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Palabrotas

Se va notando una progresiva aceptación social, una progresiva asunción de normalidad en el empleo de expresiones que por su carácter coloquial, malsonante o vulgar quedaban restringidas a espacios familiares o de compadreo y no a espacios de impacto público como la televisión. Los individuos que las pronuncian, que las profieren, futbolistas, modelos, actores, cantantes, no saben que están creando un hito en la historia de la lengua y de la comunicación, ya que son palabras que siempre han utilizado y, de hecho, no conocen los sinónimos propios de personas bien educadas. La primera familia de palabrotas en aparecer en los medios procede del sector pastoril, del subsector cabrero, y allí está "cabrear", en todos sus tiempos, y "cabreo" como su acción y efecto, una familia de palabras de índole coloquial que va sustituyendo a "enfadar" y “enfado". Luego aparece la malsonante "jodido", como acción y efecto de “joder” en su segunda, tercera, quinta, sexta y séptima acepción, sustituyendo a “fastidiado" y a “fastidiar", extrañas, chirriantes, en el almacén de léxico de esas agrupaciones profesionales. Y ahora, aún tímidamente, asoma la cabecita el vulgarismo "follar" en su cuarta, certera, definitiva y diría que única acepción válida, la de practicar el coito. Hay que reconocer que los influyentes, gracias a la permisividad que se les otorga, se han convertido en verdaderos creadores, en nuevos artífices de la lengua, ya que no hay que olvidar que estas palabras están ahí, perfectamente sancionadas por el diccionario de la Academia, pero son ellos, futbolistas, modelos, actores, cantantes, los que les están dando carta de naturaleza. Benditos sean.

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16 de mayo de 2021

Oberon, Titania and Puck with Fairies Dancing c.1786 William Blake. Tate.org.uk

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Bailar la conga

Durante el confinamiento, después de los aplausos a los sanitarios, se quedaban algunos vecinos a charlar de balcón a balcón. Yo los observaba igual que a actores de teatro. Con qué fruición pronunciaban los adjetivos o adornaban sus exclamaciones con los brazos, tanto mujeres con batas de forro polar como hombres con camisetas imperio. Se les veía a gusto, parloteando con la olla al fuego o el mando de la tele en la mano, con tal ansia de hablarse en persona que olvidaban el pudor de ventilar sus intimidades.

Pensé en ellos cuando la masa se volvió a meter en una lata de sardinas para celebrar el fin del estado de alarma. El predecible efecto sacacorchos se concretaba en una exhibición de euforia al recuperar la libertad de movimiento a través de tipos y tipas muy ufanos de representar la imprudencia. No tardaron en llegar los lamentos de quienes profetizaron que la pandemia nos haría mejores. Según los pensadores que han analizado su impacto, esta nos dejará una buena cicatriz en algún rincón del ser, el público y el privado, porque una crisis mortal nos ha pasado por encima, colapsando el mundo. No obstante, el espíritu extrovertido, espoleado por el hartazgo, se apresura a celebrar. Lo que sea. Y a bailar la conga, fundiéndose entre la multitud, ese existir mediante los otros.

Empiezan a recuperarse las tertulias de café, las partidas de mus y el té con pastas en las ciudades de provincias. Los primos, sobrinos y cuñados ya pueden derramar juntos el cava sobre el mantel. Pero también se irá rompiendo una de las pocas costumbres benévolas que nos dejó todo esto: cenar a las ocho y media, regresar a las once y empezar de nuevo la noche. Volverán las dobles filas, los abrazos falsos y los besos mojados. Socializaremos más, aunque no olvidaremos que durante un año apenas hemos tenido ganas de hablar con cuatro gatos, los mismos que nos han curado con su voz alguna noche de perros. Con ellos hemos compartido una intimidad que no se pliega a ningún toque de queda, sí, los grandes afectos han salido fortalecidos de esta media soledad. “¿Imaginas si al terminar la reclusión obligada todo volviera a ser como antes, cegados por la socialidad perdida, y no pudiéramos quedarnos con la atención recuperada?”, reflexiona Remedios Zafra en Frágiles. Cartas sobre la ansiedad y la esperanza en la nueva cultura (Anagrama), además de intuir el apabullamiento de miles de tareas minúsculas sobre las aceras recalentadas. Es un temor fundado: nuevos pastores excitan a su aborregada multitud en nombre de una falsa libertad.

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14 de mayo de 2021
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El pensamiento quiere saber de sí mismo

“Kaì ’éstin… nóesis noéseos noéseos” (“Y es un pensamiento del pensamiento del pensamiento” Aristóteles sobre el motor del cosmos)

Pese a los logros en la exploración y descripción, los científicos aceptan la perplejidad en la que siguen inmersos cuando se trata del cerebro humano, empezando por su origen, es decir, por las condiciones de posibilidad y necesidad de su aparición.

El intento de salir de la misma ha conducido a proyectos como el llamado Brain Initiative, apoyado en 2013 por el presidente Obama y que se presenta como el equivalente en el campo de las neurociencias de lo que el proyecto genoma humano ha sido en el campo de la genética. Una de las almas del mismo, el neuro-biólogo Rafael Yuste (universidad de Columbia y DIPC- Donostia International Physics Center) apuesta a que pronto la tecnología permitirá hacer un mapa del estado de nuestro cerebro, no sólo de lo que estamos percibiendo en acto, sino también de lo que estamos deseando o temiendo. El método es holístico, es decir, la intervención en las partes exige tener un trazado del Todo. El todo ni más ni menos que del cerebro…de ahí las exigencias deontológicas, que obligan a extremar las precaución, al menos en el contexto de la investigación académica: se empieza por penetrar en el cerebro de los animales para ver las causas de eventuales deficiencias en el comportamiento de los mismos, pero la finalidad es llegar a hacerlo en el de los humanos, entre otras cosas para intentar entender mecanismos como el Parkinson o el Alzheimer. Sin duda las máximas que motivan no siempre son tan encomiables. Yuste no ha dejado de poner en guardia sobre las posibles consecuencias negativas: utilización por grupos o estados a los que poco importa la medicina o el conocimiento, pues su objetivo es llegar a manipular el cerebro de los ciudadanos.

Si se piensa que en un cerebro humano en ocasiones están actuando simultáneamente alrededor de 90000 millones de neuronas, se entiende lo titánico del esfuerzo que exige quizás mayor colaboración interdisciplinar que la necesaria para establecer un mapa del universo. Así los neurólogos se apoyan hoy en la nano-tecnología, pero obviamente también en la ingeniería genética, la inteligencia artificial y otras disciplinas. La modalidad de funcionamiento sináptico que opera en el cerebro de los animales superiores posibilita que se den cosas tan prodigiosas como la percepción sensorial, y en el caso del animal humano, se añade el pensamiento racional. Y si una máquina como el “transistor de sinapsis”( a la que en otro momento hago referencia) fuera capaz de emular el funcionamiento del cerebro, estaría cercana la perspectiva de considerar que hemos dado lugar a entes que se nos aproximan. Sin embargo en lo esencial la perplejidad aún perdura.

Rafael Yuste admite que uno de los retos es llegar a saber lo que es un pensamiento. Cree que si se llega a saber cómo se forja un pensamiento se entenderá quizás qué es el cerebro humano. O sea: se admite que en el pensamiento reside esa misteriosa clave de nuestro ser que ya obsesionaba a Platón. La hipótesis es que el pensamiento (y con ello las emociones que en el hombre están vehiculadas por ideas, así el amor o el odio) es una propiedad emergente de las propiedades de las neuronas funcionando simultáneamente. Pero esta afirmación nos conduce a preguntarse qué se entiende por propiedades emergentes, pues veremos que las propiedades emergentes más interesantes, aquellas que John Searle califica como “de segundo orden”, son puestas en tela de juicio por múltiples filósofos, en primer lugar el propio Searle.

En el proyecto Brain se trabaja, como antes decía, con ratones, intentando trazar el mapa completo de su cerebro. Pero es más: no sólo se “lee” en el cerebro del ratón, sino que se “escribe” en el mismo, haciendo que el ratón reaccione a imágenes no presentes como si lo estuvieran. Desde un punto de vista estrictamente científico el recurso a este animal es muy indicado, pues el ratón tiene un alto grado de homología genética con el humano, así que todo lo que sepamos del cerebro del ratón tiene muchas probabilidades de ser útil con vistas al conocimiento de nuestro propio cerebro. Pero desde luego el conjunto de información así obtenida no bastará para explicar el comportamiento humano, y ello no sólo porque hay variables en el cerebro humano no presentes en el del ratón, sino también porque estas otras variables impregnan las que sí tenemos en común, perturbando hasta la deformación lo que de ellas cabe esperar. Una de estas variables es obviamente la facultad de lenguaje, que tiene un soporte genético pero que no se explica exclusivamente por la genética, es decir, no es posible objetivizarla plenamente, o sea, reducirla a objeto de ciencia.

Ya en 2009 el equipo de Svante Pääbo indujo en un ratón la mutación del gen FXP2 que se ha vinculado al lenguaje, con el resultado de que se alargaron las dendritas en algunas de las regiones de su cerebro y sobre todo que su vocalización empezó a emitir sonidos mayormente parecidos al llanto de los niños, de lo cual cabía extraer que en el pequeño animal se había dado una aproximación a las condiciones genéticas de posibilidad de las imágenes acústicas del lenguaje. ¿Significa ello que el ratón se había aproximado a la dimensión semántica del lenguaje? Sería osado aventurarlo. Ni ese ratón genéticamente modificado ni el chimpancé ni el bonobo hablan, aunque sean introducidos en un medio social en el que opera el lenguaje humano, mientras que el humano (salvo el caso de infortunada deficiencia) sólo dejará de hablar si se le excluye de tal medio, así el caso de los llamados niños salvajes.

La pregunta es reiterativa: ¿el mapa de variables que explican, por ejemplo, las deficiencias en el cerebro animal que son generadoras de una enfermedad, ¿es cualitativamente coincidente con el mapa de las variables que explican la deficiencia en el caso de los humanos? Y en general, el mapa total del cerebro humano ¿sólo varía en relación al ratón de la misma manera que el de este lo hace en relación al chimpancé? O aún: ¿la diferencia entre hombre y ratón o chimpancé es del mismo tipo que la que se da entre estos últimos? Y en definitiva ¿es el cerebro humano el cerebro de una animal entre otros animales?

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14 de mayo de 2021
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Dos caballeros

En los días en que Francisco Brines está por recibir de manos reales el premio Cervantes, muere su antiguo vecino de portal madrileño Caballero Bonald, que lo tuvo en 2012. Creo haber leído todos los libros del escritor jerezano, pero vuelvo al saber su muerte, como a un imán, al último, Examen de ingenios (2017), obra maestra de la prosa memorial peninsular, equiparable en agudeza y gracia narrativa a Españoles de tres mundos de Juan Ramón, a los Retratos contemporáneos de Gómez de la Serna, Los encuentros de Vicente Aleixandre, los Homenots de Pla o el Otoño en Madrid hacia 1950 de Juan Benet.

Los hallazgos verbales, las ocurrencias, la peripecia breve y exacta, los vislumbres propios del buen novelista, hacen del centenar de retratos de Caballero Bonald una galería figurativa difícil de olvidar; al autor le sobran palabras para hacernos visible a José Hierro con su “pinta de cabecilla tártaro”, aunque sigue un buen rato al Azorín anciano por la Carrera de San Jerónimo, una “momia andariega” camino de los cines de sesión continua a los que se aficionó tanto el antiguo viajero noventayochista.

Generoso mas poco adulador, Caballero se fija asimismo en Brines, “aparentemente desentendido de todo lo que no atañe a su probidad”, y el valenciano probo es visto (¿desde la ventana colindante?) como alguien que “a lo más que ha llegado en el terreno práctico es a saber consultar una guía telefónica o un reloj, y aun así nunca ha logrado llegar a tiempo a ningún sitio”. El humor acerado, alguna vez hiriente, es un don perceptible en muchas páginas de Examen de ingenios, pero no se vaya a pensar que este es un libro de venganzas o chismes. Caballero no siempre es caballeresco con sus personajes, si bien sabe rendirse ante los que tienen un arte verdadero. Y cómo acierta con Brines, al decir que en su obra “la verdadera poesía ocupa más espacio que el poema”.

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13 de mayo de 2021

     La directora alemana Anja Bihlmaier

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Las mujeres toman la batuta

 Esta primavera se está produciendo en Barcelona un fenómeno inédito en el mundo de la música clásica. Algo que asombra y entusiasma. Pero al mismo tiempo, algo de lo que no tendríamos que estar hablando.

Resulta que en la temporada de conciertos de la Orquesta Sinfónica de Barcelona y Nacional de Catalunya vienen seis directores invitados, de los cuales cuatro son mujeres: las alemanas Ruth Reinhardt y Anja Bihlmaier, la coreana Shi-Yeon Sung, y la polaca Marta Gardolinska.

“Esto no debería ser noticia”, dice Reinhardt, quien estrenará una obra nueva de la compositora Cassandra Miller. “Pero tenemos que hablar de ello porque todavía no es normal”.

“Ojalá llegue el momento en que no tenga que contestar esta pregunta”, afirma Shi-Yeon Sung. “Pero sigue habiendo prejuicios, aunque hay ahora muchas excelentes directoras. Espero que haya un cambio y se hable de músicos sin importar el género”.

En términos generales, sí falta muchísimo. Según informó la agencia France Press en setiembre de 2020, solo el 6 por ciento de los directores invitados en Europa eran mujeres.

El director general de L’Auditori Robert Brufau considera que “la fragilidad sigue existiendo porque esta dinámica se tiene que generalizar en el sector”, y no solo en los teatros. “Cuando la oferta de mujeres directoras en los ‘roosters’ de las grandes agencias sea asimilable al de los hombres, estaremos en una situación más normalizada”.

Pero esta noticia que no debería ser marca que algo se está moviendo.

Reinhardt recuerda recorrer las disquerías en su adolescencia y ver las tapas de los CDs con las fotos de los directores, todos hombres.

“Los veía como mandones, arrogantes, desagradables, y yo no quería ser así”. Entonces descubrió que en la ciudad sueca de Malmö había una directora. La única.
“Yo estaba buscando mi camino: tocaba el violín, música de cámara, oboe, componía, me nutría de experiencias musicales… pero un día el director de nuestra orquesta juvenil nos preguntó si alguno quería probar la mano dirigiendo. Yo y dije que sí. Y de pronto… sentí que ese era mi lugar”.

En 2016, en una Charla Ted, la directora estadounidense Sonja Sepúlveda dijo: “No se puede soñar con lo que no se ve. Las chicas tienen que ver pilotas de aviones, doctoras, directoras de diarios, y directoras de orquesta para que sientan que ellas también pueden”.

“Cuando yo empecé”, dice Anja Bihlmaier, “no había ninguna directora. Cuando les expliqué a mis padres que quería dedicarme a dirigir orquestas no lo podían siquiera imaginar. Pero tuve un profesor que creyó en mí”.

Bihlmaier tocaba la flauta dulce en la orquesta del colegio. “El profesor me dio un violín y lo aprendí a tocar rápido, aprendí a tocar piano… pero yo lo veía dirigir con tanta pasión, con todo el cuerpo, y sentía que ahí es donde quería estar. Me preguntó: ¿Quieres dirigir? Me mandó a clases de dirección y me encargó ensayar y dirigir tres funciones de una pequeña ópera. Ahí me atacó el virus de dirigir… ¡bueno, en estos tiempos no hay que decir virus!”, y se muere de la risa.

“Pienso que crecer hasta convertirse en director de orquesta es un camino difícil para cualquiera,” considera Shi-Yeon Sung. “Tuve suerte de ganar competencias, ahora hay más concursos para directores. Y todos cometemos errores, hay que errar para encontrar el camino”.

La directora coreana imagina que, si hubiera sido hombre, “las cosas hubieran sido más fáciles, la montaña hubiera sido menos empinada. Pero aprender a trepar y ascender lentamente tiene también sus ventajas”.

Shi-Yeon Sung, Bilhmaier y Reinhardt son lo más alejado que uno pueda imaginarse al modelo lejano y autoritario de un Arturo Toscanini o un Herbert von Karajan.

Reinhardt piensa que “las orquestas hoy reaccionan a las personas, no en términos de hombre o mujer. Miran la forma en que ensayas, cómo te mueves, la tensión de tu cuerpo tanto como lo que les dices… esto de dirigir requiere no solo ser un músico excelente, que te respeten como tal, sino tener talento para comunicarte, para motivar, para hacer que cada uno toque lo mejor que pueda. He descubierto que el secreto es ser auténtico, no dar órdenes sino explicar lo que quieres con claridad, ser uno mismo”.

“Ahora no necesitamos un líder fuerte, sino empático y con comunicación fluida, que sepa lo que quiere y lo sepa transmitir”, dice Bihlmaier.

“Las orquestas están llenas de artistas que quieren ser libres, con una dirección para saber cómo tocar juntos, pero sacando la música de su propio conocimiento y sus corazones. Todos deben sentir que quieren ir en la misma dirección, y eso el público lo siente.”

Por supuesto que este modo de dirigir más “sensible” y menos imperativo no es privativo de las mujeres. Bihlmaier, quien gusta de ir a conciertos como público (al menos antes de la pandemia) encuentra que algunos directores “tienen gestos más angulares y otros más redondeados, unos son más melódicos y otros más rítmicos. Por ejemplo, Claudio Abbado era muy melódico, elegante, sensual, cualidades que no deben ser vistas solo como femeninas”.

Esta temporada Bihlmaier dirigirá en el Auditori dos obras complejas, la Cuarta Sinfonía de Schumann y el Concierto para Violín de Miekzyslaw Weinberg. Gardolinska dirigirá la endiablada Pequeña suite de Witold Lutoslawsky, y Shiyeon Sung, el difícil concierto para violín, cello y orquesta de Johannes Brahms, con dos solistas femeninas.

¿Será que ya se ha vuelto común que parte de la impresionante legión de eximias directoras entre los 30 y los 40 años, la generación que rompió la cúpula de cristal del podio orquestal, dirijan orquestas en todo el mundo?
“Sí que me gustaría que hubiera real equidad de género en el podio”, exclama Shi-Yeon Sung.

Ruth Reinhardt afirma que “obviamente estamos todavía lejos de la igualdad, y en los programas de la mayoría de las orquestas predominan los hombres. No solo hacen falta más mujeres, sino que para que surjan más que quieras ser directoras hay que cambiar una cultura: hoy todavía una niña sueña con ser directora y le dicen que no es algo apropiado para una mujer. Eso se te pega. Sí pienso que, desde hace unos cinco años, esto ha empezado a cambiar, pero todo cambio profundo lleva tiempo”.

Para Brufau, “en el terreno de la defensa de la igualdad de género en los escenarios, los países escandinavos han marcado el camino. También se ha trabajado a consciencia hace un tiempo en esta misma dirección en el Reino Unido. Desde L’Auditori hemos impulsado un cambio que se inicia en la pasada temporada y que crece cada año para intentar equilibrar un espacio tan desigual como el de las batutas”.

Para el director de esta casa de la música clásica en Barcelona, el predominio de mujeres en esta primavera es circunstancial, porque en todo el año todavía no tienen paridad. Pero “en un sentido global, la temporada 20-21 hubo más mujeres que nunca. En la 21-22 más aún y en la 22-23 seguiremos creciendo”.

Shi-Yeon Sung, Ruth Reinhardt y Anja Bihlmaier piensan que todavía no tienen en las programaciones de conciertos el lugar que han ganado en concursos y en el aprecio de las orquestas.
“Cuando subo al podio para el primer ensayo, en algunas orquestas me miran con inquietud”, dice Reinhardt. “Pero al minuto de hacer música, ya nadie piensa en que soy una mujer”.

En L’Auditori, como señala Brufau, “estamos teniendo muy buenas experiencias. En relación al público, el contexto de pandemia no ayuda a hacer un análisis comparativo con lo que sucedía anteriormente, pero se percibe entusiasmo. En relación a los músicos, han normalizado este hecho y están teniendo reacciones entusiastas”.

No siempre fue así.

El 19 de octubre de 2018, en el Segundo Simposio Internacional de Directoras de Orquesta en Montevideo, Uruguay, la directora uruguaya-israelí Giséle Ben Dor relató una anécdota de una de sus primeras experiencias como directora: al sentir que uno de los músicos no estaba cómodo bajo su dirección, le preguntó cómo se sentía y él le contestó que había estado todo el concierto pensando: “¡qué suegra va a ser usted!”.

El músico la visualizaba como una persona “mandona” e “imperativa”, algo aparentemente indeseable en una mujer.

En los anales del simposio, llamado “Desigualdades de género en la música”, se apunta que esa fue la primera vez que Ben Dor “sintió una disonancia entre su visión de ocupar un lugar de dirección (mandar, ser exigente, ejercer liderazgo) y lo que el contexto esperaba de ella”.

Las mujeres ya llevaban décadas como instrumentistas en las orquestas, aunque todavía son minoría en todos lados: al principio se las veía atrás, en las arpas, tocando la flauta, en la tercera y cuarta fila de los violines.

Poco a poco fueron ocupando el primer atril. La OBC tiene hace años como principal trompetista a Mireia Farrés, quien en más de una ocasión tocó la parte solista en conciertos.

Pero ser directora es otra cosa. Es ocupar un lugar de poder, usualmente reservado a los hombres.

En 2005, por primera vez una mujer fue designada directora titular de una orquesta de Estados Unidos. Unos días después de que Marin Alsop asumiera como directora musical de la Orquesta de Baltimore, el 90 por ciento de los miembros de orquesta presentó una carta de protesta. Aslop se reunió a solas con ellos y los convenció de que le dieran la oportunidad. La orquesta mejoró y aumentó su número de abonados y cinco años después, le renovaron el contrato.

Aslop es vista como la pionera, la que abrió el camino en Estados Unidos.

En Europa, Simone Young hizo historia - también en 2005 - al ser la primera mujer en dirigir a la Filarmónica de Viena tras 174 años de ser dirigida solo por hombres.

En América Latina, este lugar lo ocupa la carismática directora mexicana Alondra de la Parra, la primera mujer en dirigir la mayoría de las orquestas del continente.

Y siguen conquistando lugares.

El 31 de mayo de 2017 la brasileña Ligia Amadio se convirtió en la primera directora titular de una orquesta sudamericana, al Sinfónica de Montevideo.
Amadio fue la primera directora que yo vi, después de cuatro décadas de trajinar salas de conciertos. Cuando vi a Amadio dirigir la monumental Carmina burana de Karl Orff con la Orquesta Nacional de Chile, coro y solistas en Santiago, sentí que redescubría el arte de la dirección.

Fue una noche coreográfica. Los gestos del director parecen estar creados por y para hombres, uno está acostumbrado a esa circunstancia. Recuerdo que cuando la vi, sentí que ella había encontrado una forma de transmitir autoridad y poder de una manera completamente femenina.

Después vi a otras, y siempre encuentro que tienen una forma especial de indicar con un gesto, usualmente más redondo y abarcador que punzante y eléctrico con los brazos, una manera de mostrar estados de ánimo con la mirada que deben transformarse en sonidos.

El año pasado la Filarmónica de París convocó al concurso La Maestra, para premiar y visibilizar a mujeres directoras. El concurso lo ganó Rebecca Tong, indonesia-estadounidense, actual directora titular de la Filarmónica de Yakarta. Se presentaron más de 200 candidatas de 51 países.

El sello Deutsche Grammophon sacó en 2020 un documental en cuatro partes sobre la directora lituana Mirga Gražinytė-Tyla, flamante directora titular de la Orquesta Sinfónica de Birmingham, que tuvo entre sus legendarios predecesores (todos hombres) a Sir Adrian Boult, Andris Nelsons y Simon Rattle.

El documental se llama “Going for the Impossible” (Yendo hacia lo imposible).
¿No será que alcanzar lo imposible es hacerlo, de alguna manera, posible? Una flautista dice que su experiencia con esta y otras directoras es liberadora, que trabajan más desde el convencimiento y el ejemplo que desde la autoridad y el poder del podio.

La propia Mirga Gražinytė-Tyla cuenta que una madre se acercó con sus hijas e hijos y le dijo que estaba muy contenta de que sus hijas vieran a una directora. Cuando contó la experiencia a unas amigas, una le dijo: “No solo para sus hijas. Ver a una directora también fue importante para los hijos”.

Al terminar la entrevista con Anja Bihlmaier, le cuento que en la sección de comentarios de uno de sus videos en Youtube (el tercer concierto para violín de Camile Sanit-Saens), un hombre escribió: “cada vez que veo a una directora al mando de una orquesta, lo tomo como un signo de que el mundo se mueve hacia adelante”.
¿Piensa que es así?”, le pregunto.

Bihlmaier se vuelve a reir.

“Si lo que quiso decir es que esto muestra más equidad, más igualdad, más posibilidades y derechos para todos, no importa con qué sexo o género hayamos nacido… entonces sí pienso que cada vez que una de nosotras toma la batuta, algo sonríe en el universo”.

 

Este reportaje fue publicado en la revista Cultura/s de La Vanguardia el 24 de abril de 2021

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12 de mayo de 2021
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El aullido de Fran en Hollywood

Hollywood es ese territorio habitado por las villas más lujosas donde las modas se construyen en segundos dado el hastío que nutre sus piscinas. Ya no quedan comunistas de bañera como Dalton Trumbo ni mitos alcoholizados al estilo Herman Mankiewicz, ni grandes escritores refugiados entre guiones de medio pelo como le ocurrió a William Faulkner.

Ahora se adaptan novelas de intriga, con mucha trama, y se reescriben historietas de ciencia ficción sobre la herencia de los cómics del siglo pasado. Es un mundo de efectos especiales en el que se pagan fortunas por los derechos de los libros de Stephen King o de J.K. Rowling. Un nuevo viaje a la Luna.

Ese disparate amoral de la principal industria del cine hay que equilibrarlo con un recitativo permanente sobre lo políticamente correcto. Concepto profundamente californiano. Y no caben medias tintas, ni matices ni contextos. Han condenado a Woody Allen, el irónico proustiano de Nueva York, y en su día condenaron a Roman Polanski y sus veleidades narrativas.

Ahora se hacen perdonar encumbrando a Frances McDormand, mujer, afeada por ella misma, e inteligente. Toda su familia y la de su cuñado, también son vecinos de Manhattan.

McDormand, casada con el mayor de los hermanos Coen, Joel, apareció fulgurante en la brillante ópera prima de aquellos mismos muchachos, Sangre fácil, dando pie al nacimiento del mito coeniano y al suspense moderno.

Luego la recuerdo en su paso leve pero clave como la esposa del alguacil en la vigorosa Arde Mississippi (1988, del malogrado Alan Parker), aunque fue a raíz de la exitosa Fargo, en la que se invirtieron los papeles, cuando Frances inició su camino al estrellato como la jefa-comisaria embarazada y bulímica que detenía a un asesino psicópata entre la nieve.

De los donuts a aullar como un lobo en recuerdo de un propio, Michael Wolf, el especialista en sonido de Nomadland de cuyo suicidio se supo a primeros de marzo pasado. No apelaba al espíritu de la manada de los cinéfagos frente a los lujos de los parties. No subrayaba la contradicción entre premiar una película de perdedores y desclasados en la América profunda y asistir encopetado a una gran gala de millonarios.

La sensibilidad coexiste con el smoking, el #metoo con la pedrería de Armani. McDormand, no obstante, ha dejado de maquillarse.

Lamento reconocer que no aguanté más de veinte minutos la película ganadora de los oscar 2021. Tediosa, reiterativa. Al menos no es pedante y tiene la sutileza de no embarcarse en una crítica política, lo cual se lo han reprochado. Tal vez sus productores querían eso, mostrar la radical vaguedad del americano contemporáneo.

Trasladémonos al otro lado, a Maine, en Nueva Inglaterra. No hace muchas semanas que HBO ha repuesto en nuestro país la serie coproducida por la propia Frances y Tom Hanks (con su compañía Playtone). Venía de hacer gorrinadas como todos sus colegas –un breve paso por Transformers– pero terminó en una soberbia interpretación en Olive Kitteridge (2014). Ganó el Emmy, la serie también, varios más. La novela en la que se basa fue premio Pulitzer en 2008 para su autora, Elizabeth Strout.

Olive es un personaje femenino sin concesiones, una profesora de matemáticas jubilada con un carácter inflexible que le sirve de caparazón para enfrentarse al mundo, donde se incluye la bondad casi absoluta e insoportable de su marido y la desequilibrada personalidad de sus descendientes, hijos y nietos de la idiotez y el confort de la clase media universal. Su encuentro con el lunático Bill Murray es una cima descriptiva de la cultura del desafecto que nos acompaña.

Bienvenida Fran al olimpo de las diosas audiovisuales. Mientras tanto, acaba de publicarse en español la segunda novela de Olive, de sus aventuras solitarias, Luz de febrero, en Duomo Nefelibata. ¿Reminiscencias faulknerianas? En catalán lo ha hecho Edicions de 1984.

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11 de mayo de 2021
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La culpa

Muchos años antes de que René Girard editara su definitivo ensayo ‘La violencia y lo sagrado’, Benjamin Britten concebía una de las más grandes óperas del siglo XX, ‘Peter Grimes’

Muchos años antes de que René Girard editara su definitivo ensayo La violencia y lo sagrado sobre esa misteriosa víctima que concentra el odio de una comunidad hasta el linchamiento, Benjamin Britten concebía una de las más grandes óperas del siglo XX, Peter Grimes. También él, dispuesto ya a regresar a Inglaterra, se sentía como una víctima propiciatoria, porque sabía que sus dos pecados, la homosexualidad y el pacifismo, serían inmediatamente condenados por una sociedad que en aquel momento aún estaba sufriendo las bombas alemanas. Quizás por eso esta sea su ópera más profunda, lírica y brutal, aunque las dudas sobre el libreto lo dejaron medio cojo y con un final ambiguo.

El chivo expiatorio es un pescador, Peter Grimes, a quien las gentes de un pequeño pueblo costero odian con furor. Las causas de este odio no están claras. No ha cometido ningún crimen, pero dos de sus ayudantes, sendos niños rescatados del orfanato, han muerto mientras trabajaban para él. Fueron muertes accidentales, pero los fariseos del pueblo acusan a Grimes de asesinato. Nunca sabremos qué había detrás de esas muertes. La homosexualidad o la pedofilia fueron eliminadas del libreto expresamente por Britten y Pears, pero ese es el fantasma que cubre con su negro manto toda la obra.

El montaje del Teatro Real de Madrid es portentoso. Voces, orquesta y dirección son soberbios en esta creación que tiene una dificultad enorme, sobre todo porque cuenta con un coro que se mueve y danza como si fuera un personaje más. La puesta en escena por una vez no trata de imponer su fantasía sobre la música, sino que la acompaña con cariño y talento. Por si no la pilla en Madrid, la versión del Real viajará a Londres, París y Roma. En todo caso, no se la pierda.

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11 de mayo de 2021
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Una vieja conversación que no termina

 

El libro recién publicado por Alfaguara, Dos soledades, Un diálogo sobre la novela en América Latina, recoge la conversación que sostuvieron Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa en la Universidad de Ingeniería de Lima en septiembre de 1967.

Conversaciones literarias ha habido por miles desde entonces sobre el mismo tema, especialmente en estos tiempos de pandemia cuando todos nos hemos vuelto zoombies; pero esta, leída más de medio siglo después, y con tanta agua literaria pasada debajo del puente, ofrece claves fundamentales.

Apenas pocos meses antes de esta conversación, ha aparecido Cien años de soledad, y García Márquez viene de Buenos Aires, donde se ha publicado la novela, arrastrando su cauda de fama repentina; y Vargas Llosa acaba de recibir en Caracas el premio Rómulo Gallegos por La casa verde. Es la década del boom, cuando se publican también La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes, en 1962, y Rayuela, de Julio Cortázar, en 1963, año en que sale también La ciudad y los perros, del mismo Vargas Llosa, ganadora del premio Seix Barral.

En la conversación de Lima se habla reiteradamente del boom. “Yo no sé si el fenómeno del boom es en realidad un boom de escritores o si es un boom de lectores…”, afirma García Márquez.

El boom pueden ser todo menos una generación literaria. Cuando Rayuela se publica, Cortázar, que podría ser más bien el abuelo, o el padre, de todos los demás, ronda ya los cincuenta años, y para la aparición de La ciudad y los perros, Vargas Llosa tiene apenas veintisiete. Los únicos contemporáneos entre ellos son Fuentes y García Márquez.

Tampoco pudieron haber suscrito nunca ningún manifiesto generacional, ni se confabularon para matar a sus padres, como ocurre con cada nueva generación de jóvenes escritores que se precie de tal. Para algunos de ellos, los padres reconocidos con gratitud, son Juan Rulfo, Juan Carlos Onetti, o William Faulkner.

El único padre con el que se desquitan los protagonistas de la conversación de Lima, es Borges, porque “escapa de una realidad concreta, de una realdad histórica” como opina Vargas Llosa entonces; aunque García Márquez reconoce que no puede dejar de leerlo. Y lo lee sólo porque “es un hombre que enseña a escribir”. Casi podemos ver a Borges en este diálogo como una deidad menor, que no sobrevivirá al paso de los años.

Pero Borges se vuelve un tema recurrente en la conversación. Es una espina que sigue allí, clavada en la garganta de ambos, y Vargas Llosa no parece tranquilo de conciencia. No puede ser que esa tentación de volver siempre y otra vez a Borges, de leerlo y releerlo, no tenga una razón, más allá de que su obra sea un buen manual para aprender a escribir. Borges, de alguna manera, dice Vargas Llosa, “está describiendo, mostrando la irrealidad argentina, la irrealidad latinoamericana. Y esa irrealidad “es también una dimensión, un nivel, un estado de esa realidad total que es el dominio de la literatura”.

Lo plantea como una pregunta. “Te hago esta pregunta”, le dice a García Márquez, “porque yo siempre he tenido problemas para justificar mi admiración por Borges. Pero el otro no cede. “No tengo ningún problema para justificar mi admiración, lo leo todas las noches”, dice. Pero lo único que le interesa es “el violín que usa para expresar sus cosas”. Su irrealidad es falsa, no es la irrealidad de América Latina, que “es una cosa tan real y cotidiana que está totalmente confundida con lo que se entienda por realidad”.

Esos dos que reniegan del maestro al que admiran y al que no pueden dejar de leer, un reaccionario, además, de ideas vetustas, ignoran que ambos van a recibir en el futuro el Premio Nobel de Literatura que a Borges le será negado; pero ignoran también que ese viejo ciego y tan molesto por sus opiniones atrabiliarias, será en todo sentido universal, como lo serán ellos, y que su obra tendrá una inmensa influencia en generaciones sucesivas de escritores de otras lenguas. Un clásico mayor.

Y cuando Vargas Llosa se preocupa por el sentido latinoamericano de la irrealidad de Borges como una dimensión de la realidad total, es porque están hablando de algo que se volverá fundamental a partir del boom como enfoque literario, y es ese concepto de la totalidad. Las generaciones anteriores, de Guiraldes a José Eustasio Rivera, a Rómulo Gallegos, no supieron ver el todo, concuerdan ambos.

Los del cuarteto del boom son los descubridores del todo latinoamericano. Se ven como piezas de un mecano narrativo, modelo para armar, porque la realidad, siendo una misma en todas partes, con relieves diferentes, se presta a una sola escritura, una escritura colectiva a la que, además de ellos, se suman Carpentier, Onetti, Rulfo.

La novela latinoamericana viene a ser así un gran concierto polifónico. Carlos Fuentes se volverá uno de los acérrimos promotores de este concepto, y llega aún a proponer la escritura de una novela de novelas, cada una de ellas un capítulo escrito por un novelista diferente.

Y este concepto de la totalidad, de la visión común, sólo es posible porque sea ha llegado por fin a conquistar la modernidad. Un nuevo descubrimiento de América.

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11 de mayo de 2021
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Diario de la peste (17) La máscara

Hay quienes piensan que la mascarilla es una herramienta política más que profiláctica. A través de ella nos privarían de contactos, de conexiones, de poder, y nos estarían convirtiendo en sujetos aislados y pasivos, habitando una horrenda distopía. Pero atribuirle a la mascarilla intenciones políticas nos sume en la contradicción. El Estado odia las máscaras porque necesita caras, y compensa su falta de trasparencia con la exigencia de que los demás han de ser trasparentes. “Yo no, por definición, pero todos los demás sí”, dice el Estado. En el siglo XVIII se prohibieron los bailes de máscaras porque favorecían los delitos. Mi madre me contaba que durante los carnavales de antes de la guerra, no eran raras las puñaladas al amparo de la máscara, como ocurre en algún momento de El cuarteto de Alejandría. Franco prohibió los carnavales. Al franquismo tampoco le gustaban las máscaras, pues para enmascarados ya estaban ellos. Y es que el Estado, además de tener el monopolio de la violencia,  detenta también el monopolio del enmascaramiento y la multiplicación de máscaras le parece una maldición borgiana pues sabe, por experiencia histórica, que cuando se deja paso libre a las máscaras empieza el carnaval. Y el carnaval es una fiesta demasiado desafiante como para prolongarla durante años, y puede acarrear violencias inesperadas. El carnaval nunca es la figura en la que se proyecta el Estado. Al fisco no le gustan las máscaras, y a la policía tampoco. Sí, en el parlamento caben las máscaras, y no en vano tiene forma de teatro griego, pero en la calle ya es otra historia. Cuando el Estado deja que la calle se llene de máscaras es porque no tiene otro remedio, y algo habrá que inventar para abolirlas. Cuando las máscaras danzan la farra se torna la mayoría de las veces inevitable. Una cosa arrastra a la otra como una ola a otra ola (les pasa a los jóvenes). Además, como ocurrió en otras épocas, las máscaras podrían convertirse en las mejores aliadas de los ladrones, de los bandoleros (en las películas van siempre con un pañuelo a modo de mascarilla) y de toda clase de subversivos, empezando por los que se deleitan en romper vidrieras de tiendas de renombre. Cuando en una manifestación la policía ve mucha gente enmascarada sabe que habrá problemas. Las máscaras no interesan. Basta con detenerse en algunos momentos de la historia reciente: toda la guerra contra el burka en Francia ha ido por ahí. La República no quiere máscaras. Después el problema se puede rebozar con otras materias, pero la esencia está ahí: el Estado laico detesta a los enmascarados. En una época en la que tanto los estados como las grandes corporaciones quieren llegar a tener toda la información posible sobre los ciudadanos, la máscara supondría un retroceso en esa aceleración hacia la trasparencia: la transparencia de los ciudadanos, quiero decir, no la del sistema político y económico. No creo que a ningún estado le interese que se prolongue mucho el asunto de la máscara. Eso solo les puede interesar a los fabricantes del producto y a las farmacias. Un Estado lleno de enmascarados es una pesadilla para cualquiera y de paso también para el Estado. La trasparencia de nuestro tiempo y su rechazo a la intimidad se avienen mal con las mascarillas. Buena parte de nuestro sistema está basado en la geografía de la cara. Somos sobre todo caras, moviéndonos en un frenético remolino de realidades y ficciones digitales. La mascarilla rompe la fiesta, y casi también rompe el sistema. Somos una cultura de caras, que esas caras puedan a menudo ser también máscaras es otro problema. Y de hecho internet es un carnaval, además de ser otras cosas; pero esas caras que vemos en la red no llevan mascarilla, al menos no hasta ahora. “¿Cómo permitir lo que odias?”, se pregunta el Estado con angustia hamletiana. En Francia quieren resolver la contradicción y hablan de la mascarilla trasparente, sobre todo para los docentes. Los más sabios piensan que esto va a durar y que quizá nos hallamos ante un cambio de paradigma de hondo calado. Los cambios de paradigma son raros, pues suelen implicar el desplazamiento de grandes masas humanas. El modelo de los últimos tiempos era arrastrar masas hacia la ciudad: la mejor estructura para favorecer las epidemias. Un nuevo modelo podría modificar considerablemente ese destino. Parece evidente que nuestro futuro va a depender de cómo sepamos aligerar las densidades, también las densidades humanas, evitando las concentraciones sofocantes. Se trataría de habitar de otra manera el mundo, tras toparnos con una hiriente evidencia: lo que se podría llamar ideología de la aldea global pensó en todo menos en lo que estaba encima de la mesa: las epidemias, que hallan en las masas su tierra de promisión. Aunque las máscaras trasparentes tienen más posibilidades de convertirse en fetiches que las otras, no creo que resuelvan la paradoja, pues también parten le rostro en dos. El problema está en las masas, tan necesarias en la sociedad del espectáculo, y en las caras, igualmente necesarias en la edad de la vigilancia y el narcisismo global.

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9 de mayo de 2021
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PROTOAIRA

Trabajando en la confección de un pequeño ensayo sobre César Aira, genial argentino recién galardonado con el Prix Formentor 2021, me encuentro de nuevo con esa guadaña herrumbrosa que es el plagio inverso, no siendo yo en este caso el plagiado, como es habitual, sino César Aira, y, curiosamente, yo su plagiador. Aira utiliza un dispositivo, entre otros muchos, y todos de modo sabio y eficaz, que es el de la progresión del discurso de modo escalonado, acelerado, con aires aritméticos y final desconcertante, uno de sus procedimientos más aplaudidos y que yo ya utilizaba en 1964, con 22 años, y que César, en esa fecha, con 15, seguro que también, pero yo no conocía su obra, si es que existía, de ahí el prodigio, y, por otra parte, y esto ha de quedar muy claro, cuesta creer que él sí conociera la mía. Entonces, para no perder más tiempo, y haciendo caso al refrán 'para muestra un botón', ahí va mi relato "El fracaso", de ese año 1964 (anda por ahí publicado), y ustedes opinen, que quizá no sea nada más que una confluencia, el término que se aplica a la conducta de buitres y cóndores, especies alejadas taxonómica y geográficamente pero de parecidas apetencias alimentarias.

El fracaso.

Un hombre emprende un trabajo arduo y con­vencido de su capacidad descuida algunos deta­lles. Estos le hacen fracasar.

De nuevo comienza una obra que seguramente es más amplia y laboriosa. Al principio acuciado por la propia necesidad de éxito acelera enorme­mente su desarrollo y corona las primeras etapas antes del tiempo prefijado. Esto le hace aminorar la marcha y cada día realiza algo menos que en el anterior. Así llega a un paro total que le lleva al fracaso.

Otra vez desea justificarse y acepta una labor importante. La emprende con alegría y rapidez pero temeroso de cometer algún error la reestruc­tura y racionaliza. De este modo el trabajo se dignifica y pierde trivialidad y gana empaque. Sin embargo el exceso de metodización le confiere un aspecto agrio y ante la perspectiva de una posible abulia vuelve a la alegría y rapidez con que comenzó. Así llega de nuevo al período en que desea metodizarse y así al período de la alegría. La repetición de estos estados le causa miedo y decide intercalar una etapa que alargue el ciclo. La búsqueda de dicha etapa es difícil y empleado exclusivamente en ello distrae el negocio. De nue­vo fracasa.

La vez siguiente prefiere arriesgarse en algo definitivo. Es un trabajo enormemente delicado y difícil con una duración además extraordinaria­mente larga. Los motivos por los que lo escoge son obvios. Realiza un verdadero juramento ante sí mismo de dedicar toda su vida al logro de la empresa. Calcula los años que le quedan de vida acogiéndose a la media de sus antecesores. Asigna a cada año una parte y así mismo a cada mes y día y hora y minuto y segundo. Construye un calendario que constantemente le indique el pun­to en que se halla en su labor. Elimina dos perío­dos. El ocupado en agonizar y el ocupado en pla­nificar su obra. Curiosamente al restar del tiem­po total la planificación y la agonía aparece un tiempo asombrosamente ridículo. Acobardado no acierta a realizar con tino la gran cantidad de trabajo acumulado en cada parte del minúsculo tiempo total. El error le vale una rápida expulsión de la férrea empresa. Afortunadamente un fallo en el cálculo de la longitud agónica le hunde antes en ella. Así prematuramente descansa.

(1964)

Apud La hora oval (1971)

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9 de mayo de 2021
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El Boomeran(g)
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