Julio Ortega
De Tomás Eloy me quedará el entusiasmo: por la literatura, por los amigos, por los jóvenes escritores. Y por el mejor periodismo imposible (el posible se lo dejamos a los que no pueden hacer otra cosa).Debe haberse ya encontrado con Rafael Conte, y me temo que están por fundar el primer suplemento literario del Olimpo. A ambos les debemos la dignidad del periodismo cultural en español, una lección dilapidada hoy dia entre festivales de trivialidad y reseñas de solapa.Es bueno recordarlo: desde Buenos Aires, Tomás Eloy fue portaestandarte del “Boom” de la novela latinoamericana, esto es, de la recuperación del homus dialogicus como sujeto cultural de la Comunicación para una modernidad a medida humana.Fue, por ello, un intelectual cabal, libre de la servidumbre de cualquier ideología, y capaz de decir libremente lo que pensaba porque no tenía nada que ganar en ello. No era un hombre de opiniones sino de ideas.Hay que decir, además, que era de quienes hacen lo que predican, pues apoyaba con su dinero una escuela de niños de escasos recursos en su pueblo.A propósito de qué hacer por los escritores más jóvenes, olvidados por la prensa cultural ociosa, tuvimos un intercambio animado. Cuando planeaba dirigir el suplemento cultural de La Nación, me tomó la palabra y prometí escribir sobre los nuevos. En los ultimos meses, en una de esas recuperaciones momentáneas que lo llenaban de proyectos, dedicó largos reportajes y entrevistas a una serie de autores recientes. Me atribuyó haber puesto al día la atención por los nuevos.En el último de sus correos me recomendaba una serie de narradores jóvenes, me anunciaba el envío de sus libros, que en efecto llegaron, y ahora leeré, como por sobre el hombro de este lector placentero.Su lectura del archivo nacional nos revela la extraordinara producción argentina de la violencia.Pero no sólo argentina, tambien nuestra, hecha posible por el asombroso descreimiento de que es capaz este idioma. Casi cualquier palabra se tornaba contra los otros en esas novelas de esperpento alucinado.El vuelo de la reina (Premio Alfaguara de Novela, 2002) es, para mí, la más perturbadora que escribió. El periodista corrupto, que se debe al desvalor de la inteligencia y cuya mediocridad lo hace invulnerable a la crítica, es una imagen estremecedora del mal. Nada más siniestro que el poder que ejerce ignominiosamente, convirtiendo el lenguaje en basura.Por eso, su versión excedía los parámetros de la crítica nacional.El formidable entramado de la corrupción (a buen recaudo) y de la violencia (con buena conciencia), que recorren sus libros con lúcido horror, son la escena de la formación nacional del sujeto.Muchas veces, sus críticos no se han reconocido en esos libros y han creído que su imagen en el espejo narrativo es la de un extraño. Lo es, porque ese lector ciego ha tachado al otro que había en él, hasta desaparecer en estas páginas, en su galería de fantasmas.Hay que leerlo con los ojos alertas para distinguir mejor el lugar que nos toca entre la corrupción y la violencia.