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Fernando

Noto que, últimamente, me llaman “Fernando”. Primero fue la peluquera Pacita, que me arregla el pelo: ‘Siéntese aquí, Fernando’, '¿Muy corto esta vez, Fernando?'. Luego, en el cartel anunciador de la Feria del Libro, en Jaca, veo que aparezco como ‘Fernando Ferrer Lerín, escritor y especialista en necrofagia’; menos mal, pensé, en un primer momento, que, con este segundo oficio que me han endosado, paso más desapercibido al cambiarme el nombre de pila, pero, la verdad, no deja de inquietarme esta insistencia en modificar mis credenciales. He consultado al Dr. Panchetti, psicólogo de masas, y me asegura que, en mi caso, el cambio de nombre se debe a la impresión que produce, entre las clases desfavorecidas, mi presencia física, que les lleva a considerar “Fernando” como atributo correcto dado mi porte distinguido. Incluso, entre los que conocen mi verdadero nombre, "Francisco", no les cabe la menor duda de que sí, que no está mal, pero que puede derivar fácilmente en el pachanguero “Paco”.

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4 de agosto de 2021
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Revisar la historia desde la demagogia ultranacional

Ir o no ir a que te palpen la cara retóricamente, esa es la cuestión que debía plantearse la diplomacia española con la visita real a la toma de posesión del nuevo presidente del Perú. Se trata de un maestro de escuela procedente del duro altiplano y reconvertido en líder de la izquierda peruana, cuyas raíces ya no se nutren del sueño maoísta revolucionario que representaba Sendero Luminoso.

En Perú, como en el resto de la América Latina, la utopía marxista teñida de animadversión colérica contra los Estados Unidos, la que inundó el continente en los años 60 y 70 del siglo pasado, ha dado paso a una reivindicación del indigenismo. Y dado que no cabe ninguna autocrítica respecto de la construcción del nuevo imaginario nacional peruano, se echa mano de los sueños románticos: un supuesto pasado edénico hasta la llegada de los malvados españoles, culpables y genocidas. Del guerrillero romántico al indio solidario en paz con la naturaleza.

El relato anticolonial y proincaico de Pedro Castillo no tuvo conmiseración del rey de España, Felipe VI, cortésmente presente para refrendar a un político que ha ganado las elecciones por la mínima, que tiene a limeños, liberales y conservadores totalmente en contra y que apenas ha podido configurar un gobierno estable ante los mercados económicos dada su decisión de apoyarse en el ala más radical de la formación que le propuso para la presidencia. Felipe de Borbón y Grecia, de espíritu más germánico que su padre, aguantó sin rechistar el chaparrón y volvió a España. Su progenitor, acordémonos, ya tuvo que mandar callar al autócrata Hugo Chávez, en pleno “vocinglerío” bolivariano del comandante venezolano.

En México, del mismo modo, la conmemoración del quinto centenario de la llegada de Cortés a Tenochtitlán, resulta ser un evento reivindicativo del pasado mexica y narración antiespañol, hasta el punto que el populista López Obrador ha solicitado del monarca Borbón que pida perdón por los desmanes de la hispanización. Más al norte, incluso, la corriente anticolonial recorre América, donde se criminaliza a Cristóbal Colón y al mismísimo frailuno mallorquín Junípero Serra por todos los males y pobrezas que sufren los hispanos. Suerte que además de fobia antiespañola en los USA la cuestión nuclear sigue siendo la racial afroamericana, sobre la que pesa toda la culpa inmoral de la esclavitud. El revisionismo de la historia que el problema de la negritud plantea se puede llevar por delante a figuras capitales como Thomas Jefferson o al mismísimo George Washington, íntimo amigo del alicantino Juan de Miralles, comerciante de Petrel y dedicado al textil y al transporte de esclavos entre otras prácticas mercantiles. En cambio, la actividad de los barcos negreros fletados por valencianos y catalanes, entre otros, con bases en puertos de Canarias o en Sevilla, resultan algunos de los episodios más silenciados de nuestro pasado.

Ese interés por legitimarse a través de la historia resulta, pues, un fenómeno universal, provocado por los avances en la igualdad de las personas, lo que genera un pensamiento simplificador que requiere buscar culpables para exonerar al nuevo grupo que se incorpora al liderazgo social de cualquier conducta criminal en el pasado. El proceso suele ir acompañado de una ensoñación sobre los mundos primitivos, y así, del mismo modo que el romanticismo alemán o el inglés recrearon leyendas germánicas o ciclos artúricos, los indígenas latinoamericanos piensan en una especie de feliz socialismo precolombino tanto entre las tribus incas como entre las colectividades mayas que soñó Miguel Ángel Asturias en su novela Hombres de maíz.

La corriente de revisionismo demagógico recorre el continente y sitúa en serio peligro los intereses empresariales y culturales españoles, como ya ocurriera en Argentina, entre otros motivos porque además de suponer un relato que desacredita la obra española en América, la nueva historia que elabora esa neoizquierda latina es el componente que justifica y legitima su posición política. No todos los latinos piensan que España fue una metrópoli cruel y desalmada, ni mucho menos, pero algunos políticos fomentan ese sentimiento antiespañol para que les facilite el camino hacia el poder.

La solución a este nuevo escenario americano no debe consistir en buscar alianzas con los sectores más reaccionarios y ultraderechistas que durante décadas han dominado autárquicamente el continente. Todo lo contrario. El felipismo fue muy inteligente en sus relaciones hispanoamericanas, y hasta Manuel Fraga fue brillante en su recordado periplo por la Cuba castrista. Se trata más bien de recuperar el prestigio del país desde el rigor, lo que supone un conjunto de políticas muy amplias que, en estos momentos, parecen ausentes.

Para empezar, las estrategias americanas de España deberían constituir un asunto de Estado, que uniera en un frente común a los grandes bloques ideológicos del país, dejando a un lado tanto el prochavismo de la antigua Podemos como el ultraespañolismo de Vox. España ha de consensuar una sola voz para apoyar a las verdaderas fuerzas democráticas latinas, al tiempo que se ha de favorecer la integración de sus inmigrantes en nuestro país, invertir en cultura allí, fomentar la redistribución económica, la reinversión de los beneficios y la constante presencia de políticos, intelectuales y creadores para poner en valor el patrimonio común más honorable.

La historia debe revisarse, claro está, pero sabiendo contextualizarla, huyendo de posiciones maniqueístas o de usos aviesos. Resulta obvio que España actuó como una potencia colonial y que murieron millones de indios, aunque más por culpa de las nuevas enfermedades europeas que por la fuerza de las armas, a las que, no lo olvidemos, se unieron muchas tribus sojuzgadas por los estados teocráticos anteriores a la llegada de carabelas y galeones.

Fue un catalán, Xavier Rubert de Ventós, quien escribiera El laberinto de la hispanidad, una reivindicación de la colonización española de América, donde también se construyeron ciudades, catedrales o universidades, donde lejos de reagrupar a las partidas indias en reservas como hicieron los anglosajones, los españoles se mezclaron con ellas y dieron lugar al fenómeno del criollismo, además de escuchar las arengas éticas de Bartolomé de las Casas o la reivindicación del derecho indígena por parte de Francisco de Vitoria. Y todo eso, ya sería hora de que los españoles lo aprendiésemos a narrar para mejorar la cada día más deteriorada imagen de la civilización hispana. Porque en su tiempo fueron escritores españoles, precisamente, los que inauguraron una literatura testimonial denunciando las vilezas morales que cometieron los propios conquistadores hispánicos.

A estas alturas, y en todos los órdenes nacionales, no hay otro camino que una nueva miscelánea por más que perdamos identidades locales. Ese fue el rumbo que tomaron escritores contemporáneos como Augusto Roa Bastos, cuya visión alucinada de la aventura colombina procedía de un mundo de cruces y entreveramientos culturales y mitológicos como los anotados por Octavio Paz. Ahora a lo que asistimos –por televisión– es a una oleada de emigrantes atléticos que actualizan el mito del mestizaje en torno al deporte: una tenista negra que enciende la antorcha olímpica japonesa, saltadores y gimnastas de color caribeño que compiten por España, magrebíes y centroafricanos que juegan al fútbol o al baloncesto por Francia, el hijo de un americano de color y una italiana que corre más que nadie los cien metros lisos, turcos que ya son alemanes, gambianos convertidos en daneses o griegos negros de más de dos metros arrasando en las pistas de la NBA… Pero en España, por lo que parece, no nos enteramos, o mejor, no lo reflexionamos, salvo cuando nos despiertan con provocadoras emisiones por twitt. Todavía no hemos aprendido a entender qué es eso de ser español, o ser cualquier otra cosa, hoy.

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3 de agosto de 2021
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A vueltas con la pregunta de Turing

¿Pueden las máquinas pensar? Ante  esta pregunta, formulada por Alan Turing ya en 1950 (Computering Machynery and Intelligence)  lo primero que pasa por la cabeza es la de que todo depende de lo que entendemos por pensar. El propio Turing escribe en el arranque “Deberíamos  empezar definiendo lo que significan los términos máquina y pensar” No parece que esta exigencia se haya siempre respetado.

Etimológicamente pensar es sopesar, alzar, relevar, hacer que algo destaque a fin de pesarlo o pensarlo, dirimir respecto a sus posibilidades con vistas a obtener un resultado que se espera. Pero, obviamente, esto corresponde tanto a la compleja reacción que tiene un animal que  valora opciones  de fuga ante la presencia de un depredador como a la disposición   de un político que  tantea o calibra los beneficios y perjuicios de adoptar tal posición. Y cuando Turing plantea la pregunta se está refiriendo a algo más que esto.

De hecho Turing se está refiriendo  a un ser (“una cosa que piensa” Descartes dixit) cuya reacción ante el entorno fuera homologable a la de los humanos cuando actúan racionalmente. Y quisiera al respecto hacer una precisión. En ocasiones se presenta la cosa así: Turing nos estaría pidiendo que juzguemos a la invisible entidad de la misma manera que usualmente juzgamos a los humanos: si estos responden a nuestras preguntas de un modo que nos parece razonable diremos que están pensando. Pero la cosa no es exactamente así: cuando nos dirigimos a un ser humano, tenemos como punto de arranque, presupuesto o condición que estamos dirigiéndonos a un ser pensante. Si responde mal o caóticamente, diremos que es un ser pedante, confuso o claramente estúpido, pero no esperamos la respuesta para determinar que se trata de un ser pensante.

 Pero con independencia de este problema cuando Turing se está refiriendo a una potencial máquina  inteligente, está pensando en una inteligencia que se activa incluso cuando nada concierne en lo relativo a las  condiciones de posibilidad de su existencia, es decir al soporte material de la misma. Una máquina cuya percepción sensible fuera actuada por entidades que no son ellas mismas sensibles, como en todo caso son los conceptos, una máquina que respondiera al campo eidético. Una máquina que a partir de de un conjunto finito de elementos potencialmente pudiera desplegar una pluralidad infinita. Obviamente no se trata de elementos del mismo nivel. Conjunto finito de elementos físicos, es decir significantes, versus -conjunto infinito (potencialmente, pues los elementos  no se dan al mismo tiempo) de elementos eidéticos, es decir significados. Pero el pensar al que se refiere Turing va quizás más allá.

En la intersección de la ciencia y la filosofía, el proyecto de Turing abre el siguiente interrogante. Siendo el hombre un animal de razón y de lenguaje, ¿llegará él mismo a ser creador de razón y lenguaje? ¿Conseguirá un  artificio que sea cabalmente inteligente, es decir, que incluya los aspectos emocionales y creativos de la inteligencia? ¿O aquello que llamamos inteligencia artificial no es verdaderamente algo que (parafraseando a Descartes) afirma, niega, siente, conjetura, concluye  teme, se motiva y sobre todo duda, aspectos todos ellos que son expresión de inteligencia?

Los  cerebros artificiales solucionarán  mucho mejor que el hombre ciertos problemas aquí ya  evocados, reemplazándonos en  tareas tecnológicas. Pero ¿serán  émulos de Dante  o Calderón, compondrán como Mozart o Vivaldi? A lo cual cabe añadir:

¿Serán esos nuevos seres  capaces  de formular algo análogo al principio de equivalencia de la relatividad general o al principio de incertidumbre de Heisenberg de la Mecánica Cuántica?  ¿Serán capaces de “interesarse” por algo como las figuras cónicas que fascinaban al pensamiento griego y que sin embargo no tuvieron durante siglos utilización técnica alguna? ¿Serán  susceptibles de ser movidos por la pura exigencia de inteligibilidad que, desde la física elemental de los jónicos hasta las discusiones sobre los fundamentos de la física cuántica  (¡que se prolongan desde hace un siglo!)  son un aspecto esencial de la ciencia (no el único por supuesto)? ¿Serán capaces de sentir ese estupor (según Aristóteles punto de  arranque de la filosofía) que experimenta un científico cuando constata algo que, funcionando perfectamente, parece escapar a los principios mismos de la ciencia, ese estupor que -por mucho que  hubiera previsto el resultado- no dejó de experimentar Alain Aspect ante su experimento de no localidad? En suma:

¿Dará el hombre lugar a un ser artificial dotado de la inteligencia a la vez conceptual y sentiente (por utilizar la expresión de Zubiri) que ha posibilitado un Garcilaso,  pero también un Descartes o un Einstein, y que además tenga esa trágica   certeza de la propia finitud que acompañaba a esos  creadores, como acompaña a todo ser de palabra.

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30 de julio de 2021

RAQUEL MARIN

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Sonrisas ubicuas

Las sonrisas, y aún más en verano, se prodigan, se exhiben, se cuelgan en los labios como un trofeo. Pero no fue así siempre ni en todas partes. Recuerdo que, a finales de los noventa, antes de viajar por primera vez a Rusia como estudiante de lenguas eslavas, me advirtieron: “No sonrías a los desconocidos, allí no es un signo de cortesía”. Y, sin embargo, hay pocas novelas tan pobladas de sonrisas como Anna Karénina. Ya sea en forma de nombre o de verbo, ese gesto universal aparece 613 veces en la obra de Tolstói. Es la ventana al alma de los personajes. Ninguno se salva de sonreír, cada uno a su manera, por un motivo u otro. Como durante el primer contacto visual entre Vronski y Anna en la estación de tren. A él le da tiempo a apreciar la animación que irradia la sonrisa que curva los “labios de grana” de la desconocida.

Para los estudiosos de las emociones humanas, la complejidad de la sonrisa ha sido, y es, su piedra de Rosetta, aunque esté disfrazada de sencillez. Melville escribió que es el vehículo predilecto de la ambigüedad. Se ha constatado, aun así, que hay una sonrisa genuina, identificada en 1862 por un médico francés.

La sonrisa de Duchenne, que recibió el nombre de su descubridor, transmite emociones espontáneas, como la diversión, el alivio o el placer, y nos desarma en décimas de segundo. En ella participan los labios, pero también se contrae el músculo que rodea los ojos, más esquivo a nuestro control. “La inercia al sonreír desenmascara al falso amigo”, concluía el médico.

En culturas con pautas marcadas de comportamiento, como las eslavas o las orientales, el foco para interpretar una sonrisa se encuentra precisamente en los ojos. Allí de nada sirve prender en la boca una sonrisa a lo gran Gatsby, una de esas capaces de “tranquilizarnos para toda la eternidad”. El fingimiento prefiere los labios, así que elevar sus comisuras puede ser también un signo de vergüenza, sarcasmo o fría expresión de estatus. En 2001 se describieron más de 18 tipos de sonrisas, incluidas las que se esgrimen como máscara. Maquiavelo, en su tratado de teoría política, no aludió a la sonrisa, pero en el retrato que Santi di Tito pintó de él, con el que lo identificamos, está representado con una más misteriosa y perturbadora, si cabe, que la de su compatriota la Gioconda.

La globalización y las redes sociales han colonizado con esas muecas afables el mundo físico y virtual. Ahora incluso Putin sonríe para seducir e inspirar confianza, algo que habría sido impensable en sus predecesores. Ya han pasado casi tres décadas desde que McDonalds aterrizó en Moscú, introdujo la comida rápida y las sonrisas como herramienta comercial, aquellas que David Foster Wallace bautizó como sonrisas profesionales “que se activan como interruptores a nuestro paso”.

En Muerte de un viajante, su protagonista, Willy Loman, da la clave para ser un buen vendedor: “No es lo que uno hace, sino a quiénes conoce y qué sonrisa hay en tu cara”. Estaba convencido de que en Estados Unidos uno podía hacerse rico por el mero hecho de agradar a los demás. Al autor de la obra, Arthur Miller, le preguntaron qué vendía exactamente Loman, y este respondió que a sí mismo. Basta con asomarse a Instagram para topar con un ejército de Lomans. El inventario de sonrisas congeladas en cualquier muro es inagotable.

Cuando alguien nos apunta con una cámara, sonreímos. Es un acto reflejo que ha traspasado todas las fronteras. Aunque la riqueza humana se halla en todo el espectro de sentimientos, hoy se ha impuesto la exposición de uno solo, la alegría. Y si puede ser permanente, mejor. No importa dónde nos encontremos. Hace poco, en el museo en memoria de las víctimas del Holocausto de Jerusalén, vi a una pareja que, antes de entrar en el edificio, enseñaban la dentadura ante su teléfono móvil, bien elevado para que la localización saliera en el encuadre. Dependemos más que nunca de la fotografía, no tanto para enriquecer nuestras experiencias como para certificarlas, no para capturar un momento, sino para construirlo. Hecha la autofoto, la sonrisa a menudo se esfuma.

Al cabo de pocos días, en Belén, reparé en una familia que posaba risueña delante de los grafitis del muro de casi 10 metros de altura que separa Palestina de Israel. Preferimos que nuestros recuerdos sean positivos, alegres, y al final le hemos dado la razón a Tolstói, que decía que “todas las familias felices se parecen”, construyendo estereotipos de momentos dichosos que se asemejan todos entre sí.

Hubo un tiempo en el que nadie sonreía en los retratos. En la historia del arte encontraremos pocas sonrisas y normalmente aparecen en retratos de niños, ancianos, campesinos, bufones, marginados o ebrios. Cuando irrumpió la fotografía, las expresiones no eran menos sobrias.

Daba la impresión de que, en lugar de con una cámara, a los retratados se les apuntara con un fusil.

El material sensible necesitaba largos tiempos de exposición. Los modelos aguantaban inmóviles durante minutos, pues, si sonreían, corrían el riesgo de pasar a la posteridad con la boca borrosa. Además, un recuerdo imperecedero como un retrato requería de una expresión grave y concentrada, una aceptación serena de la mortalidad. La salud bucal de la época tampoco animaba a desvelar esas interioridades. Por muy cuidada que fuera la puesta en escena, la dentadura desenmascaraba el implacable paso del tiempo.

Y así fue hasta que, con los avances de la técnica, George Eastman, un genio del marketing, lanzó al mercado, en 1888, la primera cámara con el fin de crear un mercado amateur, la Kodak 1, tan sencilla que, según la publicidad, incluso una mujer —qué tiempos aquellos— podía utilizarla.

No era preciso tener conocimientos técnicos, el usuario solo tenía que concentrarse en pulsar un botón. El resto corría a cargo de la compañía, que te devolvía la cámara recargada para hacer cien nuevos disparos y las fotografías reveladas.

Se cumplía así el perpetuo anhelo de abundancia sin esfuerzo. Y con inteligentes campañas publicitarias, década tras década, con apoyo de la iconografía cinematográfica de la época y la emergente estética dental, Kodak construyó un mercado de masas para el que no solo vendía cámaras y carretes, sino también la apariencia prescrita de los recuerdos, de aquello que era digno de incluirse en los álbumes familiares. Asoció el uso de la cámara con los momentos felices, nos enseñó a borrar los fracasos y el dolor, a editar el pasado para poder volver a él —o a una versión— con la retórica dulcificante de la nostalgia.

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29 de julio de 2021
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Los dos reyes

 

Érase una vez un país donde reinaba un padre recto que había llegado al trono por vías torcidas y tenía un hijo que le salió tarambana. Pero el viejo rey cayó enfermo, y el príncipe, sin dejar su vida tabernaria y faldera, tuvo la presunción de la majestad y sentó la cabeza bajo la corona del padre, que estaba adormecido en su alcoba y se la había quitado. El padre murió pronto, los compañeros de farra del heredero, uno de ellos muy grueso, fueron apartados de la corte, el joven rey ganó una batalla y se hizo el monarca más amado por su pueblo. Esos dos reyes existieron, y los cronistas de su verdadera época narraron sus hechos de guerra y sus controversias, que un poeta, el más grande que hubo en aquel país tan ininterrumpidamente monárquico, convirtió doscientos años después, con la bravura del drama histórico y el espíritu de la comedia, en tres obras maestras: las dos partes de Enrique IV y Enrique V.

Ahora mismo vivimos los españoles, que también sabemos lo nuestro de reinas licenciosas y reyes arrebatacapas, un drama en el que hijo y padre intercambian papeles en un cast familiar con estrella invitada: un joven rey sensato, una discreta reina plebeya, un cuñado preso, unas hermanas borrosas (o borradas), y dos princesas, todavía niñas pero ya con aplomo, que han visto a su abuelo en la picota y lo verán, seguramente, hacer mutis o irse al destierro. Tampoco nos han faltado cronistas, no todos del mismo calibre; unos investigando pagarés, otros pescando en el lío revuelto de las sábanas sucias. Para que la historia de estos seres humanos poderosos y en parte descarriados se cerrase con plena justicia pero evitando el gore de la venganza, ayudaría un Shakespeare que captara en ellos su verdad profunda, sus engaños, los servicios prestados, dirigiendo una mirada final a los inocentes de una familia rica e infausta.

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29 de julio de 2021

La filósofa Simone Weil

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La queja y el saco roto

El mundo parece una oficina de reclamaciones colapsada. En cualquier rincón, por alejado y pacífico que parezca, habita un malestar. Pequeñas desesperaciones que engordan con su lamento. La oposición se lamenta de las acciones del Gobierno, sean cuales sean; los trabajadores se quejan ante sus jefes; hijos, madres y padres se quejan los unos de los otros, algunos por vicio, otros con desesperación. La queja no te deja tranquilo, siempre hay un motivo: que el vino blanco esté caliente, que el taxista equivoque la ruta y nos robe diez minutos de nuestra vida; que debamos operar digitalmente –cita previa mediante– con la administración porque ya no hay nadie al otro lado del teléfono.

O que, con la quinta ola, tengamos que volver a encerrarnos en casa a las diez en plena noche de verano; que nuestros hijos empiecen a contagiarse, atemorizados al dar positivo pues veían el virus tan lejano a ellos como la muerte, algo que solo les sucede a los otros.

Las quejas tienen categoría. Las hay de todo a cien y de alta costura. Unas se sobreactúan, mientras que otras se silencian. Grandes pensadores de la talla de Kant o Nietzsche –un verdadero quejica– alertaron de la infertilidad del lamento y las lágrimas, que continúan siendo noticia cuando asoman públicamente. La razón debería controlar aquella emoción, reducirla y disiparla. Restañar la herida en lugar de respirar por ella. En más de una ocasión, cuando he estado a punto de quejarme a las altas instancias, algún colega masculino cargado de buenísima intención me ha di­suadido: “Déjalo estar, no merece la pena: quedará en nada”. Pero la ofensa acallada acaba generando desprecio, e incluso inquina.

Simone Weil concebía la queja “como algo hermoso, incluso sagrado”, según cuenta la investigadora Deborah Casewell, codirectora del Simone Weil Network. Y resume su pensamiento, tan vigente: “Siempre que una persona llora por dentro –“¿Por qué me lastiman?”–, le están haciendo daño. A menudo se equivoca al tratar de definir el agravio, por qué y quién se lo inflige. Pero el grito en sí es infalible”. Weil, junto a Spinoza, Leibniz, Descartes, Olympe de Gouges, Tomás Moro, Voltaire o Émilie du Châtelet forman parte del interesantísimo libro de Víctor Gómez Pin El honor de los filósofos (Acantilado). La pensadora murió con apenas 34 años, y todos sus libros se publicaron póstumamente. T.S. Eliot y Albert Camus, que la distinguió como “el único gran espíritu de nuestro tiempo”, alabaron su lucidez y honestidad intelectual. Hoy se la recuerda por haber indagado las tonalidades del dolor. Supo discernir entre sufrimiento ordinario y aflicción, un sentimiento que acaba convirtiéndose en una pregunta interior: ¿por qué me pasa esto?

Weil, que se había conmovido hasta el llanto ante las hambrunas en China, le espetó en una ocasión a Simone de Beauvoir, defensora a capa y espada de la revolución: “¡Cómo se nota que nunca has pasado hambre!”. Para ella, la ética implica una actitud de atención, de compasión y amor hacia el otro. Y afirmaba que, si bien no tenemos la capacidad de crear un mundo mejor, sí debemos conducirnos en esa dirección.

En la actual saturación de quejas –y de señalamientos en busca de chivos expiatorios, malignos conspiradores culpables de las calamidades que padece la humanidad–, nadie escucha ni se detiene ante la aflicción de los demás, demasiado acuciados como estamos por imponer nuestros puntos de vista, reglas y procedimientos. Un gigantesco dique del que cuelga un cartel: “No se atiende a razones”.

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28 de julio de 2021
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Hasta pronto

Una niña de nueve años les dice a sus perplejos padres que ella de mayor quiere ser salvaje, pero que los demás no le dejan ser todo lo salvaje que ya es

Una niña de nueve años les dice a sus perplejos padres que ella de mayor quiere ser salvaje, pero que los demás no le dejan ser todo lo salvaje que ya es. ¿Quiénes son los demás?, pregunta su madre. Pues la gente. Y nosotros, ¿también somos la gente? Hombre, pues claro, todos los padres son la gente. Y se pone a caminar por el hotel a cuatro patas apoyándose en los nudillos.

La cuestión había comenzado cuando, paseando por un sendero boscoso, la niña se empinó para coger una manzana que colgaba entre muchas de un pomeral, pero había aparecido un labrador como por encanto y le había afeado la conducta en un idioma apenas comprensible. Tras salir disparada, la niña preguntó a sus padres si en la naturaleza todo era de alguien. Sí, respondió el padre, ahora ya todo tiene dueño. Entonces, ¿esto no es la naturaleza? No, hija, ya casi no queda naturaleza. ¿Dónde queda? Pues un poco en las selvas del Amazonas, pero no te lo puedo asegurar. Caviló un poco y por la tarde es cuando dijo que ella era salvaje Y que sólo le interesaba lo salvaje.

Iba yo leyendo entonces El día que empezó la Guerra Civil, de Pilar Mera (Taurus), un buen resumen de los funestos días de julio del 36, y andaba horrorizado de nuevo por las salvajadas que cometieron izquierdas y derechas. El libro es bastante ecuánime, aunque no figura nunca ni el partido comunista ni la URSS, pero sí Alemania e Italia, lo que resulta un poco raro (p.195). Pero, en fin, lo que intimida son las barbaridades que cometieron ambos bandos.

¿Por las manzanas? ¿O por un salvajismo natural que aún nos posee en estado latente? No lo sé. Tendré que preguntárselo a la niña cuando sea un poco más mayor. Mientras tanto, que tengan ustedes unas considerables vacaciones. Nos volveremos a ver en septiembre.

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27 de julio de 2021
Plaza de Sant Felip Neri en Barcelona. Imagen de Espe Pons.
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La pervivencia de la luz

Varias de las fotografías incluidas en la edición de autora Sota la llum del mar, de Espe Pons, reproducen los rincones de una celda de la Modelo de Barcelona. Las huellas de la presencia humana que albergó, el tiempo, la dejadez, proporcionan una apariencia de desolación a los muros. Una decrepitud que ya está incorporada a nuestra mirada porque recomponemos la imagen con lo que sabemos e imaginamos que ha sucedido en esa pared de cárcel. Pero todavía no me quiero referir a eso.

La pared desconchada, la cal arañada, el rincón oscurecido por sustancias orgánicas pasadas… El conjunto me hace pensar en los reveladores escritos de Juan Eduardo Cirlot sobre el informalismo que ha reunido la editorial Siruela. Cirlot describe deslumbrantemente cómo el informalismo se basa en los esfuerzos de unos artistas para que la materia dé forma a su trauma, a ese dolor informe que es a veces la existencia. Estas representaciones casi siempre se concretan en fondos que reproducen muros desgastados y castigados, pintura acumulada que recuerda a la tierra, lienzos con frecuencia desgarrados, agujereados y quemados. Es decir, que muchos informalistas buscaban la imagen de ese rincón de una celda o de otro rincón, el de un ángulo de la plaza barcelonesa de Sant Felip Neri, todavía testimonio de los bombardeos de la Guerra Civil, que también reproduce Espe Pons en su reciente y exquisito fotolibro.

Las fotografías forman la exposición homónima al libro que pudo verse en el Museu Palau Solterra de la Fundació Vila Casas entre los meses de julio y noviembre de 2020 y que ahora se encuentra en el Castillo de Montjuïc, hasta el 12 de septiembre. Espe Pons recupera la historia del hermano menor de su abuelo, Tomàs Pons Albesa. Existe el catálogo de la exposición, así como los textos de Vicenç Altaió y Cynthia Young que acompañan las fotografías. Pero, ahora, la fotógrafa da un paso más con esta nueva y personal edición, minuciosamente pensada y que consigue situar al lector-observador y traer al presente los diferentes espacios y paisajes en los que transcurrió la historia del hermano menor de su abuelo. Reivindicación del libro como objeto capaz de concitar la memoria de quienes se le acercan en un ejercicio casi espiritista no exento de riesgo.

Tomàs Pons Albesa tenía ideas republicanas y socialistas, con cargos de organización y propaganda en el PSUC. Fue fusilado en 1941 en el Campo de la Bota. El director teatral, escenógrafo y artista Iago Pericot solía hablar de cómo de joven veía desde el tren que lo llevaba a Barcelona los fusilamientos del Camp de la Bota. Todavía tengo sobre mi escritorio el programa de mano del homenaje que se rindió a Pericot hace unas semanas en la Vinya dels Artistes. Un conmovedor e irreverente via crucis excelentemente dirigido por Climent Sensada.

Además del libro de Espe Pons, el de Cirlot y el programa de mano del via crucis de Iago Pericot, en mi escritorio también espera el diario de a bordo que escribió Josep Espinasa Massagué, el alcalde que había proclamado la República en el municipio de Montcada i Reixac a bordo del Mexique, mientras se exiliaba a México. Pienso en esta presencia de ausentes, unidos por un invisible pero evidente hilo, al leer el texto de Vicenç Altaió en el libro de Espe Pons. El siempre lúcido e iluminador crítico escribe que, con su trabajo, la fotógrafa repara el dolor y la memoria de la víctima en tiempos de silencio. Me pregunto si de verdad nuestro presente ha silenciado los testimonios y el sufrimiento de personas como Tomàs Pons Albesa. Levanto la mirada un poco más allá de mi escritorio y no puedo más que darle la razón a Altaió.

Los que seguimos viendo salir el sol cada mañana estamos obligados a aceptar la función de relevo. No somos más que unos simples transportadores de la memoria –aunque a veces ésta nos haya llegado sólo a través de silencios–, que es tanto como decir de las heridas. Hay niveles diferentes de sufrimiento y cada uno llevamos nuestra propia carga de dolor. La empatía nos lleva a imaginar, desde el nuestro, cómo las otras personas asumen el horror, el de Tomàs Pons Albesa, por ejemplo. Hacemos el ejercicio de imaginar y sentimos el asombrado espanto, el abismo por el que nos despeñaríamos en una situación como las que Espe Pons sitúa ante nosotros en forma de fotografía y metáforas. Asombro por la facilidad con la que el mundo que conocemos se desvanece y se revela el absurdo sin límites: el vacío. Algunos sobreviven, otros no. De alguna manera, ese horror ante la certeza del vacío, “la nada que se hace elocuente” en palabras de Albert Camus, es también la fuerza que mueve a los artistas informalistas a manifestarse. Escribe Cirlot que la pintura es llanto sobre llanto. Así pues, esa sensación que producen las fotografías de Espe Pons puede definirse claramente: es el llanto sobre el llanto que aparece sobre el llanto.

Se trata de vencer la nada que absorbió a los ausentes para afirmar, en una pírrica victoria, que el mundo sigue existiendo, que la vida se sigue reproduciendo, sea ésta lo que sea. Que, en palabras de Altaió, seguimos siendo luz. Esa luz que los científicos se afanan por saber qué es, mientras que los más metafísicos la aceptan como una verdad recibida, evidente e indiscutible.

Altaió se refiere también a la dicotomía de si la fotografía debe documentar o evocar. Fotos de prisiones y fotos de pájaros en pleno vuelo que, aunque se alejan de una tierra desertizada o reducida a materia desatendida, la necesitan para completar su significado; aunque sólo sea para recordarnos que la misma fuerza de la gravedad que nos mantiene a nosotros unidos al suelo es la que moldea la silueta de su vuelo.

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25 de julio de 2021
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Clarice Lispector, la descripción y el genio literario

En una carta a su editor, el gran maestro de la novela negra Raymond Chandler dice:

“Hace mucho tiempo, en la época en que escribía para las pulp magazines, incluí en un cuento una frase de este tipo: "Se bajó del auto y cruzó la vereda bañada de sol hasta que la sombra del toldo sobre la entrada tocó su rostro como el contacto de agua fresca". La eliminaron al publicar el cuento, porque no iba a gustarle a los lectores: sólo servía para interrumpir la acción. Me decidí a probar que estaban equivocados. Mi teoría era que los lectores solamente creían no interesarse más que en la acción y que, en realidad, aunque no lo sabían, lo que les interesaba a ellos, y a mí, era la creación de emoción a través del diálogo y la descripción.”

Del diálogo se ha hablado mucho y se seguirá hablando en otros textos. Aquí quiero hablar de la descripción. Como gran prosista, Chandler sabía que la palabra final de su párrafo, incluso en una carta privada, era la piedra que caería con más fuerza sobre la tersa superficie del lago, el punto central y definitivo de su argumento: por eso el ejemplo que da no es del diálogo, ese rey de la novela realista norteamericana, el motor de las novelas de Hemingway y Dos Passos y Steinbeck, sino de la humilde descripción.

La mujer fatal de la novela de Chandler, antes de contar su historia, antes de que escuchemos el murmullo que la envuelve suavemente como una boa, es la cara mojada por la sombra del toldo. La descripción emociona, sí, pero pienso que Chandler no se está dando el crédito que merece: también hace avanzar la acción. Solo que de una forma oblicua, tangencial, distinta.

La descripción nos da tiempo a los lectores para pensar en la acción mientras miramos y escuchamos y olemos el ambiente, pero también nos brinda los elementos para que construyamos nuestra propia historia. En las novelas de detectives, tanto las de la serie negra como las de la otra corriente, de enigma tipo Conan Doyle o Agatha Christie, la descripción nos vuelve detectives a nosotros mismos: nos transforma en observadores tan perceptivos y obsesionados como el héroe que termina exponiendo la verdad.

En el comienzo de El nombre de la rosa (1992), Umberto Eco nos hace recorrer el camino a la abadía donde sucedió un crimen con Guillermo de Baskerville, el genio medieval mezcla de filósofo, detective y semiólogo de las cosas: para describir hay que entender qué es relevante y qué es superfluo, qué significan las cosas, cuál es el golpe que causó cada magulladura, cada herida, cada raspón, y quién lo causó y por qué. En resumen, creo que los lectores de Chandler aprecian sus descripciones no solo porque crean emoción y transmiten el alma de los lugares y los personajes, sino porque también las descripciones cuentan la historia.

“El triunfo”, el primero de la incandescente colección de cuentos de Clarice Lispector que editó con mimo Editorial Siruela, comienza así:

“El reloj da las nueve. Un golpe alto, sonoro, seguido de una campanada suave, un eco. Después, el silencio. La clara mancha de sol se extiende poco a poco por el césped del jardín. Trepa por el muro rojo de la casa, haciendo brillar la hiedra con mil luces de rocío. Encuentra una abertura, la ventana. Penetra. Y se apodera de repente del aposento, burlando la vigilancia de la cortina leve. Luísa sigue inmóvil, tendida sobre las sábanas revueltas, el pelo esparcido sobre la almohada. Un brazo aquí, otro allí, crucificada por la languidez. El calor del sol y su claridad llenan el cuarto. Luísa parpadea. Frunce las cejas. Hace un gesto con la boca. Abre los ojos, finalmente, y los fija en el techo. Lentamente el día va entrando en el cuerpo. Escucha un ruido de hojas secas pisadas. Pasos lejanos, menudos y apresurados. Un niño corre por el camino, piensa. De nuevo, el silencio.”

Cuando se intenta explicar en qué estriba la maestría de esta escritora, aquella cuentista o el otro novelista raramente se apela a sus dotes y maestría en la descripción. Y, sin embargo, ahí está el mundo en el que nos adentra Lispector con su caleidoscopio de descripciones: el reloj con su sonido tan específico; después, el sol que se comporta como un personaje con voluntad; el encuentro del rayo de sol con Luísa y esa imagen increíble, “crucificada por la languidez”.

No se describe a Luísa, pero los lectores vamos recorriendo su cuerpo como lo hace el sol y como se despierta ella misma, con demora lánguida. Y los pasos revelan al niño que adivinamos como lo hace Luísa, porque en esta breve descripción primero somos el reloj, después somos el sol y finalmente nos posamos en la sensibilidad del personaje que ya nos atrapó hasta el final del cuento.

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23 de julio de 2021
Blogs de autor

Iceta

Le vi bailar en un estrado una rumba, o lo que fuese aquello, pero salvo eso no tengo nada contra él. Dicen los enemigos del gobierno que Miquel Iceta no pertenece a la cultura, ni viene de ella, y me pregunto yo dónde estábamos todos antes de leer libros y entrar en un museo. Reconozcamos que Iceta no tiene la cintura de Nureyev, ni el don de la palabra de Szymborska, y que su humor catalán no iguala en sarcasmo al de Josep Pla. Esos artistas y tantísimos otros de hoy y del futuro no quieren a un semejante haciendo cabriolas o versos o exquisitos planos-secuencia. Lo que necesitan es el estímulo de alguien que les entienda en sus requerimientos más básicos y menos pretenciosos: sus derechos de autor, el apoyo a una creación que devuelve con creces tal ayuda al destinatario: todos nosotros. El público.

Nadie nace para ser ministro de Cultura o directora general de Bellas Artes. Por el contrario, una ministra de Hacienda ha de saber de números, y el de Exteriores chapurrear alguna que otra lengua extranjera. Hay oficios que requieren una inspiración, y otros que se aprenden con el estudio. Hace algo más de un año tuve ocasión de oír, en un homenaje teatral, al entonces recientemente nombrado ministro de Cultura Rodríguez Uribes, que estuvo un poco novicio. Pasados doce meses, en idéntica circunstancia, Uribes ya sabía de lo que hablaba, y acertaba en sus diagnósticos; quince días después, con la lección sabida, salió del ministerio.

El mejor ministro de Cultura de la democracia no fue el mejor escritor que ocupó ese sillón, Jorge Semprún. El mejor ministro de Cultura de la democracia fue Javier Solana, que estudió Química y dio clases de Física. Ahora leo que Iceta dejó la química por la militancia. Interesante el vínculo político entre ciencias y artes. Quizá todo consista en encontrar la fórmula que haga de la cultura disfrute y panacea.

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23 de julio de 2021
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El Boomeran(g)
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