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Las historias, los japoneses y sus parques

Anoche alguien me preguntó cómo decidía qué historia era apropiada para una novela y qué historia tenía destino de guión de cine. Muchas veces el inicio es confuso, la primera novela que escribí era en su origen una historieta. A veces creo que algunas historias merecen versiones en más de un registro: estoy orgulloso del artículo que escribí hace algunos años sobre el Equipo Argentino de Antropología Forense, y que publicó en España una revista que se llamaba Planeta Humano, pero estoy seguro de que esa historia merece también ser contada como libro, o como película. (La idea me ronda desde entonces; créanme, se trata de una historia tan increíble como inolvidable.) 

En los últimos tiempos me ocurre que, aun cuando me consta que estoy trabajando en una idea para el cine, trato de escribir primero una versión literaria. Una idea que me sugirió el actor Adrián Navarro se convirtió en un cuento, que imagino se transformará en guión más temprano que tarde. Siento que escribiendo un cuento o una novela voy directo al corazón de la historia: quizás por (de)formación literaria, este tipo de narración me garantiza que todo lo que tengo que saber de los personajes, de su alma y hasta de la trama estará allí, y que en todo caso, una vez que aparezca ese relato podré aprovechar aquellos elementos que me resulten útiles para el otro lenguaje, el del cine. Escribir ficción literaria es la forma en que pienso mejor, en que “conozco” mejor. Un cuento o una novela me garantizan, además, que crearé sin condicionamiento alguno: no voy a estar forzándome para imaginar a un actor equis, o preguntándome si alguien podrá financiar una secuencia tan cara. De ese modo no me cuestiono cómo abriría la secuencia, si es demasiado larga o no y dónde debería venir el corte. Simplemente dejo que la historia siga su curso, que haga lo que necesita, que se tome todas las libertades que requiera: las adaptaciones vendrán después. Si el cuento o la novela salen bien, el guión saldrá bien por añadidura.

Por supuesto, nunca escribiría una novela tan sólo para transformarla en un guión: sería un trabajo demasiado arduo. Pero me consta que cuando las ideas cinematográficas son ricas, si se las deja fermentar acaban en una novela. Hasta hace poco más de un mes estaba seguro de que mi próxima novela iba a ser una que tenía muy pensada: una historia fantástica y de aventuras, con el espíritu del folletín. Pero en las últimas semanas resurgió en la superficie otra vieja idea, que en su origen era una película. Hace ya algunos años alguien me propuso que pensase algo para dos actores muy populares, uno español y el otro argentino. La propuesta quedó en nada entonces, uno nunca funciona demasiado bien cuando se mueve por encargo: las ideas no son trajes cortados a medida, son cosas que ocurren o no. Tiempo después, cuando ya nadie me la pedía, se me apareció una historia. La archivé en mi cabeza suponiendo que en algún momento podía convertirse en una película. Y ahora, hoy, por esas cosas inefables del acto creativo, estoy convencido de será mi próxima novela.

Supongo que, en esencia, esa es la mejor forma de descubrir cuál será el mejor registro para contar una historia: darle tiempo, dejarla madurar, desarrollar su propia piel. En algún sentido se trata de la misma estrategia que aplican los japoneses en sus parques: nunca trazan los caminos de antemano, dejan que los caminantes los marquen sobre la gramilla con sus pies y recién entonces los construyen.

Una sabiduría milenaria que sería tonto desoír.

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16 de noviembre de 2006
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BLACK AND WHITE

Una simpática bloguera, aunque muy bien podría haber dicho la simpática, porque habrá otras pero no tan frecuentes, ni tan simpáticas, me apunta dudas razonables para considerar a Raimon en una lista del pop español. ¿Y por qué no Raimon? ¿Cómo le decimos no? En primer lugar porque en la lista de los mejores del pop están Lluis Llach, Pablo Guerrero, Camarón, Kike González, Albert Plá, Aute, Vainica Doble, Sisa o Serrat… Entre otros muchos que no están muy lejos, más bien bastante cerca, de aquel chico despeinado que compuso una canción contra el viento en Xátiva. No era lo mismo que aquella otra de la respuesta está en el viento o quizá sí. Quizá el cantautor más querido, más vivo, así hayan pasado cuarenta años, sea Bob Dylan. Y no creo, músicas aparte, que sea tan diferente de nuestro Raimon. Siguen los dos entre sus poetas y sus quejas, sus ironías, sus palaus o sus plazas de toros.

Es verdad que Dylan se separó muchas veces de sus orígenes folk, de su estela de Woody Gutrie o de Pete Seeger, que se volvió más electrónico -¡gracias por hacerlo, amigo!-, menos unplugged. Pero muchas veces ha vuelto a las raíces folk. Las mismas por donde vuelve el último Bruce Springsteen. Por no hablar de raíces mucho más profundas por donde se pasea el excelente último disco de Sting.

Y es que yo creo, simpática bloguera, que no podemos prescindir en nuestro recuerdo de la música popular, de las canciones de alguien como Raimon. ¿Dónde quieres que aparquemos a Raimon? ¿Qué hacemos con él? ¿Le llevamos al folklore? ¿Al country en catalán? No, yo creo que hubiera estado muy bien representado al lado de Serrat o de Kiko Veneno.

Recuerdo muy bien, yo fui fan fatal, fanático sin fisuras de aquellos chicos llamados Los Bravos. Yo me emocionaba con su presencia en las listas de mundo, el hit parade se decía, que escuchaba cada noche en Radio Luxemburgo. Yo estaba encantado de ser uno de sus seguidores por conciertos, películas, firmas de discos o donde fuera. Todavía conservo su primer disco, tenía doce o trece años, y pude conseguir aquel single que en una cara tenía No sé mi nombre y en la otra La moto. Ahora cuando por azar, casi nunca por necesidad, escucho aquel Black is Black, lo que más me gusta son los acordes de guitarra, que los tocó Jimmy Page, y la voz de Mike Kennedy, que me devuelve a los años adolescentes. Pero la canción no estaría entre ninguna lista de mis principales. Es posible que sí en una lista de sentimentales. También recuerdo, las canciones tienen en mí el efecto magdalena, cómo en nuestra lista del pop nacional de aquellos años, sin extrañeza ni resistencia, entró un chico catalán que cantaba a la matinada. Estaba al lado de Los Bravos o de Tom Jones y no pasaba nada. De la misma manera que Aute -¡otra clamorosa ausencia!- estaba al lado de Burning o de Gabinete Caligari. No somos tantos como para apartar a ningún Raimon. Diguen sí… ¿no?

Mañana me toca reflexionar sobre mi lista. Y sobre algunas propuestas de listas que otras blogueras/os han presentado… Que es algo parecido a volver a los tiempos del black and white casi negro.

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15 de noviembre de 2006
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FE DE ERRORES

Largo e inteligente artículo del novelista Jay McInerney en la revista New York Magazine sobre la muerte de la idea del «Upper East Side» en Nueva York (el barrio oeste de Manhattan, más o menos entre las calles setenta y cien). McInerney habla un poco del precio de la vivienda en la gran manzana. Habla también de los ritos de las tribus urbanas. Al final, habla de literatura, pues es muy fácil ubicar a Edith Wharton, Scott Fitzgerald, Truman Capote, Allen Ginsberg y, por supuesto, al propio Jay McInerney detrás de cada barrio y de la manera de desplegar el dinero y el poder.

Una gran parte de la literatura europea de comienzos del siglo veinte cuenta la lucha visible sobre las propiedades inmobiliarias entre la burguesía en alza y la aristocracia agotada. Proust en París y Josep María de Sagarra en Barcelona, por citar dos ejemplos cercanos. Lo que me impresiona de Nueva York es la velocidad del fenómeno. Subidas y bajadas tan rápidas que el cambio se ve y se escribe con precios.

Nunca hice caso a McInerney; me parecía un autor de moda como David Leavitt o Tamma Janowitz, y al final veo que hace lo mismo que sus antepasados literarios: cuenta su mundo y las emociones de sus habitantes. Me equivoqué sobre él. Es cierto que había algo en su novela Bright Lights, Big City (malísima traducción al castellano: Luces de neón, se pierde la metrópolis). Este post es una fe de errores hacia mí mismo.

Otra fe de errores, para los lectores: al final, Jonathan Littell no soporta la campaña de rumores en contra de su novela Les bienveillantes. Me enteré de que, al contrario de lo que escribí, ha dado una entrevista que publicará el diario Le Monde. Dice que será la única. Dice, pero... Lo que yo odiaba de McInerney era su imagen pública. Por el momento me gusta el libro de Littell. Pero a lo mejor no voy a soportar la figura pública del novelista luchando por su propia defensa.

Sigo con la idea de que es mucho mejor para un escritor actuar como Pynchon: esconderse. Ya leí otra reseña de su nueva novela. Y críticas a las reseñas anteriores de este mismo libro que todavía no se puede comprar. Al final, en el silencio mediático, se habla de literatura (en inglés, sí, pero de literatura).

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15 de noviembre de 2006
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LA MUERTE DE INMORTALES

Por una facultad muy especial hay personas que es difícil de imaginar muertas. Todos morimos ante la imaginación excepto nosotros mismos y algunos personajes que poseen el don de no presagiar su desaparición nunca. Estos personajes pueden hallarse cerca de nosotros, como amigos famosos, repletos de energía y popularidad, o lejos, como figuras emblemáticas de un tiempo al que concedieron animación, novedad o polémica.

Hace una semana murió uno de ellos, Jean-Jacques Servan-Schreiber, un inmortal. Sus libros más vendidos se titulaban con la palabra “desafío”: El desafío americano, El desafío mundial. El desafío formaba parte de su planta física, de su actitud, de su actividad arrolladora. Fundó el semanario L´Express en 1953 como una publicación de nuevas ideas netas. Su pensamiento era también de esta elegante nitidez.

Si mantuvo durante años la energía y hasta la jovialidad retadora fue el efecto de su autoconfianza olímpica. De izquierdas, de derechas, de centro. No importa tanto la calificación de su posición política como la apostura de su pose.

En la insuperable manera de llevar corbata se asemejaba a Alain Delon y en la gesticulación política a John F. Kennedy. Todo ello a una escala menor en trascendencia pública o audiovisual pero igual en cuanto al encanto del estilo. De este modo pertenecía a la nómina de quienes no pueden morir de ningún modo, no les va la muerte por ningún lado.

De hecho, apenas ha llegado la noticia de su muerte se ha esfumado por entero porque su fortaleza se hallaba directamente auspiciada por una materia existencial sin fin. O lo que es lo mismo, por la conquista de un estatus vital/visual en cuyo cuadro completo no se percibía jamás un filo de muerte. ¿Cómo es que ha muerto? Ha muerto después de haber desaparecido largamente. Tras haber creado laboriosamente un suficiente vacío tras de sí, una amplia holgura donde, por fin, la muerte halló un paraje despejado para aterrizar y establecerse. Operación de preolvido y ardua, prolongada, constante y consistente, porque tanto Servan-Schreiber como Gina Lollobrigida como Kenneth Galbraith, como Santiago Carrillo y otros más no han habitado este mundo como visitantes sino como propietarios, no como pasajeros sino como firmes estaciones por donde cruzaban, de hecho, todos los demás.

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15 de noviembre de 2006
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Un filósofo llamado Bullitt

Me gusta la imagen de la perla, el tesoro que uno halla en el más impensado de los lugares. Quizás porque me sugiere la necesidad de estar siempre atento, de no llevarme por las apariencias: se puede encontrar oro entre el barro del fondo del mar. O tal vez porque me ayuda a permanecer en el estado de discreto asombro que me parece la mejor manera de existir: ya llevo una regia cantidad de años en este mundo, y aun así no deja de sorprenderme lo providencial del fenómeno de la vida.

  Pocos días atrás me compré el DVD de Bullitt, el clásico policial dirigido por Peter Yates: una edición de lujo, con documentales sobre Steve McQueen y la mar en coche. (Ya sé que se están preguntando cuál es la relación entre Bullitt, las perlas y el fenómeno de la vida, pero ténganme paciencia.) Me puse a ver la película el domingo. Lo que primero me llamó la atención fue lo más obvio: la parquedad del relato –no se cuenta nada que no sea estrictamente necesario, Bullitt está a centímetros de ser una película muda-, la aparición de Robert Duvall en un papel menor, la elegancia con que Yates narra toneladas en un único plano (cuando Bullitt llega a una reunión de mujeres de sociedad, por ejemplo, y lo vemos pequeñísimo, atrapado por el marco de la puerta y por las polleras y abrigos de piel de las mujeres gigantes que figuran en el primer plano) y por supuesto la persecución automovilística por las calles de San Francisco, que como el buen vino sólo mejora con el tiempo. Me sorprendió también la cacería final entre las pistas del aeropuerto: la tenía totalmente olvidada, y registré entonces cuánto le debe Michael Mann, que la recreó para el climax de Heat.

Ya pasada la mitad del relato, Bullitt tiene una escena con su novia, interpretada por la bellísima Jacqueline Bisset. No es mucho lo que sabemos de esa relación, más allá de que ella es una profesional liberal, arquitecta o algo así, y cuán incómodo se siente Bullitt cada vez que debe acompañarla a alguna reunión. Entonces llega el momento en que ella debe sumergirse en el mundo de él, atisbando la violencia que Bullitt frecuenta a diario. Entra en estado de shock, se cuestiona la sensatez de su relación: le pregunta a Bullitt qué será de ellos con el tiempo. Y entonces Bullitt, que es de los que no abre la boca ni siquiera cuando va al médico a que le revisen la garganta, dice la frase que clausura la secuencia: Time starts now. El tiempo comienza ahora.

Lo primero que me sorprendió fue la impropiedad de la frase en esos labios. Nada de lo previo hace suponer que Bullitt es capaz de decir algo que sonaría más adecuado en boca de, por ejemplo, Baruch Spinoza. Pensé que la frase también era correcta en lo científico: si el tiempo fluye en dos direcciones a la vez, hacia delante y hacia atrás (por más que nosotros sólo podamos experimentarlo hacia delante), eso significaría que forma una suerte de loop, de cinta interminable, de la cual cada punto puede servir igualmente como principio. Pero lo que más resonó en mi alma fue otra lectura de la frase, una que podría utilizarla como principio de vida. Se me ocurrió que el tiempo comienza ahora es una manera de decir que somos libres de decidir sobre nuestra vida a cada momento, que podemos construir nuestro propio tiempo cada vez que lo deseemos, cada vez que sea necesario. Por supuesto que la parte ya vivida de nuestro tiempo viaja hacia nuestro futuro como parte del loop, y por ende contribuyendo con la noción del karma, aquello de que todo vuelve; pero modificar nuestro presente sigue siendo una opción válida, la condición misma de nuestra libertad.

Me pregunto cómo resonará en ustedes esta frase, cuál será su vivencia del tiempo. Yo sentí entonces que Bullitt decía la verdad, y lo siento ahora, en este preciso instante en que mi tiempo comienza. (Otra vez.) Algo en mi alma me dice que esa frase es todavía más importante de lo que puedo vislumbrar en este momento.

A Bullitt, por lo pronto, le sirvió para volver a acostarse con su bella novia.

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15 de noviembre de 2006
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Dios/a es bueno/a

Seamos honestos: Dios es un poquito nazi. Basta con leer la Biblia. Hay pocos textos en el mundo más abiertamente antisemitas. Los judíos siempre son malos, crueles, ambiciosos, usureros, y quedarían perfectos en una película del Ministerio de información de Goebbels.

Y por cierto, hay pocos libros en que las mujeres estén reducidas tan claramente a las tareas domésticas y reproductivas. Las mujeres de la vida de Cristo, sin ir más lejos, refuerzan los mitos machistas más rancios: María, la Virgen, y Magdalena, la Puta. Durante siglos, la educación cristiana ha inculcado a sus varoncitos esos dos modelos de mujer, de los cuales ellos deducen que están autorizados a acostarse con todas las que puedan pero tener hijos sólo con una, y en cambio, ellas deben escoger entre divertirse y quemarse en el infierno o tener hijos. No disponen de un casillero 3.

Concientes de que la Biblia se pasa un poco de la raya, un grupo de 42 teólogas y 10 teólogos alemanes mayoritariamente protestantes han elaborado una nueva versión de la Biblia que la despoja del sesgo macho-chauvinista discriminatorio que ellos atribuyen a sus anteriores traductores, atenuando y suavizando algunas afirmaciones demasiado contundentes y que puedan herir susceptibilidades. Una Biblia políticamente correcta, digamos, según los criterios del siglo XXI.

Ahora bien, la nueva traducción no parece mucho más sensata que la tradicional.

En el nuevo texto, en vez de llamar a Dios “Él” se le llama indistintamente “Él” o “Ella”, “El Eterno” o “La Eterna”, “El Santo” o “La Santa”, con el probable resultado de que nadie se entere de quién cuernos están hablando. Es cierto que la palabra hebrea para Dios es neutral, pero las particularidades lingüísticas del alemán obligan a determinar el género gramatical, convirtiendo al pobre Dios, en el mejor de los casos, en una especie de hermafrodita. 

Lo mismo ocurre con los apóstoles, que figuran acompañados de “apostolinas” para reducir la carga discriminatoria implícita en que Jesús haya querido a su lado sólo a chicos. Yo voto por establecer una ley de cuotas y nombrar chicas al menos a un tercio de ellos: así, la cosa quedará compensada con sólo introducir a Juana, Petra, Tomasa y Santiaga (por cierto, hay que hacer algo con este nombre horrible, quizá cambiarlo por Guillermina).

Todas esas modificaciones y reinterpretaciones han sido decididas por sectores progresistas de la Cristiandad, tratando de acercar el texto a las preocupaciones de hoy en día, y por lo tanto, de acercar a la Iglesia a un montón de gente que no quiere saber nada de ella. Ahora bien ¿Es eso lo que salvará el mensaje bíblico, sea el que sea? ¿Quedaría mejor aún si cambiásemos algún mandamiento por una ley de igualdad gay? ¿O con un capítulo sobre la inmigración latinoamericana?

Recuerdo que el teólogo de la liberación Gustavo Gutiérrez –el único cuyos sermones he escuchado por voluntad propia y no por obligación familiar- proponía leer la Biblia como si fuese literatura. Cuando leemos una novela, no esperamos que sea verdad todo lo que nos cuenta o que esté expresado desde un punto de vista autorizado. Solo leemos historias que nos hablan de los hombres y su relación con lo trascendente. Y al hablarnos de eso, nos hace pensar al respecto. Creo que ese tipo de lectura puede interesarle incluso a un ateo. Quizá la gente se acercará más a las iglesias católica o protestante cuando sienta que dice algo sobre su vida, algo que por lo visto sí sienten miles de personas en otras confesiones, desde los evangélicos hasta la estrambótica “Pare de sufrir”. Hasta que eso ocurra, da lo mismo que Dios hable como el director de una ONG o como un homófobo empedernido, porque nadie estará escuchando.

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15 de noviembre de 2006
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Un artista de la brocha

Con los pisos que uno habita sucede como con el cerebro en el que uno vive, que se gastan y todo el mundo se da cuenta, pero el último en percatarse es el inquilino. Pude comprobarlo el otro día, al ordenar un montón de papeles entre los que venían unos apuntes de seminario.

El 20 de marzo de 1996 había anotado yo, de la boca de Javier Echeverría, que “el nuevo método, la apagoge, reduce problemas complejos a problemas simples, por ejemplo el problema de la duplicación del cubo resuelto mediante las medias proporcionales (figuras mecánicas)”. Juro ante Dios que no tengo ni la menor idea de lo que este párrafo significa, aunque estoy persuadido de que es de primero de bachillerato.

Exagero un poco. Si me pongo, lo descifro, pero lo que me llama la atención es cómo se me ha oscurecido el cerebro en unos diez años. Sin duda, es ello evidente para cualquiera con quien tenga yo trato, pero no lo es para mí. Me miro el cerebro (le envío mensajes positivos) y me parece a mí el mismo de siempre. No lo es, desdichadamente. Desconchados, nidos de roña, telarañas, raspaduras, golpes, en fin, la señales del uso han de darse tanto en el automóvil como en el seso.

Y así pasaba también con la casa donde vivo, que yo la veía como siempre, pero las visitas ponían caras cada vez más horrorizadas. Hasta que un día, al término de unas breves obras, la situación se hizo imposible porque me pareció advertir unas risas mal disimuladas entre gente de alto standing, y eso sí que no. Decidí pintar.

Como si Hermes me hubiera escuchado, pegadas a la anunciadora de la esquina (un mamotreto en el que mi ayuntamiento exhibe carteles diseñados por un lobotomizado con enchufe) venían las sólitas tiritas con un teléfono y el mensaje: “Pintor con antecedentes, para trabajos suntuosos”. Arranqué uno de los apéndices y llamé sin dilación. Quedamos para el presupuesto.

El pintor, hombre de unos treinta y pico de años, debía de creer que a la hora de encargar trabajos artísticos el aspecto es relevante, así que vino vestido de pintor, a saber, con un mono blanco inmaculado, gorra blanca de visera, blancas zapatillas de tenis y una bellísima placa cosida en el pecho con la leyenda: “Per aspera ad astram”.

Aunque, dado su aspecto postinero, ya había decidido contratarle, comenzó la inspección pre-presupuestaria con paso majestuoso. En todas y cada una de las habitaciones su comentario tomaba ricas entonaciones líricas.

-En este hermoso espacio habría que poner dos colores, digo yo. Crema de castaña y humo, por ejemplo, como un antiguo De Soto, ¿me entiende el caballero?

Aunque una y otra vez le decía yo que no, que ni soñarlo, que blanco y se acabó, y eso se repitió sin descanso, él no cejaba.

-¡Ah, un monumento a la moderna higiene! (esto era en el baño, que mide cinco metros cuadrados) Aquí va a permitirme que le demos dos manos, una de azul ultramarino para la estancia misma, y en el techo, azul Inmaculada.

Como yo había agotado ya toda capacidad de negación y creyéndome el artista más empecinado de lo que en realidad soy, se dirigió a Eva teniéndola, pobre ingenuo, por más dúctil y asequible al halago.

-¡Luz, luminosidad, sinónimo de sabiduría, como bien ilustra el epitafio de Goethe, “luz, más luz”, según dijo cuando corrían una cortina! Vamos a usar aquí (era el aseo) un amarillo budista zen cortado de azafrán...

-Blanco.

-¿Blanco, señora?

-Blanco.

Salió de la casa muy disgustado y maltrecho. Al día siguiente me dejó el presupuesto en el buzón y era de varios millones de pesetas. Cuando le llamé para decirle que como mucho doscientas mil me contestó, casi sin pausa, “de acuerdo, había que intentarlo”, y quedamos al otro día para hacer un plan de trabajo y coger las llaves.

Cuando llegó, traía dos ejemplares del “Hola!”.

-Observe, admirado cliente: la gente de mayor alcurnia usa el color, hoy día se usa el color, es algo moderno y democrático, las estrellas de la televisión y del fútbol así como cirujanos mundialmente conocidos, pilotos de Iberia y otros intelectuales solidarios, ponen siempre dos colores en sus salones.

-Blanco, Luís, blanco.

Su rostro indicaba el profundo dolor que le causaba no poder llevar a cabo un trabajo rigurosamente artístico, algo que pudiera competir con las bellezas habitacionales de Joselín de Ubrique. Pensé en el dolor intenso de los arquitectos en su lucha con los clientes, la angustia de los innovadores contra la burguesía, Soutine destruido por la incomprensión y el alcohol, y como siempre, cedí.

-Bueno, pongamos dos colores en el aseo.

No me besó la mano porque la retiré como un resorte. Con un entusiasmo infantil se despidió alzando un brazo, como si saludara a la multitud.

-¡Sabía yo que usted era un hombre adelantado a su tiempo! ¡Tanto libro ha de haber servido para algo!

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15 de noviembre de 2006
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LO MEJOR DEL POP

Me gustan las listas. Me gustan esas arbitrarias selecciones de las cien mejores películas, las novelas imprescindibles del siglo, los quinientos mejores poemas o las diez mejores rubias de la historia del cine. Acaba de aparecer una lista en la mítica revista Rolling Stone, en la edición española, sobre las doscientas mejores canciones del pop-rock español. Han votado más de ciento cincuenta músicos españoles. Desde algunos de los clásicos del pop hasta los más nuevos entre los grupos más jóvenes e indies de la música española. Me han sorprendido algunas canciones -incluso la ganadora- y me han molestado lo mal colocadas que están algunas de las que más me han gustado en mi vida de roquero y popero a la española.

La primera, otra vez, la inevitable canción emblema de Serrat, Mediterráneo. Considerada por casi todos la mejor canción de la música popular española y a mí siempre me pareció un tanto previsible, bonita, sí, pero acercándose a lo empalagoso y un tanto cursi. De Joan Manuel me gustan otras mucho más, desde Canco de matinada, Paraules d’amor, Conillet de vellut o las de Machado, Miguel Hernández o De vez en cuando la vida.

Después, Chica de ayer de Antonio Vega, Black is black de Los Bravos, Camarón, Los Canarios, Burning -¿Qué hace una chica como tú…?-, Radio Futura, Parálisis Permanente (?) y Paco de Lucía completan los diez primeros.

Los más representados entre los doscientos elegidos son Radio Futura, Kiko Veneno y Alaska. Seguidos por Serrat, Rosendo, Sabina, Manolo García, Antonio Vega, Andrés Calamaro, Los Brincos y Jaime Urrutia. Y la década más representada es la de los ochenta, a bastante distancia de los setenta.

Está claro que yo estaba en otro lado, en otra música sin haber dejado de estar en esta. Sí, yo también pasé de los Brincos a los Bravos, de Los Canarios a Burning o de Kiko Veneno a Sabina, pero no hubiera votado ni en ese orden ni esas canciones.

Una lista de las mejores doscientas canciones y no tiene ni una del primer roquero español, Silvio. El maravilloso y maldito Silvio que se atrevió a cantar en rock a San Juan de la Cruz, el bebedor de anís y fumador de todo, que fue capaz de hacer otra canción roquera nombrando todas las vírgenes de Sevilla.

Una lista sin presencia de Javier Krahe, padre y madre de todas las criaturas interesantes que por aquí han sido desde los años setenta. Una lista sin apenas representación de Albert Plá o de Sisa- apenas una canción en un rincón oscuro de la lista- y sin Kiko Pí de la Serra, sin Raimon, sin Mikel Laboa. Una lista con un solo tema de Lluis Llach. Una lista sin Paco Ibáñez. Y, para ir terminando con alguna de las ausencias que más me molestan, una lista sin Chicho Sánchez Ferlosio no es mi lista. Es más bien tonta. Aunque no llegue a ser estúpida porque al menos, en lugar muy atrasado, en el 173, tiene una de las últimas canciones que mejor definen nuestro pop, ese himno de Astrud llamado Todo nos parece una mierda.

Me voy a tomar en serio el asunto y haré mi lista. Por lo menos los veinte primeros. Pero otro día.

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14 de noviembre de 2006
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Personalidad sobresaliente

No sé yo cuáles son las condiciones para que se den tipos originales, capaces, además, de llevar a cabo empresas prodigiosas. Lo que desde luego sé es que no se producen en España. Sin duda, el lugar donde mejor crecen es la Gran Bretaña. Quizás la lluvia sea un elemento imprescindible para ese raro cultivo. Nuestra particular aspereza los mata de raíz.

El último personaje español de esa categoría tan británica, que yo recuerde, fue Paco Benet, el hermano de Juan. No sólo tenía una cabeza excepcional, sino que organizó la fuga de los esclavos del Valle de los Caídos contando con dos elementos memorables, un automóvil americano de gran cilindrada y una rubia despampanante, la jovencísima Barbara Probst. Su final, muerto en accidente tras dormirse al volante del jeep mientras cruzaba el desierto iraní (se había casado con una princesa de la familia del Sha), guarda una inquietante similitud con el coronel Lawrence, muerto a lomos de su motocicleta Brough Superior.

Me vino Paco Benet a la memoria tras la lectura de un artículo de Anthony Lane, un homenaje a Patrick Leigh Fermor que publicó el New Yorker de finales de mayo. Fermor es el arquetipo del caballero inglés capaz de las más audaces aventuras, como cruzar a pie la Europa de los años treinta desde Londres hasta Estambul, pero también otras empresas para las que se necesita un arrojo de superior calibre, como secuestrar en 1944 al general Heinrich Kreipe, jefe de operaciones de la Wehrmacht en Creta.

Narra Lane en su artículo una conocida escena del secuestro. Fermor y los partisanos griegos conducían al general por los escarpados montes de la isla hacia un escondrijo, cuando el general dejó escapar un suspiro a la vista de las cumbres nevadas y musitó para sí: “Vides ut alte stet nive candidum/ soracte...”. En ese momento le interrumpió Fermor, y continuó: “...nec jam sustineant onus/ silvae laborantes, geluque etc etc”. Ambos se miraron a los ojos y a partir de ese momento el secuestro continuó del modo más educado posible, “usted primero, mi general”, “no lo quiera Dios, usted primero, estimado agente de los servicios británicos”.

Nuestra tierra, reseca, roqueña, rasposa, no da este tipo de caballeros castrenses, pero algunos da en el género eclesiástico. En una ocasión viví una escena similar, cuando Gil de Biedma, espoleado por un comentario sobre la supresión del griego en el bachillerato, comenzó a recitar las primeras estrofas de Iliada y sin mediar aviso le siguió Pere Gimferrer impertérrito. No dejaron de declamar a coro durante todo el trayecto del taxi, que fue considerable. Ambos rapsodas tenían los ojos cerrados y dirigidos hacia el techo del vehículo. Fue muy hermoso.

Del viaje a pie de Fermor se han traducido los dos volúmenes ingleses: El tiempo de los regalos y Entre los bosques y el agua (en la editorial Península), ambos insuperables. Falta el tercero. Nadie sabe si llegará a escribirlo. Fermor tiene en la actualidad noventa y un años. Las restantes aventuras de Fermor aparecerán en su biografía, anunciada para finales de este año.

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14 de noviembre de 2006
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Sting, Karamazov, Dowland: belleza pura

Hacía miles de años que no me compraba un disco de Sting, pero este me resultó irresistible. Songs from the Labyrinth señala el encuentro entre la voz del ex líder de The Police, el laudista Edin Karamazov (apellido karmático, si los hay) y las canciones del isabelino John Dowland, contemporáneo de Shakespeare –y como él, temeroso de que su fe cristiana le valiese el destino de María Estuardo, en tiempos del protestantismo triunfante. Es música que nos transporta a otros tiempos pero no música vieja, porque de sus versos galantes y de su melancolía no se desprende olor a naftalina, sino a eternidad.

En el librito que acompaña la bella edición Sting narra su paulatino acercamiento a la música de Dowland. En 1982, el actor John Bird oyó cantar a Sting en solitario e hizo la mágica conexión: algo en la voz brillante e intemporal del cantante le recordó las obras del músico isabelino, a quien Sting define como “uno de los primeros cantautores” de la Historia. La asociación hecha por Bird intrigó al músico, que se compró una colección de las canciones de Dowland interpretadas por Peter Pears y Julian Bream. Diez años después, cuando la pianista Katia Labeque le sugirió que las canciones de Dowland eran ideales para su voz carente de entrenamiento clásico, Sting ya sabía de qué le estaban hablando. “Y sólo por diversión aprendí tres de las canciones bajo su tutela: Come, heavy sleep, Fine knacks for ladies y Can she excuse my wrongs?, con la bella y exótica Katia acompañándome en el pianoforte en un par de informales veladas musicales”, cuenta Sting. ¿Pueden imaginar la magia de esas veladas, con estos dos monstruos abriendo en el presente una puerta al siglo XVI?

Pasaron más años, hasta que el guitarrista habitual de la banda de Sting, Dominic Miller (dicho sea de paso, nacido en la Argentina: de niño lo llamaban Domingo Miller) le regaló a su jefe un laúd que tenía en su caja el grabado de una rosa en medio de un laberinto. Sting dice que el laberinto es una figura que lo obsesiona, al punto de que se hizo grabar uno sobre el suelo de los jardines de su casa: “Camino a diario por allí, diciéndole a la gente que calma mi mente”. También fue Dominic Miller quien le presentó al laudista Karamazov, nacido en Sarajevo. Al rato de conversar, Karamazov le preguntó a Sting si conocía la canción de Dowland In darkness let me dwell (“Déjenme permanecer en las tinieblas”, un título digno del recientemente fallecido William Styron), diciéndole: “Es la mejor canción que se haya escrito nunca en el idioma inglés”.

Ya habían trabado relación humana y musical cuando Karamazov le confesó a Sting que sus senderos se habían cruzado mucho tiempo atrás. Una vez Sting y su mujer Trudie Styler asistieron a una performance del Circus Roncalli en Hamburgo. Allí vio a un grupo musical que interpretaba el Rondo alla turca de Mozart entre un acto de trapecio y un contorsionista de Mongolia. Sting se sintió tan impresionado, que les mandó preguntar si no querían ir a Inglaterra a actuar en una fiesta de cumpleaños. El mensaje regresó enseguida: el grupo informaba que no actuaría para ellos, porque se consideraban músicos de verdad y no monos que saltaban al oír la voz de comando de un rockero y de su esposa. Karamazov era uno de esos músicos rebeldes.

Finalmente Karamazov acudió a Inglaterra, y Songs from the Labyrinth es el resultado. El disco alterna canciones en la voz de Sting con piezas de laúd en solo, y la lectura de pasajes de las cartas de Dowland: la superposición es encantadora. No dejen de prestarle sus oídos, aunque más no sea traten de bajarse In darkness let me dwell y Can she excuse my wrongs?, donde Sting se desdobla en múltiples voces que crean magia verdadera. (Can she excuse my wrongs? significa ¿Podrá ella perdonar mis errores?, lo cual expresa peculiar ironía, dado que los versos se atribuyen a Robert Devereux, alias Essex, amante de Isabel I hasta que el verdugo lo decapitó –dando respuesta a la pregunta del título.)

Para ponerlo en palabras de otro grande, Caetano Veloso: belleza pura.

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14 de noviembre de 2006
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El Boomeran(g)
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