Vicente Verdú
España como problema, España como tragedia, España como destino en lo universal. Todas las disquisiciones de vida o muerte, de imperio o averno desaparecen, dice Santos Juliá al final de su libro Historia de las dos Españas, cuando llega la democracia y “resulta, más que embarazoso, ridículo remontarse a los orígenes eternos de la nación, a la grandeza del pasado, a las guerras contra invasores y traidores; carece (así) de sentido hablar de unidad de cultura, de identidades propias, de esencias…”.
En la democracia absoluta, podría decirse, todo es contingencia, avatar, accidente sucesivo. Ni hay proyecto hacia un punto encimado ni hay raíces robustas.
La historia discurre al compás de los nuevos vehículos que se deslizan fácilmente, desde el ferrocarril al avión, a través del espacio abierto y en la ilimitada vastedad del ciberespacio. ¿Qué sentido tendría entonces preocuparse hoy por la selección nacional de fútbol y su partido del sábado? ¿Qué enemistad nos enfrenta a Suecia? ¿Deseamos acaso que se la humille en su propia tierra? ¿Anhelamos que triunfe Luis Aragonés?
Nada de nada. La paz democrática nos provee de un estado de felicidad fragmentada y azarosa. No aspiramos a ser los más fuertes ni los más egregios. Ni nunca ni para siempre.
La vida es sólo cotidianidad. Todos los partidos de fútbol brotan como episodios que empiezan y terminan en el tiempo del partido (tiempo partido) puesto que no hay un Camino que recorrer ni una Grandeza que conquistar. A la actitud de milicia sucede la distracción y a la misión el entretenimiento. Con esto ni los hijos son de nuestra misma sangre ni nuestra sangre, reducida a un tipo, se relaciona con la patria insigne o el sagrado color de las camisetas. De esta manera vivimos más cerca que nunca del curso natural y sus peripecias, de la biología y sus sorpresas, del universo y sus hecatombes. Puede parecer una existencia mucho menos estructurada pero ¿desde cuánto tiempo atrás no hemos aborrecido la ferramenta?