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Los mineros salieron de la mina

Por 3 de septiembre de 2010 Sin comentarios

Julio Ortega

 
 
Ante otra catástrofe, Chile ha vuelto a demostrar que es una nación: el país se une para celebrar a los 33 mineros vivos. Están vivos porque los hemos visto y estamos vivos porque nos ven.
 
En otros países nuestros se persigue a sus dirigentes, se les niega sus derechos elementales, se envenena sus fuentes y corrientes, y todos los días muere un minero abaleado.
 
En mi país, hoy son de China (lo acaba de denunciar el Times) las empresas que los explotan, segregan y abusan.
 
Hay una nación allí donde la policía no dispara contra los ciudadanos. Los unos se reconocen a favor de los otros, y no se añade aflicción al afligido.
 
La historiadora Drew Gilpin Faust, en su Republic of Suffering: Death and the American Civil War (2008) demuestra que en su Guerra Civil los norteamericanos vivieron la muerte de modo tan descarnado, que esa experiencia colectiva brutal  forjó la identidad ciudadana: una cultura de la austeridad y el ahorro, nacida de la pobreza. Hasta los hábitos funerarios y el laconismo sobre la muerte se gestaron en ese fratricidio.
 
La dictadura de Pinochet no fue una guerra civil, pero sí  una ocupación militar de la nación y, por eso, un desgarramiento social. Con la vuelta de la democracia, y a pesar de los límites, se fue saliendo de las cavernas. Fue una transición sobria, gris, y discreta;  casi una repartición del luto.
 
La emoción de ver a estos 33 mineros en ese espacio de pesadilla,  me hace recordar las historias de presos políticos peruanos que, en el encierro impuesto, mantenían la razón gracias a los versos que repetían como un conjuro, como si se aferraran a los bordes del lenguaje. "Lamentablemente, me dijo uno de ellos, eran versos de Chocano."
 
El culto de la poesía en Chile es la mejor metáfora de su fe en la comunicación. Mientras otros pueblos presumen de ser fundados sobre los huesos de Petrarca, la primera edición del Bardo, o los manuscritos de Pushkin, el pueblo de Montegrande, donde Gabriela Mistral tuvo infancia, acaba de descubrir una botella enterrada por ella en la plaza con un mensaje, casi ilegible, fechado el 28 de setiembre de 1954, durante su última visita. La llamada “reliquia” será parte central del museíto del pueblo que está en la Escuela. Un ánimo fundacional alienta en esta exhumación de la letra. Mientras haya alcaldes que sumen la Escuela, el Museo y la Poesía, habrá ciudad.
 
No me sorprendería que como buenos trabajadores chilenos, los mineros  pidan leer libros de poesía, y terminen escribiéndola. Nicanor Parra hace tiempo me advirtió que el pueblo chileno habla en octosílabos y la clase media en endecasílabos.  Debe ser para aferrarse al lenguaje, hacerse lugar en el orden de las palabras y seguir reconociéndose. Y en el diálogo, hacer sentido.
 
La Iglesia chilena se ha hecho presente en la mina y a través de la sonda de comunicación les ha bajado 33 rosarios bendecidos por el Papa romano.  Dado el ritual colectivo, ¿no habría bastado con uno?
 
Me temo que otras empresas les regalen sus ofertas, fabriquen camisetas, y los usen de nombre de marca.  No me resigno,  protesto.
 
Buscando qué decir, recordé estos dos poemas, que dicen bien.
 

CESAR VALLEJO

Los mineros salieron de la mina
remontando sus ruinas venideras,
fajaron su salud con estampidos
y, elaborando su función mental,
cerraron con sus voces
el socavón, en forma de síntoma profundo.
 
¡Era de ver sus polvos corrosivos!
¡Era de oír sus óxidos de altura!
Cuñas de boca, yunques de boca, aparatos de boca (¡Es formidable!).
 
El orden de sus túmulos,
sus inducciones plásticas, sus respuestas corales,
agolpáronse al pie de ígneos percances
y airente amarillura conocieron los trístidos y tristes,
imbuidos
del metal que se acaba, del metaloide pálido y pequeño.
 
Craneados de labor,
y calzados de cuero de vizcacha,
calzados de senderos infinitos,
y  los ojos de físico llorar,
creadores de la profundidad,
saben, a cielo intermitente de escalera,
bajar mirando para arriba,
saben subir mirando para abajo.
 
¡Loor al antiguo juego de su naturaleza,
a sus insomnes órganos, a su saliva rústica!
¡Temple, filo y punta, a sus pestañas!
¡Crezcan la yerba, el liquen y la rana en sus adverbios!
¡Felpa de hierro a sus nupciales sábanas!
¡Mucha felicidad para los suyos!
¡Son algo portentoso, los mineros
remontando sus ruinas venideras,
elaborando su función mental
y abriendo con sus voces
el socavón, en forma de síntoma profundo!
¡Loor a su naturaleza amarillenta,
a su linterna mágica,
a sus cubos y rombos, a sus percances plásticos,
a sus ojazos de seis nervios ópticos
y a sus hijos que juegan en la iglesia
y a sus tácitos padres infantiles!
¡Salud, oh creadores de la profundidad…! (Es formidable).
 
 

PABLO NERUDA

Ronca es la americana cordillera,

nevada, hirsuta y dura,
planetaria:
allí yace el azul de los azules,
el azul soledad, azul secreto,
el nido del azul, el lapislázuli,
el azul esqueleto de mi patria.
 
Arde la mecha, crece el estallido,
y se desgrana el pecho de la piedra:
sobre la dinamita es tierno el humo
y bajo el humo la osamenta azul,
los terrones de piedra ultramarina.
 
Oh catedral de azules enterrados,
sacudimiento de cristal azul,
ojo de mar cubierto por la nieve
otra vez a la luz vuelves del agua,
al día, a la piel clara
del espacio,
al cielo azul vuelve el terrestre azul.
 

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Julio Ortega

Julio Ortega, Perú, 1942. Después de estudiar Literatura en la Universidad Católica, en Lima,  y publicar su primer libro de crítica,  La contemplación y la fiesta (1968), dedicado al "boom" de la novela latinoamericana, emigró a Estados Unidos invitado como profesor visitante por las Universidades de Pittsburgh y Yale. Vivió en Barcelona (1971-73) como traductor y editor. Volvió de profesor a la Universidad de Texas, Austin, donde en 1978 fue nombrado catedrático de literatura latinoamericana. Lo fue también en la Universidad de Brandeis y desde 1989 lo es en la Universidad de Brown, donde ha sido director del Departamento de Estudios Hispánico y actualmente es director del Proyecto Transatlántico. Ha sido profesor visitante en Harvard, NYU,  Granada y Las Palmas, y ocupó la cátedra Simón Bolívar de la Universidad de Cambridge. Es miembro de las academias de la lengua de Perú, Venezuela, Puerto Rico y Nicaragua. Ha recibido la condecoración Andrés Bello del gobierno de Venezuela en 1998 y es doctor honorario por las universidades del Santa y Los Angeles, Perú, y la Universidad Americana de Nicaragua. Consejero de las cátedras Julio Cortázar (Guadajara, México), Alfonso Reyes (TEC, Monterrey), Roberto Bolaño (Universidad Diego Portales, Chile) y Jesús de Polanco (Universidad Autónoma de Madrid/Fundación Santillana). Dirije las series Aula Atlántica en el Fondo de Cultura Económica, EntreMares en la Editorial Veracruzana, y Nuevos Hispanismos en Iberoamericana-Vervuert.  Ha obtenido los premios Rulfo de cuento (París), Bizoc de novela breve (Mallorca), Casa de América de ensayo (Madrid) y el COPE de cuento (Lima). De su crítica ha dicho Octavio Paz:"Ortega practica el mejor rigor crítico: el rigor generoso."

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