Julio Ortega
Las horas que se tomaba el Talgo de Barcelona a Madrid, a comienzos de los años 70, eran suficientes para leer una buena novela del siglo XIX.
Al dejar el libro, uno se encontraba con los personajes de un drama ya leído: la familia de luto; la muchacha de provincias; el curita dormido después de comer, como una cita de Galdós.
En el viaje de ida leí cómodamente el primer tomo de La cartuja de Parma, y el segundo en el de vuelta.
Después de todo, Thomas Mann escribió su Diario de lectura del Quijote a lo largo de un viaje en barco.
De Quincey decía que las mejores bibliotecas yacen al fondo del Índico, gracias a los naufragios ingleses.
Elegir un libro es casi una confesión personal.
Si te preguntan qué libro te llevarías a una isla, no tendría sentido responder que uno se llevaría la biblioteca, ya que el valor de un libro, de uno solo, equivale a esa biblioteca.
Imagínate que alguien respondiera que se llevaría un Kindle.
Incluye muchísimos libros, en efecto, pero los límites de su lectura serían son los límites de su batería.
La tecnología del libro es la de su reproducción, y lleva la huella de su nacimiento: es totalmente remplazable.
Borges demostró que la Biblioteca es un laberinto tan periódico y arbitrario como el mundo: no tiene otro orden que la ilusión momentánea de un orden.
Por eso imaginó una enciclopedia china en la que los animales se dividen en “a) pertenecientes al Emperador, b) embalsamados, c) amaestrados…h) incluidos en esta clasificación, f) fabulosos…m) que acaban de romper un jarrón…”
Michel Foucault rió leyendo eso, y pensó con asombro que toda clasificación revela los límites de nuestro propio pensamiento. “Este libro nació de un texto de Borges,” fue la primera frase de lo que sería Las palabras y las cosas (1966).
El libro electrónico, en cambio, presume incluir todos los libros, como la biblioteca, pero leemos, en él, un libro menos.
Porque es un depositorio redundante: no tiene valor de intercambio, no pertenece a la conversación; se debe al uso y al desuso.
No se debe a la Biblioteca sino a la Empresa. No se debe al placer de entender, sino a la lectura como olvido, al entretenimiento.
El cura y el barbero hacen el inventario deportivo de la biblioteca de Don Quijote, como lectores robustos que creen en una lectura saludable.
Si tuvieran que hacerlo en el Kindle, borrando y guardando con un dedo, no concluirían la tarea porque la mala literatura no acaba nunca. Es un best seller permanente.
Don Quijote hoy día enloquecería leyendo electrónicamente todos los libros de Larsson. Y daría en escribir best sellers.
No pudiendo eliminar los libros culpables de esa locura, sus amigos tendrían que intentar matarlo para evitarle la ignominia.
Pero protegido por su agente y su publicista, el Don desaparecería en Marbella y sus nuevos libros seguirían siendo best sellers póstumos.
Por eso, el acto quijotesco por excelencia sigue siendo leer un libro.
En ese viaje el mundo resulta más habitable porque es perfectible; en español, a pesar de tanto y de tan poco, y en cualquier parte.