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PROHIBIR, PROHIBIR, PROHIBIR

Una plaga de prohibiciones y restricción de derechos individuales asola el mundo. Estados Unidos, el histórico paradigma de la democracia, la fuente de los derechos del ciudadano, ocupa un lugar central en la alocada marea de represiones que violan la intimidad, destruyen la protección personal frente a la tortura, defienden de los abusos y atropellos policiales sin apenas límites y ampliando su arbitrariedad.

Afirmar que un Estado policía sustituye día tras día al sistema democrático constituye una mera realidad, sin necesidad de análisis o investigaciones profundas. Los legisladores se han concedido, ante la anómala pasividad de los electores y partidos opositores, prerrogativas impensables en un sencillo Estado de derecho. Un Estado literalmente “de excepción”, sin respeto a la Constitución y concentrado en atenazar las libertades. Y, sin embargo, no se detecta ninguna subversión.

Desde las luchas por los derechos civiles en los años sesenta norteamericanos la población civil parece haberse deslizado hacia la molicie o la indolencia, cuando no a la parálisis del miedo. El miedo o la mucilaginosa sustancia generada desde el Estado para envolver la conciencia de la población con ataduras que narcotizan la mente y silencian  la desobediencia del grito.

Pero no se trata tan solo de Estados Unidos. En España, donde los socialistas inauguraron un universo de libertades y promovieron un país con uno de los mayores grados de tolerancia, la actualidad viene marcada por el fin de la holgura y el martirio sucesivo de leyes estrechas.

Desde uno u otro ministerio, se trate de regular el tráfico en las carreteras como los desfiles en las pasarelas, un espíritu delirante de prohibiciones lo infecta prácticamente todo.

No se podrá seguir con los botellones como se anunciaba pero además la sanción rebasará a los participantes para filtrarse en los hogares y castigar a los progenitores. No se dispensará alcohol a los menores de edad pero tampoco, tras sonar las diez de la noche, a ningún ser vivo.

Tanto la Dirección General de Tráfico a través del sañudo carnet de puntos como el Ministerio de Sanidad a través de una titular, parecen gozar de las opciones más represoras y sádicas.

El regusto por el control adquiere así, bajo la égira terrorista, la naturaleza de una perversión sistemática. Prohibir, prohibir, prohibir. Lo que parecía una actitud reaccionaria hace medio siglo ha pasado a convertirse, dentro de España, en signo de civilización. La totalidad de la sociedad se halla hoy bajo sospecha y sus ciudadanos han pasado de inocentes originarios a seres tan peligrosos que podrían delinquir al instante siguiente.

Contra el peligro del individuo la política de prevención. La prevención, en la medicina, en la seguridad, en la estética de la anorexia, en la gripe aviar o en la calada a un Winston. ¿No se alzará un movimiento de hartura contra ello?

Las gentes día tras día llegan tan fatigadas al pensamiento o la reflexión, sufren tanto la pandemia de la depresión que, a la manera de los caballos confinados de la operación Malaya, se conforman todavía con poder sobrevivir estabulados. ¿Hasta cuándo? Un sonido todavía remoto hace confiar en una acometida explosiva y desordenada, desbocada y terminante contra esta asfixiante omnipresencia del poder.

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29 de septiembre de 2006
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EL FACTOR HEIDEGGER

Los diarios Le Monde y Le Figaro están de acuerdo: Gallimard acaba de renunciar a publicar un libro sobre Heidegger después de mandar pruebas a varios periodistas y profesores. Heidegger à plus forte raison (Aún más Heidegger), libro colectivo editado por François Fédier, llegó a tener unas reseñas en revistas de filosofía antes del verano. Ahora, Gallimard se calla y no responde a la prensa después de anunciar a Fédier la cancelación de la publicación.

Hace ya veinte años que Martín Heidegger (1889-1976) es un factor recurrente de discordia y de malestar entre los filósofos franceses. Desde 1987, para ser más preciso. La publicación de Heidegger y el nazismo de Víctor Farias nunca fue superada por una clase intelectual que, detrás de Sartre y del post-estructuralismo, hizo tanto caso a un pensador que asumió el cargo de rector de una universidad (Friburg) en la época nazi.

No hay más que rumores para explicar las razones de la renuncia de Gallimard. Pero se conoce muy bien el contexto de la génesis de la obra detenida antes de su llegada a las librerías. En 2005, Emmanuel Faye (el hijo del filósofo Jean-Pierre Faye) publica Heidegger, l’introduction du nazisme dans la philosophie (la introducción del nazismo en la filosofía). El libro cita textos desconocidos de Heidegger de los años veinte y se dedica a demostrar los vínculos del filósofo con pensadores racistas que soportaron después el nazismo como Ludwig Clauss, Erich Rothacker o Alfred Baeumler. El libro hace mucho caso a ciertos seminarios del invierno 1933-34: Heidegger, como rector, utiliza sus conceptos filosóficos (entre otros, la diferencia entre el ser y el siendo) para analizar la relación entre el Führer y el pueblo alemán.

Es para responder a esta visión de la obra de Heidegger como un capítulo de la historia de la ideología nazi que se formó un grupo de diez personas alrededor de François Fédier. Querían (otra vez) limpiar al filósofo alemán de sus acusaciones, al explicar que sus compromisos imprescindibles para sobrevivir en su oficio no quitaron nada a su pensamiento. Según varios rumores, el libro ponía en duda la calidad de las traducciones de Faye del alemán al francés. Es una acusación clásica de los debates sobre el nazismo de Heidegger pero, claramente, es también una posibilidad de demanda judicial. Y, sobre todo, una posibilidad, indirecta, de otra demanda por “négationnisme” (palabra francesa que designa el hecho de negar la existencia de la exterminación de los judíos por los nazis, lo que es un delito castigado por la ley).

Al final, vemos que Heidegger (otra vez) no se recupera y al contrario pierde un poco más su prestigio. Ya su imagen cambió en la prensa, incluida la prensa de izquierda. Es un autor que en Francia se vincula de manera confusa con el nazismo. Pero es todavía un autor que hace parte del programa del concurso de “agregación”, el concurso que se debe superar para ser profesor de filosofía en las universidades. ¿Hasta cuándo?

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29 de septiembre de 2006
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Maneras de estar triste

Cuando queremos deprimirnos, los latinoamericanos montamos un circo. Lloramos, sufrimos, nos cortamos las venas, gritamos. La exteriorización impúdica del dolor forma parte de nuestra manera de superarlo.

En cambio, si uno recorre la sala Munch de la Galería Nacional de Oslo, encuentra genuinas muestras de la manera noruega de lidiar con la depresión. Munch -aquí le dicen Munk- se pone triste "para adentro", se hace un ovillo y se encierra en sí mismo a sufrir.

La descripción es literal: en uno de los cuadros, llamado Cenizas, una mujer se tira de los cabellos mientras Munch oculta la cabeza entre las manos en un rincón. En otro, aparece la figura del pintor apenas delineada en la oscuridad, pálidamente iluminada por la luna, difuminándose entre el humo del tabaco. En Melancolía (y fíjense nomás en los nombrecitos que escoge) se le ve en la playa, triste mirando al suelo, mientras al fondo del cuadro, para mayor escarnio, la gente de colores se divierte.

El equivalente latinoamericano como catalizador del sufrimiento es la canción romántica, de la que la cultura noruega carece. Comparemos, por ejemplo, a Munch con el baladista mexicano José José. Cuando le da por sufrir, José José no mira al suelo, sino al barman. Amenaza con emborracharse, cumple sus amenazas y está dispuesto incluso a alcoholizarse hasta la inconsciencia con otro tipo que está enamorado de la misma que él, como en Quiero que brindemos por ella. José Jose socializa y esparce su dolor. Con Munch se habría aburrido de lo lindo.

Quizá la explicación estriba en los motivos de la tristeza. Munch dedica por lo menos tres cuadros a la muerte: el fallecimiento de su hermana es retratado en uno de ellos, y otros dos muestran la agonía de esa mujer víctima de tubercolisis, pálida, más bien verde, atendida por alguien que la observa patéticamente. El sufrimiento de los demás cuadros se debe a cosas tan abstractas como la existencia, la soledad o la incomprensión.

José José, en cambio, sufre solo, única y exclusivamente por el amor que "vuelve a quien lo toma gavilán o paloma" porque "el que ama todo lo da" (y poco recibe en sus canciones), que la edad es un impedimento, que el abandono, que el desamor. Si Munch le contase sus penas, José José le propinaría sin duda un botellazo por perder el tiempo con tonterías.

De hecho, lo más cercano del pintor nórdico a un cuadro sensual, la Madonna, es una mujer oscura y vaporosa semioculta en la penumbra, con las ojeras más marcadas que los ojos. Hay un cuadro de un beso -se llama así, El beso- pero es un beso furtivo, arrinconado, y el centro del cuadro en realidad lo ocupa la ventana abierta sobre la aplastante ciudad.

En otra de sus pinturas, llamada El día después, una mujer reposa sobre la cama agotada, frente a una mesa llena de botellas vacías. Imagino que acostarse con Munch debe haber sido una experiencia emocional agotadora.

Luego, claro, de tanto sufrir para adentro, a Munch le roban los cuadros a plena luz del día y sus vigilantes no se dan cuenta. Pero esta semana, al fin, vuelve a colgarse en el museo del pintor su cuadro más famoso: El grito, una metáfora más de la angustia generalizada que produce el hecho de existir. Imagino que José José, si alguna vez visita la exposición, le echará un vistazo al lienzo con sus ojitos rojos, lo interpretará sesudamente y lo rebautizará con el nombre de La resaca.

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29 de septiembre de 2006
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¿Cómo debemos vernos, cómo debemos contarnos?

Lo que dio pie al argumento que voy a presentar fue un hecho pueril, y de algún modo personal (se me ocurrió mientras leía una de las críticas a la película Rosario Tijeras, que acaba de estrenarse en la Argentina), pero creo que se trata de una cuestión que debería interesarnos a todos –por lo menos a todos los que sentimos que es importante poder contar nuestras historias, las historias de la Hispanoamérica de hoy.

Ya había percibido en varias oportunidades que los comités de selección de los festivales de cine internacionales (esto es, los que no son hispanoamericanos) tienden a elegir, entre las películas que hacemos, aquellas que hablan de nuestras realidades de una cierta manera, y nunca de otra: les gustan las películas que nos pintan como marginales pintorescos, las películas que narran con una desprolijidad que asumen propia de nuestra pobreza de medios (aun cuando la desprolijidad pueda disimular pobreza narrativa, o resultar en ella), o sea que prefieren, por ende, todas las películas hispanoamericanas que no podrían representar nunca una amenaza comercial para su propio cine. La crítica a Rosario de la que hablo (que ni siquiera era mala, lo aclaro) me sugirió la existencia de algo peor: una cosa es que el establishment del gran cine americano o europeo opere para que permanezcamos dentro de un nicho narrativo que no le moleste, y otra muy distinta sería que la prensa, que debería defender nuestros intereses ya no como artistas sino como público, le haga el juego a la industria internacional del cine. Lo de los festivales es malo porque nos fuerza a tomar un camino único, nos limita, pero que el periodismo les haga el juego y le cuente al público que existe algo parecido a un deber ser, una sola forma en la que se nos permite hablar sobre nosotros mismos, eso sí sería grave.

Empecé a preguntarme si no ocurriría algo parecido en la literatura. En términos generales (lo cual significa que este es un tema complicado, y que aun no lo he pensado a fondo) diría que sí. Más aun, dado que en este caso está claro que no es el mercado externo lo que nos compele o limita, creo que aquí se ve con mayor claridad que lo que compele y limita son las voces del establishment cultural –expresadas en buena medida por el periodismo y por lo que podríamos denominar “la Academia”. Intuyo que aquí también existe un deber ser: debemos escribir de determinada manera y no de otra, y aun cuando nos decidimos a tocar ciertos temas o a abordar momentos históricos precisos debemos hacerlo de acuerdo al mismo método, de mirada oblicua, deprovista de toda acción y asfixiante en su retórica. Imagino que periodistas y académicos tendrán sus razones, que expondrían con florida verba, pero todo lo que consiguen es frustrarme. Me pasa que no puedo enfrentarme a las novelas que se editan y a las películas que se estrenan como un artista, yo reacciono ante todo como público, quiero que esta nueva novela mexicana, argentina o española sea lo mejor que he leído en años, quiero que esta película colombiana o brasileña me parta la cabeza, y al encontrarme que la mayor parte de la producción pasa por esta criba a medias industrial y a medias periodística, resulto casi siempre frustrado. Yo busco a un Shakespeare hispanoamericano, y no sé si no lo encuentro porque no existe o porque no lo editan ni le financian sus películas. ¡Yo espero al Fellini hispanoamericano y nunca llega!

Lo que siento es que nos dicen que llegamos tarde a la Historia, y que no nos queda más remedio que meternos dentro del huequito que queda y alimentarnos con las sobras. ¿Qué demonios me importa a mí que Tolstoi ya exista? ¡Yo quiero que algún latino escriba nuestra Guerra y paz!  A veces me parece que nos están diciendo que las grandes naciones de hoy han reservado el copyright de la épica, del romance, de la fantasía, y que en la repartija nos ha tocado apenas la representación naturalista de la miseria y, en el mejor de los casos, el esperpento. ¿Por qué debo conformarme a su criterio? ¿Por qué debería hacer caso a los sicofantes que repiten en nuestros países los argumentos de los que nos quieren ver siempre pequeños y sojuzgados? ¿Es que acaso no existe en nuestras culturas inspiración suficiente para mil Macbeths, para cien mil Citizens Kane, para un millón de Guerras y paces? Si Shakespeare viviese hoy y leyese los diarios, no tengan duda alguna que escribiría historias inspiradas en Latinoamérica y el Medio Oriente. Las naciones más poderosas han perdido el derecho a escribir la épica: ¡la épica de hoy debería ser nuestra! (Y no sólo en el arte, que conste).

Detesto que me enseñen una camisa de fuerza y que me digan que es la última prenda que quedó en el almacén. Detesté en su momento que algunos periodistas desdeñaran Ciudad de Dios porque les parecía demasiado bien hecha, demasiado bien contada. A veces imagino que si quisiese filmar una saga familiar inscripta en el mundo del hampa me colgarían: Coppola puede hacerlo porque es estadounidense y por ende partícipe de los derechos del copyright, pero yo no puedo filmar un Padrino porque soy de aquí, de Latinoamerica, y aquí las sagas que para colmo resultan atractivas para el gran público nos están prohibidas, nuestro deber ser indica que no debemos apartarnos de los márgenes en los que nacimos. Lo que rechazo es que me impongan cómo debemos vernos, cómo debemos contarnos. Me resisto a asumir el tono menor que tratan de echarnos encima como un destino. Siento que están tratando de manipularme, como artista pero ante todo como público. Y a mí, qué quieren que les diga, no me gusta un carajo que me digan lo que debo hacer.

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29 de septiembre de 2006
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Real como la vida misma

Aumenta a ojos vista la necesidad de tener algo por seguro, de poder agarrarse a lo que sea, de pisar firmemente la tierra, de confirmar un fundamento indudable. Como es lógico, cuanto más fantástica o fantasmal es la sociedad oficial, cuanto más onírica y alucinada la que describen los medios, más difícil y necesario es pillar algo seguro.

Me parece a mí que cuando aparece algún “realismo” es porque suele coincidir con un delirio general. Zola y Haussman, por ejemplo. El mundo de los humanos analizado en el quirófano con instrumentos de precisión; Zola empinado en el estribo de un tren a punto de emprender sus estudios sobre personal ferroviario que le permitirán escribir “La bestia humana”; y aquel París que estaba en trance de inventar la soñada capital del siglo XIX, levantando la ciudad de arriba abajo, borrando sus viejos barrios milenarios, arrasando la ciudad verdadera con el fin de elevar una metrópolis de fantasía. La novela era real, la realidad era novelesca.

O las andanzas de don Quijote por territorios de peñasco y quebrada, trochas de cabra, desiertos de brezo y zarzamora, posadas siniestras, una desolación punteada con ahorcados a la entrada de aldeas habitadas por aparecidos. Un lugar quimérico que reconoce su irrealidad trescientos años más tarde en “El manuscrito encontrado en Zaragoza” del conde Potoki. ¡Cuánto más fantasmales son el cura y el barbero, el posadero y el bachiller, que los gigantes transformados en molinos de viento! La ficción cervantina pone de manifiesto el realismo del loco.

En la actual carrera hacia lo real, lo seguro y lo verdadero, un grupo de científicos franceses y canadienses ha aportado una contribución muy tranquilizadora: el personaje que figura en el cuadro conocido como “La Mona Lisa”, acababa de dar a luz a su segundo hijo cuando la pintó Leonardo. Menos mal. Por un momento temíamos que fuera una pintura de Leonardo. Se ha salvado: ahora es un documento de obstetricia.

Hace unos años (no tengo aquí la referencia exacta, pero puedo buscarla), otro estudio científico demostraba que la abundancia de pigmento amarillo en la pintura de Van Gogh era debida a la absenta que el holandés bebía inmoderadamente. Aunque quizás la más graciosa era aquella tesis de que las figuras de El Greco eran muy espigadas porque sufría un severo astigmatismo.

Los artistas, en cambio, siempre lo han tenido más claro. En cierta ocasión los amigos invitaron a Degas al hipódromo, pero como conocían la tremenda miopía del pintor le alcanzaron unos prismáticos para que viera la carrera con nitidez. Degas miró por un instante a través de los binoculares, dio un respingo, y los devolvió horrorizado. “¡Qué espanto! –dijo-. ¡Parece un Meissonier!”.

Es casi imposible resignarse a que las pinturas, las novelas, los dramas teatrales y demás constructos artísticos sean imaginarios incluso cuando no quieren serlo. ¡Nos parecen tan verdaderos! No hay manera de convencer a los ingleses de que el retrato de Enrique VIII por Holbein, esa maravillosa pintura en la que aparece un chulo de clase acomodada mirando desafiante a la cámara con las piernas abiertas y los brazos en jarras, es tan fantástico como el retrato de un unicornio.

Un estudio científico puede demostrar, seguramente, que Ana Karenina estaba ya muerta cuando la atropelló el tren. No había querido suicidarse, ni mucho menos: la desdichada caída la produjo un derrame cerebral. Así se deduce tras el riguroso análisis forense de la descripción del cadáver que aparece en la novela. El titular del diario sería: “¡Salvada del suicidio!”.

Naturalmente, la ciencia ha demostrado que Aureliano Buendía nunca tuvo la edad centenaria que erróneamente le atribuye García Marquez. El autor colombiano sufrió una confusión entre tres sucesivos Aurelianos, los tres registrados con el mismo nombre y equivocadamente unidos en la misma ficha de empadronamiento. Ésta sería la causa del exagerado personaje novelesco, el cual, sin embargo, fue real y existió verdaderamente. Así se desprende de un estudio minucioso de los archivos municipales de Macondo. Titular colombiano: “Tres en uno”.

Aunque la mejor de todas las fantasías realistas era aquella maravilla de libro titulado “La Biblia tenía razón”, en el que un alemán de seriedad episcopal demostraba científicamente la realidad del maná, de la zarza ardiente, del milagro de los panes y los peces, de la historicidad de David y Goliat, del caos sexual que puede producirse cuando te cortan el pelo mientras duermes, y así sucesivamente. Titular romano: “Fe y razón unidos por la revelación”.

Como si la realidad deducida a partir de un material imaginario pudiera crear una segunda realidad de la que habría surgido la imaginación. Como si lo imaginario fuera un producto de la realidad. Operación ésta que coincide exactamente con la del barón de Munchausen salvándose a sí mismo de morir ahogado mediante una técnica tan infalible como científica: tirarse de los pelos hacia arriba, hasta sacarse del agua.

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29 de septiembre de 2006
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HACER JUNTOS ALGO

“Los grupos que integran un Estado viven juntos para algo; son una comunidad de propósitos, de anhelos, de grandes utilidades. No conviven para estar juntos, sino para hacer juntos algo”. Este párrafo de Ortega y Gasset al comienzo de su España invertebrada (nunca mejor dicho para la actualidad) viene como anillo al dedo para pensar la oportunidad de unirse con los portugueses. He aquí una propuesta para hacer juntos algo y superior.

Puede que a casi una tercera parte de los portugueses, de acuerdo al sondeo del semanrio Sol les parezca una buena opción el proyecto de unión con España pero a los españoles les parece todavía mejor y en número notablemente más elevado. Además de los indiscutibles provechos económicos, se crearía una comunidad cultural de interés incomparablemente superior y con una relevancia inédita en su proyección latinoamericana.

Pero, por si faltara algo, España y Portugal constituyen por sus parecidos, por sus virtudes y sus deficiencias, dos identidades que interaccionan potenciando su singularidad respecto al resto de Europa.

Nada tiene que ver esto con el llamado “hecho diferencial” que se define por su voluntad excluyente. Por el contrario, tiene relación con el hecho  de que ni España ni Portugal tienen mucho que ofrecer al mundo de la ciencia o la tecnología internacional, tampoco demasiado al mundo de la creación cuando el arte es ya international art y la música world music. Finalmente,  tanto uno como otro no habrán de superar nunca su modesta influencia en Occidente desde estos márgenes geopolíticos.

Ambas naciones, sin embargo, poseen por su calidad y forma de vida, por el temperamento de sus gentes y el estado actual de su naturaleza y sus pueblos, una oferta de primerísima clase. First quality es la oferta que brinda sol, slow cities, slow foods, facilidad de contactos personales, atención individualizada, zonas vírgenes, decenas de miles de kilómetros de costas, gastronomía de buenas materias primas y cocina excepcional, etcétera. Tópicos de la Spain is different que reflotan reciclados como la mejor base de nuestro marketing hispanoportugués. Atender este reducto natural y humano, preservarlo para disfrute de propios y extraños, clientes y usuarios de otras zonas menos favorecidas en estos aspectos, no debe parecer regresivo. Mucho menos anacrónico. Resulta ser lo más actual que cabe imaginar.

España se encuentra espontáneamente incluida en el progreso europeo, occidental y global. Para esto no hacen falta demasiadas cavilaciones, basta con invertir un porcentaje superior cada año en el I+D+I y todo lo sabido. Lo excepcional  y casi exclusivo es nuestro modelo de vida que todavía pervive a pesar de los contagios sin tino, los mimetismos superficiales y el curso del capitalismo especulador en general. La ventaja precisamente consiste en que no siendo España un país atrasado sino la novena potencia del mundo ha preservado en grandes proporciones los hábitos y modos de vida que ahora, de Canadá a Polonia se reivindican como anhelos de convivencia, sea en el urbanismo como en la psicosociología, en la política ciudadana como en los proyectos de integración cultural.

Paradójicamente el patrimonio español y portugués procede ser demasiado meridionales respecto a Europa, demasiado familiares respecto a la familia mecano, demasiado vecinos respecto al hiperindividualismo metropolitano. Pero también incomparablemente más ecológicos y ecologistas, no a fuerza de pugnar por la defensa del entorno sino gracias a que el entorno todavía no ha sido tan invadido –pese al amurallamiento y la especulación costera- como en zonas donde explotó la revolución industrial. Tanto España como Portugal pasaron por la etapa de la industrialización sin poseer, por ejemplo, una marca de coche propia (excepción de la efímera y simbólica Pegaso) y, consecuentemente, a pesar de las barrabasadas de la siderurgia o la petroquímica, no resultó tan fuerte y profunda la herida ambiental.

España y Portugal, la “Portuespaña” que nacería de esta aglomeración que colocaría al conjunto con una población semejante a la francesa o a la italiana, pesaría más, contaría más en Europa. Y en Portuespaña podría ensayarse, con mejores condiciones que en cualquier otra parte, el programa de progreso y convivencia decididamente acorde con las reclamaciones de un porvenir más  humano. Esto sí sería emprender algo juntos y juntarnos ilusionados para conquistar algo.

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28 de septiembre de 2006
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DE GORDOS Y FLACOS

Siempre me impresiona ver como fueron/ fuimos algunos delgados de antaño y en lo que llegaron/llegamos a convertirnos con el paso de los años, las comidas, los kilos, las vidas y sus bebidas. Así somos aunque así no nos parezca. Siempre hay un amigo, una pesa instalada en el baño o una foto para ponerte delante del espejo de tu realidad. Una de las transformaciones que más me preocupan, que más me hacen pensar en nuestros problemas con nuestra propia imagen, es la de Edgar Neville. Cuando se mira esa foto en Hollywood, al lado de su amigo Charles Chaplin, los dos sentados a la puerta de un estudio, vemos a un Neville delgado, elegante y atractivo. Tiene la mirada directa, segura y satisfecha del que está contento con su propia imagen. Cuando vemos las fotos de sus años de cineasta en el franquismo, las imágenes de un triunfador, de un vitalista vividor, de un sonoro gozador en tiempos de silencio vemos cómo con los años, las películas y la vida va engordando sin censuras o autocensuras que lo detengan. Solo, o en compañía de Conchita Montes, Neville seguía engordando así que pasaban los años, la fama y las películas. Una vez le pusieron en una disyuntiva -como a Cabrera Infante cuando su madre le dio a elegir entre cine y sardina- o el güisqui o la vida. Eligió el güisqui. Perdió la vida. No hay que buscar toda la culpa en sus aguas de Escocia. Su bebida estuvo bien acompañada de otros excesos. Aún así, no estuvo mal mientras duró la vida y la obra de este gordo que fue joven y flaco.

Soy amigo de muchos gordos, y enemigo de mí mismo. Y, la verdad, me gustaría estar aún más delgado que el crítico Manuel Rodríguez Rivero que sigue moviendo su cultura y sus neuras por la vida y la prensa con veinticuatro kilos menos. Incluso, aún diría más, como los Dupond de Tin-Tin, me gustaría estar más delgado que el admirado Vila- Matas que va camino a la recuperación de su imagen de aquellos tiempos en que parecía un personaje de Truffaut, línea Antoine Doinel, pero con menos pelos. A esos dos amigos reconvertidos los encontré en Segovia, entre los gozos y las sombras del Hay Festival. Vila-Matas siempre había sido un flaco que engordó a golpes de tragos largos, cortos y medio pensionistas. Rivero, siempre fue un gordo de mejores comidas que bebidas. Ahora, apenas abusan de lo uno y de lo otro. Tiene su mérito, pero menos.

Con mi mala conciencia, en compañía de mis digestiones y resacas, me escapé de Segovia a Ciudad Real. Sí, Ciudad Real, también existe. Está a cincuenta minutos exactos en AVE desde Madrid. Se celebraban unas jornadas de cultura y gastronomía -¡qué paliza, que tentaciones, que rico! -y la mesa redonda- y nunca mejor dicho como me señala uno de esos lectores anónimos que practican el boomerang- me situaba entre gordos felices, renovados y arrepentidos. Entre los felices el periodista y novelista Jesús Ruiz Mantilla, gordo, culto, esteta y divertido. Consigan su novela Gordo -no digo la editorial para no meter la pata como cuando escribí Losada por escribir Lumen, dos editoriales de mi historia personal, de mi memoria lectora y de mi desmemoria apresurada- y se encontrarán con una divertida y lúcida tragicomedia del comer y el beber. Entre los renovados, el maestro de las cocinas más estrelladas de Cataluña y con delegación madrileña, Santi Santamaría. Me había seducido con sus artes culinarias y mejoró su capacidad seductora con sus artes verbales, culturales y vitales. Renueva su gordura por placer. Un artista que sabe afinar. El gordo arrepentido es Juan Echanove. Arrepentido ma non tropo. Enorme actor, que sudando con Calixto Vieito, con Houellebecq y con su papel de Quevedo y su trabajo en Manolete ha perdido tantos kilos que ya está en trance de arrepentirse. Un gordo que adelgazó sin complejos. Y que también sin complejos está dispuesto a volver por donde solía. El quinto en la mesa redonda, no hay quinto malo, era Lorenzo

Díaz, el periodista, sociólogo y gastrónomo que nos embarcó en el feliz viaje a la buena mesa manchega. Lorenzo Díaz es el más delgado de esa peculiar tribu de gastrónomos que conoce el arte de marear la perdiz y no perder la línea. Debería escribir un tratado del comer y el placer sin pagar el tributo que pagamos los aficionados a las lecturas y otros alimentos. Bebidas aparte.

Un día de estos tengo que hacer un catálogo de escritores gordos y flacos. Algo así como un desfile de escritores preparados para desfilar por una pasarela Cibeles, pero sin expulsiones por kilos. ¿Quién escribe mejor, los gordos o los flacos?

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28 de septiembre de 2006
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UNA NOTICIA

Hasta ahora, Hugo Chávez Frías, presidente de la república bolivariana de Venezuela, se ha dedicado a duplicar la historia de Fidel Castro Ruz, líder en convalecencia de la república de Cuba. Hasta tal punto que se puede hablar del uno y del otro tal como Salvador Dalí hablaba de Pablo Picasso en Madrid: «Picasso es espanol, yo también; Picasso es pintor, yo también; Picasso es comunista, yo tam(poco, decía el orador provocando un fugitivo susto en una audiencia franquista).

Con Chávez no hay espacio para un tampoco cuando de Fidel se trata.

Fidel nace en el campo, Hugo también
Fidel es un golpista fracasado, Hugo también
Fidel pasó un tiempo en la cárcel, Hugo también
Fidel tuvo que resistir a un desembarco, Hugo superó un cuartelazo
Fidel se interesó por la capacidad nuclear de la Unión Soviética, Hugo por la de Irán
Fidel transformó su aparición en Naciones Unidas en un show, Hugo también
Fidel habló en Harlem durante su visita a Nueva York, Hugo también

Desde la salida de Hugo Chávez de la cárcel, en 1994, y su recibimiento en La Habana con tratamiento de jefe de estado, se podía adivinar un doble movimiento: una apuesta de Fidel sobre Hugo y una semblanza política voluntaria promovida por Hugo para parecerse a Fidel.

Lo nuevo, que va más allá de los dos hombres, es una noticia con una empresa norteamericana como protagonista. El Nuevo Herald la pone en su sección de América Latina; El País la ubica en su seccion de economía. No importa, se trata de la misma historia: la de Fidel y Hugo. Una firma gringa, 7-eleven, toma represalias contra intereses económicos venezolanos por motivos políticos. Se trata de una gotita de petróleo en un océano de intercambios. Pero es el primer movimiento de un baile que ya nos entregó la Historia a principios de los años sesenta. Entonces, Cuba se alejó de EE. UU. y se discute todavía si fue por culpa de Fidel o por torpeza gringa. ¿Se repite la Historia?

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28 de septiembre de 2006
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Los dinosaurios van a desaparecer

Uno tiende a creer que las cosas ocurren porque sí, pero los signos resultan demasiado elocuentes para ser ignorados. Dos semanas atrás me llamaron de la revista La Mano, querían que escribiese un texto para incorporar a un número que preparaban sobre Charly García. Acordamos que escribiese sobre Yendo de la cama al living, el disco solista que García editó en 1982, poco después del fin de la Guerra de Malvinas. Postergué el compromiso para último momento, como cuadra a todo buen profesional. Cuando me senté a escuchar el disco por primera vez en años me reencontré con Inconsciente colectivo, la canción que lo cierra: Ayer soñé con los hambrientos, los locos / Los que se fueron, los que están en prisión. / Hoy desperté cantando esta canción / Que ya fue escrita hace tiempo atrás / Y es necesario cantar de nuevo, una vez más. En la Argentina que busca desesperadamente a Jorge Julio López, el viejo albañil que desapareció hace más de diez días después de testificar contra un genocida, la canción se volvía inescapable: si en algún momento estuvo claro que había que volver a cantar esa canción, ese momento era ahora.

Los recuerdos me llevaron además a la presentación en vivo del disco, que ocurrió en diciembre del 82 en el estadio de Ferro. Esa fue la primera vez que escuché Los dinosaurios, una canción que García incluiría en su disco siguiente pero que ya probaba en escena, con consciencia de su oportunidad. Los amigos del barrio pueden desaparecer. / Los cantores de radio pueden desaparecer. / Los que están en los diarios pueden desaparecer. / La persona que amas puede desaparecer, cantaba García, subrayando la vulnerabilidad que sentíamos todavía entonces, en los estertores de la dictadura.

Ayer por la tarde la gente marchó desde el Congreso hasta Plaza de Mayo para pedir por la aparición con vida de este desaparecido por segunda vez. Yo vi marchar a estudiantes que todavía no habían nacido en los 70 y a viejitas en sillas de ruedas. Vi a sindicalistas y a gente que acababa de fichar la salida en sus oficinas. Vi a niños de la mano de sus padres y a padres que perdieron a sus hijos. Vi a gente que había preparado pancartas y carteles y otra con aspecto de no haber participado antes en marcha alguna. Vi gente sola y familias enteras, hasta tres generaciones.Vi gente que coreaba consignas políticas y otra que sólo estaba allí en defensa de la vida. Durante un instante imaginé que si tuviese que expresar lo que la llevaba a la Plaza en unas pocas palabras, la gente habría cantado Los dinosaurios. Eso es lo que convierte a ciertos artistas en necesarios: su habilidad para transformar nuestros sentimientos en un himno, que de tan esencial se vuelve imperecedero. Porque más allá de la angustia que hubo detrás de esa marcha y del temor por el destino del pobre López, lo que hubiese unido todas esas gargantas en una sola canción habría sido la expresión del deseo: si algo quisimos demostrar ayer fue que apostamos nuestras vidas a que los dinosaurios de los que Charly habla, esto es los represores, los “pesados”, van a desaparecer –tarde o temprano, y no por violencia sino por justicia, van a desaparecer.

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28 de septiembre de 2006
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Arte y cultura

Habrá que ir extendiendo la campaña. Como toda campaña, requiere una cierta conspiración de los iguales. Con sosiego, pero sin pausa, habrá que conspirar.

Aquellos que confiados en nuestra larga experiencia, nos pregunten sobre lo que hay que visitar aquí o alla, qué monumentos, qué museos, gente joven casi siempre, deberán recibir una respuesta honesta. Por ejemplo, desaconsejar muy seriamente cualquier visita de los museos parisinos. En realidad, de cualquier museo nacional masificado, a menos de que sea para estudiar una sola pieza, un solo autor. Dos, como mucho. Pero ni siquiera con esa condición deberá visitarse un estadio deportivo como El Louvre, o, todavía peor, el Quai D’Orsay. Han sido destruidos. Son irrecuperables.

En cambio, se impone decir la verdad sobre lo que queda de la llamada “cultura occidental”. No está agotada, ni mucho menos, pero ha cambiado de rumbo. Lo que ahora puede hacernos mejores, instruirnos, apagar el hervor de la sangre indignada, prepararnos a la meditación y el estudio, darnos paciencia para soportar la embestida de la estupidez oficial, en fin, mejorarnos por dentro y por fuera, son los lugares en donde todavía no han intervenido los funcionarios de la valoración artística, tanto políticos como mediáticos. Son tan difíciles de encontrar como lo eran, hace doscientos años, los Vermeer.

He aquí un ejemplo que acabo de recibir, un modelo de investigación artística, aplicable, naturalmente, a miles de lugares contemporáneos:

Hemos hecho un viaje por Eslovenia, este paisito de aquí al lado que, literalmente, me emociona. Fui feliz la mañana del sábado en el mercado de Maribor, con montones de puestecitos donde los hortelanos traían lo poco que tenían, unos nabos, unos tarros de miel, manzanas, zanahorias feas y verrugosas... Cada puesto era un bodegón de Sánchez Cotán, cada cara de vendedor un rostro de Rembrandt. Nos trajimos pimientos macedonios, polen, pipas de calabaza, deliciosas manzanas... En Lubliana comimos corzo con guindas y sopa de cebolla metida, como lo lees, en una hogacilla de pan. Había una dignidad extraña en muchas cosas y no acabaría nunca de mirar esas casas con sus tejados inmensos, desproporcionados a todo lo que no sea la lucha con los elementos (y por lo tanto bellos), con sus ventanucos puestos en sitios raros, sus aleros, sus zaguanes...

Naturalmente, se trata de un maestro y no hay que aspirar a tanto, él sabe dónde encontrar las piezas de caza mayor, lleva muchos años de estudio, análisis, comparación, concentración y reflexión. Sin embargo, todos, con nuestras modestas fuerzas, podemos alcanzar a ver piezas de cierta entidad.

Siempre recordaré con sumo agradecimiento la primera lección artística que recibí en mi vida. Fue en Venecia cuando todavía no soportaba más turismo que el habitual en las capitales europeas de los años sesenta. Mi cicerone, espléndido personaje que deseaba por encima de todo recibir la alternativa de manos de Ordóñez (aunque años más tarde sería catedrático de ontología), me paseó arriba y abajo por la ciudad, hasta que, llegado el momento decisivo, bajó la voz, miró con cuidado a derecha e izquierda, y me dijo que íbamos a visitar lo más importante que se conservaba en la antigua capital de la Serenísima. Su valor y belleza eran supremos, pero no resultaba fácil verlo en razón de su ocultamiento.

Me condujo al mercado de Rialto en cuyos sombrajos y bajo los arcos góticos relucían las berenjenas cardenalicias, las montañas de esa rúcola que sabe a humo de castaño, los quesos como ruedas de molino, las enormes rayas desmayadas sobre hielo y hojas de col, las siete calidades de pera otoñal con sus diferentes aromas tan bien analizados por Charlus en “La Recherche”, la incomparable riqueza, la cultura de una sociedad que sabía desde hacía siglos que el valor de una ciudad se mide en el mercado, como dicen los economistas.

Desde entonces, cada vez que llego a un lugar desconocido acudo a los mercados para tener un juicio de base, sólido, fundamental, sobre el cual todo lo demás será edificado como pura consecuencia. Ya lo decía Marx. Aunque ahora mismo no recuerdo si era partidario.

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28 de septiembre de 2006
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