Julio Ortega
La pregunta por la calidad de nuestras universidades fue durante mucho tiempo otra pregunta retórica: presuponía, de antemano, su respuesta. Por hábitos adquiridos de aislamiento anacrónico, se respondía que esa era una pregunta no pertinente; y en el peor de los casos, impertinente. Se solía acusar a la competencia de extranjera; a la evaluación, de atentado contra la autonomía universitaria. El hispanismo castizo fue un reducto juriásico de autoridades incólumes y autoritarismo entrañable.Felizmente, esas supersticiones han cedido y las universidades nuestras creen hoy que la calidad debe ser documentada, como en las más exigentes universidades estadounidenses; y que la evaluación periódica, hecha con rigor en las universidades inglesas, decide el estatus de los mejores programas. Debe haber terminado la larga hora del catedrático dueño de la verdad, del tribunal y del juicio.El hecho es que nuestras universidades reposaban en su mitología, más allá del bien y del mal. El autoritarismo, las prácticas endogámicas, el caciquismo, el horror a las nuevas ideas, a la teoría y al cambio, pusieron en entredicho su misión humanista y científica. Algunas se conviertieron en aldeas misantrópicas.La competencia, el estímulo, la cooperación internacional y la evaluación animan hoy la renovación académica; democratizan los hábitos y sostienen una cultura de consensos en torno a las competencias, los proyectos interdisciplinarios y la rendición de cuentas. Hoy sabemos que buena parte de la calidad del futuro de nuestros países se decide en ello. Por eso, las mejores universidades son aquellas que ofrecen mayor atención a sus estudiantes y más estímulo a sus profesores jóvenes.La vieja sentencia “Lo que Natura no da, Salamanca tampoco” (o "no presta," en otra versión) tendría que ser actualizada: Natura siempre da; Salamanca, para tener sentido, debe ayudar a descubrirlo.Todas las grandes universidades han empezado programas de internacionalización, que incluyen equipos de trabajo multidisciplario, cursos inter-campus, becas de capacitación, intercambios y proyectos de largo aliento. Y, para los estudiantes, períodos de estudios e investigación en el extranjero, requisitos de lenguas para graduarse, y programas internacionales que integran ciencias sociales y políticas, humanidades y ciencias naturales.La educación ha adquirido hoy una definición, por un lado, del todo moderna: reconoce los límites de un campo disciplinario, ensaya métodos de investigación aleatoria, se beneficia de las tecnologías de la comunicación, afinca en la práctica y la productividad, se debe al diálogo y al relevo; por otro lado, se ha hecho más humanista y retoma como su tarea formar mejores ciudadanos. De allí que grandes sistemas universitarios como el Tecnológico de Monterrey introdujera las humanidades para sus profesiones técnicas, y que la Universidad de Texas haya propuesto la ética como su eje curricular.Por todo ello, resulta estimulante el proyecto “Campus de excelencia” promovido por el Ministerio de Educación, que convocó a las universidades españolas a un concurso de proyectos de desarrollo capaces de potenciar sus recursos y mejorar su nivel de competencia. Ciento cincuenta millones de euros serán destinados a apoyar proyectos que tengan como objetivo una mayor visibilidad internacional. O sea, mayor impacto y validez gracias a los trabajos de investigación que sean capaces de producir. Cincuenta universidades se presentaron al concurso y han sido elegidas quince, a saber:De Madrid: Complutense, Autónoma, Politécnica y Carlos III. De Cataluña: Barcelona, Autónoma, Pompeu Fabra y Rovira y Virgili. De Andalucía: Granada, Sevilla y Córdoba, que lidera un proyecto conjunto con las de Jaén, Almería, Huelva y Cádiz. Y las de Cantabria, Santiago de Compostela, Oviedo y Valencia. Tengo una larga relación con algunas de ellas, y soy testigo de sus varias calidades y esperanzas.Este proyecto es uno de lo más creativos y prácticos apoyos a la calidad universitaria española de los últimos años, y merece ser tomado puntualmente en serio.
Aunque todos tenemos reparos a cualquier forma de categorizar las mejores universidades, el hecho es que entre las cien citadas como tales el año pasado no había ninguna universidad hispánica. Entre las doscientas mejores del mundo, una suma piadosa del Times Higher Education Supplement, que nombra más de las que vale la pena recordar, aparece en el lugar 171 la Universidad de Barcelona.
No deja de ser irónico que la única universidad española en asomar cabeza en esa lista de consolaciones, sea una de las pocas de cierta categoría que sigue careciendo de una cátedra de Literatura Latinoamericana. ¡En Barcelona, la capital del libro, donde empezó el mejor período literario moderno, el de innovaciones, de la novela cervantina!
Será difícil que una universidad reclame hoy excelencia sin asumir la creatividad del español internacional, esta lengua que nos habla desde el futuro.