Julio Ortega
1. La solitude organisative
Con la obra plástica de Miquel Barceló me vengo encontrando hace cosa de diez años al azar de los viajes, y como ya eso mismo me había ocurrido con la pintura de Tapies, y después con los trabajos de Luis Gordillo, Frederic Amat y Francesc de Torres, pongo en limpio estas notas tomadas al pie de la Caixa Forum, despues de visitar su espléndida muestra “La solitude organisative” (1983-2009). Con la pintura, como con la música, uno sostiene relaciones del todo personales, que a veces adquieren la incertidumbre de un enigma, que uno descifra como puede, y no siempre puede. No se trata de una pregunta por el gusto, que es más afectivo; sino por esa demanda de lo genuino que el arte de exploración despliega, revelándola, de pronto, con la fuerza de su ausencia. Lo dice mejor Rothko en la pieza “Red,” de John Logan, con su alegato por la certidumbre, a propósito de Caravaggio venciendo la oscuridad de la iglesia de Santa María del Popolo al pintar la Crucifixión de San Pedro. Es ya sintomático que el título de esta muestra de Barceló busque organizar la fecundidad de sus formas de errancia, en el puro azar que las despliega. Y lo hace en el idioma cuya sintaxis presume leer el mundo. La soledad, en español, es más bien autocontemplativa; en ingles, declara un problema personal; sólo en francés es capaz de organizarlo todo, gracias a que el yo es una categoría gramatical.
“Huir del exceso,” llama Barceló a su serie del desierto, aunque en su caso el exceso es la materia de que está hecha el mundo, y hasta sus cerámicas están llenas de la materia misma que las reprodujo. Como el muro de Tapies, el desierto aquí es un espacio plástico elocuente; pero allí donde el maestro cultiva el silencio y hasta la mudez interna de la materia, Barceló discurre con bravura. La abundancia de la materia, que brota excediendo a la forma, esta vez me resulta más sensorial en las naturalezas muertas, cuyas frutas partidas o abiertas reverberan de color. Esas frutas son dones del tiempo que celebra su duración. Son cuadros, por ello, que dialogan con el barroco. En una serie de formato más amplio, los blancos cubren la imagen del bodegón, mediando entre la inmanencia de las cosas y su desaparición.
Va uno, así, comprobando el talento del artista para cambiar de lugar y asir la materia liberada por el color, poniéndose una y otra vez a prueba. Lugares que son tiempo, o sea, espectáculo de la abundancia escénica, allí donde el arte se cita a sí mismo, celebrando su capacidad de ver, de revelar.
Después de una gran cocina española, unas papayas densas, y unos bodegones azurbaranados, me pareció que en la sala siguiente me encontraría con unas frutas americanas, más terrestres que flotantes, cuyo color podría ser el del sabor. A esta muestra, me dije, le hace falta el pie a tierra de esa nostalgia. ¡Lo que podría hacer Barceló con una piña! Esa piña americana que Felipe II miró en su mesa, en silencio, y decidió no probar.
2. Viva el color
En cambio, no conocía la pintura de Rufino de Mingo, cuya obra reciente puede verse en el Centro de Arte Moderno de Madrid. Me llamó la atención que los dos prologuistas de su catálogo se refieran a la soledad que sus figuras en tránsito desnudan o revisten. Jorge Fernández Torres alude a una serie de homenajes a Hopper que ha ejecutado de Mingo, y es cierto que los edificios de Hopper no sólo han desaparecido sino que es, precisamente, ese trance de precariedad que sus composiciones agudizan. Después de frecuentarlo, uno se descubre caminando levemente hopperesco. Por su lado, Jesús Lázaro Docio observa en esta muestra un espacio reflejado y refractado, espacio bidemensional, dice, donde la figura del centinela es un paradigma de la soledad y el ego es un fantasma. “Viva el color” se llama esta muestra y la calidez del color es aquí una materia en circulación, que reparte entre el mundo y el sujeto un orden sensorial pleno, a la vez físico y onírico, empírico y ritual. Los personajes del pintor están poseídos por una actividad intensa, a veces lúdica, tal vez trágica, de un vigor casi expresionista, y de un gusto cromático que adensa la composición gráfica.
Hay un apetito mundano, terrestre, en el mismo drama de cuadros como “Balseros,” “Náufragos” y “La Frontera,” que aluden a la inmigración, a la subversion que esos cuerpos desnudos imponen a la misma sintaxis de la plástica. Otro cuadro, “El Winipher,” remite al famoso barco que llevó emigrados españoles a Chile durante la Guerra Civil. Así, la articulación de esta obra se organiza también en su exploración de espacios alternos y extraterritoriales; sólo que el eje de estas versiones transfronterizas es la orilla americana. Sobre todo, el Caribe, que es uno de los tramos de referencia en el diálogo del artista con su arte, ya que ha exhibido en Puerto Rico, Cuba, República Dominicana y Estados Unidos. La zozobra de esa recomposición del espacio caribeño seguramente deja una huella transitiva en su obra, el aire de un movimiento de tránsitos y transiciones, entre espacios superpuestos y a la vez fluidos.
La extraordinaria figura de un hombre desnudo, cuyo dinamismo es una energía esquemática, que carga una nube negra y una nube blanca mientras camina de sur a norte, es un enigma de la representación del sujeto de este siglo: entre heroico y caricaturesco, es un sujeto consagrado por la pintura como la nueva vida del color.
En la inquietante obra plástica de Rufino de Mingo, esta sintaxis mestiza tiene el poder y la humanidad de hacernos compartir ese devenir, tan incierto como verdadero.