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Pase en profundidad

Por 5 de julio de 2010 Sin comentarios

Julio Ortega

 

De este mundial de fútbol me han interesado dos lecciones: las de la ética, que compete a la conciencia;  y la copiosa participación de Dios, que se debe a la lengua española.

 

Hace tiempo que se ha estudiado el fútbol como un rito tribal de violencia negociada. Ya a fines de los años 60 el etnólogo peruano Luis Millones documentó  el ritual de agresividad exacerbada por las tensiones de región, clase y color.  El racismo se ha hecho oir en los estadios como un grito de las junglas. Y en Madrid, en un coloquio sobre el diálogo de las culturas, escuché al futbolista Etóo contar que en Barcelona los niños le decían a su pequeña: “Por qué no te marchas a tu país.”  En Perú hay dos equipos con nombres ilustres: Inca Garcilaso de la Vega y César Vallejo. Supongo que se enfrentan como una guerra civil.  Si el fútbol es una metáfora nacional, a los peruanos un agonizante empate nos sabe a triunfo. En cambio, en España, el fútbol ha remplazado a la siesta.

 

Pero el episodio del futbolista uruguayo, Luis Suárez, que en la puerta del arco de su equipo detuvo con las manos un gol, merece alguna consideración. Habría sido gol si no hubiese manoteado el balón. No me extraña que Suárez, que parece una persona inteligente, haya apelado a la autoridad de Dios. Y, enseguida, a Maradona. Dijo que se trataba de otra “mano de Dios” (en este caso, de ambas manos) en alusión a la mano divina con que Maradona se ayudó para anotar el gol de la victoria en un campeonato anterior. Ninguno de los dos pudo tapar el sol con una mano porque las cámaras documentan su infracción clamorosa. Y ya que Dios anda en ello, el dilema de este “caso de conciencia”  es digno de un dictámen de la casuística. 

 

Habiendo usado las manos para detener el balón, ¿debería el árbitro haber sancionado el gol? La pregunta es retórica porque lleva su respuesta: depende de si eres aristotélico o platónico. Pero la ley ha previsto una doble sanción equivalente: tarjeta roja para el infractor, y tiro de penal contra su equipo. Lo extraordinario es que ese tiro se estrelló (¿o fue estrellado por un dios tahur?) en el travesaño y no hubo gol. La figura es de una elegancia teoremática, digna del juicio de Wittgenstein, porque todo ocurre en el lenguaje, demostrando no los límites de lo real en las palabras sino, en español, su licencia. 

 

Porque allí no termina el dilema, que despliega una escena barroca: el partido concluye sin goles y hay que jugar tiempo extra, que así mismo termina sin anotación. Por lo tanto,  el partido debe definirse por  penales. Como en otra teoría de las equivalencias, las manos de Luis Suárez desencadenaron una tormenta de patadas al arco, hasta que, batido, el equipo rival quedó eliminado. Nunca un acto ilegal fue premiado más legalmente.

   

Espero que ningún chico de escuela llegue a la conclusión de que romper una ley puede terminar en un triunfo nacional.

 

Pero desde la tesis de Weber sobre la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad, cabe revaluar la infracción de Suárez. La primera es la moral de los principios generales, encarnizados e irrenunciables. La segunda es la moral de las consecuencias de los actos, decididos en conciencia. Si Suárez actuó por convicción, buscando impedir la derrota de su equipo a cualquier precio, tendría que asumir la ignominia de su acción, de otro modo la suya sería una mera convicción egoísta y selectiva.  En cambio, si actuó por responsabilidad, el hecho de que su transgresión beneficiara a su equipo, no lo exime de la irresponsabilidad. En ambos casos, se trata de un crimen moral.  Contra el equipo de Ghana, contra el suyo, contra su país. O sea, contra las reglas de juego del mercado universal del fútbol.

 

Confiemos que no haya una “burbuja del fútbol,” producida por la inflación de salarios y el costo mundial de inversión, equivalente a la crisis financiera de un mercado sin regulaciones ni sanción. Subvencionar al planeta futbolero, convirtiendo en funcionariado  a quienes hoy apelan a un Dios cara pintada, sería un circo romano o, mejor todavía, una distopia novelesca digna de Manuel Vilas o Juan Francisco Ferré.

 

Parece que la Virgen anda también activa en estas lides. “La verdad, pensé (dijo el futbolista español Piqué a propósito de la gran atajada del arquero Ike Casillas), que acababa de bajar la Virgen y había parado el penalti.” Tarjeta amarilla para la Virgen o, en rigor, para el idioma español.

 

Para mantener el humor, y a propósito de la abusiva presencia de Dios en los campos de fútbol, te dejo esta glosa, por si quieres prolongarla y mejorarla. Sólo hay una regla. La letra O de “dios” es un balón que circula  (o rebota) entre los versos y tus manos.

 

Pase en profundidad

 

Los jugadores que entran a la cancha,

tocan el ardiente grass y se persignan,

¿esperan de Dios el milagro del gol?

Rinden su paso al azar, pero la fe

eligen de un orden favorable.

Esa idea de orden asume la mirada

del Dios creador del hombre y del fútbol

que decide otro match a las 3 pm.

Salvo que Dios no haya previsto aún

usar cabeza y mano, foul o penal,

y esté el jugador librado al azar

de un pase en profundidad, dividido.

Nos repite el juego, pero cada match

Espera de Dios mayor certidumbre.

Y no, ¡oh Inconstante!, Tarjeta Roja.

 

 

 

 

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Julio Ortega

Julio Ortega, Perú, 1942. Después de estudiar Literatura en la Universidad Católica, en Lima,  y publicar su primer libro de crítica,  La contemplación y la fiesta (1968), dedicado al "boom" de la novela latinoamericana, emigró a Estados Unidos invitado como profesor visitante por las Universidades de Pittsburgh y Yale. Vivió en Barcelona (1971-73) como traductor y editor. Volvió de profesor a la Universidad de Texas, Austin, donde en 1978 fue nombrado catedrático de literatura latinoamericana. Lo fue también en la Universidad de Brandeis y desde 1989 lo es en la Universidad de Brown, donde ha sido director del Departamento de Estudios Hispánico y actualmente es director del Proyecto Transatlántico. Ha sido profesor visitante en Harvard, NYU,  Granada y Las Palmas, y ocupó la cátedra Simón Bolívar de la Universidad de Cambridge. Es miembro de las academias de la lengua de Perú, Venezuela, Puerto Rico y Nicaragua. Ha recibido la condecoración Andrés Bello del gobierno de Venezuela en 1998 y es doctor honorario por las universidades del Santa y Los Angeles, Perú, y la Universidad Americana de Nicaragua. Consejero de las cátedras Julio Cortázar (Guadajara, México), Alfonso Reyes (TEC, Monterrey), Roberto Bolaño (Universidad Diego Portales, Chile) y Jesús de Polanco (Universidad Autónoma de Madrid/Fundación Santillana). Dirije las series Aula Atlántica en el Fondo de Cultura Económica, EntreMares en la Editorial Veracruzana, y Nuevos Hispanismos en Iberoamericana-Vervuert.  Ha obtenido los premios Rulfo de cuento (París), Bizoc de novela breve (Mallorca), Casa de América de ensayo (Madrid) y el COPE de cuento (Lima). De su crítica ha dicho Octavio Paz:"Ortega practica el mejor rigor crítico: el rigor generoso."

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