Lluís Bassets
Siempre lo más difícil ha sido terminar bien. Cuando se ha mandado mucho, cuesta mucho mandar poco. Cuando todos han estado pendientes de uno, cuesta mucho pasar desapercibido. De ahí la tentación suprema de los ex, el momento crucial en que el demonio que llevamos dentro nos pide arremeter contra los más jóvenes, y más si son los sucesores; aferrarnos a la gaita de cualquier tiempo pasado; entonar la cantinela de conmigo no pasaba y hasta dónde vamos a llegar.
Lo más fácil es gritar unidad, unidad, unidad. Pero el camino de quien se siente desposeído del poder conduce a buscar el desgarro, la separación, la guerra civil incluso.
Del poder debe sentirse uno liberado, descargado, con toda la satisfacción que se quiera sobre esa cosa del deber cumplido, etcétera, pero libre al fin. Entonces es el momento de gozar de la libertad y la sabiduría de haberlo poseído.
Cuesta curarse del poder. Pero hay quien vive el poder como una enfermedad incurable. Si ha tenido mucho, quiere tener más. Si lo ha perdido, quiere recuperarlo. Si renuncia, es para conseguir luego un poder más abrumador todavía. Quienes caen en esta última tentación son esquinados aulladores de un rencor insoportable que les devora y devora a sus amigos. Aprovechan cualquier circunstancia para asestar golpes que creen mortales sobre sus sucesores, a veces con mayor saña cuando se trata de gente de su propio partido.
Un ex necesita una buena cura de desposesión, como los endemoniados. Pasado mucho tiempo, cuando termina, esas almas ya sanadas de su enfermedad pueden volver a prestar servicios a todos, a sus amigos, a la sociedad. Pero hay algunos que no curarán jamás e irán cultivando en su corazón una negra flor que explotará de vez en cuando hasta dar frases solemnes y exageradas, preñadas de odio y resentimiento: ?Nunca nadie hizo tanto daño en tan poco tiempo?.