Marcelo Figueras
Anoche alguien me preguntó cómo decidía qué historia era apropiada para una novela y qué historia tenía destino de guión de cine. Muchas veces el inicio es confuso, la primera novela que escribí era en su origen una historieta. A veces creo que algunas historias merecen versiones en más de un registro: estoy orgulloso del artículo que escribí hace algunos años sobre el Equipo Argentino de Antropología Forense, y que publicó en España una revista que se llamaba Planeta Humano, pero estoy seguro de que esa historia merece también ser contada como libro, o como película. (La idea me ronda desde entonces; créanme, se trata de una historia tan increíble como inolvidable.)
En los últimos tiempos me ocurre que, aun cuando me consta que estoy trabajando en una idea para el cine, trato de escribir primero una versión literaria. Una idea que me sugirió el actor Adrián Navarro se convirtió en un cuento, que imagino se transformará en guión más temprano que tarde. Siento que escribiendo un cuento o una novela voy directo al corazón de la historia: quizás por (de)formación literaria, este tipo de narración me garantiza que todo lo que tengo que saber de los personajes, de su alma y hasta de la trama estará allí, y que en todo caso, una vez que aparezca ese relato podré aprovechar aquellos elementos que me resulten útiles para el otro lenguaje, el del cine. Escribir ficción literaria es la forma en que pienso mejor, en que “conozco” mejor. Un cuento o una novela me garantizan, además, que crearé sin condicionamiento alguno: no voy a estar forzándome para imaginar a un actor equis, o preguntándome si alguien podrá financiar una secuencia tan cara. De ese modo no me cuestiono cómo abriría la secuencia, si es demasiado larga o no y dónde debería venir el corte. Simplemente dejo que la historia siga su curso, que haga lo que necesita, que se tome todas las libertades que requiera: las adaptaciones vendrán después. Si el cuento o la novela salen bien, el guión saldrá bien por añadidura.
Por supuesto, nunca escribiría una novela tan sólo para transformarla en un guión: sería un trabajo demasiado arduo. Pero me consta que cuando las ideas cinematográficas son ricas, si se las deja fermentar acaban en una novela. Hasta hace poco más de un mes estaba seguro de que mi próxima novela iba a ser una que tenía muy pensada: una historia fantástica y de aventuras, con el espíritu del folletín. Pero en las últimas semanas resurgió en la superficie otra vieja idea, que en su origen era una película. Hace ya algunos años alguien me propuso que pensase algo para dos actores muy populares, uno español y el otro argentino. La propuesta quedó en nada entonces, uno nunca funciona demasiado bien cuando se mueve por encargo: las ideas no son trajes cortados a medida, son cosas que ocurren o no. Tiempo después, cuando ya nadie me la pedía, se me apareció una historia. La archivé en mi cabeza suponiendo que en algún momento podía convertirse en una película. Y ahora, hoy, por esas cosas inefables del acto creativo, estoy convencido de será mi próxima novela.
Supongo que, en esencia, esa es la mejor forma de descubrir cuál será el mejor registro para contar una historia: darle tiempo, dejarla madurar, desarrollar su propia piel. En algún sentido se trata de la misma estrategia que aplican los japoneses en sus parques: nunca trazan los caminos de antemano, dejan que los caminantes los marquen sobre la gramilla con sus pies y recién entonces los construyen.
Una sabiduría milenaria que sería tonto desoír.