Marcelo Figueras
La semana pasada estuve en Chile, participando de una de las actividades de la muestra itinerante Literaturas del exilio. Lo que me tocaba hacer, en concreto, era sumarme a una mesa redonda de la que también formarían parte Antonio Skármeta y Marta Arribas, codirectora del documental El tren de la memoria. La permanencia en Santiago me permitió apreciar otros aspectos de la muestra: por ejemplo la exposición central, dedicada al grupo de catalanes que llegó a Chile luego de la derrota republicana en la Guerra Civil, a bordo del buque Winnipeg. (De toda la exposición, lo que más me conmovió fue la visión de una pequeñísima maleta pintada de colores, que junto con los cromos –aquí les decimos figuritas- que la acompañaban en la misma vitrina, fueron el único equipaje que trajo consigo uno de los hijitos de los exiliados.) O ver el espectáculo Hasta mañana, interpretado por la compañía 10 & 10 Danza y dirigido por Mónica Runde: aun para aquellos que somos legos en la materia, la fuerza expresiva de esa puesta transmite de manera inequívoca la alienación del exiliado –y también la de aquellos a quienes ha dejado atrás. A comienzos de abril tendrá lugar también la muestra de cine, concebida por Eduardo Moyano Zamora, que revisitará experiencias tan variadas como las modalidades mismas del exilio con películas como Las huellas borradas, de Enrique Gabriel, Los niños de Rusia, de Jaime Camino, Un franco: catorce pesetas, de Carlos Iglesias, Balseros, de Carlos Bosch y Josep María Domenech y hasta Kamchatka, que a su manera habla del exilio interior al recrear la vida cotidiana de los militantes clandestinos.
Durante la mesa redonda, los testimonios sobre las marcas que produce el exilio (y que sigue produciendo, aun cuando se ha retornado a casa), abundaron en las anécdotas de Skármeta y de Marta Arribas. Skármeta vivió muchos años en Alemania, un país cuya cultura definió como “en las antípodas de la nuestra”. (Aunque eso no signifique que los alemanes sean fríos, yo todavía sigo alimentándome de la calidez que me prodigaron durante mi reciente viaje.) Lo que Skármeta sostenía con gran sensatez, es que toda elaboración del tema del exilio, aun cuando se la vista de épica, debe partir de la asunción de una derrota. Marta Arribas contaba historias de tantos españoles que emigraron por causas económicas durante los años 60, relatos que son la base de El tren de la memoria que dirigió junto a Ana Pérez. Recordaba, por ejemplo, la historia de uno de los hijos de esas familias emigrantes. Como sus padres sólo lo llevaban de regreso a España tan sólo para las vacaciones, el niño les preguntó una vez: “¿Y por qué no nos quedamos a vivir en España? ¡Si aquí no se trabaja!”
En nuestros países, que atraviesan desde hace algunas décadas períodos de cierta estabilidad institucional, el del exilio parece un tema casi del pasado. Pero como todos los grandes males que padecemos, siempre encuentra formas novedosas, o aunque más no sea disfraces, para regresar a asolarnos. Todavía existe una gran emigración latinoamericana por motivos económicos, que son hoy el rostro más palpable de la violencia del sistema. (De hecho existe una gran circulación de latinos de uno a otro país, que aun cuando se instalan en el seno de naciones “hermanas” descubren que la xenofobia y la marginación tienen otras mil caras, que hasta entonces desconocían.)
En el mundo que nos tocó en suerte, creo que se están desarrollando modalidades del exilio de las que todavía no somos del todo conscientes. Cuando por un lado nos machacan a diario con lo peligroso que se ha vuelto el planeta (tanto a la distancia, en caso de que queramos viajar, o en la proximidad de nuestro propio barrio, jaqueado por robos, secuestros y asesinatos), y por el otro nos llenan la cabeza con la conveniencia de quedarnos en casa (¿para qué existen el teléfono, los infinitos servicios de delivery, la comunicación vía Internet?), las condiciones esenciales para un exilio quedan planteadas: existe el hecho violento que nos sugiere la conveniencia de ausentarnos de nuestro lugar natural, y existe la decisión inevitable de protegernos –en este caso sin necesidad de salir de casa, pero reconvirtiéndola en una isla. En esta sociedad que nos prefiere aislados y que nos otorga variedades de sucedáneos de la experiencia real con la excusa de así “protegernos” del dolor, lo más probable es que en cuestión de tiempo todos nos descubramos exiliados en el interior de nuestras propias vidas.