear corre un vicioso pespunte con el horror. O todavía más netamente: la difusión universal del temor y el miedo como forma de vida recrea una situación de preguerra que aun siendo una representación provoca un efecto físico incuestionable. ¿Es la tercera guerra mundial el terrorismo según Bush? ¿Es la tercera guerra mundial el choque de civilizaciones de Huntington? ¿Es la tercera guerra mundial el calentamiento del planeta en Gaia? ¿Será la guerra aviar la tercera guerra mundial?
¿Una psicosis de aniquilación brotando de cualquier parte promueve un sistema único de pánico total? ¿Verdadero? ¿Falso? Lo decisivo viene a ser la actitud de la masa ávida por disfrutar el presente a toda costa y escéptica respecto a la llegada misma del porvenir.
No future clamaban los punkies de los setenta cuando el mundo se quemaba en la crisis de la energía y los límites del crecimiento se antojaban bloques de acero acercándose para aplastarnos. En esa tesitura no había más ventura que la respiración. Y el instante, como en el romanticismo, adquiría categoría eterna. Más o menos como hasta hace poco.
Hoy, sin embargo, la eternidad y su eufemismo han desaparecido incluso del habla. Y no digamos de la vista.
Del mismo modo que los amenazados por el bombardeo inminente encuentran un altísimo sentido en la amistad del otro, la humanidad conectada como nunca antes entre sí parece enredarse en un abrazo planetario. ¿Estallará La Bomba ya? Nada parece más improbable y tan probable. Sin futuro no hay predicción y en tanto aumentan las posibilidades crece el azar de la Guerra Mundial.
¿Quién puede esperar algo así? Y, sin embargo, ¿en cuántas ocasiones al día no se alerta sobre el peligro de destrucción global? O bien, ¿en cuántos de los diagnósticos sociales, políticos, culturales, no se trasluce la voluptuosa observación de la muerte: la muerte de la sociedad, de la política, de la cultura, la absoluta victoria de lo peor.