Marcelo Figueras
Estamos convencidos de haber superado la edad de las fábulas. Yo lo creía también hasta no hace tanto, cuando me descubrí escribiendo una. (Todo relato que arranca con un lobo que habla en latín puede ser acusado de incurrir en el género.) Desde entonces estoy más sensible ante el asunto, aunque no siempre de modo consciente. La semana pasada, por ejemplo, me compré un libro de Harold Bloom, Jesús y Yahvé, los nombres divinos. Leí unas cuantas páginas y encallé en el capítulo dedicado a lo que Bloom llama “el habla críptica de Jesús”. Según Bloom, “las palabras de Jesús son frecuentemente enigmáticas”. “La palabra enigma viene del griego a través del latín, y el término griego significa fábula”, escribe. Ahora que releo el capítulo, se me ocurre que abandoné la lectura en ese punto porque Bloom esquiva el bulto a último instante, escudándose en la dificultad de saber cuáles son las palabras verdaderas de Jesús. Está claro que Jesús no dejó nada escrito, que su discurso nos llega mediatizado por autores que recogieron el relato de otras voces. Pero lo que resulta incuestionable es que se comunicaba mediante parábolas. Jesús era un narrador. Creía en el poder de la palabra primero, y del relato después, para modificar la realidad. Una parábola es casi lo mismo que una fábula: “Un relato breve, inventado, cuya moraleja o sentido es espiritualmente moral”, dice Bloom. Yo agregaría: nunca demasiado alejado del valor de la oralidad, aun cuando se trate de un texto escrito. Jesús no escribía, hablaba. Las fábulas de Esopo, La Fontaine y Samaniego nos llegan por tradición antes oídas que leídas. Pero incluso leyéndolas sobre el papel, no pierden la apelación íntima al lector propia de la oralidad: no nos ignoran ni nos dan por sentados, más bien nos convocan y nos incluyen, como si hubiesen sido concebidas tan sólo para nuestro deleite. ¿Y no es eso lo que aspiramos la mayor parte de los escritores: hacer sentir al lector que de no ser por él, nuestras historias no existirían?
El sábado fui a ver The Wind that Shakes the Barley, la película de Ken Loach que ganó el festival de Cannes. A su manera también se trata de una fábula: cuenta la historia de dos hermanos, Damien y Teddy O’Donovan, y de los caminos divergentes que toman en su intención de acabar con la dominación inglesa sobre Irlanda. Damien (Cillian Murphy), que es médico y estaba a punto de aceptar un trabajo en Londres, decide permanecer en su tierra al ser testigo de la violencia de los black & tans, los soldados ingleses de la ocupación. Pronto entiende que la opción por la violencia es un camino sin retorno: uno empieza matando a los soldados enemigos, después mata a inocentes sin querer y termina matando a quien hasta hace poco consideraba amigo. Damien no logra salir de ese espiral, del que por supuesto termina siendo víctima. Loach no verbaliza la moraleja de su fábula (que me hizo pensar todo el tiempo en la Argentina de los 70, en la Palestina de Al Fatah y de Hamas, en la Irak al filo de la guerra civil; esta fábula tributaria de la de Caín y Abel todavía necesita ser contada), pero de cualquier forma la enseñanza es clara: cualquier rebelión cuya lógica acepta que es lícito matar a tu propio hermano está destinada a fracasar. “La fuerza engendra fuerza y la venganza, más venganza”, escribió Harold Goddard en un libro sobre Shakespeare que cité días atrás.
El círculo terminó de cerrarse ayer, cuando haciendo zapping me reencontré con Field of Dreams, aquella película de 1989 dirigida por Phil Alden Robinson. Allí Kevin Costner es Ray Kinsella, un granjero de Iowa al borde de la bancarrota que cierto día oye una voz que le dice Si lo construyes, él vendrá. Kinsella entiende que la voz le pide que levante un campo de béisbol en su tierra, aun cuando signifique que deberá desatender su cosecha; y pese a que se arriesga a ser considerado loco, decide intentarlo. Field of Dreams es una fábula hecha y derecha. Lo que me asombró ayer fue la forma en que incorporaba temas que me rondaban en los últimos tiempos (el ambiente de intolerancia que la película atribuye al conservadurismo reaganiano, y aquí se vive con los represores que reclaman amnistía; la figura de J. D. Salinger, cuyos cuentos estoy releyendo y a quien el film retrata en el personaje del escritor Terence Mann; y la necesidad de exorcizar demonios personales, que en Kinsella se vinculan a la culpa en la relación con su padre muerto), cuestiones que Alden Robinson entrelaza en un relato perfecto que, lo comprobé ayer, no perdió nada de su capacidad de emocionar. Está claro que yo ya era un converso: en algún sentido Kamchatka fue el campo de béisbol que levanté al oír mis propias voces, y puedo dar fe de que mi madre muerta volvió cuando lo completé, para abrazarme una última vez.
Hoy mis demonios son otros, y todavía espero la voz que me diga lo que debo hacer, por disparatado que suene. Pero al menos entiendo que todavía necesito de las fábulas, que no he crecido lo suficiente para dejarlas atrás, que en algún punto sigo siendo un niño en busca de norte, en espera de la voz amable que me guíe a través del bosque desconocido hasta la moraleja que aun no entendí del todo, o que entendí con la cabeza pero aun no pude hacer carne. Hablando de Shakespeare, Goddard (vaya nombrecito: remite a God –o sea a Dios-, a Godard, a Godot) sostiene que la antinomia es: imaginación o violencia, tan simple y tan complejo a la vez.
Hoy estoy tentado de creerle a Goddard. Tanto como para suscribirlo con mi vida.