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La amistad de Julio Cortázar

Por 7 de marzo de 2010 Sin comentarios

Julio Ortega

Rosalba Campra. Cortázar para cómplices.  Madrid, Del Centro Editor.  2009.  225 pags. 23 Euros.

            La escritora y crítica argentina Rosalba Campra podría haber sido imaginada por Cortázar  como paradigma del exiliado que después de estudiar el francés se instala en Roma para regresar a la literatura de casa.  Trató ella de librarse de las mitologías nacionales escribiendo Malos aires; y desde el foro académico se propuso, en su compilación de lecciones La selva en el damero: espacio literario y espacio urbano en América Latina (1989), un mapa colectivo de la ciudad y sus lenguajes. Catedrática de Literatura Hispanoamericana en La Sapienza,  estudió el gusto nativo en su La retórica del tango (1996) y debatió la elocuencia identitaria en América Latina: la identidad y la máscara (2000).  En su Territorio de la ficción. Lo fantástico (Sevilla, Renacimiento, 2008), afinca en la narrativa fantástica como en el espacio literal del exilio.  Una teoría, dijo el filósofo, traza la forma de una biografía.

             Cualquier lector puede reconocer su propia tribu gracias a un gran escritor, pero también desde la mediación propicia de una lectura implicada. La complicidad es aquí un taller donde ejercitar la precisión formal, esa demanda de la sensibilidad crítica. Los ensayos, prólogos y notas de este manual nos revelan no sólo la hechura poética de las tramas de Cortázar, sino también el despliegue de su lectura compartida. Este libro es fiel a la obra autoreflexiva de Cortázar,  la que no inventó, como la de Borges, a sus precursores , sino a sus lectores. Por eso, no se explica por su genealogía (lectura melancólica) sino por su despliegue en proceso (lectura inventiva).

            Rosalba Campra recorre buena parte de la narrativa y la poesía cortazariana, y aunque no se propone un mapa de la misma, sí traza una hipótesis de su lectura que, por un lado, atañe a la nueva entonación que Cortázar introdujo en la escritura (una “ironía llena de afecto”); esto es,  a la intimidad de su diálogo. Y, por otro, tiene que ver con la estrategia del juego como poética central cortazariana.  Lo primero es ya un acto de complicidad que promete recorrer el terreno no cartografiado de la subjetividad. Lo segundo es el ritual del recorrido: el juego tiene un método, unas reglas, y hasta una teoría.  Se anuncia contra la Gran Costumbre, y explora la combinatoria abierta de una serie relativista y humorística, antiautoritaria.  Lo uno es la búsqueda, lo otro es la gratuidad.

            Nunca más precisa la función de los “cronopios.”  En contra del lugar común que los convierte en complacencia sentimental,  Rosalba Campra nos recuerda que representan el juego del desorden. No en vano su nombre viene de cronos: son unidades de otro tiempo, el de la lectura. Los “famas,” en cambio, son sosos por prolijos; y las “esperanzas,” de una inseguridad dolorosa. Con estas leves criaturas, sin embargo, Cortázar no se propuso una alegoría que demuestre lo que ya sabemos, sino un teatro eminentemente literario, hecho del mejor humor, el libre de énfasis.  Ese espacio es lúdico, esto es,  suscita el valor sin rédito de lo gratuito.  Tiene cierta gracia favorable el hecho de que otra lectora privilegiada, Aurora Bernárdez, la viuda y albacea literaria de Cortázar, haya descubierto, como en otra novela de la lectura, un baúl de manuscritos que hacen el formidable tomo  Papeles inesperados (Alfaguara, 2009), donde el placer del juego cunde ya no sólo como una complicidad sino como una estética de la sorpresa.  En un sentido inquietante, la obra de Cortázar no será nunca completa o acabada porque se diversifica, indeterminada, en cada lectura. Su escritura es la materia afectiva de la subjetividad.

            Un punto central del libro de Rosalba Campra es su discusión sobre el principio de búsqueda en el proyecto cortazariano. “Mi signo es buscar,” había anunciado Oliveira en Rayuela, pero el impulso, el recomienzo de esa búsqueda constituye, en efecto, un eje central de acceso a la obra pero también de su proyección, fuera de ella.  La autora revisa varias instancias ilustrativas de este afán vital de la estética y aun de la ética implicada en esta escritura. Picasso había dicho, casi como una amenaza: Yo no busco, encuentro. Cortázar no compartía ese voluntarismo coleccionista, cuyo linaje surrealista es patente.  En el gabinete cortazariano el terrón de azúcar es momentáneo, los hilos o pavilos son precarios, y el paraguas ya está roto.  Estos objetos nimios son huellas de una búsqueda, no trofeos del mercado de pulgas.  “¿Encontraría a la Maga?” La pregunta condicional es por la indeterminación, y pertenece a las equivalencias del juego y el deseo.  Pero la magia requiere un ritual, la forma del asedio.

            Por eso es fundamental el trabajo de la autora sobre la función del ¨pasaje¨ en la narrativa de Cortázar.  Los que pasan, nos dice, en verdad son pasados, en contra de su voluntad, bajo las reglas de una sustitución.  El pasaje es el espacio de las transiciones, que al final desocupan quienes lo cruzan, en el trayecto de ir más allá para estar más aquí.  Es lo que va de “Casa tomada,” como expulsión del seno familiar, a “Segunda vez” como desaparición  dentro de la casa vaciada por el Estado policial.

            Gracias a Rosalba Campra y su libro pródigo, la amistad de Julio Cortázar sigue siendo un privilegio de la conversación. Uno apaga la computadora (o mejor aun, el ordenador) con placer.

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Julio Ortega

Julio Ortega, Perú, 1942. Después de estudiar Literatura en la Universidad Católica, en Lima,  y publicar su primer libro de crítica,  La contemplación y la fiesta (1968), dedicado al "boom" de la novela latinoamericana, emigró a Estados Unidos invitado como profesor visitante por las Universidades de Pittsburgh y Yale. Vivió en Barcelona (1971-73) como traductor y editor. Volvió de profesor a la Universidad de Texas, Austin, donde en 1978 fue nombrado catedrático de literatura latinoamericana. Lo fue también en la Universidad de Brandeis y desde 1989 lo es en la Universidad de Brown, donde ha sido director del Departamento de Estudios Hispánico y actualmente es director del Proyecto Transatlántico. Ha sido profesor visitante en Harvard, NYU,  Granada y Las Palmas, y ocupó la cátedra Simón Bolívar de la Universidad de Cambridge. Es miembro de las academias de la lengua de Perú, Venezuela, Puerto Rico y Nicaragua. Ha recibido la condecoración Andrés Bello del gobierno de Venezuela en 1998 y es doctor honorario por las universidades del Santa y Los Angeles, Perú, y la Universidad Americana de Nicaragua. Consejero de las cátedras Julio Cortázar (Guadajara, México), Alfonso Reyes (TEC, Monterrey), Roberto Bolaño (Universidad Diego Portales, Chile) y Jesús de Polanco (Universidad Autónoma de Madrid/Fundación Santillana). Dirije las series Aula Atlántica en el Fondo de Cultura Económica, EntreMares en la Editorial Veracruzana, y Nuevos Hispanismos en Iberoamericana-Vervuert.  Ha obtenido los premios Rulfo de cuento (París), Bizoc de novela breve (Mallorca), Casa de América de ensayo (Madrid) y el COPE de cuento (Lima). De su crítica ha dicho Octavio Paz:"Ortega practica el mejor rigor crítico: el rigor generoso."

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