Javier Rioyo
Antes de subir a la presentación del libro de Jorge Edwards, Persona non grata, que tendría lugar en una de las últimas plantas de ese laberíntico espacio del Círculo de Bellas Artes, tuve un feliz encuentro con la obra de tres artistas fundamentales de la modernidad del siglo XX, de sus sueños de rupturas, de sus maneras heterodoxas de entender el arte. Me tropecé, en realidad estaba buscando el tropezón, con la obra de Jean Arp, de Henry Michaux y de Mario Cesariny. Placentero encuentro en un espacio cada día más dinámico pero más complicado de recorrer, de salir y de entrar. Y sin embargo se llena, a la gente le gusta el laberinto. A mí también. Debería haber más laberintos, aunque fuera en los jardines públicos. Sigamos en el Círculo, en ese contenedor de artes dispersas -incluido el billar- ese territorio imprescindible de nuestros encuentros culturales, en donde lo normal es dar una conferencia o que te la den. Un excelente mirador para esperar pacientemente que algún día funcione mejor el más hermoso de los cafés abiertos a una ciudad que soñó ser una moderna metrópolis al mismo tiempo que crecía su edificio.
El libro de Edwards, ahora felizmente rescatado, tiene más de treinta años. Más de tres décadas y sigue tan vigente, tan lúcido y eficaz como cuando no quisimos leerlo. No quisimos y, sin embargo, lo hicimos. No queríamos compartir sus opiniones, sus miradas, sus críticas y lo terminamos haciendo. Si no lo hicieron entonces, háganlo ahora. El libro de Edwards sigue siendo necesario para saber más de Cuba, Fidel, la izquierda guerrillera y la del caviar. Para saber de Neruda y de Allende, para saber de diplomacia y de mentiras. Un libro que debemos agradecer. Y más algunos que tan ingratos fuimos con un escritor que se atrevió a decir la verdad de una revolución que era una mentira.
El libro de Edwards está en las librerías. También los catálogos de las tres exposiciones más interesantes y no tan habituales de tres artistas que hicieron de su independencia, de su inteligente camino a contracorriente, de su navegar entre el dadaísmo y el surrealismo sus esencias artísticas, Arp y Cesariny. Y esa manera de moverse al margen de un artista tan esencial, tan genialmente arbitrario, tan excelente en sus márgenes que fue Michaux. Un buen bárbaro que estuvo muchas veces en nuestro país. Que no le gustó nada Madrid y que se enamoró de Doñana y del paisaje de Almería. Si Michaux pudiera ver ahora este Madrid en que se le edita y expone, podría cambiar de opinión, sobre todo si recorriera la ciudad de manos de un amigo, seguidor y admirador, de otro pintor que escribe y que dejó la dulce Francia por el cocido madrileño: Eduardo Arroyo. En los “ Icebergs” expuestos en el Círculo encontramos los antecedentes de muchos artistas, no precisamente de Arroyo. Nada malo saber mirar a los maestros.
También hay que ver el mundo de Arp, el mundo de ese dadaísta que supo pasar por el Cabaret Voltaire cuando tocaba estar allí.¡Cuántas veces hemos deseado estar allí, entre aquellos que tanto y tan bien se reían de tantas cosas desde un bar en Zurcí! Ahora, también Madrid le sienta muy bien a Jean Arp y sus ya tan clásicas piezas de los tiempos en que la vanguardia tenía sentido. Quizá lo siga teniendo.
Y cerrar el círculo, o dejarlo abierto, con la pintura y la poesía del último surrealista portugués, Mario Cesariny, uno de los últimos mitos vivos de ese movimiento, el surrealista, que pasó por Iberia, llegó a México y se encontró muy cómodo.
Después siguió su camino, su historia de ida y vuelta, todavía está presente y vivo en artistas, en poetas tan jóvenes como el viejo Cesariny.