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Escrito por

Julio Ortega

Julio Ortega, Perú, 1942. Después de estudiar Literatura en la Universidad Católica, en Lima,  y publicar su primer libro de crítica,  La contemplación y la fiesta (1968), dedicado al "boom" de la novela latinoamericana, emigró a Estados Unidos invitado como profesor visitante por las Universidades de Pittsburgh y Yale. Vivió en Barcelona (1971-73) como traductor y editor. Volvió de profesor a la Universidad de Texas, Austin, donde en 1978 fue nombrado catedrático de literatura latinoamericana. Lo fue también en la Universidad de Brandeis y desde 1989 lo es en la Universidad de Brown, donde ha sido director del Departamento de Estudios Hispánico y actualmente es director del Proyecto Transatlántico. Ha sido profesor visitante en Harvard, NYU,  Granada y Las Palmas, y ocupó la cátedra Simón Bolívar de la Universidad de Cambridge. Es miembro de las academias de la lengua de Perú, Venezuela, Puerto Rico y Nicaragua. Ha recibido la condecoración Andrés Bello del gobierno de Venezuela en 1998 y es doctor honorario por las universidades del Santa y Los Angeles, Perú, y la Universidad Americana de Nicaragua. Consejero de las cátedras Julio Cortázar (Guadajara, México), Alfonso Reyes (TEC, Monterrey), Roberto Bolaño (Universidad Diego Portales, Chile) y Jesús de Polanco (Universidad Autónoma de Madrid/Fundación Santillana). Dirije las series Aula Atlántica en el Fondo de Cultura Económica, EntreMares en la Editorial Veracruzana, y Nuevos Hispanismos en Iberoamericana-Vervuert.  Ha obtenido los premios Rulfo de cuento (París), Bizoc de novela breve (Mallorca), Casa de América de ensayo (Madrid) y el COPE de cuento (Lima). De su crítica ha dicho Octavio Paz:"Ortega practica el mejor rigor crítico: el rigor generoso."

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Sobre el método comparativo en tiempos de penuria

 

A Jorge Arrate 

 

Chile es un país creado por el Código Civil, formalizado por la Gramática y sustentado en el discurso jurídico. Se debe, por lo mismo, al estado de derecho, a la socialización, al equilibrio de los consensos. Es también admirable que sea una interpretación puesta a prueba, y que el lenguaje mismo resulte allí más político.  Hablar es confirmar una representación y formar parte del debate. Esa racionalidad civil crea también su contradiscurso: la marginalidad de todo signo que, siendo recusada, afirma su propio territorio. Es uno de los primeros países latinoamericanos que se imaginó como una nación: muy temprano, en la pintura de los viajeros, las chozas de los campesinos llevan la bandera nacional. El nacionalismo no es el primitivismo que se les atribuye a los gobiernos populistas; como hoy sabemos, sólo son nacionalistas los países que han logrado ser modernos.
 

La dictadura de Pinochet fue una noche negra del lenguaje moderno. Los huesos de las víctimas de la violencia han sido, en otros países, leídos por la biología forense, una ciencia que se hizo más efectiva gracias a las tumbas de los desaparecidos en Argentina. Pero en Chile la policía de Pinochet quemó los cadáveres y mezcló las cenizas, en una operación bárbara contra la humanidad de la lectura. Los medios de comunicación reprodujeron el dialecto de la dictadura, y el silencio se prolongó por mucho tiempo. Todavía hasta hace muy poco, en el metro de Santiago  nadie hablaba con nadie, doble negación del habla.
 

El dictador se llenaba la boca con los nombres de la Civilización Occidental y Cristina; pero fueron los escritores, desde sus escasos márgenes, quienes recuperaron de sus fauces los nombres de nación, patria y familia. Por la patria se llama la novela de Diamela Eltit donde las mujeres, desde sus poblaciones, recobran el lenguaje en una épica desamparada.  La mejor literatura chilena es una voz en el desierto (el “Cristo de Elqui” de Nicanor Parra);  un soliloquio en el exilio  (Jorge Edwards, Enrique Lihn); una búsqueda de la casa perdida donde afincar (José Donoso).  Pero también la documentación imaginaria contra la violencia, tanto de la dictadura  como del mercado, que corrompen el lenguaje, subyugan el cuerpo y ocupan la subjetividad (novelas de Diamela Eltit, relatos de Pedro Lemebel, poemas de Elicura Chihuailaf). Igualmente valiosa es la auscultación de la memoria que hace Carlos Franz, impecable de forma y luminosa de visión; la riqueza anímica del relato de Arturo Fontaine, capaz de remontar el laberinto social con vivacidad; la ironía antiheroica de Alberto Fuguet, quien desde la cultura popular rescribe el Apocalipsis … Bolaño es un árbol de ese bosque.
 

Pero el terremoto echa abajo también los edificios discursivos. La catástrofe revela la pobreza, y al igual que Argentina cuando la crisis bancaria, el país se descubre súbitamente latinoamericano: desigual, frágil en su modernización compulsiva, y no le queda más remedio que compararse con Haití.
 

Chile había vivido del mito neoliberal, esa deuda impagable: un Estado minimalista al servicio de un Mercado maximizado.  Un ministro de economía de la Concertación, soy testigo, declaró en una reunión que Chile había eliminado la pobreza.  Quizá en ese momento de optimismo la comparación era con China: mano de obra barata dedicada al aparato exportador. Pero, otra vez, se trataba del discurso, en este caso del economicismo, que confunde el balance de ingresos con la balanza de la justicia. Lo que había desaparecido, como una epifanía de las expectativas, es el pueblo. Cada vez que los encuestadores preguntaban por la clase social a los pobres, éstos respondían: Clase media. El pueblo, en efecto, era ahora los migrantes, bolivianos y peruanos.  
 

Me llamó la atención el ejercicio comparativo que la clase política puso en juego para naturalizar el desastre: el temblor de Haití, proclamaron, fue de menos intensidad pero mató más gente.  Esto es, gracias al terremoto sabemos que Chile es mejor que Haití.  Este mal de muchos y consuelo de pocos, demuestra hasta qué punto el terremoto fracturó las bases del discurso autocomplaciente que no pudo procesar  las evidencias. Dada la autorepresentación primermundista, la pobreza revelada probaba, más bien, que el Chile neoliberal no es mejor que el Chile sobreviente. O sea, no es mejor que Haití. Al menos, Haití es el subproducto de la colonización brutal (exportadora, por cierto), tanto como de su abandono institucional, lo que impidió construir un estado autónomo, resistente a la corrupción. Un pequeño país expoliado, invadido, ilegalizado, no podía resistir no ya el terremoto sino la comparación con Chile.  Lo que demuestra que, en tiempos de penuria,  las comparaciones ofenden: el sufrimiento es el mismo y su veracidad es mayor que el lenguaje.  
 

Pero el terremoto también descubrió que el país más pobre es el de los migrantes mapuches y el pueblo semirural. Aunque la población urbana de clase media baja (esa extraordinara mayoría taciturna que a las seis de la mañana desciende de los buses en el barrio de Providencia en pos de su lugar en los servicios) debe ser la que ha perdido más horizonte de expectativas. Y, probablemente, no tenga otro modo de reconstruirlas sino endosando a un Estado todavía más ajeno.  Contagiado por las metáforas de la catástrofe, el corresponsal del New York Times afirma que este es un terremoto de derechas. Es cierto que reforzará a los socios de la industria de la construcción (o de la reconstrucción), pero las catásfrofes no se tachan con cemento. Sus repercusiones (como ocurrió con Katrina) son de varia intensidad demorada.
 

Esos migrantes mapuches se hicieron, de pronto, escuchar: son tímidos ante las cámaras pero más reales que los funcionarios formulaicos. Fue sobrecogedor verlos al pie de sus pequeños pueblos barridos por el maremoto.  Me parecieron migrantes peruanos que han adquirido la entonación ascendente de la dicción chilena popular, que pregunta al afirmar. O sea, afirma dos veces.

 

Y como a comienzos del siglo XIX, en los albores de la república, pudo verse flamear la banderita chilena. No sobre sus casas, sobre los escombros.  
 

A pesar de todo, me dije consolado, son hijos del discurso jurídico.  

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13 de marzo de 2010
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La amistad de Julio Cortázar

Rosalba Campra. Cortázar para cómplices.  Madrid, Del Centro Editor.  2009.  225 pags. 23 Euros.

            La escritora y crítica argentina Rosalba Campra podría haber sido imaginada por Cortázar  como paradigma del exiliado que después de estudiar el francés se instala en Roma para regresar a la literatura de casa.  Trató ella de librarse de las mitologías nacionales escribiendo Malos aires; y desde el foro académico se propuso, en su compilación de lecciones La selva en el damero: espacio literario y espacio urbano en América Latina (1989), un mapa colectivo de la ciudad y sus lenguajes. Catedrática de Literatura Hispanoamericana en La Sapienza,  estudió el gusto nativo en su La retórica del tango (1996) y debatió la elocuencia identitaria en América Latina: la identidad y la máscara (2000).  En su Territorio de la ficción. Lo fantástico (Sevilla, Renacimiento, 2008), afinca en la narrativa fantástica como en el espacio literal del exilio.  Una teoría, dijo el filósofo, traza la forma de una biografía.

             Cualquier lector puede reconocer su propia tribu gracias a un gran escritor, pero también desde la mediación propicia de una lectura implicada. La complicidad es aquí un taller donde ejercitar la precisión formal, esa demanda de la sensibilidad crítica. Los ensayos, prólogos y notas de este manual nos revelan no sólo la hechura poética de las tramas de Cortázar, sino también el despliegue de su lectura compartida. Este libro es fiel a la obra autoreflexiva de Cortázar,  la que no inventó, como la de Borges, a sus precursores , sino a sus lectores. Por eso, no se explica por su genealogía (lectura melancólica) sino por su despliegue en proceso (lectura inventiva).

            Rosalba Campra recorre buena parte de la narrativa y la poesía cortazariana, y aunque no se propone un mapa de la misma, sí traza una hipótesis de su lectura que, por un lado, atañe a la nueva entonación que Cortázar introdujo en la escritura (una “ironía llena de afecto”); esto es,  a la intimidad de su diálogo. Y, por otro, tiene que ver con la estrategia del juego como poética central cortazariana.  Lo primero es ya un acto de complicidad que promete recorrer el terreno no cartografiado de la subjetividad. Lo segundo es el ritual del recorrido: el juego tiene un método, unas reglas, y hasta una teoría.  Se anuncia contra la Gran Costumbre, y explora la combinatoria abierta de una serie relativista y humorística, antiautoritaria.  Lo uno es la búsqueda, lo otro es la gratuidad.

            Nunca más precisa la función de los “cronopios.”  En contra del lugar común que los convierte en complacencia sentimental,  Rosalba Campra nos recuerda que representan el juego del desorden. No en vano su nombre viene de cronos: son unidades de otro tiempo, el de la lectura. Los “famas,” en cambio, son sosos por prolijos; y las “esperanzas,” de una inseguridad dolorosa. Con estas leves criaturas, sin embargo, Cortázar no se propuso una alegoría que demuestre lo que ya sabemos, sino un teatro eminentemente literario, hecho del mejor humor, el libre de énfasis.  Ese espacio es lúdico, esto es,  suscita el valor sin rédito de lo gratuito.  Tiene cierta gracia favorable el hecho de que otra lectora privilegiada, Aurora Bernárdez, la viuda y albacea literaria de Cortázar, haya descubierto, como en otra novela de la lectura, un baúl de manuscritos que hacen el formidable tomo  Papeles inesperados (Alfaguara, 2009), donde el placer del juego cunde ya no sólo como una complicidad sino como una estética de la sorpresa.  En un sentido inquietante, la obra de Cortázar no será nunca completa o acabada porque se diversifica, indeterminada, en cada lectura. Su escritura es la materia afectiva de la subjetividad.

            Un punto central del libro de Rosalba Campra es su discusión sobre el principio de búsqueda en el proyecto cortazariano. “Mi signo es buscar,” había anunciado Oliveira en Rayuela, pero el impulso, el recomienzo de esa búsqueda constituye, en efecto, un eje central de acceso a la obra pero también de su proyección, fuera de ella.  La autora revisa varias instancias ilustrativas de este afán vital de la estética y aun de la ética implicada en esta escritura. Picasso había dicho, casi como una amenaza: Yo no busco, encuentro. Cortázar no compartía ese voluntarismo coleccionista, cuyo linaje surrealista es patente.  En el gabinete cortazariano el terrón de azúcar es momentáneo, los hilos o pavilos son precarios, y el paraguas ya está roto.  Estos objetos nimios son huellas de una búsqueda, no trofeos del mercado de pulgas.  “¿Encontraría a la Maga?” La pregunta condicional es por la indeterminación, y pertenece a las equivalencias del juego y el deseo.  Pero la magia requiere un ritual, la forma del asedio.

            Por eso es fundamental el trabajo de la autora sobre la función del ¨pasaje¨ en la narrativa de Cortázar.  Los que pasan, nos dice, en verdad son pasados, en contra de su voluntad, bajo las reglas de una sustitución.  El pasaje es el espacio de las transiciones, que al final desocupan quienes lo cruzan, en el trayecto de ir más allá para estar más aquí.  Es lo que va de “Casa tomada,” como expulsión del seno familiar, a “Segunda vez” como desaparición  dentro de la casa vaciada por el Estado policial.

            Gracias a Rosalba Campra y su libro pródigo, la amistad de Julio Cortázar sigue siendo un privilegio de la conversación. Uno apaga la computadora (o mejor aun, el ordenador) con placer.

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7 de marzo de 2010
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Un idioma peregrino

 

Pedro Guerrero (El Mercurio, Santiago de Chile). -¿Qué expectativas tienes de este congreso de la lengua que coincide con los bicentenarios?

Julio Ortega. Irónicamente, cada Congreso de la Lengua ha coincidido con una crisis espectacular. El primero, en Mexico, fue suspendido por la revuelta Zapatista; el de Valladolid, fue diezmado por el ataque a las Torres Gemelas. Este coincide con un nuevo gobierno chileno… O sea que el español demuestra su gran capacidad de adaptación. Es casi un idioma sobreviviente, al que no me extrañaría que Nicanor Parra haya salvado con su poesía de primeros auxilios linguísticos. Las coincidencias con otras celebraciones son también propias de nuestra lengua: celebramos victorias y derrotas con el mismo entusiasmo. Tal vez porque las victorias a veces cuestan más. En todo caso, Chile es más bien parco en celebrar a nadie.
 Neruda agotó el repertorio. En cambio, José Donoso vivió sin que le devolvieran el saludo.


-¿Cómo ves la relación entre independencia nacional e independencia lingüística? ¿Fue un proceso paralelo o anticipador de las luchas de emancipación?



En verdad, el español es la lengua más cómoda para nacer. Imagínate, nacer en el alemán o en el inglés, o peor aun en el francés. Estamos libres de los rigores de la verdad encarnizada del uno, de la primera persona como propiedad privada del otro, y de la lógica del mundo en la sintaxis, del tercero. Estamos hechos de esta materia aleatoria, dúctil, fluida. Es cierto que en América Latina, inversamente a su rotundidad castellana, su intimidad es excesiva, demasiado familiar,  casi incestuosa. Te preguntan por la hora como si te preguntaran por tu vida. Y todo ello lleno de diminutivos, seguramente como un pacto contra la violencia. Pero esta es la única lengua que todos hablamos con acento, y eso es bueno. En todo caso, fuimos primero independientes en el lenguaje y, en consecuencia, políticamente. Es probable que hoy dia seamos menos independientes, como lo demuestra el hecho de que no sabemos acordar de qué deberíamos liberarnos. El lenguaje se nos ha llenado de banalidad y resignación. Si para algo puede servir el bicentanario es para recuperar la promesa de ser más libres en esta lengua.



-¿Después de conseguida esta emancipación, las lenguas "nacionales" llegaron a constituir un obstáculo para la integración y la unidad en vez de facilitarla?    



José María Arguedas, por ejemplo, definió al Perú como el país donde un hombre no puede hablar libremente con otro. Porque la modernidad aumentó la desigualdad, haciendo vertical la comunicación, que deberia ser horizontal. Pero no hay una sola lengua sino la diversidad de su mezcla. Hoy en el mundo andino tenemos varios estados de un español que yo llamo peregrino, porque migra con los migrantes, en mezcla con las lenguas nativas, desbordado y formidable, capaz de decir más. En Chile, por cierto, los migrantes peruanos, sobre todo las mujeres, son otra fase de esa lengua peregrina. Una estudiante mia que investigó el tema descubrió que el periodismo chileno había forjado, con su español estereotipado, la imagen derogativa que de ellas prevalece.



-¿Cuál es el rol que cumplen, según tu ponencia, los diccionarios de regionalismos?



Son unas tumbas magníficas. Por ejemplo, en las crónicas barrocas del siglo XVIII yo encontré unos cien nombres de pájaros nativos del Orinoco, que ese español asombrado había consignado. En una charla en Venezuela, los leí a mis colegas y nadie reconoció un solo nombre. Esos pájaros desaparecieron del lenguaje y, por lo tanto, del paisaje. Probablemente duermen en los diccionarios. Una vez en la Biblioteca Británica  encontré un manuscrito titulado "Vocabulario de una lengua americana desconocida." Me pareció una metáfora digna de esta América. Pero estos congresos son mapas de lo que nos falta: comunicarnos mejor para constituirnos como sujetos plenos, más libres en el lenguaje gracias a la inteligencia de la conversación. En Chile, hay que decirlo, el lenguaje sigue siendo ligeramente claustrofóbico. Cuando escucho Primera Región, Segunda Región, Tercera Región...no puedo evitar cierta asfixia, no de la geografía, sino del habla. Me permito sugerir nombres de pájaros Mapuches para que echen a volar como en un poema de Huidobro, plenos de espacio.
 

 

PD.  El canal hispano de Providence ha transmitido a lo largo del dia (hoy 27 de febrero) imágenes y noticias del violentísimo terremoto de Concepción. No me extraña que el Congreso de la Lengua, con motivo del cual Pedro Guerrero me hizo la entrevista que aquí recupero, se haya tenido que suspender: ante la tragedia uno pierde el habla, incluso en español.  Decía Enrique Lihn, con su truculencia irónica, que los temblores chilenos los firman los poetas.  Uno nerudiano, por ejemplo, era un terremoto casi peruano.  Y es que la poesia chilena saca de  paseo a la geografía, seguía, inspirado: Neruda hizo caminar a los Andes; Gabriela Mistral solía hacer llover;  Gonzalo Rojas (si recuerdo bien) descubría fuentes minerales… Y Zurita reorganizó la topografía. En Chile (que alguien ha llamado un taller literario) hasta los temblores buscan su lugar en el poema.

 

 

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27 de febrero de 2010
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Entreleído

 
Las horas que se tomaba el Talgo de Barcelona a Madrid, a comienzos de los años 70, eran suficientes para leer una buena novela del siglo XIX. 

Al dejar el libro, uno se encontraba con los personajes de un drama ya leído: la familia de luto; la muchacha de provincias; el curita dormido después de comer, como una cita de Galdós.

En el viaje de ida leí cómodamente el primer tomo de La cartuja de Parma, y el segundo en el de vuelta.


Después de todo, Thomas Mann escribió su Diario de lectura del Quijote a lo largo de un viaje en barco.


De Quincey decía que las mejores bibliotecas yacen al fondo del Índico, gracias a los naufragios ingleses.

Elegir un libro es casi una confesión personal.

Si te preguntan qué libro te llevarías a una isla, no tendría sentido responder que uno se llevaría la biblioteca, ya que el valor de un libro, de uno solo, equivale a esa biblioteca.


Imagínate que alguien respondiera que se llevaría un Kindle.

Incluye muchísimos libros, en efecto, pero los límites de su lectura serían son los límites de su batería.


La tecnología del libro es la de su reproducción, y lleva la huella de su nacimiento: es totalmente remplazable.

Borges demostró que la Biblioteca es un laberinto tan periódico y arbitrario como el mundo: no tiene otro orden que la ilusión momentánea de un orden.

Por eso imaginó una enciclopedia china en la que los animales se dividen en “a) pertenecientes al Emperador, b) embalsamados, c) amaestrados…h) incluidos en esta clasificación, f) fabulosos…m) que acaban de romper un jarrón…”

Michel Foucault rió leyendo eso, y pensó con asombro que toda clasificación revela los límites de nuestro propio pensamiento. “Este libro nació de un texto de Borges,” fue la primera frase de lo que sería Las palabras y las cosas (1966).

El libro electrónico, en cambio, presume incluir todos los libros, como la biblioteca, pero leemos, en él, un libro menos.


Porque es un depositorio redundante: no tiene valor de intercambio, no pertenece  a la conversación; se debe al uso y al desuso.

No se debe a la Biblioteca sino a la Empresa. No se debe al placer de entender, sino a la lectura como olvido, al entretenimiento.

El cura y el barbero hacen el inventario deportivo de la biblioteca de Don Quijote, como lectores robustos que creen en una lectura saludable.

Si tuvieran que hacerlo en el Kindle, borrando y guardando con un dedo, no concluirían la tarea porque la mala literatura no acaba nunca. Es un best seller permanente. 

Don Quijote hoy día enloquecería leyendo electrónicamente todos los libros de Larsson. Y daría en escribir best sellers.

No pudiendo eliminar los libros culpables de esa locura, sus amigos tendrían que intentar matarlo para evitarle la ignominia.

Pero protegido por su agente y su publicista, el Don desaparecería en Marbella y sus nuevos libros seguirían siendo best sellers póstumos. 

Por eso, el acto quijotesco por excelencia sigue siendo leer un libro. 

En ese viaje el mundo resulta más habitable porque es perfectible; en español, a pesar de tanto y de tan poco, y en cualquier parte.

 

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14 de febrero de 2010
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II. Lecturas en Providence

 
 
Soy el último lector del New York Times en mi calle.
Me resisto a leerlo en el Internet. Necesito desplegarlo sobre la mesa, paladearlo con el café. El hábito, entiendo, sostiene la duración de su lectura. Estoy suscrito hace veinte años. Se me hace inconcebible que pueda desaparecer.
Tuvo épocas, es cierto, de sopor. Nada menos que John Hawkes, un escritor de culto, que enseñó toda su vida en Brown, me dijo una vez que el suplemento de libros del Times era el enemigo número uno de la literatura.
 
Pero en estos tiempos de crisis se ha convertido en el mejor periódico y no sólo del país. Su capacidad de renovación, investigación, crítica y autocrítica es prodigiosa. Cada periodista se ha vuelto más agudo, cada escritor más analítico: es un periódico cuya lectura nos despierta por dentro. Y es hoy, además, una institución educativa: ofrece diplomados a distancia en varias disciplinas gracias a un network de universidades. Me sorprende que todavía no tenga un suplemento en español.
Decía Edmund Wilson que la vejez ha llegado cuando uno descubre el peso del Times dominical al cargarlo a casa.  Hoy habría que decir que la vejez habrá llegado cuando el papel sea remplazado por una pantalla digital.  El diario impreso pertenece al temprano placer de leer. Mide la extraordinaria duración del día en pausas y sorbos de la lectura. El diario digital carece de memoria; uno lo enciende y lo apaga: es una decapitación de la lectura.
El historiador  Benedict Anderson en su La comunidad imaginada, Reflexiones sobre el origen y desarrollo del nacionalismo tiene al periódico como una de las fuentes de la identificación comunitaria: dos hombres que leen el diario, sin conocerse, presuponen que tienen en común una nación, nos dice. La idea es clásica: la comunicación nos da un lugar en el lenguaje y, por lo mismo, tenemos la obligación moral de utilizarlo con precisión, discreción y verazmente. La lección es también confuciana: cuando el lenguaje decae, la sociedad se corrompe. Fue una de los pensamientos matrices del gran Modernismo internacional, dada su fe en la comunicación. Porque si la sintaxis es el orden de las palabras en la frase, también es el orden del mundo en el lenguaje. Octavio Paz lo puso en contexto español: cuando la sociedad decae, dijo, el lenguaje se gangrena.
La veracidad, por lo tanto, es la poética del periodismo. No digo la ética, que en español todavía se entiende como la buena opinión que merecen nuestras intenciones, cuya bondad nos redime. Con esa ética, que Weber llamó “de convicción,” frente  a la ética de “responsabilidad,” hay muy poco que hacer, ya que cancela el diálogo. Pero la “poética” demanda por la creatividad de mi lugar de lector en la sección que tú, editor responsabilísimo, tienes a tu cargo en mi periódico.  No en vano, se asume hoy la ética como el lugar que tú ocupas en mí, como la dignidad del otro en el yo.
Todo lo demás es autojustificación. Un periódico, hay que decirlo, es inexcusable. La poética del periodismo es más exigente que la de la literatura: sólo puede ser mejor, impecablemente autocrítica, y jamás deberse a la casualidad, la indulgencia o la resignación.
En México, después de haber pasado unas horas charlando con Octavio Paz en su piso de Reforma, me detuve en la Libreria Francesa que quedaba en la misma avenida. A poco nos encontramos, y reímos del lugar común. Había bajado de su piso a buscar su “Le Monde,” que llevaba doblado bajo el brazo. Me emocionó descubrir la intimidad de ese hábito público: bajar a la calle, entrar a la librería, comprar el diario.  Pensé que esa rutina mexicana era maravillosa: revelaba que Paz pertenecía a su ciudad, y que el diario, declaraba su afincamiento cotidiano.
Lo lectores de hoy no tienen idea de lo que era el periodismo de la era franquista.
En primer lugar, no existía la noción del lenguaje objetivo porque el de los cables le resultaba demasiado explícito al corrector de estilo. He contado en alguna parte que a comienzos de los años 70, cuando yo vivía en Barcelona, los periódicos eran perfectamente ilegibles. Si el cable decía: “El presidente Nixon dijo que busca la paz,” el corrector sentía la necesidad de añadir un inciso: “y no hay por qué dudar de sus intenciones.” Ese humor involuntario mejoraba la lectura.
La mejor prosa periodística estaba en la crónica taurina. Nunca he ido a una corrida de toros, pero sí he leído con fruición ese lenguaje de brio sensorial, de sensibilidad heroica y herida.
En cambio, en México, uno despertaba el domingo y disponía de cinco  suplementos literarios. No sabía yo que el lenguaje español era capaz de semejante entusiasmo. Paz, Fuentes, Pacheco, Monsivais, Margo Glantz, y muchos otros, escribían en esos suplementos, que fueron críticos, pródigos, festivos, inclusivos y mundiales.
Temo por la visión literaria de un joven escritor que hoy despierta y abre los suplementos a su alcance.
En primer lugar, es casi monstruoso el hecho de que un escritor sienta la obligación de escribir una nota semanal por el resto de sus días.  Entiendo que un periodista profesional haga de la obligación virtud. Pero para un escritor no hay vía más directa a la trivialidad. Es improbable que el testimonio de mis gustos y disgustos le interese a nadie, y es seguro que no puedo ser el juez  sabatino de lo humano y lo divino.  Esta incapacidad de silencio merecería ser estudiada, o al menos novelada. Por eso, le debemos reconocimiento (y hasta gratitud) al espléndido cronista que fue Eduardo Mendoza, quien decidió renunciar a su columna. Ese gesto es histórico en los anales del periodismo español, salvo algún pistoletazo o ciertos excesos en años.
En segundo lugar, aunque me dicen los amigos editores que una reseña no vende un libro más,  los reseñadores deberían hacer honor a su hazaña de leer un libro por  semana produciendo una reseña donde se hable del libro.  Tendrían que aprovechar el poco espacio para decirnos lo que hay entre dos tapas. Esta falta de respeto al libro, al periódico y al oficio demuestra  que los suplementos literarios desapacerán cuando dejen de ser observados.  

 

Por eso, es ejemplar la fiesta de inteligencia crítica que fue El País en los años de la transición. Y es reconfortante la vivacidad que, en medio de la crisis, le ha dado Javier Moreno.

Recuerdo que buscando un lugar donde veranear en la costa, mi primera pregunta era si llegaba El País los domingos.  En algunas playas, quizá más turísticas, no se vendía el diario. Y nada más soso que un domingo sin una terraza para leerlo.
Uno de esos domingos leí un artículo de Juan Luis Cebrián en el que  mencionaba, de paso, el Tercer Mundo. Sentí la urgencia de escribir una carta al diario para matizar la referencia. Evidentemente, como buen lector, creí que el diario también era mío.
No recuerdo el tema en cuestión, pero sí que mi carta apareció como artículo de Opinión. Muchos años después, Juan Luis me contó que era política del diario acoger las cartas de los lectores, su opinión como parte del debate. Ya se ve que el lenguaje, entonces, daba forma a la concurrencia.
En un debate reciente sobre la decadencia de la información, diciocho profesores de escuelas de periodismo y estudiosos de los medios en EEUU, cotejaron ideas sobre la situación crítica (The Chronicle Review, Nov 20, 2009). El problema central no es la competencia de la tecnología electrónica, limitada por su conversión de la información en entretenimiento y por la misma mecánica de la sustitución de unos aparatos por otros; el problema central es la lógica del Mercado, ese vértigo que convierte a escritores, libros y públicos en mercancía, cuyo precio fluctuante se debe a nuevas leyes de oferta (de saturación), calidad (consumo fugaz) y valor (residual).  Habría que invertir la lógica de producción, creando comunidades de lectura, vías de participación, mecanismos de rotación y relevo. Laclau explica que la nueva política demanda inventar un pueblo; los libros y la prensa escrita requieren forjar un nuevo lector.
En EEUU se piensa que el declive de la prensa informativa afectará la calidad de la vida académica, y que las universidades deberían imaginar nuevas articulaciones con la prensa. Entre nosotros, las universidades, empezando por las escuelas de periodismo, pueden tener un papel más creativo en este escenario crítico. La distancia entre la Universidad española y la literatura viva, aunque valerosamente salvada por algunos colegas, sigue siendo abismal.
Johanna Ducker, profesora de Educación e Información en UCLA, recomienda: “Demostrar que cuanto más natural algo parece, más construído es culturalmente. Probar que que toda forma cultural es hecha por alguien con algún propósito. Usar el análisis retórico para revelar que todo discurso es un argumento al servicio de los intereses de alguien. Preguntar siempre, ¿a quién sirve?” Estos principios, afirma, “no son la receta para un moralismo didáctico sino las bases de una democracia informada.” 

Henry Jenkins, profesor de comunicaciones, periodismo y artes cinematográficas en California del Sur, afirma: “La participación de la Universidad en la dimension cívica de los medios debe ir más allá de los experimentos en las escuelas de periodismo; cada disciplina deberá responsabilizarse de su propia comunicación con el público, asegurando que tenga acceso y conocimiento a la información crucial que requiere para darle sentido a este mundo.” Los blogs deben expandir la lectura y convocar las conversaciones claves de esta era, concluye, porque son los “intelectuales públicos” de hoy. Y aunque no remplazarán al periodismo profesional, contribuirán con el futuro de la ecología informativa.

 
 
 
 

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8 de febrero de 2010
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Lecciones de Tomás Eloy Martínez

 
 
 
De Tomás Eloy me quedará el entusiasmo: por la literatura, por los amigos, por los jóvenes escritores.  Y por el mejor periodismo imposible (el posible se lo dejamos a los que no pueden hacer otra cosa).
 
Debe haberse ya encontrado con Rafael Conte, y me temo que están por fundar el primer suplemento literario del Olimpo.  A ambos les debemos la dignidad del periodismo cultural en español, una lección dilapidada hoy dia entre festivales de trivialidad y reseñas de solapa.
 
Es bueno recordarlo: desde Buenos Aires, Tomás Eloy fue portaestandarte del “Boom” de la novela latinoamericana, esto es, de la recuperación del homus dialogicus como sujeto cultural de la Comunicación para una modernidad a medida humana.
 
Fue, por ello, un intelectual cabal, libre de la servidumbre de cualquier ideología, y capaz de decir libremente lo que pensaba porque no tenía nada que ganar en ello. No era un hombre de opiniones sino de ideas.
 
Hay que decir, además, que era de quienes hacen lo que predican, pues apoyaba con su dinero una escuela de niños de escasos recursos en su pueblo.
 
A propósito de qué hacer por los escritores más jóvenes, olvidados por la prensa cultural ociosa,  tuvimos un intercambio animado. Cuando planeaba dirigir el suplemento cultural de La Nación, me tomó la palabra y prometí escribir sobre los nuevos.  En los ultimos meses, en una de esas recuperaciones momentáneas que lo llenaban de proyectos, dedicó largos reportajes y entrevistas a una serie de autores recientes.  Me atribuyó haber puesto al día la atención por los nuevos.
 
En el último de sus correos me recomendaba una serie de narradores jóvenes, me anunciaba el envío de sus libros, que en efecto llegaron, y ahora leeré, como por sobre el hombro de este lector placentero.


 
Su lectura del archivo nacional nos revela la extraordinara producción argentina de la violencia.
 
Pero no sólo argentina, tambien nuestra, hecha posible por el asombroso descreimiento de que es capaz este idioma. Casi cualquier palabra se tornaba contra los otros en esas novelas de esperpento alucinado.

 
El vuelo de la reina (Premio Alfaguara de Novela, 2002) es, para mí, la más perturbadora que escribió. El periodista corrupto, que se debe al desvalor de la inteligencia y cuya mediocridad lo hace invulnerable a la crítica, es una imagen estremecedora del mal. Nada más siniestro que el poder que ejerce ignominiosamente, convirtiendo el lenguaje en basura.
 
Por eso, su versión excedía los parámetros de la crítica nacional.
 
El formidable entramado de la corrupción (a buen recaudo) y de la violencia (con buena conciencia), que recorren sus libros con lúcido horror, son la escena de la formación nacional del sujeto.
 
Muchas veces, sus críticos no se han reconocido en esos libros y han creído que su imagen en el espejo narrativo es la de un extraño. Lo es, porque ese lector ciego ha tachado al otro que había en él, hasta desaparecer en estas páginas, en su galería de fantasmas. 
 
Hay que leerlo con los ojos alertas para distinguir mejor el lugar que nos toca entre la corrupción y la violencia. 
 
 

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3 de febrero de 2010
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Otro elogio de la lectura

 

1. Conversaciones en Madrid

Tiene razón Basilio Baltasar: el papel, me dijo, es para siempre.

No se trata, claro, de tapar el sol con un libro, y creo que es bueno que la tecnología de la lectura ponga a prueba el valor del papel impreso. Pero yo también dudo que termine por sustituirlo.
 
Estos días, entre viajes, he tenido alguna evidencia de ello.
Casi en cada vuelo alguien llevaba un libro electrónico en las manos, leyéndolo a sorbos, pulsando alternativas, evidentemente complacido de acariciar su poderoso juguete.  

Los primeros libros también tuvieron dueños decorativos, que más que leerlos los exhibían. La nobleza no era precisamente lectora, y leían más las clases ascendentes. El Kindle es también un signo de estatus.

Ya sabemos que la tecnología es una fuerza democratizadora, pero puede dejar de serlo y convertirse en otro aparato ideológico. Aunque parece hoy inconcebible, en sus inicios la televisión fue una promesa de desarrollo humano.  

Hoy todavía creemos que la tecnología de los juegos de video tendrá, en el futuro, una función educativa.  Aunque no sé si tú, crédulo lector, tienes alguna esperanza.

Leer es creer, ciertamente, pero la conversión de la tecnología en entretenimiento nos ha hecho, frente a los países más avanzados, no precisamente aldeanos (“¡qué inventen ellos!”); tampoco vanamente defensivos (“Y, pues contáis con todo, falta una cosa: ¡Dios!”), pero sí algo cautelosos.  Hace tiempo que José Emilio Pacheco lo dijo mejor: “Ahora todos sabemos para quien trabajamos.”

Por ello, uno concluye (provisionalmente, por sentido crítico) que la gran diferencia entre la revolución de la imprenta y la post-revolución de la tecnología digital es la noción del cambio en cada caso. La primera produce un nuevo objeto, una forma distintiva, que transforma la lectura como actividad individual, creativa y cambiante.  Cada libro es el mismo pero cada lectura es otra.

El libro electrónico ya no es un libro, es un aparato de información: postula el lenguaje como entetenimiento instantáneo, permutable y serial.  No sostiene (intuyo, interpreto, evalúo: leo) el escenario crítico de la lectura sino la indistinción de una lectura dependiente, poco íntima y más pasiva.
Pulsar botones es una actividad programada. Leer sobre el papel es más participativo. Y sin intervenir en la producción de la lectura, en su mecánica abierta, el exceso de información  virtual aumentará la pasividad.
Me doy cuenta de que escribo esto desde un blog, como si lo hiciera en un papel.  Pero se que éste ligero anacronismo se redime en la conversación.
Este discreto escepticismo ante la era ultramecánica de la superproducción digitalizada de la post-lectura, donde el sujeto es un operador creado por el aparato, no se debe, en todo caso, al libro y sus posibles formatos sino a las operaciones de lectura que esos dispositivos postulan. 

El libro impreso, las revistas impresas, los periódicos impresos no están condenados a desaparecer mientras sigan abriendo espacios de investigación, crítica, aprendizaje e imaginación donde el lector sea convocado como sujeto creativo y libre, capaz de juicio y verdad.  Esto es, capaz de hacerse en la lectura.

Por lo tanto, las preguntas sobre la lectura que nos debemos serían: ¿Estamos haciendo el mejor periodismo? ¿Estamos publicando los mejores libros?
Y ya que de libros se trata, ¿se lee en los diarios una crítica (reseñas, comentarios, reportajes, entrevistas) capaz de alentar  la inteligencia de la lectura, la calidad del lector?
 

 

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31 de enero de 2010
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Adelantos de 2010

        Rosario Ferré: Lazos de sangre

Se publicará en Alfaguara de Miami esta nueva novela de la gran escritora puertorriqueña. Su título es  metáfora de la familia criolla y burguesa cuyos intrincados lazos son también de laborioso afecto. Desatando la memoria entre arabescos y figuraciones, estas mujeres nos recuerdan a las formidables de Lope de Vega, que discurren airosas por el soto.  La literatura es el centro del diálogo fervoroso de hermanas y primas, cuyo culto de las letras es la forma que adquiere su alianza de clan virtuoso, de poderes sutiles. Rosario Ferré desarrolla con intimidad pero también con objetividad rigurosa estos trances de amor, rivalidad y humor, cuya representación persuasiva nos imponen su arrebato y melancolía. 
 

Vicente Luis Mora: Alba Cromm
 

Ha de publicarse pronto en Seix-Barral esta novela que culmina en una apoteosis formal los caminos de este poeta, narrador y crítico (y en cada registro tan inventivo como consistente), que van de una línea experimental a su gusto por el brío de la superficie clásica.  Ya no nos sorprende que desarrolle la historia de una policía, Alba Cromm, quien persigue por las redes del ciberespacio a un hacker pedófilo llamado Nemo. Ambientada en el futuro cercano, la parte no virtual ocurre en Madrid, Berlín y Amsterdam. La novela se mira a si misma en el espejo de su propio comic. “Mi objetivo ha sido desarrollar un personaje femenino con una complejidad psicológica decimonónica, en medio de un aparato textual y constructivo del siglo XXI,” me confía, a regañadientes, el autor. Mucho me temo que no le gustará a Ayala Dip.
 

Alonso Cueto: Crímenes del Silencio
 

El sobrino menor de una familia burguesa de Lima investiga la ominosa muerte de un tio suyo, acribillado en la calle.  Las conjeturas van de la sospecha de un asalto frustrado a las revelaciones de un romance clandestino. Ese lado secreto de su vida es el enigma de su muerte, pero también la pregunta por la verdad en una sociedad experta en encubrimientos y, por lo mismo, en conjeturas.  Los lazos son aquí de doble anudamiento,  dada la sangre derramada. La forma policial, al final, es una pregunta por la verdad improbable y, casi siempre, degradada. Ya en su Grandes miradas Cueto había propuesto, novelescamente, que quien busca la verdad debe hacerlo del lado de la mentira. Espléndido narrador peruano de interiores recónditos y escenarios políticos de moral problemática, prueba destreza en su entramado inexorable, que con la lógica precisa de una pesadilla, nos deja  el sabor del mal colectivo. El año pasado, en el diálogo periódico sobre el género policial, negro o detectivesco  que Gijón promueve con entusiasmo, Cueto presentó la tesis de que el escritor y el detective no se conforman con las apariencias del mundo.  La publicará el grupo Planeta.

 

Martin Gubbins: Fuentes del derecho
 

Este poeta chileno practica la poesía como exploración textual, desde el letrismo y la grafía hasta la música y la percusión. Pero habiendo, además, estudiado Derecho, ha escrito esta indagación de su retórica y filosofía. Su libro, me explica, “es una especie de exorcismo del lenguaje legal, pero también un pequeño testamento de mi visión  del Derecho. Es la constatación, derivada de la experiencia, acerca del riesgo constante de oscurecimiento de los principios centrales (verdad, justicia) detrás del tecnicismo, las estrategias y la pericia. Y es también un gesto de defensa del individuo frente al sistema, a partir de que la verdadera fuente del derecho es el poder, en cualquiera de sus formas. Al final, la hermenéutica es tan aplicable a la interpretación legal como a la interpretación poética, en el sentido de performance." He aquí una muestra de esa indagación:
 
Y se pierde
La búsqueda
La fijación de la verdad
Es un procedimiento reglado
Un procedimiento
Lógicamente estructurado
Fundado en principios
En máximas de la experiencia
En reglas de la razón
En reglas de prudencia
La búsqueda
La determinación de la verdad
La verdad pura y una
Sin agregados ni adjetivos
La verdad sin mordeduras
La que no depende de juez alguno
La verdad patente del sol
La verdad del día
La verdad de una chimenea
La verdad de una ampolleta
Esa no es la verdad judicial
El juez hace historia
Hace
H i s t o r i o g r a f í a
No es todo lo que puede decirse
Pero lo cierto es que el juez
Es uno que escruta en el pasado
Para saber cómo ocurrieron las cosas
Y por qué
Por qué ocurrieron las cosas.
 

Proyecto Banda Sonora del Libro
 

En Granada, Banda Sonora del Libro  es una propuesta  interdisciplinar que mezcla los lenguajes de la música, la literatura y la imagen. No se trata de que una acompañe o amenice a la  otra, sino de que surja una obra nueva e híbrida a partir de un texto literario. Proyecto hecho a mano y a medida, artesanalmente, cuya  música, compuesta por Diego Neuman, es inédita. Las actuaciones cuentan con la presencia del escritor, música en vivo por el propio compositor y proyecciones diseñadas para cada ocasión por Lucía Martínez. Un proyecto que apunta en la dirección creativa del diálogo actual de las formas de participación, intervención, y desplegado. Este es el programa anunciado:
 
26 de febrero: El haza de las viudas de Pepa Merlo.
26 marzo: Color Carne y Lenguaraz de Erika Martínez. 
26 de abril: El clavo en la pared y cuentos inéditos de Jesús Ortega.
 

 

Salvador Luis : Asamblea portátil. Muestrario de narradores iberoamericanos
 

Salvador Luis merece reconocimiento por su alerta tarea de crítico y editor de las nuevas formas de la escritura trasatlántica. Sumando las orillas del idioma, esta antología suya, que se anuncia como Una caja-maleta (o el eclecticismo) ha sido publicada en varios países bajo el sello de la Editorial Casatomada.  El libro confirma mi tesis: no se puede hacer una mala antología de nuevas letras hispánicas (salvo con pobre fe) porque hay mucho y bueno de donde escoger. Estas son las nuevas voces que protestan, y premian, la conversación:
 

Samuel Solleiro (España, 1982): Gran tiburón blanco; Rodrigo Fuentes (Guatemala, 1984): Linchamien ; Solange Rodríguez Pappe (Ecuador, 1976): Taxidermia; Juan Sebastián Cárdenas (Colombia, 1978): Criatura; Mónica Belevan (Perú, 1982): Prólogo hipotético a la reedición de los cuentos de Felisberto Hernández en Ultramar (Parte I); Juan Ramírez Biedermann (Paraguay, 1976): Los pasares; Jorge Enrique Lage (Cuba, 1979): El color de la sangre diluida; Fernanda Trías (Uruguay, 1976): Carnaval; Miguel Antonio Chávez (Ecuador, 1979): Aventuras de un grupo de becarios en una universidad norteamericana; Rodrigo Hasbún (Bolivia, 1981): Familia; Federico Falco (Argentina, 1977): Cortar el césped; Mayra Luna (México, 1974): Un cuerpo como el suyo (Seminovela); Diego Trelles Paz (Perú, 1977): ¿Cómo se encuentra hoy, Madame Arnoux; Lara Moreno (España, 1978): Amarillo; Rodrigo Blanco Calderón (Venezuela, 1981): Los invencibles; Katya Adaui Sicheri (Perú, 1977): Algo se perdió; Diego Zúñiga Henríquez (Chile, 1987): La chica de los árboles; Leonardo Cabrera (Uruguay, 1978): Historia de familia; Elvira Navarro (España, 1978): Cabeza de huevo; Maximiliano Matayoshi (Argentina, 1979): Peperoncino; Gabriel Rimachi Sialer (Perú, 1974): La muerte no tiene permiso; Mauricio Salvador (México, 1979): El hombre elástico; Claudia Apablaza (Chile, 1978): Sor Juana y Pierre Bourdieu; Samanta Schweblin (Argentina, 1978): Matar a un perro; Michel Encinosa Fú (Cuba, 1974): La guillotina

 

Ezio Neyra: Tsunami  
 

Neyra (Lima, 1980), autor de la novela breve Habrá que hacer algo mientras tanto y de Todas mis muertes (Alfaguara Peru, 2007) es una de las nuevas y prometedoras voces de acento propio y prosa afectiva y precisa. Sus modelos parecen ser Cortázar y Ribeyro, y suma con gusto la subjetividad y sus afincamientos.  De la novela que ha concluido y debe salir este año, en torno a un joven peruano que admira, desconsoladamente, todo lo que es argentino, me alcanza este fragmento:
 
Cuando la tarde ya estaba a punto de convertirse en noche y nosotros
paseábamos por la plaza San Martín, me detuve en un teléfono público para
llamar a Julia, y tras hablar quedamos en juntarnos a almorzar al siguiente
día en un Centro Comercial. Al teléfono, ella me daba indicaciones de cómo
llegar, confirmé cuánto me excitaba el acento de las argentinas, y yo sólo
atinaba a decirle que no entendía bien, y seguro que ella pensó que yo era
un poco tarado aunque la verdad, que no se la podía decir, era que sólo
quería seguir escuchándola y al fin y al cabo qué importaba si pensaba si yo
era un tarado o no.

Esa noche salimos a comer unas carnes, *comida argentina* anunciaba el
letrero del restaurante, y mamá siguió quejándose de la maleta perdida.

"Esto no hubiera pasado hace treinta años. Algo está mal ahora. Algo ha
cambiado."

De regreso en el hotel, volvió a quejarse en la recepción, el recepcionista
del turno de noche puso cara de no entender bien de qué se quejaba esa
peruana, y a mí me costó quedarme dormido. Al rato me metí al baño y me
masturbé observando lo único que tenía de Julia: una fotografía que Juan
Carlos me había dado para que pudiera reconocerla, en la que aparecía
sentada con las piernas cruzadas sobre una silla verde reclinable. Enfrente
había un escritorio blanco con tres cuadernos sobre él. Encima del
escritorio, dos repisas cargaban varios libros, la mayoría de ellos muy
delgados y con imágenes coloridas en sus carátulas, pequeñas novelas para
estudiantes de inglés. Julia, la sonrisa abierta, miraba la cámara
fijamente, su largo pelo le cubría ambas orejas. Su piel parecía suave y sus
hombros y su cara estaban llenas de pequeñas pecas. Recuerdo que pensé que
tenía la nariz grande, muy grande, y que a mí nunca me habían gustado las
narizonas. Pero también pensé que quizá era culpa del ángulo en que la foto
había sido tomada y finalmente concluí que qué importaba, que incluso hasta
eso, hasta la existencia de su tremenda narizota, podía perdonarle con tal
de que, eso sí, fuera bien argentina y me tratara de *vos* y me enseñara a
bailar tango mientras comíamos un buen pedazo de bife de chorizo con
chimichurri y todas esas cosas con las que empecé a soñar minutos más tarde
cuando me quedé dormido.

Llegué al Palermo Shopping unos minutos antes de lo acordado y tuve tiempo
para pasar por algunas tiendas y ver a las vendedoras que me sonreían porque
querían que les comprara algo y yo como un bobo le entraba al juego y
aparentaba que lo haría y entraba y levantaba el pantalón o la camisa o lo
que fuera y observaba las prendas y luego salía de las tiendas con las manos
vacías y las vendedoras aprovechaban para mirarme con mala cara y
seguramente para maldecirme despacito. Despacito, pero con acento argentino,
como me gustaba. Cuando era hora, caminé hasta el patio de comidas y me
senté a esperar, con el paquete para Julia bien sujetado bajo mi brazo. Me
preguntaba qué le habría mandado Juan Carlos y estuve a punto de abrir un
pequeño orificio en el paquete para observar en su interior, siempre podía
inventarle alguna excusa, si no hubiese sido porque poco después sentí que
me tocaban el hombro.

"Sí, sí, soy yo", dije, y Julia se sentó frente a mí y sonreía y sonreía
como si no tuviera palabras.

Tras el silencio, hablamos por aproximadamente una hora. Hablamos del clima
en esa época del año, hablamos de Juan Carlos, de cómo se conocieron en una
universidad de Virginia, de lo poco que le gustó pasar esos meses en Estados
Unidos.

"Qué país tan frío", decía, "yo prefiero Argentina; perdón, Latinoamérica."

Por mi parte, hablé poco, hablé mucho menos de lo que habló ella quizá
porque lo que yo realmente quería era escucharla y observarla y para eso no
era necesario pretender y tratar de decir cosas inteligentes. Vestía unas
botas altas de tela negra, unos jeans color guinda, un saco pequeño y ligero
debajo del cual llevaba una camisa gris. Su cuello estaba cubierto por una
bufanda verde. Me percaté de que su cara no tenía tantas pecas como en la
foto y de que su nariz, en efecto, no era pequeña, ni siquiera mediana, sino
una enorme narizota cuyo tabique se situaba incluso por encima, bien al
medio de sus cejas, que el del resto de narizotas que había conocido hasta
ese momento. Como Julia seguía hablando y yo sólo debía decir cosas como
"sí, el clima está muy raro" o "no, en Lima nunca hace frío", trataba de
darme razones helénicas, mitológicas, para no descartar la posibilidad de
acostarme con ella únicamente debido a su nariz. Se me vino a la cabeza,
recuerdo, la imagen de una clavadista soviética de nombre Svletana que había
visto por televisión durante las Olimpiadas de Seúl. La cámara hacía la toma
de abajo hacia arriba, y todo lo que yo veía era una rubia perfecta de
piernas larguísimas y de traje de baño azul que dudaba ante el salto al
vacío que estaba por realizar. Tras el salto, que incluyó no sé cuántas
vueltas de atrás hacia adelante y hacia todos los costados, esas cosas que
uno nunca entenderá cómo pueden llevarse a cabo, Svletana, la bella
Svletana, sacó primero su cabeza y luego todo su cuerpo de la piscina y la
cámara por fin hizo que su cara fuera visible a los televidentes que tan
ansiosamente esperábamos la imagen completa de su cuerpo. La desilusión
llegó de inmediato cuando fue evidente que lo que más resaltaba de su figura
no era ni su fabuloso cuerpo, mojado tras el salto, ni su piel dorada ni su
largo pelo que ya había dejado caer hasta más allá de sus hombros. Lo que,
en cambio, más sobresalía era su monumental nariz. Si bien al comienzo me
sentí como decepcionado, y mi malestar duró varios segundos, poco después,
cuando a Svletana se le dio por saltar sonriente de un lado para otro debido
al fantástico puntaje que recibió, a mí también se me dio por sonreír, por
poco empiezo también a brincar, y por pensar que al fin y al cabo no era tan
grave, que sólo se trataba de una nariz, de una nariz soviética, que no era
más que una parte pequeñísima de esa idealizada Svletana que se mantuvo
saltando como un canguro y que luego se trepó a los brazos de su entrenadora
y la llenó de besos al mismo tiempo que yo comenzaba a pensar en hacerme de
grande entrenadora soviética de salto ornamental. Lejos ya Svletana, Julia
seguía sentada frente a mí, sin traje de baño, con el pelo recogido y la
piel seca, pero con una nariz cuyas dimensiones competían con las de su
rival soviética, sobre todo cuando uno se le sentaba enfrente y ella
continuaba hablando poniéndose un poquito de perfil y a mí me entraban las
ganas de recomendarle que mejor se sentase mirando bien de frente.

Nariz aparte, Julia era encantadora. 
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24 de enero de 2010
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La excelencia universitaria

 

La pregunta por la calidad de nuestras universidades fue durante mucho tiempo otra pregunta retórica: presuponía, de antemano, su respuesta. Por hábitos adquiridos de aislamiento anacrónico, se respondía que esa era una pregunta no pertinente; y en el peor de los casos, impertinente. Se solía acusar a la competencia de extranjera; a la evaluación, de atentado contra la autonomía universitaria.  El hispanismo castizo fue un reducto juriásico de autoridades incólumes y autoritarismo entrañable.
 
Felizmente, esas supersticiones han cedido y las universidades nuestras creen hoy que la calidad debe ser documentada, como en las más exigentes universidades estadounidenses; y que la evaluación periódica, hecha con rigor en las universidades inglesas, decide el estatus de los mejores programas.  Debe haber terminado la larga hora del catedrático dueño de la verdad, del tribunal y del juicio.
 
El hecho es que nuestras universidades reposaban en su mitología, más allá del bien y del mal. El autoritarismo, las prácticas endogámicas, el caciquismo, el horror a las nuevas ideas, a la teoría y al cambio, pusieron en entredicho su misión humanista y científica. Algunas se conviertieron en aldeas misantrópicas.
 
La competencia, el estímulo, la cooperación internacional y la evaluación animan hoy la renovación académica; democratizan los hábitos y sostienen una cultura de consensos en torno  a las competencias, los proyectos interdisciplinarios y la rendición de cuentas.  Hoy sabemos que buena parte de la calidad del futuro de nuestros países se decide en ello. Por eso, las mejores universidades son aquellas que ofrecen mayor atención a sus estudiantes y  más estímulo a sus profesores jóvenes.
 
La vieja sentencia “Lo que Natura no da, Salamanca tampoco” (o "no presta," en otra versión) tendría que ser actualizada: Natura siempre da; Salamanca, para tener sentido, debe ayudar a descubrirlo.
 
Todas las grandes universidades han empezado programas de internacionalización, que incluyen equipos de trabajo multidisciplario, cursos inter-campus,  becas de capacitación, intercambios y proyectos de largo aliento. Y, para los estudiantes, períodos de estudios e investigación en el extranjero, requisitos de lenguas para graduarse, y programas internacionales que integran ciencias sociales y políticas, humanidades y ciencias naturales.
 
La educación ha adquirido hoy una definición, por un lado, del todo moderna: reconoce los límites de un campo disciplinario, ensaya métodos de investigación aleatoria, se beneficia de las tecnologías de la comunicación, afinca en la práctica y la productividad, se debe al diálogo y al relevo; por otro lado, se ha hecho más humanista y retoma como su tarea formar mejores ciudadanos.  De allí que grandes sistemas universitarios como el Tecnológico de Monterrey introdujera las humanidades para sus profesiones técnicas, y que la Universidad de Texas haya propuesto la ética como su eje curricular. 
 
Por todo ello, resulta estimulante el proyecto “Campus de excelencia” promovido por el Ministerio de Educación, que convocó a las universidades españolas a un concurso de proyectos de desarrollo capaces de potenciar sus recursos y mejorar su nivel de competencia. Ciento cincuenta millones de euros serán destinados a apoyar proyectos que tengan como objetivo una mayor visibilidad internacional. O sea, mayor impacto y validez gracias a los trabajos de investigación que sean capaces de producir. Cincuenta universidades se presentaron al concurso y han sido elegidas quince, a saber:
 
De Madrid: Complutense, Autónoma, Politécnica y Carlos III. De Cataluña: Barcelona, Autónoma, Pompeu Fabra y Rovira y Virgili. De Andalucía: Granada, Sevilla y Córdoba, que lidera un proyecto conjunto con las de Jaén,  Almería, Huelva y Cádiz. Y las de Cantabria, Santiago de Compostela,  Oviedo y Valencia. Tengo una larga relación con algunas de ellas, y soy testigo de sus varias calidades y esperanzas.
 

Este proyecto es uno de lo más  creativos y prácticos apoyos a la calidad universitaria española de los últimos años,  y merece ser tomado puntualmente en serio.  

 

Aunque todos tenemos reparos a cualquier forma de categorizar las mejores universidades, el hecho es que entre las cien citadas como tales el año pasado no había ninguna universidad hispánica. Entre las doscientas mejores del mundo, una suma piadosa del Times Higher Education Supplement, que nombra más de las que vale la pena recordar, aparece en el lugar 171 la Universidad de Barcelona.

 

No deja de ser irónico que la única universidad española en asomar cabeza en esa lista de consolaciones, sea una de las pocas de cierta categoría que sigue careciendo de una cátedra de Literatura Latinoamericana. ¡En Barcelona, la capital del libro, donde empezó el mejor período literario moderno, el de innovaciones, de la novela cervantina! 

 

Será difícil que una universidad reclame hoy excelencia sin asumir la creatividad del español internacional, esta lengua que nos habla desde el futuro.

 

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18 de enero de 2010
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Taller Vallejo

 

 

El primer día de clases les había yo advertido a los alumnos que la experiencia de estudiar la poesía de César Vallejo es peculiar: al terminar el curso uno sabe menos que al comenzarlo.
 

Ahora que el seminario concluye, los siete estudiantes saben menos del poeta pero algo más de sí mismos.  Han aprendido, por su cuenta, que su capacidad de leer requiere ser puesta a prueba.
 

Reconocer la distinta legibilidad de un objeto de arte es parte de la experiencia crítica, de su aprendizaje sin rédito.
 

He hecho varias veces este seminario, que llamo Taller Vallejo, postulando no sin optimismo que el ejercicio de leer a este poeta dificilísimo es imprevisible para uno.  La verdad, uno no se conoce bien hasta atravesar la ciudad de Trilce. Hay que meter las manos en el poema, diagramarlo, dibujarlo, para finalmente concluir que su descripción confirma que lo conocemos un poco menos.  Los siete terminaban las dos horas exahustos y exaltados.
 

“Un buen alumno –le dice el poeta a un tilo del Marne- leyendo va en tu naipe, en tu hojarasca…” Y le llama:”¡Oh profesor, de haber tanto ignorado!”  En ese poema, “El libro de la Naturaleza,” las hojas del árbol son las del libro, pero son también las cartas de una baraja. La lectura las reparte, verso a verso, para aprender a leer de nuevo. El poema es todo lo que nos queda de la Naturaleza.
 

Como buen poema hermético, el de Vallejo invita a la interpretación, a la sobreinterpretación, pero también al disparate. Por algo Trilce es un aparato cuyo nombre no está en el Diccionario. Algunas buenas gentes han propuesto que esa palabra está hecha de otras dos: triste y dulce. ¡Qué vida tan fácil la de esos lectores que apagan el libro!
 

Pero debemos estar pasando por un nuevo ciclo de la lectura, menos predeterminado por teorías autorizadas y métodos positivistas; una de esas eras imaginarias que, cada tanto, reordenan la biblioteca.  Porque en el  pequeño Taller la conversación, de pronto, hizo rizoma. Un estudiante observó el pasar de unos zapatos entre algunos poemas.  Otro, la producción residual de una poesía de los escombros. Alguien más, las tachaduras que en un manuscrito son necesarias al poema…
 

Ese desplegado material que va de la letra a la tachadura, esa escena de trazas y huellas, prometía en la lectura un trayecto de retorno.
 

Es verdad que el “Guernica” de Picasso es lo que más se parece a un poema de España, aparta de mí este cáliz.  Ninguno de los dos cabe en el campo de la mirada.  Es lo que Vallejo llama una mirada “despupilada,” y también, “un día doble.” Había visto el cuadro al volver a París en el Pabellón de la República Española, en la Exposición que se acababa de inaugurar.  Seguramente Vallejo escribía entonces España, aparta de mí este cáliz. Todos somos, en alguna medida, el “Guernica” que vimos. A mí me tocó verlo en mayo de 1969 en mi primera visita a Nueva York. Fue lo primero que vi apenas entrar al MOMA. Después, el que vi protegido en el Prado y, más tarde, el que descansa en el Reina Sofía, no son el mismo.
 

No es casual que Picasso pintara al menos un cuadro para cada museo, previendo al señor que ladea la cabeza para recomponer una figura legible. Vallejo hizo otro tanto, cortando las amarras referenciales del lenguaje.
 

Al final, nos entusiasmamos con ese fervor de lo indecible. Su rebeldía está arraigada, “hasta hacer sangre,” en la materia que se hace lugar en el discurso.
 

Esta vez, fui al museo de Harvard para buscar esos trayectos en la colección de constructivistas rusos. Me sentí como el señor que busca hacer una escena con un cuadro de Picasso. Pero dadas las sintonías que a veces nos salen al paso, me encontré con el cuadro constructivista que equivale, quiero creer, a la forma interna de la geometría vallejiana: los triángulos, círculos y cuerdas están suspendidos en el espacio del cuadro más allá de la ley de la gravedad, contradiciéndola con asombro.
 

Ese esquema conceptual es lo que organiza al lenguaje del poeta peruano, entre tensiones que no se suman y saltos en el abismo que nos restan.
 

Pero ahora que termino de leer los  trabajos finales del Taller, me encuentro con una nota de Enrique Bruce que dice mejor lo que yo intentaba decir. En el no. 54 de la revista limeña Hueso húmero (el título es coincidencia), que acaba de salir, Bruce se pregunta por qué la película “Canciones del segundo piso” (2000) del director sueco Roy Anderson lleva una cita de Vallejo (“Amadas las personas que se sientan,” del poema “Traspié entre dos estrellas”). La conclusion de Bruce es que el director al convertir las palabras en imágenes transforma el poema en una representación conceptual. El poema, que proviene del modelo evangélico, incluye el verso: (Amado sea) “el que se coje el dedo en una puerta.” Anderson escenifica el acto en el andén de un tren donde un pasajero se ha pillado los dedos y los demás lo miran, discuten el hecho, pero no reparan en su dolor.
 

Sobre la representación de las emociones habíamos hablado en el Taller a partir del ejemplo de los formidables videos de Bill Viola que pude ver en el Thyssen.  Mientras que Deleuze había teorizado que el “corte” en el cine es un lenguaje en sí mismo, y la “imagen-tiempo” una unidad del montaje; Viola fue más allá al fotografiar en su video-arte instantes de la emoción que el ojo del espectador no capta y sólo arma como proceso, como relato. De modo que la emoción (si entendí bien, esto es demasiado complicado, lo siento, ¡ya teníamos bastante con Vallejo!) es producida por el espectador, por la mecánica fragmentaria que se resuelve en la percepción y, así, en la interpretación.  Quien haya estado en el Thyssen (“Las lágrimas de Eros”) habrá visto a esos espectadores, yo entre ellos, demudados ante la danza de los afectos de esas parejas, arrebatadas por la ola de agua y luz que Viola ha construido, en la misma lógica de Picasso y Vallejo: en contra de la representación literal, poniendo en cuestión la economía del lenguaje, y cautivándonos con el enigma que somos.
 

Al final, se trata de eso, de navegar el arrebato de la forma vallejiana (o para el caso las rupturas de Picasso, Joyce, Kafka, Pound, Borges, Lezama Lima, Tàpies, Fuentes, Goytisolo, Eltit…); y habiendo sido parte de ese vértigo, saber, al volver al habla diaria, que su uso nos pertenece como herramienta arrebatada a las sociedades que no reconocen  valores sin precio.
 

Esa lectura es la que nos deja Vallejo entre las manos.  Una lectura que no se resigna a su conversión en objeto de consumo, descifrado y desactivado. 
 

En la primera imagen de la película de Anderson alguien lustra su zapato.  Una cita vallejiana, como la cuchara, los huesos húmeros, los caminos.  Siéntate, decía Vallejo en un poema de España…, en tu trono,  ¡tu zapato!.

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10 de enero de 2010
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