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LA PELEA

Hoy, lo que hay que leer es la columna del periodista y reportero Andrés Oppenheimer. La publica El Nuevo Herald en Miami, pero sale también en unos cuarenta diarios de ambas Américas. Es la opinión escrita más visible a lo largo del continente en el momento de la doble gira, la de Bush y de Chávez, por las Américas. Por el momento, dice Oppenheimer “leve ventaja para el presidente venezolano”. Pero se trata de boxeo. El colapso de uno de los dos combatientes se puede producir en cualquier momento.

Como siempre, se verifica una verdad permanente: “los gringos son potentes y torpes”. La publicación del informe sobre los derechos humanos hace parte de la crónica diaria de los errores de Washington. América Latina no le pide tanta plata como respeto, consideración, renuncia a la horrible visión del propietario sobre lo que llama su “patio trasero”. Habría mucho que escribir sobre Chávez, sus kilos de sobra en un país donde falta ahora la comida. Es un personaje que camina hacia una mezcla de desafío, de violencia verbal y de impotencia que roza el ridículo. Se hicieron un montón de bromas sobre Bush, vestido de piloto y apoyándose en la lema “misión cumplida” después de la última guerra del golfo. Chávez va por este camino. Cada día cumple menos y habla más con un frenesí sospechoso: es el jefe único para todo en su país, pero quiere mantenerse en un discurso de denuncia del otro bando aunque éste ya desapareció.

Los más sabios son los latinos que pusieron la misma valoración a las figuras de Bush y de Chávez en la encuesta del último Latinobarómetro. Pero los sabios no tienen las recetas para detener a las guerras. No vamos a la guerra como tal pero ya estamos en lo que Chávez llama “un conflicto de baja intensidad”: un enfrentamiento mediático. El continente se aleja de las realidades para vivir en el mundo de las retóricas. Todo es igual, pero huele mucho peor.

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12 de marzo de 2007
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De artistas y de héroes

Tenía toda la intención de hablar de Héroes, cuyo primer capítulo se vio el viernes en América Latina. Pero el domingo por la mañana mi mujer me llamó la atención sobre un artículo de Clarín que yo todavía no había visto: una entrevista a Fernando Botero hecha por Ana Barón, la corresponsal del diario en Washington. En esencia, lo que el artículo contaba era que Botero había pintado ochenta y dos cuadros (dije bien: ¡82!) sobre las torturas que los soldados americanos infligieron a prisioneros iraquíes en la cárcel de Abu Ghraib. Y un dato más, para nada menor: a pesar de que existe una retrospectiva de Botero que actualmente está girando por ocho ciudades estadounidenses, ninguno de los museos aceptó mostrar estas obras de las que hablo como parte de la muestra. Se me ocurrió entonces que era justo postergar a los Héroes de la serie para hablar de otra clase de heroísmos, tan necesarios como las hazañas de estos personajes de ficción.

El colombiano Botero dedicó 14 meses a la serie sobre las torturas. Según lo que Clarín muestra y Barón cuenta, los cuadros tienen todas las características de la obra de Botero (“Los grandes pintores nunca cambiaron de estilo, un Vermeer siempre es un Vermeer y un Velásquez siempre es un Velásquez”), pero subvertidas por la increíble violencia que despliegan: hombres encapuchados y asaltados por perros, obligados a adoptar posiciones sexuales denigrantes, apaleados sin piedad… Botero no se hace ilusiones sobre el poder del arte para incidir sobre la vida política, pero sabe de su importancia a la hora de dejar testimonio: “Sin compararme con Picasso, ¿quién recordaría que los alemanes bombardearon Guernica y mataron a tanta gente si no fuese por ese cuadro”? No deja de tener su ironía que mientras Bush visita Colombia manifestando su apoyo a un gobierno sospechado de corrupción, uno de los colombianos más famosos del mundo salga a hablar del doble rasero de los Estados Unidos: “Tortura hay en muchas partes del mundo, pero los Estados Unidos se presentan como un modelo de respeto a los derechos humanos… Me dio mucha rabia que los soldados (de USA) torturasen prisioneros en la misma prisión del tirano que acababan de derrocar”.

Pero quizás el héroe verdadero de este pequeño cuento moral sea Harley Shaiken, director del Centro de América Latina de la Universidad de Berkeley. Como la universidad se negó a que Shaiken dispusiese de sus fondos públicos por miedo a perder el financiamiento, el director del Centro recurrió a fondos privados y consiguió financiar la exposición de estas obras de Botero, que están hoy a la vista en California. Me gustó también que Botero dijese que no pensaba ganar dinero con el dolor humano, y que su intención era donar la serie de obras a algún museo.

En casi todos los artistas hay algo de canalla, pero algunos hacen cosas que los aproximan bastante a mi noción de heroísmo.

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No me gustaría dejar pasar en silencio la muerte del uruguayo Ricardo Espalter. Fue uno de los hombres que más me hizo reír cuando era niño, en programas televisivos como Telecataplum, Hupumorpo e Hiperhumor. Era mi favorito de toda la troupe, porque tenía esa cosa de la simpleza a la que ninguna circunstancia, por adversa que le fuese, lo despojaba del todo de su dignidad. Muchos recordarán el personaje de Toto Paniagua, aquel pobretón que se volvía rico por azar y decidía tomar clases de buenos modales, o aquellos sketches en los que fingía fluidez hablando idiomas que por supuesto no dominaba.

La única vez que lo vi en persona me convirtió en cómplice de una humorada. Regresábamos a Buenos Aires al término del Festival de Cine en La Habana, en un vuelo de Aeroflot, y me tocó sentarme a su lado. Resultó que viajar con la compañía rusa era todo lo que una mente febril podía conjeturar a partir de los prejuicios: las azafatas medían dos metros de alto y de ancho y las bandejas de comida parecían haber sido parcialmente decomisadas por el Partido antes de ser servidas. Fingiendo indignación, o quizás sintiéndola de verdad pero transformándola en catarsis, Espalter se lanzó a hablar como torrente a una de las azafatas, en un idioma inventado que sonaba a ruso pero por supuesto no lo era. La expresión de la pobre mujer, que todo el tiempo parecía a punto de interpretar las palabras sin llegar a decodificarlas del todo (¿de qué parte de Rusia provendría aquel extraño pasajero?), se me quedó grabada a fuego como punchline de Mi Anécdota con Espalter, una que ahora más que nunca conservaré como tesoro.

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12 de marzo de 2007
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Turismo

Esta es la vida que tú quieres. La gente es tan atenta en el hotel. Te saludan juntando las manos, como si te rezasen. Y todos están dedicados en cuerpo y alma a que tu estadía aquí sea perfecta: la chica que te dio el masaje completo, el joven que se te acerca en la piscina a ver si necesitas una toalla, el chofer que ajusta el aire acondicionado según tus preferencias... Incluso la recepcionista te cobra con una sonrisa. Tú no has viajado para conocer Tailandia. Has viajado para ser rico por unos días.

Y aquí es fácil. Con lo que cuesta una cena en Chiang Rai, en Europa te pagas dos cervezas. Tu grito de batalla es “qué bonito, déme dos”. Hay tantas cosas lindas por tan poco dinero, que no paras de comprar. Cada vez que preguntas por dónde puedes pasear, alguien te da la dirección de un mercado. Y en esos mercados no sólo hay adornos tradicionales, sino también falsificaciones perfectas de marcas famosas: puedes comprarte unos zapatos “de Prada” por 12 euros, un pantalón “Diesel” por nueve, un cinturón Armani por seis (el cinturón en Europa cuesta 246).

Después de una tarde de compras, no sólo vives como un millonario. Te ves como uno. Un millonario falsificado, pero a fin de cuentas nada aquí es especialmente real. En el templo budista de Chiang Mai, encuentras a un grupo de tiernas niñas vestidas con trajes tradicionales y te acercas para hacerles una foto. Al verte, empiezan a entonar lo que parece una canción religiosa. Sospechas que es una tonada para saludar al visitante y desearle felicidad. Pero el guía te traduce:

-Tómenos una foto por sólo 10 bahts.

Sonríes conmovido por la dulzura de esas pequeñas y continúas tu viaje. Lo siguiente es el teatro de los elefantes. Los paquidermos levantan troncos y patean pelotas de fútbol. Uno de ellos pinta un florero con la trompa. En algún momento, uno de los domadores le da un porrazo en la cabeza a un elefante. Con ecológica indignación, preguntas:

-¿Por qué hacen eso?

El domador te explica que al elefante no le duele en realidad. Prefiere no responderte la verdad: “porque tú pagas para que estos animales hagan gracias, y la única manera de entrenar a todos los animales es a golpes”. Tu conciencia ecológica se siente aliviada, y se maravilla cuando el elefante te hace una reverencia para pedirte un plátano. Luego te subes en el lomo de uno de ellos. A lo largo del camino, los indios lisu han levantado tiendas de Coca Cola a la altura de los lomos de los elefantes. Son las tiendas de Coca Cola típicas de la Tailandia milenaria.

Al día siguiente, visitas la aldea de una tribu akha, de origen tibetano. Como llegas demasiado temprano –antes de las ocho de la mañana- la gente aún va vestida con camisas y pantalones. Sólo conforme se corre la voz de que hay un turista en el pueblo, se empiezan a poner sus trajes típicos. Alguna vez, sus bellos tocados decorativos fueron de plata. Pero al acercarte comprendes que están hechos de aluminio. En cambio, la tribu de las mujeres jirafa es más directa: si quieres entrar a su pueblo, te cobran la entrada.

Tú tomas fotos de todo. Eres el colonizador, el explorador, el primer hombre blanco que pisa este territorio auténticamente virgen. Y luego de unos días, regresas a tu oficina a pasar todo el resto del año. Y ellos también. Porque en realidad, los domadores y los indios no son pobres. La mayoría son gerentes de transnacionales y directivos de empresas petroleras. Viajan, como tú, para vivir experiencias distintas de su aburrida vida de limosinas y hoteles de cinco estrellas. Y después regresan a su oficina, que está justo arriba de la tuya, y a sus habitaciones que son como tu suite, y se ponen camisas igualitas a tu Carolina Herrera, aunque eso sí: han costado más –mucho más- de cinco euros.   

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12 de marzo de 2007
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La memoria histórica por fin realizada

Al principio pudo parecer que los españoles nos adaptábamos al sistema democrático recién estrenado como si lo hubiéramos inventado nosotros. Parecía, por ejemplo, que flotábamos por encima del cinismo italiano, el cual divide a la sociedad entre una partitocracia cleptómana y una sociedad civil que vive al margen del Estado. Parecía también que execrábamos la hipocresía francesa cuyas pomposas maneras y fina urbanidad a duras penas logra mitigar el hedor de las cloacas ministeriales rebosantes de crímenes, estafas y corrupciones. Parecía, sin duda, que rechazábamos el despiadado pragmatismo inglés que separa tajantemente a los poderosos de los débiles sin caer jamás en la beneficencia.

Pues era un espejismo. Somos peores que todos ellos. Los españoles hemos carecido de educación democrática desde que se inventó tan bonito sistema hace 300 años. En los últimos siglos solo hemos conocido dictaduras militares y religiosas, de modo que carecemos de formación y cultura civiles. En lo que a democracia toca, estamos más o menos entre Turquía y Serbia. Seguimos siendo la frontera africana de Europa.

Bien es verdad que el modelo idealizado de una República que estuvo adornada desde el primer día con feroces asesinatos cometidos a derecha e izquierda pudo hacer creer a algún ingenuo (o beocio) que enlazábamos con un periodo de exquisita democracia española. Por desgracia, el modelo de la República, en efecto, se está repitiendo en la actualidad, pero sin idealismo ninguno: tal y como era de verdad. He aquí de nuevo a los políticos narrados por Azaña, amostazados, resentidos, apopléticos y casi analfabetos, divididos otra vez en rojos y azules, catolicones y comecuras, fachas y bolcheviques.

Y así como en la muy idealizada República, al cabo de tanta majadería, ineficacia y crueldad acabó emergiendo como único vencedor el general Franco, así también el desprecio de los políticos españoles hacia sus electores, como entonces, está creando un único vencedor, el último vástago del franquismo y su heredero: ETA.

Artículo publicado en: El Periódico, 10 de marzo de 2007

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12 de marzo de 2007
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LIBROS DE HOSPITAL

Dos días y unas horas en un hospital, no es mucho, pero despista bastante. Por eso mi ausencia unos días, aunque a muchos no les importe, ni otros lo hayan notado, lo cuento a modo de disculpa para los que sí hubieran echado de menos estas comunicaciones. Si los hubiera. Estoy escribiendo con una sola mano, está claro que eso no me acerca a Cervantes, ni a Valle, pero, eso sí, me fastidia, me jode y me inutiliza bastante. Yo ya era lento y esto lo mejora, pero tampoco me hace más preciso. Tendré que escribir más corto, aunque sé muy bien que nunca seré Monterroso. En fin, al menos pretendo ser útil con mis dos recomendaciones de libros para leer en hospital, sin hospital, con habitación propia o sin habitación. También doy fe de que se pueden leer con una sola mano…pero, ¡ay!, que nadie piense en ninguna joya de literatura erótica.

El primer libro, una novela, se llama Y qué amor no cambia, de Giorgio Todde. A pesar del título no es un libro de autoayuda, ni una novelita de Susana Tamaro, ni nada blando o cursi. Es una novela policíaca, negra, una más de las protagonizadas por un peculiar protagonista, el médico embalsamador de Cagliari llamado Efisio Marini. Una lectura para mirarnos fría pero apasionadamente desde nuestros intestinos y un poco más profundamente. Una buena novela de un escritor poco complaciente. Somos carne en espera de embalsamador. La publica Siruela.

La otra es una de esas joyas literarias que hemos leído tantas veces citada que, descuidadamente ya creíamos conocer. Como aquel viejo chiste sobre las veces que habíamos estado en New York. Pues no, no había leído esa delicia de inteligencia y eficacia, ese libro imprescindible para viajeros y estables que es Viaje alrededor de mi habitación de Xavier de Maestre, lo escribió detenido en Turín, detenido por combatir con los sardos -¡me alegro de estar tan sardo, hermosa isla, hermosas gentes!- este peleón conservador, este escritor que sigue tan vigente después de más de dos siglos. Que buen viaje por un cuartucho, libres de la inquieta envidia de los hombres e independiente de la fortuna. Lo publica la editorial Funambulista en su colección de Grandes Clásicos. No defrauda.

Y para terminar otra recomendación que yo no había previsto. En el hospital madrileño y público, en el que los medios técnicos y el elemento humano son de excelencia, te puedes encontrar por falta de camas durmiendo o intentándolo, al lado de un enfermo nervioso. Tan nervioso que tuvieron que atar. Un heroinómano con un agudo mono que nunca debió estar allí. Que sufrió y nos hizo sufrir. Y recordé el esclarecedor y excelente libro, también publicado por una de esas pequeñas/grandes editoriales, Melusina, El siglo de la heroína, la droga que dominó y alarmó al siglo XX y que, todavía se mueve por caminos marginales. Es decir entre nuestros vecinos que no queremos ni ver, ni hablar… Pero esa es otra historia.

   

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9 de marzo de 2007
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POR FIN

Por fin, Francia tiene lo que más le gusta: una elección con figuras de políticos al borde de una crisis de nervios.  Tengo como disciplina no escribir sobre política francesa en mi blog, pero al hablar hoy de la elección presidencial me involucro en lo que es más bien un deporte. Desde ayer, el partido tiene otra cara y a Francia le encanta este cambio.

Durante meses, la prensa resumía la elección presidencial en un mano a mano, un enfrentamiento entre Ségolène Royal, candidata del Partido Socialista, y Nicolas Sarkozy, ministro del interior y candidato de la Union pour la majorité présidentielle. Pero desde ayer un tercer candidato, François Bayrou, candidato de la Union pour la démocratie française se mueve al mismo nivel (respectivamente 25 %, 26 % y 24 % de las intenciones de votos en el último sondeo). Bayrou es, como Sarkozy, un hombre de derecha. Pero habla de romper el duopolio de los dos grandes partidos y, por el momento, su discurso funciona. Francia pasa de un partido entre dos candidatos a una pelea indescifrable entre tres personas con el temible Jean-Marie Le Pen, de ultra-derecha, en la sombra. Francia sabe que los tres mosqueteros eran cuatro.

Cualquier persona que entienda francés (y hay muchas entre los castellanohablantes) puede comprobar que lo que dicen los candidatos viene de muy lejos. Viene de la Revolución Francesa, la de 1789, que tanto impacto ha tenido en América Latina. Las palabras República, Nación, Igualdad (más que Libertad) pintan un país que no sabe cómo reconciliar la visión de sí-mismo con su presencia cada día más floja en un mundo globalizado. El enfrentamiento entre izquierda (Royal) y derecha (Sarkozy) ofrecía un paisaje clásico. Ahora, con tres, o más bien tres y medio, Francia no se reconoce en el espejo. Y las palabras de los candidatos amplían la confusión.

François Leotard, un ex ministro de derecha, y un ministro muy mediocre, es un francés que se jubiló de la política para escribir novelas. Intenté leer su primer libro, y el escritor me pareció peor que el ministro, pero al leer una reseña sobre su tercer libro, en Le Monde  apunto una frase suya que dice mucho sobre la política en Francia: "Avec le roman, dice Leotard, j'essaye de retrouver une liberté verbale que j'avais perdue. Il faut redonner un sens aux mots que l'on emploie."  (Con la novela, intento recuperar una libertad de expresión que había perdido. Hay que devolver su sentido a las palabras que uno utiliza).

Es una magnífica evocación de la campaña electoral en Francia: un ejercicio de retórica hecho por políticos que torturan el idioma en vivo, frente a sus electores. Dicen “contribución” para no dañarnos  con la palabra “impuesto”, hablan de “controlar” cuando deberíamos oír “prohibir” y proponen “estudiar la posibilidad” para eludir un “no tenemos los recursos”. En los años sesenta, un primer ministro, para contestar a una pregunta sobre los barrios o favelas de los suburbios de París sin reconocer su existencia, utilizaba el término “zonas de viviendas espontáneas en la periferia urbana”. La huída de los políticos entre las palabras sigue igual, pero el partido es fabuloso.

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9 de marzo de 2007
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El interminable grito de Lester Bangs

Hace poco conseguí en una librería de Barcelona (la Central, para ser precisos) un libro que había codiciado durante años: Psychotic Reactions and Carburetor Dung, de Lester Bangs. ¿Quién es Bangs? Uno de los periodistas más creativos e irreverentes que haya producido la cultura del rock en USA –y uno de los más muertos, desde aquel abril de 1982 en que, según Greil Marcus, su organismo sucumbió a modo de protesta por haberlo privado de su dieta habitual de drogas y de alcohol. Algunos quizás recuerden al personaje del periodista que interpretaba Philip Seymour Hoffman en Almost Famous, aquel que hacía de mentor al protagonista del filme: pues bien, ése es Bangs, o al menos eso pretende Cameron Crowe, que lo conoció mucho antes de dedicarse al cine, cuando recién comenzaba a escribir para la Rolling Stone. No deja de ser irónico que la edición de Psychotic Reactions que compré diga, debajo del nombre de Bangs, star of Almost Famous, lo que seguramente producirá que el hombre se retuerza en su tumba. Que se lo recuerde ante todo como personaje de un filme de Crowe es un despropósito, Bangs según Crowe es como Henry Miller según Walt Disney: la versión PG de una personalidad XXX. ¡Si por lo menos lo hubiesen convertido en personaje de una peli de Rob Zombie…!

Releer los artículos de Bangs sigue siendo delicioso: el hombre escribía como los dioses, era irreverente y dejaba caer en cada texto más ideas que muchos en la totalidad de su carrera periodística. Su ambición era tan disparatada como magnífica, una vez se definió a sí mismo como “un contendiente, si no hoy, mañana, al título de Mejor Escritor de América (¿quién es mejor? ¿Bukowski? ¿Burroughs? ¿Hunther Thompson? Déjenme de joder. Yo fui el mejor. No escribí otra cosa que críticas de discos, y tampoco escribí tantas…” Lo decía medio en broma, pero también medio en serio, y esa es la mitad que cuenta. La frase que culmina sin cerrar el paréntesis abierto funciona como su misma historia, una vida sin clausura, sin verdadero cierre más allá de los puntos suspensivos que sugieren un continuará, o el desafío para que alguien continúe la frase allí donde quedó, porque si hay algo que necesitamos –y muy particularmente en América Latina- son más periodistas, perdón: más escritores como Lester Bangs.

Es fácil disentir con sus preferencias estéticas. A Bangs le gustaba el aspecto más primal del rock, ya fuese tal como lo expresaban bestias como Iggy Pop & The Stooges o estetas que optaban a consciencia por la distorsión y el ruido. (Metal Machine Music, un álbum doble de Lou Reed que es sólo feedback y disonancias, era uno de sus discos favoritos.) Por eso le costaba apreciar a David Bowie, en quien veía a un poseur, un hombre que llegaba al rock sabiéndolo un artificio, una construcción cultural que, una vez superada la etapa de los orígenes, se estaba convirtiendo en algo tan elaborado y autoconsciente como el teatro kabuki. La visión de Bangs era dionisíaca, porque favorecía la pérdida de sí mismo en el mar de la celebración comunitaria. “La política del rock and roll, en Inglaterra, en América o en donde sea”, escribió alguna vez, “es la de hacer posible que un montón de pibes se frían a sí mismos hasta salir de su propia piel gracias a la propulsión más abrasiva que puedan encontrar, por una noche que pretenderán que es el resto de sus vidas, aunque al día siguiente regresen a trabajar a la tienda o al aburrimiento o a la cola del cheque por desempleo o a las pavadas de la televisión en el living de Papi y Mami”. A este respecto, la estética de Bangs era inequívoca: “Nadie se molestó nunca en decirle al noventa por ciento de los músicos que la música versa sobre sentimientos, pasión, amor, alegría, miedo, esperanza, lascivia, EMOCIÓN EXPRESADA DE LA FORMA MÁS DIRECTA Y PODEROSA POSIBLE”. (Las mayúsculas son suyas, por supuesto.) La definición se parece mucho a la que Samuel Fuller da sobre el cine en la peli de Godard Pierrot le Fou. Y creo que alguien debería adaptarla para hablar de literatura, hoy más que nunca y en especial entre nosotros, que venimos de países y de culturas que SON PURA EMOCIÓN AUNQUE NO LO PAREZCA PORQUE ESTAMOS RODEADOS DE ESCRITORES MOJIGATOS QUE SE CONTENTAN CON EL APLAUSO DEL NERD DE LA FACULTAD. (Estas mayúsculas son mías, lo admito.)

La estética de Bangs no le deja más remedio que dar el otro paso y volverse ética. Está claro que solía ser pesimista (“Enfrentémoslo, no podemos cooperar y nos odiamos unos a otros”), pero aún en lo más profundo de su depresión encontraba fuerzas para defender una excelencia que encontraba en el arte y no podía dejar de aplicar a la vida: “Existe una guerra hoy en día que va mucho más allá de la del resto-de-la-sociedad versus los punks,” escribió en 1978, “es la guerra por la preservación de nuestro corazón contra todas las fuerzas que conspiran para asesinarlo”. Por eso no tenía problema alguno en desmenuzarse en público, analizando los límites de su pensamiento y haciéndose cargo de sus propios prejuicios y hasta de su culpa liberal. Para Bangs, perdemos esa guerra de la que hablaba –que no sólo sigue existiendo hoy, sino que es todavía más feroz que entonces- cuando nos negamos a asumir que su maldad existe. “En otras palabras, cuando asentimos (con esa maldad) por pasividad o por indiferencia”.

Lester Bangs nunca dejó indiferente a nadie. Extraño su lucidez, una gema cada vez más rara en los medios de comunicación.

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9 de marzo de 2007
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La vida eterna

El psiquiatra Carlos Castilla del Pino y el teólogo Manuel Fraijó han flanqueado a Fernando Savater en la presentación de su nuevo libro. Frente a un nutrido grupo de periodistas, en uno de los salones del Hotel Palace de Madrid, van a contar de qué va La vida eterna (Ariel, 2007).

La elaborada y entusiasta disertación de los presentadores sonroja a Savater, que siempre acoge con ternura las muestras de amistad. Sin embargo, Fraijó primero y Castilla del Pino después, no dejan lugar a dudas: La vida eterna aborda con inteligencia y sensibilidad la más universal de las experiencias. La curiosa incógnita del más allá, la corazonada y la decepción, la alegre intuición trascendente, el miedo o el dilema de la muerte no son azotadas  por el sarcasmo de nuestro filósofo, sino objeto de una delicada consideración.

Se impone al comenzar una suave pero enérgica distinción conceptual: alejada del aparato legislativo sacerdotal, la religión pertenece a una de las más radicales inquietudes del hombre y brota de penetrantes, honestos o desorientados pensamientos.

El impetuoso verbo de nuestro polemista –tan temido por sus timoratos adversarios- se sosiega temporalmente para abordar el acontecer en que estamos envueltos. Siendo la vida en su totalidad la más extraña aparición que cabe concebir en un universo atravesado por la oscuridad del infinito ¿puede reprobarse la imaginación que viaja por la eternidad?

Las combinaciones simbólicas elaboradas por la mente no tienen desperdicio y nada puede haber en ella que no merezca la ilustrada indagación de los filósofos. A Savater –quizá el pensador español que más ha hecho por acercar el hábito de pensar con claridad a nuestras aulas, cafés y dormitorios- le corresponde la autoría de muchas felices ideas sobre pedagogía cívica y a este elaborado índice de reclamaciones pertenecerá también su elogio de la incredulidad. No tanto una actitud destemplada contra la majestuosa hipótesis de la Creación, y sus ocurrentes derivadas, sino un estado de alerta permanente para evitar incurrir en las flaquezas de la fe. Esa credulidad por desfallecimiento de la inteligencia.

Podríamos decir que apenas ha transcurrido un instante –en esa mascarada de huidizas impresiones impuestas por la tormenta del tiempo y la memoria-, cuando considerábamos a salvo los valores de la laicidad. Como escuela de ciudadanía activa y como espacio en el que cualquiera podría cultivar su versión de lo religioso. Sin embargo, las más recientes noticias sobre el impetuoso proceder de la Iglesia, en defensa de los extraños privilegios que conserva en la democracia española, dan al libro de Savater el carácter urgente que, tarde o temprano, adoptan sus reflexiones.

Así, desbrozando las falacias eclesiásticas, será más interesante filosofar sobre las tentaciones de la inmortalidad y aprovechar, ahora que estamos a tiempo, los gozos de la mortalidad.

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9 de marzo de 2007
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III. BABEL, LA TORRE HASTA EL CIELO

            Babel, la película de González Iñárritu, es la mejor muestra de esa universalidad que digo. De sus tres escenarios, la fría ciudad japonesa que anuncia la esterilización tecnológica del mundo del futuro, destinado a la soledad; la desolada pobreza de los páramos de Marruecos, donde la vida de atraso y miseria de los pastores de cabras, que bien podrían vivir lo mismo en tiempos bíblicos,  se rompe con el deslumbre de la aparición de un autobús de turistas, inmunizados frente al sufrimiento; y el del alucinante y revuelto México fronterizo con Estados Unidos.

            Es este último escenario el que introduce a Latinoamérica en la composición universal, y global, no como la cultura, que siempre asumimos como ejemplar e inevitable porque es propia, sino como un componente que la cámara exhibe sin maquillajes, y que enseña, en el caos de sus improvisaciones, el ajuste de cuentas entre la tradición y las imposiciones de lo moderno, el barro y el plástico. Ese mundo confuso, lleno de símbolos perecederos de modernidad, que es la antesala del paraíso que se halla al otro lado del muro inteligente que se extiende por miles de kilómetros.

            Ese mundo rural de la Tijuana de polvaredas, al lado mismo del San Diego de verdes prados rasurados, es una pieza de la Babel en que vivimos en el continente, que se ajusta en la película al mecanismo global. Y Babel es así una lección universal acerca de las relaciones que se tejen en la cultura y en los modos de vida del planeta.

            Éste es el cine mojado, de éste y del otro lado de la frontera, que no se sitúa en la última fila menesterosa, sino bajo los reflectores, y ya viene a ser lo mismo decir González Iñárritu que Martin Scorsese.

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9 de marzo de 2007
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EXÁMENES MÉDICOS

Lo que fueron las notas académicas en la juventud son las valoraciones de los análisis clínicos en la última fase. Uno y otro poseen una carga judicativa que pone en cuestión al sujeto pero si la primera se refiere a los asuntos de la mente la otra se fija en la peripecia del cuerpo.

Cada una en su tiempo examina el campo más indeciso de nuestra composición. La inteligencia y el esfuerzo intelectual todavía es incierto o no se ha constatado por completo en el primer caso. En el segundo, es el cuerpo quien puede presentar resultados imprevisibles que invitan a una atenta observación.

De la mente no cabe esperar sorpresas creadoras pasada una avanzada edad, pero el cuerpo en sus laberintos puede crear diagnósticos tan graves como inimaginables. El cuerpo es el gran protagonista del fin de la edad porque si no sirve demasiado para la vida es de incomparable utilidad para la muerte.

En esa tesitura, la consulta clínica y la espera de los resultados de los análisis se convierten en un acontecimiento de primera fila. El intervalo entre la vida y la muerte se halla en la longitud de las hojas que va emitiendo el laboratorio, el radiólogo y la exploración.

La edición de estos papeles será más larga o más corta pero, a partir de un momento, acota el número de nuevos ejemplares y su contenido eleva la expectación al grado máximo.  ¿Exámenes de Estado como en los años cuarenta o cincuenta del siglo XX español?  Absolutos Exámenes de estado  donde el juego no se libra en el vaivén de ingresar o no en el aura de la Universidad sino en el impulso de ingresar, más tarde o más temprano, en la pura física del Universo.

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9 de marzo de 2007
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