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Entreleído

Por 14 de febrero de 2010 Sin comentarios

Julio Ortega

 
Las horas que se tomaba el Talgo de Barcelona a Madrid, a comienzos de los años 70, eran suficientes para leer una buena novela del siglo XIX. 

Al dejar el libro, uno se encontraba con los personajes de un drama ya leído: la familia de luto; la muchacha de provincias; el curita dormido después de comer, como una cita de Galdós.

En el viaje de ida leí cómodamente el primer tomo de La cartuja de Parma, y el segundo en el de vuelta.


Después de todo, Thomas Mann escribió su Diario de lectura del Quijote a lo largo de un viaje en barco.


De Quincey decía que las mejores bibliotecas yacen al fondo del Índico, gracias a los naufragios ingleses.

Elegir un libro es casi una confesión personal.

Si te preguntan qué libro te llevarías a una isla, no tendría sentido responder que uno se llevaría la biblioteca, ya que el valor de un libro, de uno solo, equivale a esa biblioteca.


Imagínate que alguien respondiera que se llevaría un Kindle.

Incluye muchísimos libros, en efecto, pero los límites de su lectura serían son los límites de su batería.


La tecnología del libro es la de su reproducción, y lleva la huella de su nacimiento: es totalmente remplazable.

Borges demostró que la Biblioteca es un laberinto tan periódico y arbitrario como el mundo: no tiene otro orden que la ilusión momentánea de un orden.

Por eso imaginó una enciclopedia china en la que los animales se dividen en “a) pertenecientes al Emperador, b) embalsamados, c) amaestrados…h) incluidos en esta clasificación, f) fabulosos…m) que acaban de romper un jarrón…”

Michel Foucault rió leyendo eso, y pensó con asombro que toda clasificación revela los límites de nuestro propio pensamiento. “Este libro nació de un texto de Borges,” fue la primera frase de lo que sería Las palabras y las cosas (1966).

El libro electrónico, en cambio, presume incluir todos los libros, como la biblioteca, pero leemos, en él, un libro menos.


Porque es un depositorio redundante: no tiene valor de intercambio, no pertenece  a la conversación; se debe al uso y al desuso.

No se debe a la Biblioteca sino a la Empresa. No se debe al placer de entender, sino a la lectura como olvido, al entretenimiento.

El cura y el barbero hacen el inventario deportivo de la biblioteca de Don Quijote, como lectores robustos que creen en una lectura saludable.

Si tuvieran que hacerlo en el Kindle, borrando y guardando con un dedo, no concluirían la tarea porque la mala literatura no acaba nunca. Es un best seller permanente. 

Don Quijote hoy día enloquecería leyendo electrónicamente todos los libros de Larsson. Y daría en escribir best sellers.

No pudiendo eliminar los libros culpables de esa locura, sus amigos tendrían que intentar matarlo para evitarle la ignominia.

Pero protegido por su agente y su publicista, el Don desaparecería en Marbella y sus nuevos libros seguirían siendo best sellers póstumos. 

Por eso, el acto quijotesco por excelencia sigue siendo leer un libro. 

En ese viaje el mundo resulta más habitable porque es perfectible; en español, a pesar de tanto y de tan poco, y en cualquier parte.

 

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Julio Ortega

Julio Ortega, Perú, 1942. Después de estudiar Literatura en la Universidad Católica, en Lima,  y publicar su primer libro de crítica,  La contemplación y la fiesta (1968), dedicado al "boom" de la novela latinoamericana, emigró a Estados Unidos invitado como profesor visitante por las Universidades de Pittsburgh y Yale. Vivió en Barcelona (1971-73) como traductor y editor. Volvió de profesor a la Universidad de Texas, Austin, donde en 1978 fue nombrado catedrático de literatura latinoamericana. Lo fue también en la Universidad de Brandeis y desde 1989 lo es en la Universidad de Brown, donde ha sido director del Departamento de Estudios Hispánico y actualmente es director del Proyecto Transatlántico. Ha sido profesor visitante en Harvard, NYU,  Granada y Las Palmas, y ocupó la cátedra Simón Bolívar de la Universidad de Cambridge. Es miembro de las academias de la lengua de Perú, Venezuela, Puerto Rico y Nicaragua. Ha recibido la condecoración Andrés Bello del gobierno de Venezuela en 1998 y es doctor honorario por las universidades del Santa y Los Angeles, Perú, y la Universidad Americana de Nicaragua. Consejero de las cátedras Julio Cortázar (Guadajara, México), Alfonso Reyes (TEC, Monterrey), Roberto Bolaño (Universidad Diego Portales, Chile) y Jesús de Polanco (Universidad Autónoma de Madrid/Fundación Santillana). Dirije las series Aula Atlántica en el Fondo de Cultura Económica, EntreMares en la Editorial Veracruzana, y Nuevos Hispanismos en Iberoamericana-Vervuert.  Ha obtenido los premios Rulfo de cuento (París), Bizoc de novela breve (Mallorca), Casa de América de ensayo (Madrid) y el COPE de cuento (Lima). De su crítica ha dicho Octavio Paz:"Ortega practica el mejor rigor crítico: el rigor generoso."

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