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Escrito por

Julio Ortega

Julio Ortega, Perú, 1942. Después de estudiar Literatura en la Universidad Católica, en Lima,  y publicar su primer libro de crítica,  La contemplación y la fiesta (1968), dedicado al "boom" de la novela latinoamericana, emigró a Estados Unidos invitado como profesor visitante por las Universidades de Pittsburgh y Yale. Vivió en Barcelona (1971-73) como traductor y editor. Volvió de profesor a la Universidad de Texas, Austin, donde en 1978 fue nombrado catedrático de literatura latinoamericana. Lo fue también en la Universidad de Brandeis y desde 1989 lo es en la Universidad de Brown, donde ha sido director del Departamento de Estudios Hispánico y actualmente es director del Proyecto Transatlántico. Ha sido profesor visitante en Harvard, NYU,  Granada y Las Palmas, y ocupó la cátedra Simón Bolívar de la Universidad de Cambridge. Es miembro de las academias de la lengua de Perú, Venezuela, Puerto Rico y Nicaragua. Ha recibido la condecoración Andrés Bello del gobierno de Venezuela en 1998 y es doctor honorario por las universidades del Santa y Los Angeles, Perú, y la Universidad Americana de Nicaragua. Consejero de las cátedras Julio Cortázar (Guadajara, México), Alfonso Reyes (TEC, Monterrey), Roberto Bolaño (Universidad Diego Portales, Chile) y Jesús de Polanco (Universidad Autónoma de Madrid/Fundación Santillana). Dirije las series Aula Atlántica en el Fondo de Cultura Económica, EntreMares en la Editorial Veracruzana, y Nuevos Hispanismos en Iberoamericana-Vervuert.  Ha obtenido los premios Rulfo de cuento (París), Bizoc de novela breve (Mallorca), Casa de América de ensayo (Madrid) y el COPE de cuento (Lima). De su crítica ha dicho Octavio Paz:"Ortega practica el mejor rigor crítico: el rigor generoso."

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Prosa por el 11 de setiembre

 
 
 

Pude, por fin, visitar “Ground zero.” Te confieso que lo había evitado deliberadamente. No sólo por eludir a los turistas pornográficos, sino porque el luto no había terminado. Cómo medir la dimensión de la tragedia. Por el número de muertos o por la sombra que nos dejó.  Ha sido, sigue siendo, un asombro sombrío.

 

Con las construcciones en marcha, todavía este junio descontentadizo, se han encontrando restos humanos.  El lugar de la tragedia es ahora una tumba encubierta.

 

Pertenece al lenguaje de las catástrofes el que cada uno tenga una memoria distinta de las Torres cayendo. Tal como se ha demostrado en este caso, hasta los testigos terminaran narrando experiencias contrarias. Porque si la memoria es una economía del olvido, en la de una catástrofe el lenguaje ya no nos acoge, zozobra. La “cero zona” es esa resta.

 

Qué monumento sería suficiente para las víctimas de lo mucho que puede el hombre contra el hombre. Casi todo lo que se ha construído es entrañablemente ofensivo. Desde el monumento a los caídos, levantado por los pálidos ofendidos de la Guerra Civil, hasta la desagradable estela a las víctimas del terrorismo en la calle Tarata, en Lima, que impone el nombre del alcalde como custodio de la memoria, ese exhibicionismo  público termina siendo obsceno. 

 

Me temo que el Museo del  11 de Setiembre, que se construye bajo tierra, en el mismo lugar donde estuvieron las Torres, y debe inaugurarse en un par de años, sea otra representación agonista.  Se sabe que mostrará las columnas originales de las Torres Gemelas. De las 2,752 víctimas no se ha podido identificar  a 1,100; el Museo tendrá que albergar los miles de mínimos fragmentos sin nombre. Alrededor del jardin, seis nuevos rascacielos empiezan a ser levantados. Se espera que sea menos espectral el nuevo Port Authority diseñado por Santiago Calatrava.

 

No se a tí, pero a mi las Torres Gemelas nunca me parecieron un prodigio arquitectónico sino un ominoso exhibicionismo. No me extraña que Lewis Mumford las haya descalificado por su diseño claustrofóbico. Después de la tragedia, he descubierto que otros también han sentido, caminando a su sombra, la inquietud de lo siniestro.  Rosalba Campra, la escritora argentina, lo ha escrito mejor que yo: lo monumental nos intimida como precario. Qué son las torres sino desafíos de poder, y  cuántas veces se han venido abajo en la historia de la ambición humana.

 

Mis muertos favoritos, lo tengo dicho, son dos. El peruanito que recibe una llamada del restaurante Windows on the World ofreciéndole unas horas extras para mañana, a la hora del desastre. Su madre dijo que él nunca habría rechazado trabajar más. Y el colombiano, empleado de una inversora, que esperando turno frente al ascensor, al abrirse las puertas le ofrece su lugar a una mujer sollozante. Su padre dijo que en ese gesto reconocía a su hijo. Son doblemente dos, por dentro, hasta hacer sentido.

 

De vuelta de Nicaragua, una estudiante me contó que ese 11 de setiembre, desde la escuelita en construcción, vio a un campesino que subía la montaña. Lentamente llegó hasta ella y le dió un abrazo. Reciba, le dijo, mi más sentido pésame, por la desgracia que sufre su país.  Ella encendió la radio al horror. Pero aquel campesino la había acogido en el lenguaje.

 

 

 

 

 

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11 de septiembre de 2010
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Los mineros salieron de la mina

 
 
Ante otra catástrofe, Chile ha vuelto a demostrar que es una nación: el país se une para celebrar a los 33 mineros vivos. Están vivos porque los hemos visto y estamos vivos porque nos ven.
 
En otros países nuestros se persigue a sus dirigentes, se les niega sus derechos elementales, se envenena sus fuentes y corrientes, y todos los días muere un minero abaleado.
 
En mi país, hoy son de China (lo acaba de denunciar el Times) las empresas que los explotan, segregan y abusan.
 
Hay una nación allí donde la policía no dispara contra los ciudadanos. Los unos se reconocen a favor de los otros, y no se añade aflicción al afligido.
 
La historiadora Drew Gilpin Faust, en su Republic of Suffering: Death and the American Civil War (2008) demuestra que en su Guerra Civil los norteamericanos vivieron la muerte de modo tan descarnado, que esa experiencia colectiva brutal  forjó la identidad ciudadana: una cultura de la austeridad y el ahorro, nacida de la pobreza. Hasta los hábitos funerarios y el laconismo sobre la muerte se gestaron en ese fratricidio.
 
La dictadura de Pinochet no fue una guerra civil, pero sí  una ocupación militar de la nación y, por eso, un desgarramiento social. Con la vuelta de la democracia, y a pesar de los límites, se fue saliendo de las cavernas. Fue una transición sobria, gris, y discreta;  casi una repartición del luto.
 
La emoción de ver a estos 33 mineros en ese espacio de pesadilla,  me hace recordar las historias de presos políticos peruanos que, en el encierro impuesto, mantenían la razón gracias a los versos que repetían como un conjuro, como si se aferraran a los bordes del lenguaje. "Lamentablemente, me dijo uno de ellos, eran versos de Chocano."
 
El culto de la poesía en Chile es la mejor metáfora de su fe en la comunicación. Mientras otros pueblos presumen de ser fundados sobre los huesos de Petrarca, la primera edición del Bardo, o los manuscritos de Pushkin, el pueblo de Montegrande, donde Gabriela Mistral tuvo infancia, acaba de descubrir una botella enterrada por ella en la plaza con un mensaje, casi ilegible, fechado el 28 de setiembre de 1954, durante su última visita. La llamada “reliquia” será parte central del museíto del pueblo que está en la Escuela. Un ánimo fundacional alienta en esta exhumación de la letra. Mientras haya alcaldes que sumen la Escuela, el Museo y la Poesía, habrá ciudad.
 
No me sorprendería que como buenos trabajadores chilenos, los mineros  pidan leer libros de poesía, y terminen escribiéndola. Nicanor Parra hace tiempo me advirtió que el pueblo chileno habla en octosílabos y la clase media en endecasílabos.  Debe ser para aferrarse al lenguaje, hacerse lugar en el orden de las palabras y seguir reconociéndose. Y en el diálogo, hacer sentido.
 
La Iglesia chilena se ha hecho presente en la mina y a través de la sonda de comunicación les ha bajado 33 rosarios bendecidos por el Papa romano.  Dado el ritual colectivo, ¿no habría bastado con uno?
 
Me temo que otras empresas les regalen sus ofertas, fabriquen camisetas, y los usen de nombre de marca.  No me resigno,  protesto.
 
Buscando qué decir, recordé estos dos poemas, que dicen bien.
 

CESAR VALLEJO

Los mineros salieron de la mina
remontando sus ruinas venideras,
fajaron su salud con estampidos
y, elaborando su función mental,
cerraron con sus voces
el socavón, en forma de síntoma profundo.
 
¡Era de ver sus polvos corrosivos!
¡Era de oír sus óxidos de altura!
Cuñas de boca, yunques de boca, aparatos de boca (¡Es formidable!).
 
El orden de sus túmulos,
sus inducciones plásticas, sus respuestas corales,
agolpáronse al pie de ígneos percances
y airente amarillura conocieron los trístidos y tristes,
imbuidos
del metal que se acaba, del metaloide pálido y pequeño.
 
Craneados de labor,
y calzados de cuero de vizcacha,
calzados de senderos infinitos,
y  los ojos de físico llorar,
creadores de la profundidad,
saben, a cielo intermitente de escalera,
bajar mirando para arriba,
saben subir mirando para abajo.
 
¡Loor al antiguo juego de su naturaleza,
a sus insomnes órganos, a su saliva rústica!
¡Temple, filo y punta, a sus pestañas!
¡Crezcan la yerba, el liquen y la rana en sus adverbios!
¡Felpa de hierro a sus nupciales sábanas!
¡Mucha felicidad para los suyos!
¡Son algo portentoso, los mineros
remontando sus ruinas venideras,
elaborando su función mental
y abriendo con sus voces
el socavón, en forma de síntoma profundo!
¡Loor a su naturaleza amarillenta,
a su linterna mágica,
a sus cubos y rombos, a sus percances plásticos,
a sus ojazos de seis nervios ópticos
y a sus hijos que juegan en la iglesia
y a sus tácitos padres infantiles!
¡Salud, oh creadores de la profundidad...! (Es formidable).
 
 

PABLO NERUDA

Ronca es la americana cordillera,

nevada, hirsuta y dura,
planetaria:
allí yace el azul de los azules,
el azul soledad, azul secreto,
el nido del azul, el lapislázuli,
el azul esqueleto de mi patria.
 
Arde la mecha, crece el estallido,
y se desgrana el pecho de la piedra:
sobre la dinamita es tierno el humo
y bajo el humo la osamenta azul,
los terrones de piedra ultramarina.
 
Oh catedral de azules enterrados,
sacudimiento de cristal azul,
ojo de mar cubierto por la nieve
otra vez a la luz vuelves del agua,
al día, a la piel clara
del espacio,
al cielo azul vuelve el terrestre azul.
 

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3 de septiembre de 2010
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Radio Latina en un vuelo a Lima

 

Ni en el tango sobre volver con la frente marchita, ni en la ranchera que reitera quiero volver, ni en el vals que promete que todos vuelven, nadie, en verdad, regresa. En cada caso se trata de la pesadilla despierta de volver. O sea, de un fantaseo masoquista que pone a prueba el lenguaje y la paciencia. Como dice un cuento de Alfredo Bryce Echenique a propósito del peruano que en París anuncia, “sonriente y optimista” que regresa a su país: “La sonrisa le quedaba muy mal.”  Los mexicanos, en cambio, saben cuando volver: “Si muero lejos de tí.” En “Si vas para Chile,”  el chileno no va. Y el que protesta que se va “pal pueblo,” no ha salido de él. En Madrid, cuando alguien  anuncia “Me voy al pueblo” declara que está harto de la humanidad.

 

Donde quiera que vayas la ciudad estará contigo, o al menos una incierta traducción del poema de Cavafis.

 

La ciudad donde viviste demasiados años, te seguirá.  Dicho de otro modo: camines las calles que sean, serán la misma calle.  Tal vez el poeta dijo que al andar no se hace camino: el camino te hace. Pero el mismo caminito te obliga a caminar de regreso.  La ciudad, en fin, es un cuadrado vicioso.  Pessoa imaginó tal vez 70 heterónimos para leer lo que habría querido escribir, incluso en inglés; alguno abadonó la ciudad; otro navegó por Oriente, y al volver escribió: “Vuelvo a Europa descontento.” O sea, no he salido del discurso.

 

Baudelaire, en cambio, no vió la ciudad con melancolía. Vio desde su ventana pasar al hombre que transporta vidrios (un emblema de la ciudad modernista) y se imaginó la piedra que podría demoler ese espejo. Benjamin anotó que para Baudelaire la ciudad tenía la forma de su mayor mercancía: la prostituta.  (“La mercancía emerge en Baudelaire como el contenido social de la forma alegórica de la percepción. Forma y contenido están unidos en la prostituta, como su síntesis,”  The Arcades Project, pag. 335). En ella el comercio pagaba su dominio urbano. 

 

Me pregunto qué veía Benjamin tras los pasos de Baudelaire, de paseo por los bulevares.  En las galerías de París creyó ver que el lector elegía un libro del poeta y  que la poesía lo reconocía como consumidor privilegiado. No vio el mundo en un libro sino la ciudad en un lector. La prostituta (el comercio), la poesía (el lenguaje) y el lector (el consumidor) armaron, en la imaginación alegórica de Benjamin (que Adorno le reprochó acremente, a nombre de la razón, o sea, de una disciplina académica), esta manera de descifrar un discurso dentro de otro. Esa figura se abre en la trama de la lectura. Y es una nostalgia (irónica) del sentido (improbable).

 

Fui a Soria tras los pasos de Machado y, como a cualquier lector suyo, se me encogió el corazón.  Me temo que el trayecto de sus pasos sería el mismo: de su segunda planta (si fue una segunda planta) a su pequeña aula de francés (habrá leído fábulas didácticas); y a su sillón del Club (discurren los mismos contertulios, o sus nietos, hablando de fútbol). Y al cementerio, donde Leonor comparte una tumba de pobres. 

 

Pudo, por ello, encontrar en la ironía la entonación moderna del español urbano.  Siempre creí que Campos de Castilla es un gran tratado del ritmo no del verso sino de la prosa rimada. Esos campos son una invención de la imposibilidad lírica: una construcción prosaista (la dicción poética ya no es versal, es prosódica); es decir, un discurso de la ciudad.

 

La ironía es la inteligencia del habla española, ajena a la rotundidad, capaz de decir más con menos. Y sabia en el silencio, requerido por una lengua que no había pasado aún por la crítica del lenguaje.  Si Baudelaire era consciente de que se había perdido “el aura del poeta,” Machado es nuestro primer poeta civil.

 

No queremos esta ciudad, sospecho que nos dice. No vale la pena volver a ella.

 

Porque la ciudad del diálogo, que ayudó a fundar a costa de su vida, nos sigue siendo negada por la incólume mentira diaria. Hoy no es la prostituta el emblema de la mercancía y la ciudad. Lo es el lenguaje, su prostitución en el mercado y en la violencia mutua.

 

Becektt, otro descreído de la ciudad del Comercio universal, escribió: “Personalmente, no tengo nada contra los cementerios.”  Un heterónimo machadiano añadiría: “Salvo, claro, los cementerios.”

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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21 de agosto de 2010
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Proceloso caballero

La revista Nueva Sociedad, dedicada a los dilemas de América Latina, prepara un próximo número sobre uno de los más actuales y cruciales, el dinero. Me piden decir algo al respecto pero mi experiencia con el tema es, lamentablemente, modesta, y apunto en esta bitácora aproximaciones al mismo, por si el lector, espero que más ducho, quiera sumarse aunque sea para no restarse.

Se trata, claro, de un dilema, en primer término, histórico (el oro del Nuevo Mundo produjo la banca moderna en Italia, y sustentó la primera gran burguesía en Flandes); y en segundo término, filosófico (la ética protestante alentó el desarrollo del capitalismo); aunque fue también un dilema cultural (la abundancia americana, hecha en la fecundidad del intercambio, postuló que el modelo de lo moderno es la mezcla). Góngora se pasó la vida reclamando por “mis alimentos;” y Cervantes protestó servidumbre al horroroso Conde de Lemos en las vísperas de su muerte, en vano. Una amiga me recuerda que no sólo buena parte de los más grandes escritores españoles conoció prisión, sino que de ellos no quedan ni sus huesos: brazo, cabeza, restos, han desaparecido. La mejor crónica sobre el tema se debe a Juan Valera; explicando que un escritor español no puede comprarle con sus magros ingresos un buen vestido a su mujer, concluye que somos unos miserables.

Antonio Machado le pidió dinero prestado a Rubén Darío para llevar a su mujer, enferma en París, de vuelta a su pueblo; y Darío, a quien todos creían rico aunque era el más pobre, se lo consiguió. Vallejo escribió cartas lamentables pidiendo préstamos a los amigos, que se los giraban de buena gana. Gerardo Diego fue uno de los más generosos, pero cuando en una conferencia en Lima recordó el préstamo, Georgette Vallejo le arrojó unas monedas –ofendiéndonos, de paso, a todos. No en vano repetía Vallejo: “La cantidad de dinero que cuesta ser pobre.” En cambio, Ernesto Cardenal, al narrar el Apocalipsis (durante el cual, según un economista, la inflación llegó al 120%), profetiza:

Y el ángel me dio un cheque del National City Bank
Y me dijo: Cambia este cheque
Y en ningún banco lo pude cambiar porque todos los bancos
habían quebrado.

Si finalmente logro vencer el tabú de hablar sobre el tema, tendría que empezar por las grandes novelas latinoamericanas (para no demorarme ya en las de Balzac, Dickens o Flaubert) que giran en torno al dinero. Pedro Páramo, por ejemplo, tiene su eje en la avaricia; como Los ríos profundos, la formidable novela de José María Arguedas, donde el avaro vacía de sentido al mundo, desde su centro, el Cusco. En cambio, en La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes, la economía simbólica es moderna: Artemio es un capitalista sin reglas ni escrúpulos, cuya acumulación lo termina devorando. La novela hace el trabajo de luto: 350 páginas apenas alcanzan para su obituario.

Las familias, en español, sólo hacen buenas novelas cuando empobrecen. Gracias a ello, todas las grandes novelas nuestras son sobre familias venidas a menos. El héroe de la novela europea del siglo XIX es un joven de provincias que viene a la capital a probar fortuna: basta verlo vestido puntillosamente, inclinado sobre la mesa de juego, poniendo a prueba su suerte, para saber que es totalmente legible: representa la fe en la sociabilidad. La novela del XIX es un formidable aparato de leer, al revés y al derecho, el destino social, que todo lo decide en sus términos.

No es irónico sino lógico que el fundador del Partido Comunista Peruano, José Carlos Mariátegui, haya sido el primer intelectual moderno nuestro: creyó en una vía nacional para el socialismo, cultivó las vanguardias, y fundó el patrimonio de una editorial próspera, la Minerva, editora de sus obras completas y responsable de la escolaridad peruana.

La pobre Ingrid Betancourt ha querido ser recompensada por su gobierno por sus años de cautiverio, pero el imperturbable Uribe le pasó la cuenta del precio de su liberación, y ella ha perdido el aura que tanto le costó. Podría asumir el coraje de la víctima que supera, en sus memorias de cautiverio, la miseria de sus cancerberos. Sería hoy un best-seller. Pero habiendo dilapidado su capital, tendrá que resignarse a la ronda de los famosos que la tele española infama.

La economía del discurso está hecha de paradojas probablemente irresolubles. Digamos, para acordar lo básico, que es bueno que los narradores cobren muy bien por su trabajo y puedan vivir, holgadamente, del mismo. No todos han tenido esa fortuna, cuya ecuación es reciente, y está dictada por el mercado más que por la misma calidad de los libros, como es obvio. Pero tampoco cabe sostener que el éxito se debe a la mala calidad, o que el fracaso económico bendice a lo mejor. Acabo de ver la lista de los libros más vendidos en Chile: todos, sin excepción, son basura. Urge que una excelente novela, como la de Arturo Fontaine (La vida doble, Tusquets), esté en la próxima lista.

El problema, en fin, no está en las altas y bajas de la bolsa literaria, de por si inflacionaria. A pesar de los sociólogos de la literatura (que torturan a sus estudiantes con encuestas a los vecinos, cuyas lecturas delatan su clase social), no hay reglas en estos temas. Incluso la proporción calidad-rédito no está decidida de antemano, por más que lo que más vende nos inspire horror y piedad. Resulta anacrónico que Julio Cortázar recibiera 300 dólares por sus derechos y que Borges ignorara cuanto recibía por una conferencia. Nuestra amistad fue anterior a los agentes literarios: cuando nos preguntaron por el adelanto que esperábamos por un librito al alimón, Cortázar y yo respondimos: ninguno.

Más urgentes, por ser de hoy y de mañana, son otras preguntas.

¿Se puede cobrar, sin compartirlo, por unas charlas sobre Sarita Cartonera, la pequeña editorial alternativa, nacida del reciclaje, que empezó el poeta argentino Wáshington Cucurto?

¿Puedo, sin pestañar, recibir un pago por una crónica en que protesto la muerte del cubano Orlando Zapata?

Algunos ejemplos son dignos de consideración. José Saramago creó una Fundación para ayudar a jóvenes escritores. García Márquez donó tanto dinero a tantas causas perdidas que su mujer sopesó la necesidad de proteger a sus hijos. Tomás Eloy Martínez, con quien compartí la alarma de estos temas, me confió que sostenía una escuela en su pueblo. Pero quizá la mayor lección la debo a Toni Morrison cuando la invitamos a una semana de diálogos en Brandeis, y pidió dividir sus honorarios con una fundación educativa.

Se trata, en efecto, de la pregunta por nuestro lugar de escritores en estos tiempos de más pobres y desiguales distribuciones. O sea, por el lugar del otro en ti.

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8 de agosto de 2010
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Diario de MAD

 

1. Lectura de Manuel Vilas

Vine a MAD porque me dijeron que aquí conseguiría la auténtica Roja. Una amiga me puso al día : en tienda de chinos está a 4.50, en tenderete  árabe a 10, en stop nigeriano a 12, en Souvenirs a 20. Pero la oficial, en el Corte Inglés, vale 70 euros. Es la verdadera, me advierte ella: lleva el sello de Adidas. Y es 100% polyester, de tecnología Climacool.  Compruebo en la página de Adidas que han previsto una réplica de la Furia Roja, más liviana, por 40 euros. ¿Cómo elegir sin definirse como otro dato estadístico?

2. Variaciones de Juan Francisco Ferré

Ya que hemos ganado con los pies, podríamos ahora triunfar con la cabeza.

3.  Pilar del Río en el Centro de Arte Moderno

En la terraza de la esquina tomamos un té lleno de tarde.  

Convertirá su casa de Lanzarote en un Archivo, construirá un tercer piso, alojará investigadores becados por la Fundación Saramago.

–No ha habido nadie como José.

4. Para leer a Patricio Pron

Félix de Azúa ha escrito una extraordinaria crónica de entusiasmo (incluida en su bitácora vecina)  por los libros de este joven y talentoso narrador argentino, educado en Alemania y radicado ahora en MAD. Pocas veces se puede leer una bienvenida literaria tan generosa y lúcida, como ésta, hecha por un escritor maduro en libre ejercicio de su lectura. Quien haya levantado su casa en el lenguaje, reconocerá el buen tiempo, inusual en la frontera. El esplendor del entusiasmo es uno de los rasgos de la Teoría, del lenguaje como el proyecto de otra articulación. Nuestra lengua está más hecha a la negación del otro, a la autonegación, esa indulgencia de los pobres de espíritu.  Los indiferentes se quedan a las puertas del Infierno, porque habiendo sido incapaces de una pasión no tienen nombre ni lugar.

Patricio concluye ahora una novela de substrato autobiográfico,. Ha debido negociar con sus padres los límites de lo decible. Le recuedo la tesis de Lacan: se escribe siempre  dentro de una censura. Y a favor de ella, el lenguaje podría  decir más; convertir la autobiografía en una desautorización, en lo que se puede llamar una lecto-grafía.

San Agustín había definido el género cuando escribió que, de muchacho,  con sus amigos robaba manzanas del vecino porque sentía “verguenza de no haber sentido verguenza.” Pero en España no hay autobiografías, se decía, por pudor.  De pronto, con la devolución plena del lenguaje, los escritores de la transición asumieron la primera persona, y contamos con dos memorables autobiografías parteaguas, las de Juan Goytisolo y Carlos Castilla del Pino. Hace poco, pensé que el género había terminado cuando al abrir una, leí: “De chico, yo iba a la escuela…” No estaría mal si fuese una novela. Podría ser, al menos, balzaciana y, con más suerte, picaresca. Pero como biografía, ya esas palabras revelan que el numerario está destinado al funcionariado endogámico.

5.  Visita al blog de Vicente Luis Mora

Leo que la palabra más buscada en línea es “Internet” bajo la forma de una pregunta: “¿Qué es Internet? “ Internet responde: “Internet soy yo”. Y la segunda palabra más buscada es “leer,” también como pregunta: “¿Qué es leer?” Lo que equivale a preguntar: “¿Quién soy yo?”

6. Anotado en una página de Fernández Mallo

Picasso: No busco, encuentro.

Cortázar: Busco, lo demás es literatura.

El mejor lector de Julio Cortázar es el que aún no ha leído a Julio Cortázar.

7. Nostalgia de María Zambrano

Fui al Círculo de Lectores para acompañar la presentación de la antología de María Zambrano que hizo José-Miguel Ullán, pero al doblar la esquina no estoy seguro por dónde seguir, y se lo pregunto al dependiente de un quiosco de periódicos. “Todo derecho,” responde, por cumplir. Un contertulio suyo interviene y se ofrece a llevarme. Agradezco, profusamente. Es tartamudo, pero se deja entender.  Mientras me guía, pienso que María habría aprobado la mediación filosófica de este hijo del lenguaje.

8. Nueva crítica atlántica

La editorial Iberoamericana (www@ibero-americana.net) resuelve la crisis del modo más creativo: ha incrementado y diversificado su producción. Son de este mismo año algunos títulos de lectura placentera, como Madrid|Barcelona, Literatura y ciudad (1995-2010), compilado por  Jorge Carrión, que tiene el buen tino de incluir a escritores capaces de cruzar fronteras y lenguas, como Javier Marías, Enrique Vila Matas, Belén Gopegui, V.L. Mora, Mercedes Cebrián y Robert-Juan Cantavella. También es novedad La memoria sublevada, Autobiografía y reinvidicación del intelectual ibérico del medio siglo, de Pepa Novell, dedicado a las variaciones biográficas de Carlos Barral, Juan Benet, Oriol Bohigas, Carlos Castilla del Pino, Juan Goytisolo y Jorge Semprún, cuya palabra siempre tuvo al mundo como interlocutor. Edith Mendoza Bolio, por su parte, nos entrega un espléndido trabajo de recuperación: los manuscritos de Remedios Varo, la notable pintora española que vivió en México, donde fue parte de la vanguardia transatlántica. A Veces escribo como si trazace un boceto. Los escritos de Remedios Varo es una revelación de la capacidad creativa  de una artista española libre de  fronteras.

9.Proyecto Banda Sonora

Diego Neuman Galán, músico y artista, me hace llegar noticias del proyecto Banda Sonora, que en la favorable encrucijada de Granada explora vínculos e interpolaciones felices de música y literatura. Integran este estimulante grupo, además de Diego, Lucía Martínez Cabrera, Jesús Ortega, Erika Martínez y Pepa Merlo, quien ha compilado el tomo Peces en la tierra, Antología de mujeres poetas en torno a la Generación del 27 (Renacimiento), de lectura imprescindible y actual. 

He aquí la información:

www.bandasonoradellibro.es

 

10. La Balada del Paseo de las Letras

En La Casa del Libro te regalé una edición del Quijote sin notas.

Subimos las escaleras del Círculo de Bellas Artes.

Bajamos las escaleras del Centro Cultural de la Villa.

Fundación Mapfre (Recoletos, 23): La subversión de las imágenes.

En La Casa de América hicimos pausa para el café. 

Y a la sombra de La Casa Encendida nos despedimos.

Fue un día que estuvo escrito en el “Time Out.”

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27 de julio de 2010
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Preguntas en Santander

  

¿No es éste magnífico Palacio de la Magdalena, en Santander, el lugar donde España deja de ser un énfasis de la opinión y se convierte en una pregunta reiterada con la urgencia de nuevas respuestas que pregunten mejor?
 

¿Será la Universidad Internacional Menéndez Pelayo la puesta al día de la voluntad inquisitiva de Don Marcelino, rico en erudición enciclopédica, cuyo proyecto fue una biblioteca de la diferencia heterodoxa?
 

Su Horacio en España lo he leído, más bien, como un Horacio en español universal. Su extravagante enjuiciamiento de la poesía hispanoamericana, en sus  antologías distraídas, le hizo decir que en Chile, dada la aridez del medio, no podía haber  buenos poetas, lo que demuestra los límites de su lenguaje. Y sin embargo, recuperó a Blanco White, ese Horacio de España y las Américas.  Blanco White, el precursor, y Andrés Bello, el fundador, andaban buscando, desde Londres, un príncipe desocupado que gobernara en América para hacer la primera gran transición.
 
Como diremos mañana, en la UIMP, convocados por la Fundación Instituto de Cultura del Sur, nos hicimos las preguntas que la transición española a la democracia dejó sin responder. Dedicado a Juan Luis Cebrián, en reconocimiento de su puesta en claro del diálogo como asignatura española, este coloquio sobre “El futuro de la transición” tuvo, felizmente, más interrogaciones que resoluciones. Y si algo quedó claro es que la biografía intelectual de la transición española a la democracia, varias veces ensayada, todavía requiere de distancia, y como casi todo en España, de mejor memoria y más reconciliación.
 
No hubo buenos y malos en la transición, que fue negociada por los hijos de los vencedores y de los vencidos, a nombre de una democracia compartible, concluyó Cebrián. Y Felipe González adelantó que estos treinta años de transiciones han sido los mejores de tres siglos de vida, en español, casi siempre irreconciliable. 
 

Pero la transición española ¿no es también una etapa del mismo idioma español, que transitó desde su larga  tradición autoritaria a una más horizontal comunicación?  Las revistas, los medios de prensa independientes, los intelectuales capaces de hacer la crítica del lenguaje para aliviarlo de su pesadumbre oscurantista, ¿no propiciaron también el laborioso parto civil del tú?
 

¿Hemos hecho camino al dialogar? ¿ Es, por fin, el tú la confirmación del yo?
 

Por lo demás, ¿no le falta al español  recorrer serios tramos pendientes? El machismo, el racismo, la xenofobia, esas plagas que devoran hoy mismo el lenguaje, ¿no nos retrotraen a la jungla preverbal donde, como se sabe, los demás primates mayores son menos violentos que nosotros?
 

Dijo el Dr. Johnson que “el patriosmo es el último refugio del bribón”.  Pero, ¿hay que sorprenderse de que el regionalismo ultramontano requiera negar, para afirmarse, la humanidad de los otros, de los que son diferentes por culpa de la más superficial información biológica, la pigmentación de la piel?  El espejo del otro negado,  ¿no descubre, acaso, monstruos?
 

Nos preguntábamos con José María Ridao por la necesidad de las preguntas que tendrán futuro.  Porque la negociación es un pacto para acordar el presente pero la interrogación mutua es un trabajo por la futuridad, por la calidad de futuro que puede abrir el lenguaje español cuando no se calla (es, felizmente, el lenguaje en el cual es más dificil callar).  Pero, ¿no hace falta bajar un poco la voz y esperar que el otro termine de preguntar? ¿No es acaso necesario devolver la palabra, esperar turno, favorecer los relevos? Y sí, siempre afirmar, aunque sea dificil, afirmar.
 

Es inolvidable el momento en que Orwell en su libro sobre España dice encontrarse por primera vez con un campesino,  darle la mano, y sentir,  “la inmediata decencia de un campesino español.”
 

¿Cómo no creer que entendió que ese hombre lo reconocía como el tú que creía y en quien podía creerse?

 

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18 de julio de 2010
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Pase en profundidad

 

De este mundial de fútbol me han interesado dos lecciones: las de la ética, que compete a la conciencia;  y la copiosa participación de Dios, que se debe a la lengua española.

 

Hace tiempo que se ha estudiado el fútbol como un rito tribal de violencia negociada. Ya a fines de los años 60 el etnólogo peruano Luis Millones documentó  el ritual de agresividad exacerbada por las tensiones de región, clase y color.  El racismo se ha hecho oir en los estadios como un grito de las junglas. Y en Madrid, en un coloquio sobre el diálogo de las culturas, escuché al futbolista Etóo contar que en Barcelona los niños le decían a su pequeña: “Por qué no te marchas a tu país.”  En Perú hay dos equipos con nombres ilustres: Inca Garcilaso de la Vega y César Vallejo. Supongo que se enfrentan como una guerra civil.  Si el fútbol es una metáfora nacional, a los peruanos un agonizante empate nos sabe a triunfo. En cambio, en España, el fútbol ha remplazado a la siesta.

 

Pero el episodio del futbolista uruguayo, Luis Suárez, que en la puerta del arco de su equipo detuvo con las manos un gol, merece alguna consideración. Habría sido gol si no hubiese manoteado el balón. No me extraña que Suárez, que parece una persona inteligente, haya apelado a la autoridad de Dios. Y, enseguida, a Maradona. Dijo que se trataba de otra “mano de Dios” (en este caso, de ambas manos) en alusión a la mano divina con que Maradona se ayudó para anotar el gol de la victoria en un campeonato anterior. Ninguno de los dos pudo tapar el sol con una mano porque las cámaras documentan su infracción clamorosa. Y ya que Dios anda en ello, el dilema de este “caso de conciencia”  es digno de un dictámen de la casuística. 

 

Habiendo usado las manos para detener el balón, ¿debería el árbitro haber sancionado el gol? La pregunta es retórica porque lleva su respuesta: depende de si eres aristotélico o platónico. Pero la ley ha previsto una doble sanción equivalente: tarjeta roja para el infractor, y tiro de penal contra su equipo. Lo extraordinario es que ese tiro se estrelló (¿o fue estrellado por un dios tahur?) en el travesaño y no hubo gol. La figura es de una elegancia teoremática, digna del juicio de Wittgenstein, porque todo ocurre en el lenguaje, demostrando no los límites de lo real en las palabras sino, en español, su licencia. 

 

Porque allí no termina el dilema, que despliega una escena barroca: el partido concluye sin goles y hay que jugar tiempo extra, que así mismo termina sin anotación. Por lo tanto,  el partido debe definirse por  penales. Como en otra teoría de las equivalencias, las manos de Luis Suárez desencadenaron una tormenta de patadas al arco, hasta que, batido, el equipo rival quedó eliminado. Nunca un acto ilegal fue premiado más legalmente.

   

Espero que ningún chico de escuela llegue a la conclusión de que romper una ley puede terminar en un triunfo nacional.

 

Pero desde la tesis de Weber sobre la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad, cabe revaluar la infracción de Suárez. La primera es la moral de los principios generales, encarnizados e irrenunciables. La segunda es la moral de las consecuencias de los actos, decididos en conciencia. Si Suárez actuó por convicción, buscando impedir la derrota de su equipo a cualquier precio, tendría que asumir la ignominia de su acción, de otro modo la suya sería una mera convicción egoísta y selectiva.  En cambio, si actuó por responsabilidad, el hecho de que su transgresión beneficiara a su equipo, no lo exime de la irresponsabilidad. En ambos casos, se trata de un crimen moral.  Contra el equipo de Ghana, contra el suyo, contra su país. O sea, contra las reglas de juego del mercado universal del fútbol.

 

Confiemos que no haya una “burbuja del fútbol,” producida por la inflación de salarios y el costo mundial de inversión, equivalente a la crisis financiera de un mercado sin regulaciones ni sanción. Subvencionar al planeta futbolero, convirtiendo en funcionariado  a quienes hoy apelan a un Dios cara pintada, sería un circo romano o, mejor todavía, una distopia novelesca digna de Manuel Vilas o Juan Francisco Ferré.

 

Parece que la Virgen anda también activa en estas lides. “La verdad, pensé (dijo el futbolista español Piqué a propósito de la gran atajada del arquero Ike Casillas), que acababa de bajar la Virgen y había parado el penalti.” Tarjeta amarilla para la Virgen o, en rigor, para el idioma español.

 

Para mantener el humor, y a propósito de la abusiva presencia de Dios en los campos de fútbol, te dejo esta glosa, por si quieres prolongarla y mejorarla. Sólo hay una regla. La letra O de “dios” es un balón que circula  (o rebota) entre los versos y tus manos.

 

Pase en profundidad

 

Los jugadores que entran a la cancha,

tocan el ardiente grass y se persignan,

¿esperan de Dios el milagro del gol?

Rinden su paso al azar, pero la fe

eligen de un orden favorable.

Esa idea de orden asume la mirada

del Dios creador del hombre y del fútbol

que decide otro match a las 3 pm.

Salvo que Dios no haya previsto aún

usar cabeza y mano, foul o penal,

y esté el jugador librado al azar

de un pase en profundidad, dividido.

Nos repite el juego, pero cada match

Espera de Dios mayor certidumbre.

Y no, ¡oh Inconstante!, Tarjeta Roja.

 

 

 

 

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5 de julio de 2010
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Pausa estival

 
 

Porque una bella amiga me pregunta si la Feria del Libro acaba alguna vez, quiero decirle que gracias al ocio estival, tenemos tregua.

Lamenta, me confìa, carecer de tiempo para todos, pero intenta leer, no sin sobresaltos, a los 89 escritores del Festival de Bogotá. ¿Cómo leer, en efecto, estas vacaciones a esos 98 jóvenes narradores sin que dejen de serlo antes de acabar una de sus confesiones? Incluso estas preguntas, me dice, las ha leído en alguna parte.

No leemos, le respondo, para confirmar la fugacidad de los libros, sino para prolongar su destiempo. Proust, es cierto, necesitó diez mil páginas, pero le dedicó cuarenta a una gran cena y un párrafo a una mera vida.

Emma Bovary, me reta ella, leyó a gusto porque vivía en la campiña. Allí donde los pollos corren crudos.

Para no abrumarla de citas ilustres, concluyo: leemos gracias al azar favorable, en esa intimidad, libres del lugar común.

Puedes dejar de leer sin pena aquello que no ha sido escrito para tí, sin sentirte culpable y, mucho menos, ofendida. Es cierto que los escritores escriben demasiado, pero debe ser porque buscan tus ojos, sin saber que desdeñas las confesiones que prodigan la casualidad.

Después de todo,  dijo un escéptico inglés, los escritores suelen ser una clase de gente que no vale la pena conocer, pocas veces escuchar, y casi nunca leer. Lo peor de la lectura actual no es la profusión de libros, sino el punto de saturación. Si alguien publica todas las semanas, damos su diario por leído. El lenguaje nombra la diferencia, la repetición lo desnombra.

Peor que el horror al vacío es el énfais irrelevante. Lo primero, produjo el Barroco; lo otro, la literatura excesivamente digital.

¿Alguno de ustedes no ha leído todavía el Quijote? ¿Alguien no ha leído aún Cien años de soledad?, pregunto el primer día de clases. Y a las tímidas almas que levantan la mano les digo: Qué suerte, no saben lo que les espera. Los estudiantes que sí los han leído, miran a los analfabetos con admiración.

No me sorprende que Vicente Aleixandre descubriera que era poeta el día que escuchó un verso de Rubén Darío. O que José Watanabe creyera que La voz a ti debida, de Pedro Salinas, era un don que se le hacía deuda. (La voz a mí debida, decía Juan Ramón).

 

Pero sí me sorprende que, hace poco, en México, al bajar de un taxi olvidara mi libreta de notas. Era una de esas agendas optimistas que dedican una página en blanco a cada día. Yo había apurado notas, fragmentos, citas... Vi que el taxi se alejaba sin prisa, y pude haberlo alcanzado y recuperar mi libreta; pero dudé. ¿Y si la dejaba ir? Sentí el extraordinario alivio de no tener que escribir.

Transcribir, revisar, copiar, son labores placenteras y dignas, pero dejar de hacerlo es más prometedor. No creí fuese pérdida lo que parecía tributo.

De modo que estas vacaciones no será preciso cargar con el bolso crecido de las novedades obligatorias.

Pero tampoco leer la prosa lánguida de los cronistas, que leen en la playa novelas en las que alguien languidece leyendo en la playa.

Hay una página escrita para ti, donde te aguarda la luz de la atención. Ese libro se enciende porque encuentra tu voz.

La lectura eres tú.
 
           
           
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29 de junio de 2010
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Apunte de Saramago

Saramago era un Juan Rulfo portugués que había ganado el Nobel.  Como Rulfo, lo había leído todo, señal del autodidacta escolarizado por la novela. Y como Rulfo, poseía la inteligencia popular que los hijos de la ciudad, más livianos, confunden con sabiduría oral. Tenían ambos, además, un laconismo elegante, pero eran capaces de grandes arrebatos de protesta o de ternura. También fueron esa clase de escritores que  en los foros de este mundo, callaban tan profundamente que su silencio se hacía notorio. Parafraseando a Macedonio Fernández, se podría decir que si callaban un rato más, no quedaría nada que añadir.
 

La primera vez que lo vi, tal vez en un foro en Madrid, hablamos de Providence, mi ciudad, famosa por su población portuguesa. Me contó que había estado aquí, y que unos profesores portugueses lo llevaron a conocer un mercado auténticamente portugués. Lo divertía esa paradoja regional, porque él vivía rodeado de mercados portugueses verdaderos. Me di cuenta de que su laconismo era una forma del sentido común. Tenía un gusto empírico mundano y austero. No pertenecía a ninguna artistocracia literaria, pero tampoco hacía gala de sus orígenes campesinos. Se había hecho un hombre de la ciudad a través de los libros, el periodismo y la política, que en su caso fue la clandestinidad del Partido Comunista Portugués, al que adherió en 1969.  He llegado a la conclusión de que Saramago fue una clase de escritor que hemos conocido en América Latina: un escritor que pasó de la pobreza rural a la vida urbana a través de los clásicos. O sea, a través de la idea de la polis como espacio de la política, y de la civitas como lugar del debate, el ágora y el ágape.  Saramago debe haber sido el último artistotélico. Creía que la verdad se hace entre todos,  a pesar de todo. Su robusto sentido común era la fuente de su inmediato sentido de la justicia. Su voluntad de ser útil, revelaba no al hombre político sino al hombre dialógico.
 

Por eso, andaba por las ferias de libro de este mundo rodeado de una nube de periodistas, y era verdaderamente feliz hablando con ellos. García Márquez, que es amigo personal de los periodistas, en cambio, se niega a conceder entrevistas. “Lobo no come lobo,” les dice, para espantarlos. Las opiniones de Saramago, respuestas y  propuestas eran de tal sentido común, que resultaban irónicas y hasta atrevidas. Era capaz de poner a prueba su libertad para exceder las normas y la corrección política. A veces era imposible acompañarlo tan lejos, pero ese era un papel que hacía suyo. Una vez, hablando contra las guerras de Bush, me explicó su teoría sobre los terroristas suicidas: sólo alguien acorralado puede hacer de su muerte una bomba. Lo decía  alarmado de esa paradoja extrema.
 

Pero siendo un escritor mayor, era más complejo que su figura civil. Sus novelas son en sí mismas idependientes de una tesis previa, pero llevan por dentro una referencia literaria central: la gran poesía de Fernando Pessoa. Los varios poetas que inventó Pessoa postulan que el sujeto (pessoa, persona, máscara) está hecho de muchas voces.  Y, para él,  cada una merecía su nombre, vida y obra independientes. De los tres heterónimos que creó Pessoa, atribuyéndoles una obra distinta, el de Ricardo Reis es el más confesional y melancólico. Saramago escribió  su novela preferida, El año de la muerte de Ricardo Reis (1982) para contar su visión de Lisboa desde la máscara (Reis) de otra máscara (Pessoa). De modo que su Reis es una tercera instancia, y con esa libertad de mediaciones pudo levantar, por fin, su versión de la ciudad como espacio de construcción de la identidad emotiva. Una ciudad mórbida y memoriosa, donde el romanticismo es la forma de su agonía plácida. Por eso, cuando ha querido definirse como escritor, ha acudido otra vez a Pessoa para designarse en estado de permanente “desasosiego”. Pessoa había escrito:
 


”En la vida de hoy, el mundo sólo pertenece a los estúpidos, a los insensibles y a los agitados. El derecho a vivir y a triunfar se conquista hoy con los mismos procedimientos con que se conquista el internamiento en un manicomio: la incapacidad de pensar, la amoralidad y la hiperexcitación.” (Libro del desasosiego)
 

Seguramente Saramago habría cambiado los calificativos pero, al final, diría otro tanto de lo mismo. Con menos patetismo, pero con parejo rechazo de la mentalidad dominante; esta vez, la del consumismo, el espectáculo, y la mediocridad del mal.
 

Pero las estrategias literarias de Saramago llevan todavía otra trama interior: su diversa biografía, rescrita con humor y desenfado. Hasta su nombre es una máscara: Saramago (una especie de rábano rústico) era el apodo que los campesinos aplicaban a su padre, y en la partida de nacimiento del escritor apareció el insulto convertido en apellido. El padre tiene que haber sido el primer personaje del escritor futuro: aceptó sin reparo el error y decidió asumir ese nombre. Se diría que José Saramago fue desde el primer día una creación del lenguaje.
 

La última vez que coincidimos fue en la primera edición de Lecciones y Maestros, en junio de 2007, organizada en Santillana del Mar, de la que fue anfitriona nuestra querida amiga Isabel Polanco. A mi me tocó hablar de Juan Goytisolo; de Saramago se ocupó, con brío, Laura Restrepo. En una de las cenas multitudinarias, buscando un lugar entré a una sala y encontré a Saramago, sentado a la mesa, solo. De modo que decidí acompañarlo. Lo vi más taciturno y vulnerable que de costumbre. Para animarlo, le conté que había conocido a Jorge Amado, a quien él estimaba, en un congreso en Puerto Rico, donde me había contado el origen de Doña Flor y sus dos maridos. Pero contrastándolos con la integridad de Amado, Saramago empezó una letanía contra los intelectuales sumados al sistema. Habíamos perdido, protestó, la capacidad de darle significado a las cosas, y vivíamos en la ausencia del significado.  La vida misma perdía sentido. Al final, me dijo, estamos solos. Felizmente, a poco estuvimos menos solos porque fueron sumándose a la larga mesa otros participantes del coloquio y, sin que nadie se percatara, nos quedamos callados. En verdad, es muy fácil quedarse callado en una cena española.
 

Pero pronto descubrí que la melancolía de Saramago no provenía de la pérdida del mundo tal cual, sino del hecho más urgente de que Pilar del Río, su mujer, lo había dejado solo. O más bien, se habia mudado a otra mesa de amigas. A su vuelta, José recuperó instantáneamente el optimismo. Hasta sonrió. Y pudimos remontar la decadencia de Occidente y hacer honor a los dones de Cantabria.
 

Me he quedado con esa imagen viva de José Saramago. La sonrisa de un hombre enamorado. 

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26 de junio de 2010
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Vidas del color

 

1. La solitude organisative

 

Con la obra plástica de Miquel Barceló me vengo encontrando hace cosa de diez años al azar de los viajes, y como ya eso mismo me había ocurrido con la pintura de Tapies, y después con los trabajos de Luis Gordillo, Frederic Amat y Francesc de Torres, pongo en limpio estas notas tomadas al pie de la Caixa Forum, despues de visitar su espléndida muestra “La solitude organisative” (1983-2009).  Con la pintura, como con la música, uno sostiene relaciones del todo personales, que a  veces adquieren la incertidumbre de  un enigma, que uno descifra como puede, y no siempre puede.  No se trata de una pregunta por el gusto, que es más afectivo; sino por esa demanda de lo genuino que el arte de exploración despliega, revelándola, de pronto, con la fuerza de su ausencia. Lo dice mejor Rothko en la  pieza “Red,” de John Logan, con su alegato por la certidumbre, a propósito de Caravaggio venciendo la oscuridad de la iglesia de Santa María del Popolo al pintar la Crucifixión de San Pedro.  Es ya sintomático que el título de esta muestra de Barceló busque organizar la fecundidad de sus formas de errancia, en el puro azar que las despliega. Y lo hace en el idioma cuya sintaxis presume leer el mundo. La soledad, en español, es más bien autocontemplativa; en ingles, declara un problema personal; sólo en francés es capaz de organizarlo todo, gracias a que el yo es una categoría gramatical.
 

“Huir del exceso,” llama Barceló a su serie del desierto, aunque en su caso el exceso es la materia de que está hecha el mundo, y hasta sus cerámicas están llenas de la materia misma que las reprodujo. Como el muro de Tapies, el desierto aquí es un espacio plástico elocuente; pero allí donde el maestro cultiva el silencio y hasta la mudez interna de la materia, Barceló discurre con bravura.  La abundancia de la materia, que brota excediendo a la forma, esta vez me resulta más sensorial en las naturalezas muertas, cuyas frutas partidas o abiertas reverberan de color. Esas frutas son dones del tiempo que celebra su duración. Son cuadros, por ello, que dialogan con el barroco. En una serie de formato más amplio, los blancos cubren la imagen del bodegón, mediando entre la inmanencia de las cosas y su desaparición.  
 

Va uno, así, comprobando el talento del artista para cambiar de lugar y asir la materia liberada por el color, poniéndose una y otra vez a prueba. Lugares que son tiempo, o sea, espectáculo de la abundancia escénica, allí donde el arte se cita a sí mismo, celebrando su capacidad de ver, de revelar.
 

Después de una gran cocina española, unas papayas densas, y unos bodegones azurbaranados, me pareció que en la sala siguiente me encontraría con unas frutas americanas, más terrestres que flotantes, cuyo color podría ser el del sabor. A esta muestra, me dije, le hace falta el pie a tierra de esa nostalgia. ¡Lo que podría hacer Barceló con una piña! Esa piña americana que Felipe II miró en su mesa, en silencio, y decidió no probar.
 

 

2. Viva el color
 

 

En cambio, no conocía la pintura de Rufino de Mingo, cuya obra reciente puede verse en el Centro de Arte Moderno de Madrid. Me llamó la atención que los dos prologuistas de su catálogo se refieran a la soledad que sus figuras en tránsito desnudan o revisten. Jorge Fernández Torres alude a una serie de homenajes a Hopper que ha ejecutado de Mingo, y es cierto que los edificios de Hopper no sólo han desaparecido sino que es, precisamente, ese trance de precariedad que sus composiciones agudizan. Después de frecuentarlo, uno se descubre caminando levemente hopperesco. Por su lado, Jesús Lázaro Docio observa en esta muestra un espacio reflejado y refractado, espacio bidemensional, dice, donde la figura del centinela es un paradigma de la soledad y el ego es un fantasma. “Viva el color” se llama esta muestra y la calidez del color es aquí una materia en circulación, que reparte entre el mundo y el sujeto un orden sensorial pleno, a la vez físico y onírico, empírico y ritual. Los personajes del pintor están poseídos por una actividad intensa, a veces lúdica, tal vez trágica, de un vigor casi expresionista, y de un gusto cromático que adensa la composición gráfica.
 

Hay un apetito mundano, terrestre, en el mismo drama de cuadros como “Balseros,” “Náufragos” y “La Frontera,” que aluden a la inmigración, a la subversion que esos cuerpos desnudos imponen a la misma sintaxis de la plástica. Otro cuadro, “El Winipher,” remite al famoso barco que llevó emigrados españoles a Chile durante la Guerra Civil. Así, la articulación de esta obra se organiza también en su exploración de espacios alternos y extraterritoriales; sólo que el eje de estas versiones transfronterizas es la orilla americana. Sobre todo, el Caribe, que es uno de los tramos de referencia en el diálogo del artista con su arte, ya que ha exhibido en Puerto Rico, Cuba, República Dominicana y Estados Unidos. La zozobra de esa recomposición del espacio caribeño seguramente deja una huella transitiva en su obra, el aire de un movimiento de tránsitos y transiciones, entre espacios superpuestos y a la vez fluidos.
 

La extraordinaria figura de un hombre desnudo, cuyo dinamismo es una energía esquemática, que carga una nube negra y una nube blanca mientras camina de sur a norte, es un enigma de la representación del sujeto de este siglo: entre heroico y caricaturesco, es un sujeto consagrado por la pintura como la nueva vida del color.
 

En la inquietante obra plástica de Rufino de Mingo, esta sintaxis mestiza tiene el poder y la humanidad de hacernos compartir ese devenir, tan incierto como verdadero.

 

 

 

 

 

 

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18 de junio de 2010
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