Félix de Azúa
Con los pisos que uno habita sucede como con el cerebro en el que uno vive, que se gastan y todo el mundo se da cuenta, pero el último en percatarse es el inquilino. Pude comprobarlo el otro día, al ordenar un montón de papeles entre los que venían unos apuntes de seminario.
El 20 de marzo de 1996 había anotado yo, de la boca de Javier Echeverría, que “el nuevo método, la apagoge, reduce problemas complejos a problemas simples, por ejemplo el problema de la duplicación del cubo resuelto mediante las medias proporcionales (figuras mecánicas)”. Juro ante Dios que no tengo ni la menor idea de lo que este párrafo significa, aunque estoy persuadido de que es de primero de bachillerato.
Exagero un poco. Si me pongo, lo descifro, pero lo que me llama la atención es cómo se me ha oscurecido el cerebro en unos diez años. Sin duda, es ello evidente para cualquiera con quien tenga yo trato, pero no lo es para mí. Me miro el cerebro (le envío mensajes positivos) y me parece a mí el mismo de siempre. No lo es, desdichadamente. Desconchados, nidos de roña, telarañas, raspaduras, golpes, en fin, la señales del uso han de darse tanto en el automóvil como en el seso.
Y así pasaba también con la casa donde vivo, que yo la veía como siempre, pero las visitas ponían caras cada vez más horrorizadas. Hasta que un día, al término de unas breves obras, la situación se hizo imposible porque me pareció advertir unas risas mal disimuladas entre gente de alto standing, y eso sí que no. Decidí pintar.
Como si Hermes me hubiera escuchado, pegadas a la anunciadora de la esquina (un mamotreto en el que mi ayuntamiento exhibe carteles diseñados por un lobotomizado con enchufe) venían las sólitas tiritas con un teléfono y el mensaje: “Pintor con antecedentes, para trabajos suntuosos”. Arranqué uno de los apéndices y llamé sin dilación. Quedamos para el presupuesto.
El pintor, hombre de unos treinta y pico de años, debía de creer que a la hora de encargar trabajos artísticos el aspecto es relevante, así que vino vestido de pintor, a saber, con un mono blanco inmaculado, gorra blanca de visera, blancas zapatillas de tenis y una bellísima placa cosida en el pecho con la leyenda: “Per aspera ad astram”.
Aunque, dado su aspecto postinero, ya había decidido contratarle, comenzó la inspección pre-presupuestaria con paso majestuoso. En todas y cada una de las habitaciones su comentario tomaba ricas entonaciones líricas.
-En este hermoso espacio habría que poner dos colores, digo yo. Crema de castaña y humo, por ejemplo, como un antiguo De Soto, ¿me entiende el caballero?
Aunque una y otra vez le decía yo que no, que ni soñarlo, que blanco y se acabó, y eso se repitió sin descanso, él no cejaba.
-¡Ah, un monumento a la moderna higiene! (esto era en el baño, que mide cinco metros cuadrados) Aquí va a permitirme que le demos dos manos, una de azul ultramarino para la estancia misma, y en el techo, azul Inmaculada.
Como yo había agotado ya toda capacidad de negación y creyéndome el artista más empecinado de lo que en realidad soy, se dirigió a Eva teniéndola, pobre ingenuo, por más dúctil y asequible al halago.
-¡Luz, luminosidad, sinónimo de sabiduría, como bien ilustra el epitafio de Goethe, “luz, más luz”, según dijo cuando corrían una cortina! Vamos a usar aquí (era el aseo) un amarillo budista zen cortado de azafrán…
-Blanco.
-¿Blanco, señora?
-Blanco.
Salió de la casa muy disgustado y maltrecho. Al día siguiente me dejó el presupuesto en el buzón y era de varios millones de pesetas. Cuando le llamé para decirle que como mucho doscientas mil me contestó, casi sin pausa, “de acuerdo, había que intentarlo”, y quedamos al otro día para hacer un plan de trabajo y coger las llaves.
Cuando llegó, traía dos ejemplares del “Hola!”.
-Observe, admirado cliente: la gente de mayor alcurnia usa el color, hoy día se usa el color, es algo moderno y democrático, las estrellas de la televisión y del fútbol así como cirujanos mundialmente conocidos, pilotos de Iberia y otros intelectuales solidarios, ponen siempre dos colores en sus salones.
-Blanco, Luís, blanco.
Su rostro indicaba el profundo dolor que le causaba no poder llevar a cabo un trabajo rigurosamente artístico, algo que pudiera competir con las bellezas habitacionales de Joselín de Ubrique. Pensé en el dolor intenso de los arquitectos en su lucha con los clientes, la angustia de los innovadores contra la burguesía, Soutine destruido por la incomprensión y el alcohol, y como siempre, cedí.
-Bueno, pongamos dos colores en el aseo.
No me besó la mano porque la retiré como un resorte. Con un entusiasmo infantil se despidió alzando un brazo, como si saludara a la multitud.
-¡Sabía yo que usted era un hombre adelantado a su tiempo! ¡Tanto libro ha de haber servido para algo!