Vicente Verdú
El reloj es la joya del hombre, dicen las revistas masculinas. Se trata, no obstante, de mucho más.
Toda la indumentaria, la pinta, la mente y el espíritu se ponen en cuestión mediante el reloj. Quien no tiene presente la formidable elocuencia de un reloj carece de sentidos, de vista y oído. Quien no atiende a representarse tácitamente con esta insignia se entrega a una mala interpretación segura. No importa que el otro contemple el reloj de pulsera sin código preestablecido, el ánimo se dispone de una u otra forma a partir de ese ojo que mira y se deja observar, que ocupa tan poco espacio como un pequeño foco y resulta tan profundo como una lente enfocada hacia el interior. Quien no cuida de los detalles sucumbe a su extremo poder. Lo mismo valdría decir de las corbatas o los zapatos, de los cinturones o de los calcetines. No se trata exclusivamente de saber vestir sino de saber ser y presentarse de forma acorde. Como el tipo de habla, los objetos poseen su lenguaje esencial y su efecto, además. Se multiplican cuando aparecen incorporados al sujeto, sujetos a él y sujetos de él.
Todos los complementos y prendas, empezando por la ropa interior, parlotean descaradamente sobre su dueño. Su amo las lleva pero incluso puede decirse que las crea. Las elige o las admite y en ambos movimientos comprometen su identidad. Y su estima.
Todavía quedan muchos hombres que se dejan vestir por sus esposas. No hay más que decir. He aquí un ejemplo superior de lo indecible.