Julio Ortega
Soy el último lector del New York Times en mi calle.
Me resisto a leerlo en el Internet. Necesito desplegarlo sobre la mesa, paladearlo con el café. El hábito, entiendo, sostiene la duración de su lectura. Estoy suscrito hace veinte años. Se me hace inconcebible que pueda desaparecer.
Tuvo épocas, es cierto, de sopor. Nada menos que John Hawkes, un escritor de culto, que enseñó toda su vida en Brown, me dijo una vez que el suplemento de libros del Times era el enemigo número uno de la literatura.Pero en estos tiempos de crisis se ha convertido en el mejor periódico y no sólo del país. Su capacidad de renovación, investigación, crítica y autocrítica es prodigiosa. Cada periodista se ha vuelto más agudo, cada escritor más analítico: es un periódico cuya lectura nos despierta por dentro. Y es hoy, además, una institución educativa: ofrece diplomados a distancia en varias disciplinas gracias a un network de universidades. Me sorprende que todavía no tenga un suplemento en español.
Decía Edmund Wilson que la vejez ha llegado cuando uno descubre el peso del Times dominical al cargarlo a casa. Hoy habría que decir que la vejez habrá llegado cuando el papel sea remplazado por una pantalla digital. El diario impreso pertenece al temprano placer de leer. Mide la extraordinaria duración del día en pausas y sorbos de la lectura. El diario digital carece de memoria; uno lo enciende y lo apaga: es una decapitación de la lectura.
El historiador Benedict Anderson en su La comunidad imaginada, Reflexiones sobre el origen y desarrollo del nacionalismo tiene al periódico como una de las fuentes de la identificación comunitaria: dos hombres que leen el diario, sin conocerse, presuponen que tienen en común una nación, nos dice. La idea es clásica: la comunicación nos da un lugar en el lenguaje y, por lo mismo, tenemos la obligación moral de utilizarlo con precisión, discreción y verazmente. La lección es también confuciana: cuando el lenguaje decae, la sociedad se corrompe. Fue una de los pensamientos matrices del gran Modernismo internacional, dada su fe en la comunicación. Porque si la sintaxis es el orden de las palabras en la frase, también es el orden del mundo en el lenguaje. Octavio Paz lo puso en contexto español: cuando la sociedad decae, dijo, el lenguaje se gangrena.
La veracidad, por lo tanto, es la poética del periodismo. No digo la ética, que en español todavía se entiende como la buena opinión que merecen nuestras intenciones, cuya bondad nos redime. Con esa ética, que Weber llamó “de convicción,” frente a la ética de “responsabilidad,” hay muy poco que hacer, ya que cancela el diálogo. Pero la “poética” demanda por la creatividad de mi lugar de lector en la sección que tú, editor responsabilísimo, tienes a tu cargo en mi periódico. No en vano, se asume hoy la ética como el lugar que tú ocupas en mí, como la dignidad del otro en el yo.
Todo lo demás es autojustificación. Un periódico, hay que decirlo, es inexcusable. La poética del periodismo es más exigente que la de la literatura: sólo puede ser mejor, impecablemente autocrítica, y jamás deberse a la casualidad, la indulgencia o la resignación.
En México, después de haber pasado unas horas charlando con Octavio Paz en su piso de Reforma, me detuve en la Libreria Francesa que quedaba en la misma avenida. A poco nos encontramos, y reímos del lugar común. Había bajado de su piso a buscar su “Le Monde,” que llevaba doblado bajo el brazo. Me emocionó descubrir la intimidad de ese hábito público: bajar a la calle, entrar a la librería, comprar el diario. Pensé que esa rutina mexicana era maravillosa: revelaba que Paz pertenecía a su ciudad, y que el diario, declaraba su afincamiento cotidiano.
Lo lectores de hoy no tienen idea de lo que era el periodismo de la era franquista.
En primer lugar, no existía la noción del lenguaje objetivo porque el de los cables le resultaba demasiado explícito al corrector de estilo. He contado en alguna parte que a comienzos de los años 70, cuando yo vivía en Barcelona, los periódicos eran perfectamente ilegibles. Si el cable decía: “El presidente Nixon dijo que busca la paz,” el corrector sentía la necesidad de añadir un inciso: “y no hay por qué dudar de sus intenciones.” Ese humor involuntario mejoraba la lectura.
La mejor prosa periodística estaba en la crónica taurina. Nunca he ido a una corrida de toros, pero sí he leído con fruición ese lenguaje de brio sensorial, de sensibilidad heroica y herida.
En cambio, en México, uno despertaba el domingo y disponía de cinco suplementos literarios. No sabía yo que el lenguaje español era capaz de semejante entusiasmo. Paz, Fuentes, Pacheco, Monsivais, Margo Glantz, y muchos otros, escribían en esos suplementos, que fueron críticos, pródigos, festivos, inclusivos y mundiales.
Temo por la visión literaria de un joven escritor que hoy despierta y abre los suplementos a su alcance.
En primer lugar, es casi monstruoso el hecho de que un escritor sienta la obligación de escribir una nota semanal por el resto de sus días. Entiendo que un periodista profesional haga de la obligación virtud. Pero para un escritor no hay vía más directa a la trivialidad. Es improbable que el testimonio de mis gustos y disgustos le interese a nadie, y es seguro que no puedo ser el juez sabatino de lo humano y lo divino. Esta incapacidad de silencio merecería ser estudiada, o al menos novelada. Por eso, le debemos reconocimiento (y hasta gratitud) al espléndido cronista que fue Eduardo Mendoza, quien decidió renunciar a su columna. Ese gesto es histórico en los anales del periodismo español, salvo algún pistoletazo o ciertos excesos en años.
En segundo lugar, aunque me dicen los amigos editores que una reseña no vende un libro más, los reseñadores deberían hacer honor a su hazaña de leer un libro por semana produciendo una reseña donde se hable del libro. Tendrían que aprovechar el poco espacio para decirnos lo que hay entre dos tapas. Esta falta de respeto al libro, al periódico y al oficio demuestra que los suplementos literarios desapacerán cuando dejen de ser observados.
Por eso, es ejemplar la fiesta de inteligencia crítica que fue El País en los años de la transición. Y es reconfortante la vivacidad que, en medio de la crisis, le ha dado Javier Moreno.
Recuerdo que buscando un lugar donde veranear en la costa, mi primera pregunta era si llegaba El País los domingos. En algunas playas, quizá más turísticas, no se vendía el diario. Y nada más soso que un domingo sin una terraza para leerlo.
Uno de esos domingos leí un artículo de Juan Luis Cebrián en el que mencionaba, de paso, el Tercer Mundo. Sentí la urgencia de escribir una carta al diario para matizar la referencia. Evidentemente, como buen lector, creí que el diario también era mío.
No recuerdo el tema en cuestión, pero sí que mi carta apareció como artículo de Opinión. Muchos años después, Juan Luis me contó que era política del diario acoger las cartas de los lectores, su opinión como parte del debate. Ya se ve que el lenguaje, entonces, daba forma a la concurrencia.
En un debate reciente sobre la decadencia de la información, diciocho profesores de escuelas de periodismo y estudiosos de los medios en EEUU, cotejaron ideas sobre la situación crítica (The Chronicle Review, Nov 20, 2009). El problema central no es la competencia de la tecnología electrónica, limitada por su conversión de la información en entretenimiento y por la misma mecánica de la sustitución de unos aparatos por otros; el problema central es la lógica del Mercado, ese vértigo que convierte a escritores, libros y públicos en mercancía, cuyo precio fluctuante se debe a nuevas leyes de oferta (de saturación), calidad (consumo fugaz) y valor (residual). Habría que invertir la lógica de producción, creando comunidades de lectura, vías de participación, mecanismos de rotación y relevo. Laclau explica que la nueva política demanda inventar un pueblo; los libros y la prensa escrita requieren forjar un nuevo lector.
En EEUU se piensa que el declive de la prensa informativa afectará la calidad de la vida académica, y que las universidades deberían imaginar nuevas articulaciones con la prensa. Entre nosotros, las universidades, empezando por las escuelas de periodismo, pueden tener un papel más creativo en este escenario crítico. La distancia entre la Universidad española y la literatura viva, aunque valerosamente salvada por algunos colegas, sigue siendo abismal.
Johanna Ducker, profesora de Educación e Información en UCLA, recomienda: “Demostrar que cuanto más natural algo parece, más construído es culturalmente. Probar que que toda forma cultural es hecha por alguien con algún propósito. Usar el análisis retórico para revelar que todo discurso es un argumento al servicio de los intereses de alguien. Preguntar siempre, ¿a quién sirve?” Estos principios, afirma, “no son la receta para un moralismo didáctico sino las bases de una democracia informada.”
Henry Jenkins, profesor de comunicaciones, periodismo y artes cinematográficas en California del Sur, afirma: “La participación de la Universidad en la dimension cívica de los medios debe ir más allá de los experimentos en las escuelas de periodismo; cada disciplina deberá responsabilizarse de su propia comunicación con el público, asegurando que tenga acceso y conocimiento a la información crucial que requiere para darle sentido a este mundo.” Los blogs deben expandir la lectura y convocar las conversaciones claves de esta era, concluye, porque son los “intelectuales públicos” de hoy. Y aunque no remplazarán al periodismo profesional, contribuirán con el futuro de la ecología informativa.