Vicente Verdú
La debacle es el probable principio de la lucidez. Todo el resplandor futuro parte de una explosión, todo principio de un final, cualquier concepto vivo nace de la corrupción del anterior.
Así, en apenas veinticuatro horas, la idea sobre el significado de la selección española de fútbol se ha ido a pique para dar ocasión a una nueva flotación. La expectativa nacionalista sobre este equipo y las agrupaciones patrioteras naufragan y el desconcierto lleva a otear el horizonte.
El equipo en manos del más nacionalista de los seleccionadores (puro “aragonés” macho y racial) ha sucumbido sucesivamente ante una nación católica, Irlanda del Norte, y una nación atea, Suecia.
La inmediata conclusión de la experiencia es nuestra doble descaracterización. Ni superamos la fe religiosa de los otros ni triunfamos frente al mal del ateísmo.
En consecuencia, ¿para qué existir? ¿Para qué calentarse la cabeza sobre la sagrada simbología española? Las derrotas favorecen la vista hacia el interior. Y tanto más profundamente cuanto más duras se experimentan. El recibimiento de estos fracasos, sin embargo, ha sido recibido con una extraña suavidad, como si el mal se hubiera abierto camino previamente y el dolor llegara lubricado por lágrimas anticipatorias.
De este modo, el abatimiento de la selección y de sus importantes significados de antaño han venido a quedar en casi nada. Incluso una gran cantidad de aficionados declaran que sólo un entrenador extranjero sería capaz de devolvernos la ilusión. Deshecha la insignia nacional, aparece el recurso a la pragmática tecnológica. Marchitada la sacralización se opta por la instrumentación. Desconfiados de nuestros propios órganos optamos ya por el injerto.
¿Un equipo de fútbol que represente a España? Nadie, empezando por los más patriotas, desearía que tras la experiencia vivida la selección nacional de fútbol figurara entre los estandartes de nuestra posible identidad. Con su mal juego, con su molicie, con sus ridículos, la selección nacional ha logrado desembarazarse vergonzosamente de su misión en lo universal. Ahora se trata, simplemente, de un conjunto que entrena un señor malcarado dentro de la órbita de una Federación donde ha sido excluido el ejercicio de la dignidad y la inteligencia. De este modo, la selección se corrompe y rompe amarras, flota sin rumbo en un espacio anacional, presa de su propia órbita.
¿Un cataclismo? ¿Un fenómeno sin consolación? Casi todo lo contrario. Gracias a la desaparición del peso nacional o su extravío cósmico emerge un alivio excepcional. Ahora sabemos, además, secretos que nunca fueron revelados y que al conocerlos, lejos de espantarnos, nos procuran una paz adicional.
Qué los jugadores sintieran o no sus responsabilidades en defensa de la Patria ha torturado durante muchos años a la hinchada española. Los jugadores de Francia, Italia, Alemania, daban muestras de vivir los colores nacionales y bregaban aguerridamente por ellos. ¿Por qué los españoles no hacían lo mismo? ¿Les faltaba el coraje interior o su falta de arrojo debía imputarse a que, por ejemplo, catalanes y vascos no sentían a España? La respuesta ha llegado en pleno “desastre” con unas declaraciones de Iribar, el portero mítico de la selección nacional y actualmente, no casualmente, entrenador de la selección nacional de Euskadi. Dice Iribar a El País: “Con España nunca tuve la sensación de defender un país. Era (sencillamente) la oportunidad de practicar deporte con los mejores”.
Con esto, está dicho todo. Con esto, apaga y vámonos porque ¿cuántos otros antes y ahora no habrán saltado al campo con la misma actitud? La sospecha de que a varios de los jugadores del equipo les importaba mucho menos España que a los rusos Rusia o a los portugueses Portugal, había saltado una y otra vez en los comentarios de aficionados. Ahora se ve que esa “falta de sangre” es el correlato de la falta de sentir España, se corresponde con la verdad de que España les importaba un bledo.
Terminado pues el sentimiento de España en plena selección nacional, expandida la propaganda de esta desafección desde la suprema figura de Iribar ¿qué sentir? Una larga y placentera relajación, un impensable wellness. La patria nos estresaba, creaba ansiedad y, además, frustración. Una era apatriótica debe anunciarse en la nueva lasitud feliz puesto que la fórmula magistral del paraíso consiste eternamente en el espacio sin patria.