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EL DESCRÉDITO DE LOS PROFESIONALES

Al descrédito de las instituciones sigue ahora el descrédito de los profesionales. Las instituciones profesionales en cuanto instituciones habían caído hace más de medio siglo y tanto los gremios, como los sindicatos, como los colegios de cualquier especialidad se han manifestado como repetidos espacios de engaños y corrupciones.

Esperar que una institución profesional actue diligentemente, justamente y transparentemente hace tiempo que se convirtió en quimera. Sin embargo, la crisis de los últimos tiempos afecta directamente a los profesionales. E insólitamente porque "ser un porfesional" había constituido por sí mismo un rango fiable. Ahora ya no es así en casi ningún caso.

Ser un profesional de la política, de la comunicación, de la predicación religiosa, y no digamos del derecho, empieza a ser un revés. La gente se fía más de los que considera gentes comunes, vecinos iguales a él y no de aquellos que se yerguen como profesionales del problema. El público sigue con más decisión las recomendaciones de un amigo sobre un restaurante o una película que los consejos del profesional gastronómico o cinematográfico. El éxito de los lugares de encuentro en la red ha creado una enorme esfera de información e influencias  formada por gente del montón, seres anónimos que desplazan a los nombres selectos.

Acaso el primer fracaso del profesional procede del profundo fracaso de la política donde, en apenas un lustro, podía haberse llegado más lejos en mendacidad y corrupción pero dificilmente tan deprisa.

El político profesional ha perdido tanto crédito que incluso M. Brown, el líder de los conservadores británicos de reconocido carisma profesional, se presenta ante el electorado como un corriente padre de familia ante el electrodoméstico o el fregadero. Y ello mostrándolo a través de un vídeo doméstico que se cuelga en un YouTube cualquiera.

Los profesionales de la reparación en general, desde el mecánico de automóviles al fontanero, fueron de los primeros que sufrieron una prodigiosa mala fama pero hoy la devastación llega hasta los artistas. El amateur o incluso el no artista parece capaz de producir algo de valor o de criticar lo hecho dentro del mundo del arte. Más aún, en la producción general, la universidad de Harvard recomendó hace dos años a las empresas de servicios que no exigieran especiales conocimientos  a sus nuevos empleados. Tanto en este ámbito superior como en los subsectores de comunicaciones e informática parece recomendable no haber recibido una formación demasiado rigurosa puesto que en el extremo podría obstaculizar adaptaciones y cambio. La variabilidad de las funciones o la movilidad de los puestos de trabajo, característicos de la época, hacen más capaces a los que no han calificado demasiado su capacidad.

En general, pues, el demérito que está sufriendo la profesionalización abre una actualidad cada vez más desprovista de guías. El profesional aparece como un corporativista, interesado exclusivamente en su beneficio y tendente a aprovechar su saber abusando de la posición vulnerable de los otros. Explotando la debilidad del cliente en el momento de la separación matrimonial o del embargo bancario, la debilidad del paciente en el trance de la enfermedad, la debilidad del ciudadano temeroso o amedrentado ante el agente de seguros.

¿O qué decir de la crítica profesional en general? ¿De qué modo no recelar hoy de ocultas connivencias? Los periódicos, las emisoras parecen tomar partido por un partido. Y la justicia también. ¿Cómo no dudar de los jueces y de los periodistas? En Estados Unidos donde el descrédito de los profesionales sobrevino antes y los políticos trataron de no parecer como tales desde hace décadas fue best seller hace poco un libro titulado The Wisdom of Crowds, el juicio de la muchedumbre. No de las masas, ni de las multitudes. Tampoco de la muchedumbre en cuanto monstruo sin cabeza sino de la cabeza que se forma, como demuestran las diferentes wikipedias en la red, de las opiniones, conocimientos y sentido común de muchos, todos ellos confundidos y aceptados precisamente en cuanto no infectados profesionales.

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6 de octubre de 2006
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El señor embajador

La primera vez que vi personalmente a Jorge Edwards, paseaba con elegancia por un bar de Segovia con un whisky en la mano. Pasaba la medianoche e iban quedando solo algunos editores y escritores jóvenes, de los que no abandonan el bar hasta que los echen. Pero Edwards, que podía ser el padre de cualquiera de nosotros e incluso el abuelo de alguno, parecía fresco como una lechuga, contaba anécdotas, juzgaba la calidad de las copas, se divertía. A las tres de la mañana, cuando yo no podía más,  abandoné el bar. Edwards aún seguía ahí.

A la mañana siguiente, cuando bajé a remojar en café mi resaca, Edwards ya estaba en el comedor del hotel, tan hablador y simpático como la noche anterior. Por un momento pensé que seguía tomando el mismo whisky, pero estaba desayunando. Recordé entonces que la única palabra que aparece en su libro Persona non grata más veces que el nombre de Fidel Castro es “whisky”. Edwards no solo sabe de política. Sabe beber, que es algo mucho más importante para la vida práctica.

Hoy en día, Edwards se pasea por la política como por el bar. Habla de Cuba con el mismo desparpajo sonriente de viejo zorro que está ya de vuelta de todo. Pero no siempre fue así. De hecho, admite haber sido “un pésimo diplomático”.

-Es que solía decir demasiado lo que pensaba. Y tenía amigos que eran poetas ajenos al régimen, y que despertaban las suspicacias de la revolución. Al final opté por mis amigos. Y creo que hice bien.

Persona non grata es un retrato de la Cuba del 71, cuando la revolución empezaba a montar un Estado policial para contrarrestar el descontento producido por el bajo rendimiento de la economía. Para muchos de sus detractores, Edwards es un paranoico que veía micrófonos por todas partes:

-Cabrera Infante me dijo entonces que no hay delirio de persecución ahí donde la persecución es un delirio. Mucha gente en esos días encontró en la delación –cierta o falsa- la mejor demostración de su lealtad revolucionaria. Y ya delataban tonterías. A veces, ni siquiera los policías les hacían caso.

En el libro, Fidel es retratado como una especie de titánico iluso, un hombre de prodigiosa memoria y una personalidad tan impetuosa como sus fantasías respecto a las posibilidades de la isla.

-Tenía una granja de experimentación en que pretendía producir quesos camembert. Y había miles de proyectos así. Había logrado a fuerza de su voluntad cambiar las leyes políticas de Cuba, y creía poder hacer lo mismo con las leyes de la naturaleza.

-¿Hace mucho que no viaja usted a Cuba? ¿Iría ahora?

-No. Pero no le temo al ataque, sino al abrazo. Creo que los coroneles del libro me tratarían muy bien y se harían fotos abrazándome. Y entonces, perdería a los amigos que no dejaron de hablarme cuando publiqué el libro.

Muchos escritores latinoamericanos de la generación de Edwards viven encaramados en sus pedestales y hablan con sentencias pontificias. A menudo incluso escriben con ellas, o valoran una prosa inaccesible como señal de buena literatura. Edwards no. Tanto en su habla como en sus libros, puede ser profundo y agudo sin dejar de usar un lenguaje transparente y fluido. O quizá más bien por eso. De hecho, es capaz de responder con dos palabras que muchos escritores nunca se atreven a decir:

-¿Y qué cree que pase en Cuba después de Castro?
-No sé.

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6 de octubre de 2006
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Ser o no ser (Hamlet)

Los signos están siempre; lo que varía es nuestra capacidad de leerlos, de encontrar el camino en el interior del bosque que conforman.

Mi hija más pequeña vino a casa con la tarea de leer Hamlet. Nos sentamos juntos con su ejemplar, el mío y media docena de libros de ensayos shakespirianos, de Frank Kermode a Harold Bloom. Le conté de la muerte por ahogamiento de Katherine Hamlet o Hamnet, en Stratford, cuando William tenía sólo dieciséis y una mente impresionable, capaz de registrar de manera indeleble a esa antecesora de Ofelia. Le hablé del pequeño Hamnet Shakespeare, el único hijo varón del poeta, muerto a los once años, y de la inevitable lectura del Hamlet shakespiriano como una suerte de hijo ideal: el príncipe de Dinamarca como el hijo que Shakespeare había soñado y perdió a mitad de camino. (Que William haya interpretado en escena al Fantasma del padre de Hamlet no hace más que agregar leña al fuego de esta intuición.) Le dije de los orígenes de la historia, tal como fue recogida por Saxo Grammaticus y posteriormente por Belleforest: en esas fuentes el príncipe Amleth es el protagonista de una historia de venganza, un claro antecesor del Montecristo de Dumas. Pero la reinvención que Shakespeare obró muestra a un Hamlet que, a diferencia de su versión original, no se lanza presto a la venganza, sino que la demora. En este sentido, Hamlet opera casi como una aporía: propone un camino pero posterga la llegada todo lo que puede.

Después de dejar a mi hija medio mareada, releí el capítulo que Harold C. Goddard dedica al dinamarqués en The Meaning of Shakespeare. Era un capítulo que ya había leído varias veces, como daban prueba los múltiples subrayados en tinta. Pero al leerlo esta nueva vez, lápiz en mano, fue como si nunca lo hubiese hecho antes: el texto me decía cosas que sin duda ya había leído en el pasado, pero que nunca había sabido entender –hasta ahora.

Yo había sugerido a mi hija que la duda hamletiana era una suerte de anomalía dentro de la estructura del drama, orientado desde el comienzo (desde sus fuentes, debería decir) hacia la obtención de la venganza. Goddard alzó entonces la voz, como si el libro mismo me hablase, para decirme que estaba equivocado: la duda no era una anomalía sino el corazón del asunto.

Lo primero que hace Goddard es describir las cualidades del personaje Hamlet. “A la vez un héroe y un soñador, duro y suave, cruel y gentil, brutal y angélico, como un león y como una paloma. Uno por uno, estos juicios están todos equivocados. Juntos son todos correctos,” dice Goddard. Para después rematar: “Y este hombre es convocado para matar. Es casi como si Jesús hubiese sido reclutado para desempeñar el rol de Napoleón”. Goddard sostiene que Hamlet era el negativo de su padre, un guerrero bestial; y que la misión que ese padre vuelto Fantasma encarga a su hijo entraña una violación, en tanto el asesinato, por más disfrazado de venganza que esté, es algo que repugna a la conciencia del príncipe.

Para probar esta interpretación Goddard revisa las obras que Shakespeare escribió antes y también después de Hamlet. “Injuria privada, disputa doméstica, revolución civil, conquista imperial: en cada una de sus obras Shakespeare demuestra que el derramamiento de sangre fundado en esas causas provoca aquello mismo que quería evitar; cómo, al igual que semillas que propagan su misma especie, la fuerza engendra fuerza y la venganza, más venganza,” dice Goddard, y al hablar parece referirse a Palestina, a Irak. “Las demoras en que Hamlet incurre, pues, no dan lugar a que se lo condene, sino por el contrario, le abren crédito”. Hamlet no duda porque sea pusilánime, duda porque busca razones que le permitan rechazar esa misión que aborrece, duda porque necesita argumentos de peso para negarse a cumplir los deseos de su propio padre: “La dramática lucha de Hamlet simboliza el intento perenne de la vida, enfrentada a fuerzas que quieren hacerla retroceder, por ascender a un nivel superior”.

Goddard contrasta ese Hamlet agónico con aquel que recibe a los actores en el castillo de Elsinore, “un hombre feliz como sólo puede serlo alguien en presencia de aquello para lo que fue hecho”. Este, dice Goddard, es “el Hamlet de Dios”. El artista. El poeta. El devoto de la imaginación como fuerza divina.

¿Y qué es lo que determina, entonces, la caida de Hamlet? Su falta de confianza en aquello que más ama, su falta de fe en el arte. Organiza la obra-dentro-de-la-obra, The Murder of Gonzago, para enfrentar a su tío Claudio a la culpa que debería sentir por haber muerto a su propio hermano, el ahora Fantasma. Pero cuando esa pequeña pieza dramática llega a su climax, Hamlet la interrumpe para anticipar su final y así impide que su tío contemple su crimen en el espejo del arte. La misma incitación con que Hamlet apura al actor que interpreta el crimen: Begin, murderer, es casi una exortación a sí mismo. Comienza, asesino, se dice, desplazando la mejor parte de sí mismo para abrir paso a la peor –al Hamlet del demonio, al asesino, al digno hijo de su padre genocida. Al completarse la venganza, Fortinbras solicita que se le concedan al príncipe muerto honores de guerrero. Es la ironía final: “Hamlet, que aspiraba a cosas más nobles, es tratado en su muerte como si fuese tan sólo una imagen de su padre”, dice Goddard. “Imaginación o violencia, Shakespeare parece decir: no existe otra alternativa”.

Al releer el ensayo de Goddard creí entender al fin el motivo por el que Hamlet me conmovió desde pequeño, la razón que me impulsaba a releer la obra tantas veces a lo largo de los años a pesar de –ahora era evidente- no entenderla del todo. Goddard me enseñó que Hamlet nos insta a perseverar en el intento por ascender a ese nivel superior de la conciencia –aun cuando nuestro embajador más brillante, el príncipe de Dinamarca, haya fracasado en el intento. Por algo el Hamlet moribundo solicita a Horacio que cuente su historia: porque entiende que su destino, aunque aciago, encierra la más valiosa de las enseñanzas. “Dos guerras mundiales en tres décadas –escribió Goddard, que moriría antes de ver su libro publicado y por ende antes de que ocurriesen tantas otras guerras- deberían habernos enseñado que no hemos interpretado la historia con la profundidad suficiente. Pero la poesía sí lo ha hecho. La más grande poesía describe al mundo como una pequeña citadela de nobleza amenazada por una barbarie inmensa, una vela temblequeante rodeada por una noche infinita”. Para Goddard, esa es la función última de la poesía, y por extensión del arte: “Defender al hombre de su propia brutalidad”.

Les pido perdón por la extensión de este texto. Es que creí encontrar lumbre en esta noche infinita, y no se me ocurrió otra cosa que compartirla.

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6 de octubre de 2006
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EL PRECIO DE LOS LIBROS

Es poco común ver a un presidente que se dice progresista vetar una «Ley para el fomento de la lectura y el libro». Es lo que ocurrió en México y, al pasar unos días allá, el debate me pareció un ejemplo extremo de la diferencia entre dos mundos. Todo es posible, todavía, en México; en Francia no existe la ilusión de un posible cambio.

En el caso de México el tema sigue abierto por razones obvias: todos los grupos parlamentarios votaron a favor del precio único; Fox se va de la presidencia dentro de unas semanas. Queda pendiente una nueva iniciativa parlamentaria. La revista Letras Libres afirma que el 94% de los municipios del país no tiene librerías y el 40% de las existentes se concentra en la Ciudad de México.

Fox tomó su decisión para defender la libre competencia. Es decir que planteó el debate de manera muy clásica. Todos los profesionales del libro están a favor del precio único. Un debate del diario El Universal lo demuestra muy bien, al reconocer también lo que todos sabemos: el precio único no elimina las diferencias de tamaño entre las grandes cadenas comerciales y las pequeñas librerías.

Francia tiene una experiencia de un cuarto de siglo con el precio único. Fue instaurado por Jack Lang, ministro de cultura, unos meses después de la llegada de los socialistas al poder, y empezó a funcionar a principios de 1982. Es un precio más o menos único pues, a través de tarjetas de fidelidad de diversos tipos, que no rebajan el precio en el momento de la compra, se puede reducir en un 5% lo que es el precio definido por la casa editorial en el momento de la publicación. Esta diferencia influye en la compra de los libros caros (como la colección de La Pleiade o los libros de arte) que se venden sobre todo en grandes almacenes tipo Fnac. Otra consecuencia de la ley: los editores agotan las existencias en los almacenes para tener el derecho a cambiar el precio después de un cierto plazo; esto provoca la desaparición provisional de ciertas obras en el mercado.

Existe (en francés) un balance muy positivo y a veces triunfante de la política del precio único hecho por el ministerio francés de la cultura. En realidad, un cuarto de siglo después, es difícil ver una gran diferencia entre países europeos según su política del libro. En todas partes se nota la misma tendencia: desaparición de librerías independientes y/o con pequeña facturación, a pesar del precio único. Es curioso descubrir que se busca el precio único en México para amplir el número de librerías. Pero creo que es una buena idea: la tendencia en Francia se explica por otras razones. El precio no es el único elemento de competencia. La ubicación del lugar de venta y su tamaño (es decir, el número de clientes potenciales y el costo por libro de la instalación del producto en una tienda) influyen mucho. Esto para no hablar de la promoción.

Extrañamente, se habla muy poco de lo que fue la otra ambición de la ley sobre el precio único en Francia: mantener la diversidad editorial. En este aspecto, sí, creo que la ley tuvo un papel importante al permitir un negocio mínimo alrededor de los «pequeños» autores. Es algo que favorece también la venta de libros en línea, según la teoría de la «larga cola» de Chris Anderson, que ya comenté en el blog. En realidad un autor que tiene pocos lectores se apoya hoy en dos amigos: el precio único e Internet.

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6 de octubre de 2006
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Algunos ángeles

Así como los demonios que vimos el otro día son sólo una pequeña parte de los conocidos, los ángeles registrados son escasísimos, no porque sean menores en número sino por su mayor discreción. Los demonios arman bulla, hablan a gritos en los restaurantes, empujan en el metro, se saltan las colas, dan codazos, comen kilos de palomitas en el cine, en fin, su ego ocupa una enorme cantidad de espacio físico. Los ángeles, por el contrario, son ligeros, leves, intangibles, muchas veces transparentes y hablan en susurros, como los actores ingleses. Hoy veremos unos cuantos, pero, ojo, desconocemos el carácter y los trabajos de otros mil ángeles ignotos.

Armonía. Nunca se le ha visto, aunque se le oye constantemente. A su paso, las cosas suenan quedamente pues es el encargado de la música callada. Un dring en el jarrón de vidrio, por ejemplo, cuando le da el sol, o el fru-fru de las flores que contiene, son huellas de su vuelo cercano. Es muy celebrado al amanecer cuando pone en marcha los sonidos del alba. Y naturalmente se esconde a veces en un violín, a veces en un órgano de pedales, si se le persigue. No obstante, su función severa no es en absoluto ornamental: este ángel maravilloso mantiene el equilibrio entre la matemática y el mundo, de manera que nunca la una o el otro predominen y acaben con la variedad y los cambios.

Don. Es un ángel robusto, bajo de estatura y de complexión fuerte y huesuda. Es el que protege los intercambios e inclina el beneficio hacia la parte más justa. En su máximo esplendor consigue que algunas gentes se desprendan de lo que necesitan, para dárselo a alguien aún más necesitado. La última intervención de Don divulgada por la prensa fue cuando un marroquí se arrojó a la vía del metro para salvar de la muerte a una muchacha. La salvó, pero dejó allí una pierna. He aquí un caso de intercambio privado, pero este ángel regula también la economía general, aunque sólo entre los pueblos honrados. En consecuencia va perdiendo áreas de dominio frente a su oponente, Mammón. En Francia le llaman Dépense. Y en tiempos antiguos se llamaba Potlach.

Elevación. Aunque a diferencia de los demonios que tienen tres o cuatro sexos los ángeles por lo general no tienen ni uno, el ángel Elevación es femenino. Actúa muy rara vez, pero obligadamente una en cada vida humana. Algunos mortales han tenido la fortuna de que les tomara en más de una ocasión, pero por lo menos una está garantizada. Elevación acude al desamparado y si es hembra se abraza a ella, si es varón lo sujeta por las axilas. A medida que asciende, el humano va dejando caer trozos de su cuerpo, un brazo, el hígado, las manos, el cabello, el cóccix, las ubres, hasta desprenderse por completo de toda su encarnadura física. Una vez reducido a su parte esencial, el humano acompañado por Elevación danza como un mosquito ante el fuego cósmico. Allí, en esa danza extática, comprende la esencia del universo. Al cabo de unos segundos, Elevación lo vuelve a dejar en donde estaba, un banco del parque, una sucia habitación londinense, un hospital, de manera que el elevado tenga ocasión de contar lo que ha visto. Suele hacerlo, pero los resultados son decepcionantes.

Meteoro. Quizás estemos hablando del más sutil de los ángeles porque carece de mismidad, es pura relación, no tiene ser, sólo establece conexiones. Su función es tan importante para la conservación del mundo que comparte con su dueño la facultad de estar al mismo tiempo en todas partes. Es el que traslada de aquí para allá los mensajes. Podría decirse que es el responsable del lenguaje, pero se trata de algo mucho más importante: es el responsable del sentido, de todos los sentidos, de cualquier cosa que tenga sentido. Se le invoca mirando al cielo y preguntando: “¿Qué tiempo hace hoy?”. De inmediato se pone en movimiento y comienza a juntar polos emisores, a veces humanos, a veces animales o vegetales, e incluso minerales. En momentos muy singulares, cuando está contento, produce efectos luminosos como las lluvias de estrellas, las auroras boreales o los cometas. Es su manera de menear la cola.

Paciencia. Cuando en épocas siniestras las voces de los muertos son escandalosas y su indignación impide a los vivos llevar una vida más o menos normal, cuando la tierra donde reposan tiembla de cólera después de horribles matanzas e injusticias insoportables, debe intervenir Paciencia para restablecer el sosiego. Su función, a la que solemos llamar “paz” o bien “pacificación”, es un trampantojo. Nunca hay paz. No puede haber paz. Los mortales nunca conocerán la paz. Lo que hay no es, tampoco, un cese de las matanzas por fatiga de las tribus violentas, es más bien que los muertos dejan de gritar y ya sólo hablan entre sí o se lamentan con menos furor, se quejan en voz templada, se desconsuelan y dan palmaditas en la espalda persuadidos de que no hay nada que hacer con los vivos. Entonces los humanos descansan un poco, dejan los cuchillos, los cañones, las bombas de racimo, aran la tierra, adiestran perros de compañía, se reproducen, preguntan qué tiempo hace.

Sereno. Muchos especialistas le tienen por el más amable de todos los ángeles, seguramente porque solo se fijan en su mitad luminosa que es la de abrir el cielo, sea por la mañana, sea cuando cesa la tempestad. Es sin duda encantador ver cómo se corre esa cortina gris plomiza, betuminosa, y aparece la vibrante luminosidad dorada. Olvidan que es también el mismo ángel que abrirá definitivamente la esfera celeste detrás de la cual se agita nerviosa, sinuosa e impaciente la potencia infinita sin nombre ni persona, el núcleo incognoscible que produjo la primera explosión y provocará también la última. En esta segunda función, Sereno se parece mucho al antiguo guardián del Séptimo Sello, aunque despojado de sus elementos supersticiosos y eclesiásticos.

Simpatía. Su evidente parcialidad hacia los humanos le mantiene en una de las dinastías inferiores, ya que los jerarcas angélicos no se fían de él. Al parecer, no le importa. Fascinado con su tarea, carece de ambición y nunca ha deseado destinos más elevados. Para nosotros es imprescindible ya que es quien tiene la clave que resuelve todas las contradicciones y siendo así que los humanos vivimos en la pura contradicción y no conocemos la muerte si no es por la vida, el frío gracias al calor, la luz mediante las tinieblas, lo femenino por oposición a lo masculino y lo justo contra lo injusto, solo un mecanismo de constante vigilancia en ese nudo de problemas agobiantes es lo que evita el caos completo y la destrucción universal.

Muchos más son los ángeles y no todos son terribles, pero esta es la extensión que podemos concederles por hoy. Debo decir, para que no se produzcan equívocos, que entre ángeles (Luzbel) y demonios (Lucifer) sólo hay una débil y quebradiza bisagra: nosotros. Eso es lo que les mantiene tan atentos a nuestros intereses y pasiones. Ellos dependen de nosotros y nosotros de ellos. Cuando desaparezcamos, la soledad eterna los congelará en forma de estatuas errantes, girarán para siempre como piedras mudas en un universo vacío.

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6 de octubre de 2006
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ESPAÑA Y LA FERRAMENTA

España como problema, España como tragedia, España como destino en lo universal. Todas las disquisiciones de vida o muerte, de imperio o averno desaparecen, dice Santos Juliá al final de su libro Historia de las dos Españas, cuando llega la democracia y “resulta, más que embarazoso, ridículo remontarse a los orígenes eternos de la nación, a la grandeza del pasado, a las guerras contra invasores y traidores; carece (así) de sentido hablar de unidad de cultura, de identidades propias, de esencias...”.

En la democracia absoluta, podría decirse, todo es contingencia, avatar, accidente sucesivo. Ni hay proyecto hacia un punto encimado ni hay raíces robustas.

La historia discurre al compás de los nuevos vehículos que se deslizan fácilmente,  desde el ferrocarril al avión, a través del espacio abierto y en la ilimitada vastedad del ciberespacio. ¿Qué sentido tendría entonces preocuparse hoy por la selección nacional de fútbol y su partido del sábado? ¿Qué enemistad nos enfrenta a Suecia? ¿Deseamos acaso que se la humille en su propia tierra? ¿Anhelamos que triunfe Luis Aragonés?

Nada de nada. La paz democrática nos provee de un estado de felicidad fragmentada  y azarosa. No aspiramos a ser los más fuertes ni los más egregios. Ni nunca ni para siempre.

La vida es sólo cotidianidad. Todos los partidos de fútbol brotan como episodios que empiezan y terminan en el tiempo del partido (tiempo partido) puesto que no hay un Camino que recorrer ni una Grandeza que conquistar. A la actitud de milicia sucede la distracción y a la misión el entretenimiento. Con esto ni los hijos son de nuestra misma sangre ni nuestra sangre, reducida a un tipo, se relaciona con la patria insigne o el sagrado color de las camisetas. De esta manera vivimos más cerca que nunca del curso natural y sus peripecias, de la biología y sus sorpresas, del universo y sus hecatombes. Puede parecer una existencia mucho menos estructurada pero ¿desde cuánto tiempo atrás no hemos aborrecido la ferramenta?

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5 de octubre de 2006
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TRES EN CÍRCULO

Antes de subir a la presentación del libro de Jorge Edwards, Persona non grata, que tendría lugar en una de las últimas plantas de ese laberíntico espacio del Círculo de Bellas Artes, tuve un feliz encuentro con la obra de tres artistas fundamentales de la modernidad del siglo XX, de sus sueños de rupturas, de sus maneras heterodoxas de entender el arte. Me tropecé, en realidad estaba buscando el tropezón, con la obra de Jean Arp, de Henry Michaux y de Mario Cesariny. Placentero encuentro en un espacio cada día más dinámico pero más complicado de recorrer, de salir y de entrar. Y sin embargo se llena, a la gente le gusta el laberinto. A mí también. Debería haber más laberintos, aunque fuera en los jardines públicos. Sigamos en el Círculo, en ese contenedor de artes dispersas -incluido el billar- ese territorio imprescindible de nuestros encuentros culturales, en donde lo normal es dar una conferencia o que te la den. Un excelente mirador para esperar pacientemente que algún día funcione mejor el más hermoso de los cafés abiertos a una ciudad que soñó ser una moderna metrópolis al mismo tiempo que crecía su edificio.

El libro de Edwards, ahora felizmente rescatado, tiene más de treinta años. Más de tres décadas y sigue tan vigente, tan lúcido y eficaz como cuando no quisimos leerlo. No quisimos y, sin embargo, lo hicimos. No queríamos compartir sus opiniones, sus miradas, sus críticas y lo terminamos haciendo. Si no lo hicieron entonces, háganlo ahora. El libro de Edwards sigue siendo necesario para saber más de Cuba, Fidel, la izquierda guerrillera y la del caviar. Para saber de Neruda y de Allende, para saber de diplomacia y de mentiras. Un libro que debemos agradecer. Y más algunos que tan ingratos fuimos con un escritor que se atrevió a decir la verdad de una revolución que era una mentira.

El libro de Edwards está en las librerías. También los catálogos de las tres exposiciones más interesantes y no tan habituales de tres artistas que hicieron de su independencia, de su inteligente camino a contracorriente, de su navegar entre el dadaísmo y el surrealismo sus esencias artísticas, Arp y Cesariny. Y esa manera de moverse al margen de un artista tan esencial, tan genialmente arbitrario, tan excelente en sus márgenes que fue Michaux. Un buen bárbaro que estuvo muchas veces en nuestro país. Que no le gustó nada Madrid y que se enamoró de Doñana y del paisaje de Almería. Si Michaux pudiera ver ahora este Madrid en que se le edita y expone, podría cambiar de opinión, sobre todo si recorriera la ciudad de manos de un amigo, seguidor y admirador, de otro pintor que escribe y que dejó la dulce Francia por el cocido madrileño: Eduardo Arroyo. En los “ Icebergs” expuestos en el Círculo encontramos los antecedentes de muchos artistas, no precisamente de Arroyo. Nada malo saber mirar a los maestros.

También hay que ver el mundo de Arp, el mundo de ese dadaísta que supo pasar por el Cabaret Voltaire cuando tocaba estar allí.¡Cuántas veces hemos deseado estar allí, entre aquellos que tanto y tan bien se reían de tantas cosas desde un bar en Zurcí! Ahora, también Madrid le sienta muy bien a Jean Arp y sus ya tan clásicas piezas de los tiempos en que la vanguardia tenía sentido. Quizá lo siga teniendo.

Y cerrar el círculo, o dejarlo abierto, con la pintura y la poesía del último surrealista portugués, Mario Cesariny, uno de los últimos mitos vivos de ese movimiento, el surrealista, que pasó por Iberia, llegó a México y se encontró muy cómodo.

Después siguió su camino, su historia de ida y vuelta, todavía está presente y vivo en artistas, en poetas tan jóvenes como el viejo Cesariny.

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5 de octubre de 2006
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Luchando con los ángeles

Leí que se estrenó en New York Wrestling with Angels, el documental de Freida Lee Mock sobre Tony Kushner. Ojalá llegue aquí pronto, aunque más no sea en DVD. Tengo por Kushner la más furibunda admiración desde que vi Angels in America en el Walter Kerr Theatre. Aquí en la Argentina usamos mucho una frase que sirve para describir el efecto que Angels tuvo sobre mí: me voló la cabeza. Angels (que en ese momento se limitaba a su primera parte, Millennium Approaches) era algo que yo había deseado desde siempre, convertido en realidad delante de mis ojos: una obra artística ambiciosa hasta la locura en lo formal pero también en lo temático, enamorada del lenguaje y del logos, que demostraba que era posible dramatizar lo que nos ocurre hoy, lo que nos desvela, y a la vez aspirar a la grandeza.

Por aquel entonces –hablo de mitad de los 90- me desvelaba la renuncia de gran parte de mis compatriotas a asumir la posibilidad histórica de una grandeza semejante: acabábamos de salir de una dictadura que nos produjo heridas tan profundas como traumáticas, de esas que marcan para siempre (cualquiera que crea ingenuamente en nuestra capacidad de cicatrización, no tiene más que acudir a los diarios de estos días: el albañil Jorge López sigue sin aparecer, las amenazas por carta y por mail inundan juzgados y organizaciones de derechos humanos y el candidato de la derecha, Mauricio Macri, habla sobre la necesidad de una reconciliación fundada en la impunidad de los asesinos), pero buena parte de los artistas se negaban a hacerse cargo de la devastación. Los cineastas reunieron el coraje, hubo muchas películas malas pero también de las otras, las que sobreviven: Tiempo de revancha, La historia oficial, Un muro de silencio, Garage Olimpo. Pero en lo que hace a la novelística, la post-dictadura constituye un agujero negro: cualquiera que revea los últimos años del siglo XX colegirá, equivocadamente, que la narrativa argentina no registra trauma colectivo alguno, o en todo caso más grave que la muerte de figuras como Borges, Cortázar y Soriano. Intuyo que más allá de experiencias como la seminal de los ciclos de Teatro Abierto, en la escena ocurrió algo parecido: mucha experimentación, la mansa asunción de que después de Beckett no se puede aspirar a un teatro del sentido y mucho menos a un teatro popular, y pocos intentos de usar el escenario para tratar de dilucidar qué nos ocurrió, y a qué clase de locura recurrimos para sobrevivir en ese infierno. (Exagero para fijar imágenes, como dice un amigo: las generalizaciones siempre son injustas, pero creo que en este caso las excepciones como Eduardo Tato Pavlosky no hacen más que subrayar la regla.)

En ese contexto Kushner apareció para demostrarme que lo que yo ansiaba era posible. Angels in America se hacía cargo de su lugar y de su tiempo: hablaba de la era Reagan, del sida y del milenio, de los problemas raciales y de la muerte o desaparición de Dios, de la posibilidad del amor y del poder del lenguaje. Se animaba a convertir a personas reales como Roy Cohn en personajes shakespirianos, algo que casi nadie logró hacer desde, um… ¿Shakespeare? Y asumía la tentación del gran gesto, pero sin dejar nunca de lado el sentido del humor. (El final de Millennium Approaches, cuando el Ángel irrumpe en escena con todo su esplendor –imaginen esas alas kilométricas, esa luz enceguecedora- y a Prior no se le ocurre otra cosa que decir: “Very Steven Spielberg”, me arrancó una carcajada que todavía duele en mi costado).

La epifanía que Kushner indujo entonces funciona todavía. En aquel momento cometí el error de tomármela literalmente, escribiendo una obra teatral llamada Antarctica que duraba tanto como las dos partes de Angels juntas, y que hoy no me animo a releer. Pero la inspiración siguió viva y me impulsó además a seguir a Kushner en cada paso que daba. Leí Slavs!, destinada a sufrir el síndrome esto-no-es-Angels. Sufrí la imposibilidad de no ver Homebody/Kabul y el musical Caroline, or Change. Vi Munich adivinando los toques Kushner sobre el guión de Eric Roth. (La reunión Spielberg-Kushner estaba cantada desde el principio.) Y cada vez que descubro una noticia que lo menciona, aunque más no sea la del estreno del documental, hago un alto para leerla.

Tony Kushner es un gran artista, que no teme poner el cuerpo ni alzar la voz para decir lo que piensa. Sigo pensando que necesitamos muchos más como él, porque la visión de cualquier noticiero me confirma que el mundo sigue en llamas y que por ende los artistas timoratos son un lujo que no podemos, que no debemos darnos.

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5 de octubre de 2006
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Esto se pone feo

Me parece muy bien que los de la Ópera hayan salido corriendo como ratas. Finalmente, a la estupidez de haber encargado un escenario mentecato le corresponde la vergüenza de levantarse la sotana y poner pies en polvorosa en cuanto entra el fiero turco con el alfanje desnudo. Los musulmanes están en contra de la decapitación, siempre que no la ejerzan ellos, y me parece muy sensato, yo haría lo mismo. No todo el mundo puede decapitar. Hace falta un cierto respeto hacia el reo.

Cortar cabezas es posiblemente el acto institucional más antiguo del mundo. Caín le partió el cráneo a Abel con la quijada de un burro, según cuentan, pero es porque aún  no se había inventado la metalurgia. De haber existido tal cosa, le habría cortado la cabeza, eso es seguro. Cortar cabezas es una actividad noble, reconocida por Lewis Carroll en su muy exacta representación de la monarquía: “Off with their heads!”.

Durante siglos la decapitación ocupó una parte relevante del imaginario mundial. Su desaparición ha traído consigo humillaciones espantosas para los condenados como el garrote vil, la horca o la silla eléctrica, sin representación posible que no sea grotesca o moralizante. Y siendo así que el fusilamiento se ve restringido a los periodos de guerra, ya no hay modo de morir ajusticiado con un poco de dignidad.

San Dionisio es llamado “el cefalóforo” porque tomó con sus manos la cabeza que acababan de cortarle y la llevó consigo hasta el lugar donde debía ser enterrado. Al parecer, no dejó de hablar durante todo el camino palabras hermosísimas sobre la santísima trinidad, palabras con aroma de rosas. El lugar donde está enterrado es hoy la abadía de St Denis, uno de los lugares más bellos del mundo. Ya me dirás si algo así es posible con la silla eléctrica.

María Antonieta, quizás la reina más estúpida de cuantas parieron los Imperios Centrales, fue dignificada gracias a la guillotina, la cual no tenía ya la grandeza del verdugo con capucha de pico y segur, pero se las trae. Por lo menos ha servido para poner en su boca esas últimas palabras que confirman su profunda idiotez: “Por favor, cortad por encima del collar de perlas”. Totalmente falsas, claro, porque conservamos un dibujo de J.-L. David en el que se ve a la austriaca en completo desorden, muy flaca, sin ningún ornamento y con gorro de dormir. Así subió al cadalso, oyendo el redoble de los atabales destemplados y al noble pueblo de París jaleando como en el fútbol.

La decapitación, además, permitía metáforas inmensas, como las esplendorosas de Artemisia Gentilleschi, o las de Lope de Vega. Mira, vamos a reproducir una, que no es tan fácil de encontrar:

Cuelga sangriento de la cama al suelo
el hombro diestro del feroz tirano,
que opuesto al muro de Betulia en vano,
despidió contra sí rayos al cielo.
Revuelto con el ansia el rojo velo
del pabellón a la siniestra mano,
descubre el espectáculo inhumano
del tronco horrible convertido en hielo.
Vertido Baco, el fuerte arnés afea
los vasos y la mesa derribada,
duermen las guardas que tan mal emplea;
y sobre la muralla, coronada
del pueblo de Israel, la casta hebrea
con la cabeza resplandece armada.

Esta magnífica Judit que parece pintada por Rembrandt sería rechazada, prohibida, censurada y muy criticada por los columnistas si la pusiera en escena alguien que no fuera Rubianes. ¿Cómo se atreve Lope a insultar de ese modo al milenario pueblo iraní? Es cierto que Holofernes era persa, pero se advierte que Lope tira contra los analfabetos clérigos de la barba.

Y luego está ese espantoso insulto, ese agravio gratuito, fruto de su falocrática condición: ¿cómo osa hablar de “la casta hebrea”? Envidia de macho resentido y antisemita. ¡Pues buena era Judit de Betulia como para seguir casta a esas alturas…!

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5 de octubre de 2006
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LIBREROS DE VIEJO

De lo idílico de mi visión de un hermoso pueblo castellano dedicado a los libros de viejo bajo a la realidad de los libreros de viejo en la feria que cada otoño les convoca en Madrid. Es una bajada desde el deseo a la realidad. Comento con algunos de mis más frecuentes amigos entre los libreros de viejo la posibilidad de tener un pueblo con deseo de ser una constante dedicación de su oficio. No les noto entusiasmados. Incluso bastante escépticos. Me comienzan a contar algunos de los problemas reales con los que se enfrentan.

Primero, el bajo crecimiento, o el retroceso en muchos casos, de la venta de los libros de viejo en los establecimientos tradicionales. La falta de espacio, de ayudas, de difusión y el intrusismo en la profesión. Siguen, al menos los libreros de Madrid, quejándose de la existencia de dos ferias anuales del libro de ocasión. Y además, con ese espíritu abierto del que hace gala la ciudad, ese espíritu tan de agradecer por los compradores, de abrir la feria a cualquier librero sea de dónde sea no favorece a los profesionales del sector madrileño. Dicen no ser correspondidos con las mismas invitaciones por otras ferias que se hacen en otras ciudades. Yo, que simplemente pretendía ser un paseante en feria, un curioso a la busca de alguna sorpresa, de alguna ganga que no estuviera reflejada en la red, me encontré con una suerte de reivindicaciones, de quejas y de negritud con el futuro de ese peculiar mercado que me hicieron rebajar mi proverbial optimismo.

Suelo situar mis deseos por encima de la realidad así que me dio por seguir pensando que la idea, el proyecto de Albalate y sus librerías de viejo, eran una salida más imaginativa y apetecible que esa de algunos pueblos al vestirse de medievales, montar un mercado lleno de fritos grasientos, de vino peleón, de trajes de disfraces, juegos absurdos y música de instrumentos de viento poco evolucionados. Digan lo que digan sigo pensando que Albalate podría ser una suerte de Hay-on-Wye a la manchega, tendrá menos glamour pero tendrá sentido.

Ciertamente el mundo del libro de viejo cambió con la entrada en la red de los grandes libreros del sector. Es sin duda uno de los cambios más notables en un negocio que era personal, pequeño, lleno de polvo y con la trastienda cargada de posibles sorpresas. Quizá sea una mirada un tanto romántica pero de vez en cuando así podía ser el rastreo en esos cubículos, tenderetes o librerías con sabor que dan asilo al mundo de los libros de viejo.

Llegó Internet, llegaron los buscadores por la red, llegó la librería de viejo universal y todo fue más abierto, más fácil, más uniformado y menos imprevisible. Subieron los precios. Todos, casi todos, los libreros de viejo saben lo que piden los grandes mantenedores de este negocio por una primera edición de un poeta del 27 o por el descatalogado libro de Vargas Llosa sobre García Márquez. Ahora todo es más fácil y también más difícil. Ahora los libros de viejo, las librerías de viejo, están en la red y el mundo entero, el pequeño gran mundo de ese universo de buscadores de libros perdidos, raros, hermosos o descatalogados, tiene una información que les hace tener un argumento frente a los que pretenden cazar una rareza a precios de saldo. Apenas hay sorpresas y prácticamente no existe el librero que no tiene esa información para subir, ajustar o presionar a su comprador con el precio universal que marcan los dominadores de la red de los libros de viejo.

Después de todo esto, ¿por qué, para qué una experiencia en marcha como la del pueblo conquense de los libros?... Pues quizá, como me señaló uno de los más veteranos y amantes de su oficio, uno de los resistentes históricos de la Cuesta de Moyano, porque ofrezcan además de la posibilidad de buscar viejos libros, la posibilidad de tomar un buen cabrito, una agradable habitación con vistas o un paraje que merezca la pena la escapada de nuestros hábitos de fin de semana. Quizá tenga razón, quizá tengan que ofrecer los del pueblo de Albalate algo más que libros de viejo. Pero si consiguen ofrecer una buena muestra de libros perdidos y además unos vasos de buenos vinos, un paisaje y una fonda con buena comida y dormida… si me pierdo, que busquen en ese pueblo de la Mancha de cuyo nombre sí quiero acordarme.

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4 de octubre de 2006
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