Marcelo Figueras
Me gusta la imagen de la perla, el tesoro que uno halla en el más impensado de los lugares. Quizás porque me sugiere la necesidad de estar siempre atento, de no llevarme por las apariencias: se puede encontrar oro entre el barro del fondo del mar. O tal vez porque me ayuda a permanecer en el estado de discreto asombro que me parece la mejor manera de existir: ya llevo una regia cantidad de años en este mundo, y aun así no deja de sorprenderme lo providencial del fenómeno de la vida.
Pocos días atrás me compré el DVD de Bullitt, el clásico policial dirigido por Peter Yates: una edición de lujo, con documentales sobre Steve McQueen y la mar en coche. (Ya sé que se están preguntando cuál es la relación entre Bullitt, las perlas y el fenómeno de la vida, pero ténganme paciencia.) Me puse a ver la película el domingo. Lo que primero me llamó la atención fue lo más obvio: la parquedad del relato –no se cuenta nada que no sea estrictamente necesario, Bullitt está a centímetros de ser una película muda-, la aparición de Robert Duvall en un papel menor, la elegancia con que Yates narra toneladas en un único plano (cuando Bullitt llega a una reunión de mujeres de sociedad, por ejemplo, y lo vemos pequeñísimo, atrapado por el marco de la puerta y por las polleras y abrigos de piel de las mujeres gigantes que figuran en el primer plano) y por supuesto la persecución automovilística por las calles de San Francisco, que como el buen vino sólo mejora con el tiempo. Me sorprendió también la cacería final entre las pistas del aeropuerto: la tenía totalmente olvidada, y registré entonces cuánto le debe Michael Mann, que la recreó para el climax de Heat.
Ya pasada la mitad del relato, Bullitt tiene una escena con su novia, interpretada por la bellísima Jacqueline Bisset. No es mucho lo que sabemos de esa relación, más allá de que ella es una profesional liberal, arquitecta o algo así, y cuán incómodo se siente Bullitt cada vez que debe acompañarla a alguna reunión. Entonces llega el momento en que ella debe sumergirse en el mundo de él, atisbando la violencia que Bullitt frecuenta a diario. Entra en estado de shock, se cuestiona la sensatez de su relación: le pregunta a Bullitt qué será de ellos con el tiempo. Y entonces Bullitt, que es de los que no abre la boca ni siquiera cuando va al médico a que le revisen la garganta, dice la frase que clausura la secuencia: Time starts now. El tiempo comienza ahora.
Lo primero que me sorprendió fue la impropiedad de la frase en esos labios. Nada de lo previo hace suponer que Bullitt es capaz de decir algo que sonaría más adecuado en boca de, por ejemplo, Baruch Spinoza. Pensé que la frase también era correcta en lo científico: si el tiempo fluye en dos direcciones a la vez, hacia delante y hacia atrás (por más que nosotros sólo podamos experimentarlo hacia delante), eso significaría que forma una suerte de loop, de cinta interminable, de la cual cada punto puede servir igualmente como principio. Pero lo que más resonó en mi alma fue otra lectura de la frase, una que podría utilizarla como principio de vida. Se me ocurrió que el tiempo comienza ahora es una manera de decir que somos libres de decidir sobre nuestra vida a cada momento, que podemos construir nuestro propio tiempo cada vez que lo deseemos, cada vez que sea necesario. Por supuesto que la parte ya vivida de nuestro tiempo viaja hacia nuestro futuro como parte del loop, y por ende contribuyendo con la noción del karma, aquello de que todo vuelve; pero modificar nuestro presente sigue siendo una opción válida, la condición misma de nuestra libertad.
Me pregunto cómo resonará en ustedes esta frase, cuál será su vivencia del tiempo. Yo sentí entonces que Bullitt decía la verdad, y lo siento ahora, en este preciso instante en que mi tiempo comienza. (Otra vez.) Algo en mi alma me dice que esa frase es todavía más importante de lo que puedo vislumbrar en este momento.
A Bullitt, por lo pronto, le sirvió para volver a acostarse con su bella novia.