Julio Ortega
Porque una bella amiga me pregunta si la Feria del Libro acaba alguna vez, quiero decirle que gracias al ocio estival, tenemos tregua.Lamenta, me confìa, carecer de tiempo para todos, pero intenta leer, no sin sobresaltos, a los 89 escritores del Festival de Bogotá. ¿Cómo leer, en efecto, estas vacaciones a esos 98 jóvenes narradores sin que dejen de serlo antes de acabar una de sus confesiones? Incluso estas preguntas, me dice, las ha leído en alguna parte.No leemos, le respondo, para confirmar la fugacidad de los libros, sino para prolongar su destiempo. Proust, es cierto, necesitó diez mil páginas, pero le dedicó cuarenta a una gran cena y un párrafo a una mera vida.Emma Bovary, me reta ella, leyó a gusto porque vivía en la campiña. Allí donde los pollos corren crudos.
Para no abrumarla de citas ilustres, concluyo: leemos gracias al azar favorable, en esa intimidad, libres del lugar común.
Puedes dejar de leer sin pena aquello que no ha sido escrito para tí, sin sentirte culpable y, mucho menos, ofendida. Es cierto que los escritores escriben demasiado, pero debe ser porque buscan tus ojos, sin saber que desdeñas las confesiones que prodigan la casualidad.Después de todo, dijo un escéptico inglés, los escritores suelen ser una clase de gente que no vale la pena conocer, pocas veces escuchar, y casi nunca leer. Lo peor de la lectura actual no es la profusión de libros, sino el punto de saturación. Si alguien publica todas las semanas, damos su diario por leído. El lenguaje nombra la diferencia, la repetición lo desnombra.Peor que el horror al vacío es el énfais irrelevante. Lo primero, produjo el Barroco; lo otro, la literatura excesivamente digital.¿Alguno de ustedes no ha leído todavía el Quijote? ¿Alguien no ha leído aún Cien años de soledad?, pregunto el primer día de clases. Y a las tímidas almas que levantan la mano les digo: Qué suerte, no saben lo que les espera. Los estudiantes que sí los han leído, miran a los analfabetos con admiración.No me sorprende que Vicente Aleixandre descubriera que era poeta el día que escuchó un verso de Rubén Darío. O que José Watanabe creyera que La voz a ti debida, de Pedro Salinas, era un don que se le hacía deuda. (La voz a mí debida, decía Juan Ramón).
Pero sí me sorprende que, hace poco, en México, al bajar de un taxi olvidara mi libreta de notas. Era una de esas agendas optimistas que dedican una página en blanco a cada día. Yo había apurado notas, fragmentos, citas… Vi que el taxi se alejaba sin prisa, y pude haberlo alcanzado y recuperar mi libreta; pero dudé. ¿Y si la dejaba ir? Sentí el extraordinario alivio de no tener que escribir.Transcribir, revisar, copiar, son labores placenteras y dignas, pero dejar de hacerlo es más prometedor. No creí fuese pérdida lo que parecía tributo.De modo que estas vacaciones no será preciso cargar con el bolso crecido de las novedades obligatorias.
Pero tampoco leer la prosa lánguida de los cronistas, que leen en la playa novelas en las que alguien languidece leyendo en la playa.
Hay una página escrita para ti, donde te aguarda la luz de la atención. Ese libro se enciende porque encuentra tu voz.
La lectura eres tú.
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