Javier Rioyo
Estoy en Roma hablando de columnas y columnistas. Una suerte rara esta de decir cosas en los periódicos, en los blogs y que te lean, aunque sean pocos. Uno no sabe cómo llega a ser columnista cuando ha querido ser periodista. Estaba al lado de mi admirado periodista y escritor, Enric González -entre otras cosas corresponsal en Roma de El País y, para los que hayan viajado una, ninguna o muchas veces a Nueva York, autor de un libro breve y excepcional llamado Historias de Nueva York– y le comentaba en la sede del Instituto Cervantes y con público, que uno llega al “columnismo” degenerando. Cuando no has podido, o sabido, ser periodista, de esos que buscan, contrastan y cuentan los hechos. Cuando no eres corresponsal, ni eres capaz de someterte a la redacción, a la busca y captura de la noticia, puedes terminar de columnista. Nada que ver con lo que soñábamos cuando queríamos ser Tintín con incrustaciones de Haddock.
Un columnista se debe parecer, cuando es bueno, a los mejores capiteles. A esa parte esencial y comunicadora de la columna. Los capiteles son la cabeza y el corazón de la columna. Son la preponderancia de la imaginación sobre la razón, la libertad de acercarse a lo mágico sin tener que pensar en lo práctico. Decimos lo que queremos sin estar sometidos al control de la veracidad. Contamos sin tener que contar nada que esté contrastado, que sea un hecho. Es la libertad de la elucubración. Es la credibilidad de lo subjetivo. Es hacer que parezca interesante un punto de vista.
También hay otra cualidad en los mejores columnistas, en los que a mí me lo han parecido, que contradice aquel axioma tan ético del maestro Kapuscinsky, “los cínicos no valen para este oficio”. Pues sí, los cínicos se instalan cómodos en las columnas de los periódicos. Como no quiero dar nombres cercanos, me referiré a uno de los mejores escritores que ha tenido nuestro periodismo, Julio Camba. Para comprobarlo pueden acudir a su libro hermosamente reeditado hace unos meses, Haciendo de República.
Camba era un talento, un gran escritor, un maestro de columnistas y un cínico. En su juventud había sido anarquista, era de izquierdismo visceral y apasionado. Recibe con alegría y esperanzas la República. Pero sobre todo con esperanzas de vivir mejor, de que “los suyos” le den el cargo que se merece. No se acuerdan de él y así escribe, desde Nueva York y en junio del 1931: “Me ha sorprendido mucho no ver mi nombre en la lista de embajadores y ministros plenipotenciarios de la nueva República Española”. Y así se hace contra republicano este escritor que había dicho que uno de los problemas de los españoles era que seguíamos comiendo la sopa fría y el gazpacho templado, en monarquía o en tiempos republicanos.
Ya no es republicano, no le han favorecido los suyos. Ahora, estamos en 1938 y en Sevilla, al amparo de los franquistas más señoriítos y militarizados. Así escribe Camba para explicar como era el clima español que nos hizo llegar a una guerra civil: “pues pasó que los españoles estábamos de vacaciones y habíamos dejado la casa en manos de los criados…y los criados quisieron hacerse los amos. ¿Le parece a usted poco?”
Maestro de columnistas, maestro de cínicos. Y maestro de vividores. Terminó sus días en el hotel Aplace y sin pagar la cuenta. Un genio.