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Sobre el método comparativo en tiempos de penuria

Por 13 de marzo de 2010 Sin comentarios

Julio Ortega

 

A Jorge Arrate 

 

Chile es un país creado por el Código Civil, formalizado por la Gramática y sustentado en el discurso jurídico. Se debe, por lo mismo, al estado de derecho, a la socialización, al equilibrio de los consensos. Es también admirable que sea una interpretación puesta a prueba, y que el lenguaje mismo resulte allí más político.  Hablar es confirmar una representación y formar parte del debate. Esa racionalidad civil crea también su contradiscurso: la marginalidad de todo signo que, siendo recusada, afirma su propio territorio. Es uno de los primeros países latinoamericanos que se imaginó como una nación: muy temprano, en la pintura de los viajeros, las chozas de los campesinos llevan la bandera nacional. El nacionalismo no es el primitivismo que se les atribuye a los gobiernos populistas; como hoy sabemos, sólo son nacionalistas los países que han logrado ser modernos.
 

La dictadura de Pinochet fue una noche negra del lenguaje moderno. Los huesos de las víctimas de la violencia han sido, en otros países, leídos por la biología forense, una ciencia que se hizo más efectiva gracias a las tumbas de los desaparecidos en Argentina. Pero en Chile la policía de Pinochet quemó los cadáveres y mezcló las cenizas, en una operación bárbara contra la humanidad de la lectura. Los medios de comunicación reprodujeron el dialecto de la dictadura, y el silencio se prolongó por mucho tiempo. Todavía hasta hace muy poco, en el metro de Santiago  nadie hablaba con nadie, doble negación del habla.
 

El dictador se llenaba la boca con los nombres de la Civilización Occidental y Cristina; pero fueron los escritores, desde sus escasos márgenes, quienes recuperaron de sus fauces los nombres de nación, patria y familia. Por la patria se llama la novela de Diamela Eltit donde las mujeres, desde sus poblaciones, recobran el lenguaje en una épica desamparada.  La mejor literatura chilena es una voz en el desierto (el “Cristo de Elqui” de Nicanor Parra);  un soliloquio en el exilio  (Jorge Edwards, Enrique Lihn); una búsqueda de la casa perdida donde afincar (José Donoso).  Pero también la documentación imaginaria contra la violencia, tanto de la dictadura  como del mercado, que corrompen el lenguaje, subyugan el cuerpo y ocupan la subjetividad (novelas de Diamela Eltit, relatos de Pedro Lemebel, poemas de Elicura Chihuailaf). Igualmente valiosa es la auscultación de la memoria que hace Carlos Franz, impecable de forma y luminosa de visión; la riqueza anímica del relato de Arturo Fontaine, capaz de remontar el laberinto social con vivacidad; la ironía antiheroica de Alberto Fuguet, quien desde la cultura popular rescribe el Apocalipsis … Bolaño es un árbol de ese bosque.
 

Pero el terremoto echa abajo también los edificios discursivos. La catástrofe revela la pobreza, y al igual que Argentina cuando la crisis bancaria, el país se descubre súbitamente latinoamericano: desigual, frágil en su modernización compulsiva, y no le queda más remedio que compararse con Haití.
 

Chile había vivido del mito neoliberal, esa deuda impagable: un Estado minimalista al servicio de un Mercado maximizado.  Un ministro de economía de la Concertación, soy testigo, declaró en una reunión que Chile había eliminado la pobreza.  Quizá en ese momento de optimismo la comparación era con China: mano de obra barata dedicada al aparato exportador. Pero, otra vez, se trataba del discurso, en este caso del economicismo, que confunde el balance de ingresos con la balanza de la justicia. Lo que había desaparecido, como una epifanía de las expectativas, es el pueblo. Cada vez que los encuestadores preguntaban por la clase social a los pobres, éstos respondían: Clase media. El pueblo, en efecto, era ahora los migrantes, bolivianos y peruanos.  
 

Me llamó la atención el ejercicio comparativo que la clase política puso en juego para naturalizar el desastre: el temblor de Haití, proclamaron, fue de menos intensidad pero mató más gente.  Esto es, gracias al terremoto sabemos que Chile es mejor que Haití.  Este mal de muchos y consuelo de pocos, demuestra hasta qué punto el terremoto fracturó las bases del discurso autocomplaciente que no pudo procesar  las evidencias. Dada la autorepresentación primermundista, la pobreza revelada probaba, más bien, que el Chile neoliberal no es mejor que el Chile sobreviente. O sea, no es mejor que Haití. Al menos, Haití es el subproducto de la colonización brutal (exportadora, por cierto), tanto como de su abandono institucional, lo que impidió construir un estado autónomo, resistente a la corrupción. Un pequeño país expoliado, invadido, ilegalizado, no podía resistir no ya el terremoto sino la comparación con Chile.  Lo que demuestra que, en tiempos de penuria,  las comparaciones ofenden: el sufrimiento es el mismo y su veracidad es mayor que el lenguaje.  
 

Pero el terremoto también descubrió que el país más pobre es el de los migrantes mapuches y el pueblo semirural. Aunque la población urbana de clase media baja (esa extraordinara mayoría taciturna que a las seis de la mañana desciende de los buses en el barrio de Providencia en pos de su lugar en los servicios) debe ser la que ha perdido más horizonte de expectativas. Y, probablemente, no tenga otro modo de reconstruirlas sino endosando a un Estado todavía más ajeno.  Contagiado por las metáforas de la catástrofe, el corresponsal del New York Times afirma que este es un terremoto de derechas. Es cierto que reforzará a los socios de la industria de la construcción (o de la reconstrucción), pero las catásfrofes no se tachan con cemento. Sus repercusiones (como ocurrió con Katrina) son de varia intensidad demorada.
 

Esos migrantes mapuches se hicieron, de pronto, escuchar: son tímidos ante las cámaras pero más reales que los funcionarios formulaicos. Fue sobrecogedor verlos al pie de sus pequeños pueblos barridos por el maremoto.  Me parecieron migrantes peruanos que han adquirido la entonación ascendente de la dicción chilena popular, que pregunta al afirmar. O sea, afirma dos veces.

 

Y como a comienzos del siglo XIX, en los albores de la república, pudo verse flamear la banderita chilena. No sobre sus casas, sobre los escombros.  
 

A pesar de todo, me dije consolado, son hijos del discurso jurídico.  

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Julio Ortega

Julio Ortega, Perú, 1942. Después de estudiar Literatura en la Universidad Católica, en Lima,  y publicar su primer libro de crítica,  La contemplación y la fiesta (1968), dedicado al "boom" de la novela latinoamericana, emigró a Estados Unidos invitado como profesor visitante por las Universidades de Pittsburgh y Yale. Vivió en Barcelona (1971-73) como traductor y editor. Volvió de profesor a la Universidad de Texas, Austin, donde en 1978 fue nombrado catedrático de literatura latinoamericana. Lo fue también en la Universidad de Brandeis y desde 1989 lo es en la Universidad de Brown, donde ha sido director del Departamento de Estudios Hispánico y actualmente es director del Proyecto Transatlántico. Ha sido profesor visitante en Harvard, NYU,  Granada y Las Palmas, y ocupó la cátedra Simón Bolívar de la Universidad de Cambridge. Es miembro de las academias de la lengua de Perú, Venezuela, Puerto Rico y Nicaragua. Ha recibido la condecoración Andrés Bello del gobierno de Venezuela en 1998 y es doctor honorario por las universidades del Santa y Los Angeles, Perú, y la Universidad Americana de Nicaragua. Consejero de las cátedras Julio Cortázar (Guadajara, México), Alfonso Reyes (TEC, Monterrey), Roberto Bolaño (Universidad Diego Portales, Chile) y Jesús de Polanco (Universidad Autónoma de Madrid/Fundación Santillana). Dirije las series Aula Atlántica en el Fondo de Cultura Económica, EntreMares en la Editorial Veracruzana, y Nuevos Hispanismos en Iberoamericana-Vervuert.  Ha obtenido los premios Rulfo de cuento (París), Bizoc de novela breve (Mallorca), Casa de América de ensayo (Madrid) y el COPE de cuento (Lima). De su crítica ha dicho Octavio Paz:"Ortega practica el mejor rigor crítico: el rigor generoso."

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