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Intimidad con todo el mundo

La melancolía es inevitable. Siempre será fácil encontrar una causa para que aparezca, pero no es menos cierto que también emerge sin motivo, sencillamente porque forma parte de nuestra naturaleza. Algo parecido sucede con la esperanza. Ambas son pulsiones que forman parte de esa Naturaleza que nunca deja de ser un misterio, se crea en lo que se crea o se estudie lo que se estudie. Esa Naturaleza que nos funde, indefectiblemente, con la materia y la esencia –visible o invisible– que nos rodea.

Esta idea de intimidad con lo no humano y nuestra capacidad para hospedarlo como parte de nosotros es la que vertebra los siete breves y brillantes ensayos que conforman el librito Extraños. Ensayos sobre lo humano y lo no humano de la poeta, profesora y ensayista Rebecca Tamás, publicado por Anagrama y traducido por Álex Gibert. En uno de ellos, confiesa que abandonó la lectura de una novela que estaba disfrutando porque en las conversaciones del grupo de jóvenes protagonistas no encontró ni rastro de preocupación por el colapso ecológico. El comentario me recordó una conversación con una amiga en la que me contó que, a veces, en el sopor del tren que la devuelve a casa después de la jornada laboral, le entran ganas de gritar y preguntar a todo el mundo cómo pueden permanecer tan pasivos ante todo sabiendo que todos vamos a morir. Creo que todavía no se ha atrevido a montar tal escena.

Tamás es una más de las voces que se suma al esfuerzo de alertarnos sobre la catástrofe que, inconscientes, estamos viviendo, y que nos impele a escuchar los alaridos de la Tierra. Sin embargo, la suya es mucho más eficaz y conmovedora porque precisamente renuncia a cualquier tono dogmático o alarmista. La realidad es tan brutal y es tan presente que de nada van a servir los aspavientos que señalen la emergencia, de lo que se trata es de sentir en la propia piel el colapso y aprender a vivir de una manera útil para uno mismo y para el planeta, que son la misma cosa. De este modo, la depresión que la propia autora sufrió en su adolescencia es tratada como un reflejo del malestar de la Naturaleza. A veces se nos olvida que nosotros también somos la Naturaleza. Esas son las palabras mágicas que obran el milagro de hacernos conscientes.

La principal virtud de la escritura de Tamás, por la que consigue atarnos a sus ensayos, es la empatía. Allí, el calentamiento global no es una noticia catastrofista en la televisión, en los diarios o en las redes sociales, sino que es un pequeño suceso, inesperado y más o menos anecdótico, que estropea el día de alguna persona, que provoca la aparición de la melancolía y el dolor, a veces insalvables. La autora consigue ubicarnos en un punto en el que hacemos nuestras todas esas emociones, que, en un instante ella las transforma en fenómenos de la Naturaleza que, como ávidos suicidas estamos destrozando.

Pero de todo lo anterior no hay que deducir que la visión de la poeta sea victimista. Aunque no queramos aceptarlo, formamos parte de un continuo histórico, matérico y espiritual (o anímico, o psíquico, como se prefiera), que a la vez nos convierte en pasado, futuro y presente. Para entenderlo es imprescindible no renunciar a la memoria. Por ello, la autora reivindica la experiencia del colectivo conocido como Los Cavadores, del siglo XVII, que defendían la colectividad de la tierra y otras formas de vida en libertad, pero, ante todo, la libertad de amar y no tener que poseer la tierra. Otras comunidades indígenas aparecen en estos ensayos. Sobre todo, para sentir con ellos el desgarro de ver cómo desaparece el entorno natural donde se ha desarrollado desde siempre la existencia del colectivo del que son parte.

Mientras se está inmerso en la lectura de los trabajos de Tamás y se piensa en la intimidad con lo no humano que defiende, se comprenden mucho mejor algunos conceptos que a veces se nos resisten, como siempre, comunión o compasión. Si nos dirigimos inevitablemente hacia el abismo, cualquier palabra a la que podamos agarrarnos o pueda iluminarnos se convierte en absoluta. De eso se trata, de analizar cada palabra y cada gesto que trazamos para aprehender esa realidad que no acabamos de entender y por eso precisamos que la educación y la cultura le den forma. Admitimos que sean los demás quienes nos impongan cómo debemos vivir y experimentar nuestra naturaleza. Ese es uno de los grandes triunfos del capitalismo, al que ya casi es absurdo intentar combatir, puesto que está tan adherido a la realidad construida como lo está la enfermedad en la Tierra. Se trata de saber mirarlo y ponerle nombre para aprender a relacionarse con él y buscar el sitio que le corresponda.

Cuando Tamás fija su atención en la obra de Ana Mendieta, especialmente en aquella en la que la malograda artista cubana se nos presenta como una “mujer verde”, un ser donde la naturaleza se manifiesta a través de diferentes lenguajes, nos hace entender a qué se refiere cuando nos impele a ser más conscientes de nuestra condición. De la misma manera, su lectura del cuento “La pasión según G.H.”, de Clarice Lispector, es traído a colación como un ejemplo más de hasta qué punto son difusas las fronteras entre los demás seres, por minúsculos o repulsivos que sean, y nosotros. De lo minúsculo a lo inmenso, así nos zarandean los textos de la poeta, para llevarnos del abismo del sinsentido a la grandeza de la lucidez y la luminosidad de sentirse parte de una Naturaleza que todavía late y por la que todavía merece la pena luchar: “A través de su experiencia con la cucaracha, G.H. llega a persuadirse de que las ideas humanas de la razón y el progreso no son más que envolturas para la inefable falta de propósito de la existencia. Una falta de propósito que no tiene nada de deprimente, por otro lado: es la misma falta de propósito de una gran pieza musical o un magnífico paisaje montañoso. Tiene sentido, pero es un sentido que no puede determinarse o explicarse cabalmente, y que es insustituible. Carece de propósito, pero tiene sentido.”

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6 de septiembre de 2021
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De secano

Nos remojamos poco. Estos días de calor sajariano aún se ve a algún individuo acercarse a una fuente, abrir el grifo y humedecerse los pulsos, pero tímidamente, como si este fuera un acto delictivo, un abuso sexual consumado a cielo abierto. Recuerdo a unas hermanas aragonesas, de librea teresiana, tratadas por mí hace mucho en Barcelona, que, casi como secreto de confesión, nos hablaban de su infancia, de los veranos en un vetusto caserón familiar, perdido en la estepa monegrina, donde había tan poca agua que aprovechaban la que quedaba en los vasos, tras las comidas, para regar un geranio, el único detalle vegetal, la única frivolidad consentida en un clan siempre vestido de negro, cuyas propiedades, por cierto, eran administradas por el padre de Ramón José Sender Garcés, que acudía los domingos, montado en una polvorienta bicicleta, con una cartera colgando del manillar, para devorar un contramuslo de pollo al chilindrón y repasar las cuentas.

 

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5 de septiembre de 2021
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Conciertos para la postpandemia I

¿Habrán terminado en serio las idas y vueltas del coronavirus en la ciudad mediterránea donde brilla la música clásica? Los programadores del Gran Teatre del Liceu, L’Auditori y el Palau de la Música Catalana, las tres instituciones musicales más potentes y activas de Barcelona, parecen haber decidido que sí. Y en su programación de esta temporada, se lanzaron a traer a los grandes referentes de la ópera, las grandes orquestas, el piano y la música de cámara, y a programar nuevos y probados valores locales.

1. Jordi Savall culmina la integral de las sinfonías de Beethoven en el Auditori y el Liceu

Dónde y cuándo

En L’Auditori, el 7 de octubre de 2021 la Sexta “Pastoral” y la Séptima. En el Liceu, el 15 de diciembre de 2021 la Octava y la Novena “Coral”.

Qué

Las cuatro últimas sinfonías del genio de Bonn, por Le Concert des Nations, y, en la Novena, también la Capella Reial de Catalunya. Acompañan a Savall, quien acaba de cumplir 80 años, Jacob Lehmann como concertino y su veterano escudero Manfredo Kramer como asistente.

Por qué

Los intérpretes de música antigua y barroca han traído en los últimos años una mirada fresca e históricamente informada sobre la obra de Beethoven. Antes de la pandemia, John Eliot Gardiner presentó en el Palau de la Música la integral de sus sinfonías con un guiño a la pulsión rítmica de la música anterior más que a la sensibilidad romántica de sus sucesores. ¿Qué traerá Savall, quien a sus 80 no tiene nada que probar y mucho que compartir de su sabiduría? Este proyecto muestra la fidelidad del maestro a dos grupos que lo acompañan desde el siglo pasado y que crearon con él un estilo y un sonido que rompió fronteras. El Beethoven de Savall será todo un acontecimiento.

2. El estremecedor Requiem de Guerra de Britten con intérpretes de ensueño

Dónde y cuándo:

Del 21 de octubre al 2 de noviembre 2021 en el Gran Teatre del Liceu

Qué

Benjamin Britten: War Requiem. Orquesta y coro del Liceu dirigidos por su titular, Josep Pons. Con Tatiana Pavolvskaya (soprano), Mark Padmore (tenor) y Matthias Goerne (barítono), en una producción escénica de Daniel Kramer con escenografía y videocreación de Wolfgang Tillmans.

Por qué

Una gran oportunidad para encontrarse con la que para muchos es la obra maestra del más importante compositor inglés desde Henry Purcell. En Barcelona se recuerda la emotiva interpretación en L’Auditori en 2004, bajo la dirección de Mstislav Rostropovich, para inaugurar el Fórum Universal de las Culturas. En esta ocasión, promete ser un gran acontecimiento: será dirigido por uno de los grandes especialistas en obras orquestales del siglo XX, y los cantantes son grandes nombres en el lado espiritual del oratorio (Padmore deslumbró como Evangelista en las Pasiones de Bach en el Palau) y la canción de cámara (Goerne es reconocido como el principal preferente de los lieder de Schubert). Además, representan, igual que los míticos Galina Vishnévskaya, Peter Pears y Dietrich Fischer-Dieskau en la grabación original de 1963, a Rusia, Gran Bretaña y Alemania, los países contendientes en la Segunda Guerra Mundial. Se amplifica así el potente mensaje pacifista de Britten, hoy más vigente de nunca.

3. Rudolf Buchbinder presenta un ambicioso programa alrededor de las Variaciones Diabelli

Cuándo y dónde:

3 de noviembre de 2021 en el Palau de la Música Catalana

Qué

El veterano pianista austríaco Rudolf Buchbinder presenta un programa erudito y juguetón que comienza con la ejecución del Vals en Do de Anton Diabelli, sigue con un conjunto de variaciones contemporáneas sobre la melodia de compositores como Kristof Penderecki, Max Richter, Jörg Widmann, Lera Auerbach y Toshio Hokosawa, avanza con las versiones clásicas de Mozart, Hummel, Schubert, Liszt, Kreutzer, Kalkrenner, Moscheles y Czerny sobre el tema, y culmina con esa obra maestra que son las 33 Variaciones sobre un vals de Diabelli Op. 120 de Beethoven.

Por qué

¿Hace falta más que la invitación al viaje al que invita el programa? Alrededor el tema original, hipnótico en su simpleza, Buchbinder traza un camino de idas y vueltas, y desarrolla todo un estudio sobre el arte de la variación y sobre las diferencias entre compositores, estilos y épocas que culmina con una de las joyas beethovenianas de más compleja ejecución. Parece el más serio y antimediático de los pianistas este vienés, pero siempre trae a Barcelona una propuesta transgresora, profunda y acrobática. Hace una década en la temporada de la OBC ejecutó en tres sesiones la integral de los cinco conciertos de Beethoven como pianista y director. Yo no me perdería este reto ‘diabellico’.

4. El inagotable Viaje de Invierno de Schubert para cantantes, bailarines y un pintor

Cuándo y dónde:

a) Del 5 al 10 de noviembre de 2021 ballet en el Liceu
b) 9 de noviembre de 2021 concierto en L’Auditori
c) Del 9 al 11 de mayo de 2022 producción escénica y pictórica en la Cárcel Modelo

Qué

Esta temporada, el ciclo de 24 canciones del Winterreise de Franz Schubert sobre poemas de Wilhelm Müller se presentará en tres vestimentas. En el Liceu como ballet por la compañía del coreógrafo Angelin Preljocaj (interpretan el barítono Thomas Tatzl y el pianista James Vaughan). En la pequeña y acogedora Sala 2 de L’Auditori, el celebrado tenor Ian Bostridge y su sorprendente acompañante, el compositor Thomas Adés, la emprenden en la tradicional interpretación sin aditamentos visuales. Y en el tenebroso escenario de la Cárcel Modelo, el barítono Benjamin Appl y el pianista James Baillieu serán la banda sonora de un show visual del mítico pintor y escultor Antonio López y los “fureros” Àlex Ollé y Valentina Carrasco.

Por qué

La cumbre del lied alemán ha dado lugar a muchísimas versiones y reelaboraciones. La cantan sobre todo los barítonos, pero también tenores, bajos, sopranos, contraltos y últimamente también contratenores; se lanzaron a tocar la parte del piano, que es mucho más que un acompañamiento, solistas de renombre que no suelen acompañar cantantes; y hay infinidad de propuestas escénicas y de arte digital: su embrujo es inagotable. Estas tres versiones permiten adentrarse en la música misma (¿qué aportará un compositor contemporáneo como Adés? ¿por qué quiso acompañar al gran tenor Bostridge, especialista en música contemporánea e intérprete de sus propias obras?); y en su capacidad para dialogar con el movimiento de los cuerpos (el lenguaje contenido, simbólico, abstracto de Preljocaj) y con las artes plásticas “tocables” y digitales (López ha trabajado en los últimos años en propuestas visuales para óperas, casi todas sombrías). Pocas veces el camino depresivo de estos lieder suena tan invitante.

5. Gardiner vuelve con sorpresas: el romanticismo francés y el primer barroco alemán

Cuándo y dónde

16 de diciembre de 2021 (Berlioz) y 8 de junio de 2022 (Schütz, Schein y Bach), siempre en el Palau de la Música Catalana

Qué

John Eliot Gardiner dirige el oratorio L’enfance du Christ de Hector Berlioz, acompañado de la Orchestre Révolutionnaire et Romantique. Para una obra de tal envergadura, suma a su Coro Monteverdi el Coro Infantil de l'Orfeó Català y el Coro de Cámara del Palau de la Música. En junio vuelve con su coro y sus English Baroque Soloists para interpretar cantatas luteranas de Bach y sus predecesores Heinrich Schütz y Johann Hermann Schein, que brillaron a comienzos del siglo XVII.

Por qué

Después de la integral de las sinfonías de Beethoven, Gardiner sigue alejándose del Monteverdi que dio nombre a su grupo más famoso y al Bach que lo erigió como intérprete mayúsculo. Ahora se adentra en el romanticismo, pero en un romántico de su cuerda: el místico e iconoclasta Berlioz. Será un enigma y seguramente una delicia escuchar qué Berlioz surgirá de la orquesta del maestro de la interpretación apegada a criterios históricos. Al final de la temporada, vuelve el Gardiner descubridor de joyas antiguas: junto con la famosa cantata Christ lag in Todesbaden de Bach, su agrupación afinada en el barroco y el renacimiento resucitará a los adustos luteranos Schütz y Schein. Una esperada vuelta al Gardiner más puro.

Este artículo es parte de una serie que se publicó en Cultura/s de La Vanguardia el 28 de agosto de 2021.

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31 de agosto de 2021
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¿Bomba o latido de corazón?

«Un hombre dormitaba en la Galería de la Academia de Florencia. Abría y cerraba los ojos para contemplar el cuerpo esmaltado del David de Miguel Ángel. Hay un banco para sentarse. Llevaba una flor mustia en el bolsillo de la camisa, quieto, ensimismado y feliz de tener los muslos del David tan cerca y exclusivos, curvas hipnóticas, erotismo de marfil. Pasada una media hora, en la que los habitantes comenzaron a despejar la sala y las luces se despedían, le escuché respirar fuerte. Se desabrochó la camisa, su pecho lagrimeaba. Se acurrucó en sí mismo. Murió allí, hecho una bolsa. Un infarto».

La primera vez que vi a Almudena tenía un ramo enorme de girasoles sobre su regazo. Imposible no fijarse en ella. Mujer bizantina. Pelo muy corto y una sonrisa fulgente de no querer ver más allá. Fármaco es una novela sobre cómo acabar con uno mismo. Novela de exilio, quizá también de regreso a la tierra quemada. Un cerebro yermo y un doctor que lo hace químicamente vivible. Lo llena de volcanes y buganvillas, golondrinas y océanos. ¿Será cierto que la depresión es una grieta en el amor? Llenémosla, pues, con lo primero que encontremos.

Sufrir es tradición. La literatura universal ha dejado claro que todos tenemos algo que nos persigue y se recluye en nuestro pecho. Quien conozca a Almudena sabrá que la literatura es su eje de vida. Un recorrido de treinta y cinco años alrededor de los versos amartelados de Vilariño, el agua viva de Lispector y los achaques mentales de Woolf. En su buhardilla de Madrid hay libros hasta en la puerta de la entrada. Una entra corriendo a saludarla y lo primero que encuentra es una caja con libros. Así es. Su relación con la literatura es tan erótica como había sido la de Theodor Kallifatides con el mar: «La vida continuaba estimulándome, pero no eróticamente como antes. Antaño veía el mar y quería hacer el amor con él». Claudicación y desesperanza.

¿Qué se nos pasará por la cabeza a los bruxómanos para que no nos importe destruir nuestros rasgos faciales? Se borran y ablandan hasta tocar hueso maxilar inferior. Debes renunciar a tu cara de niña platónica. Todo está unido. Fármaco es una confesión sobre lo endógeno, sobre aquello que habita en nosotros y nos destruye con sólo hacer ¡chas! y aparecer a nuestro lado. La depresión mayor endógena no tiene cura, pero sí tratamiento. Se debe a cambios fisiológicos de exacerbada inconveniencia en el cerebro por una descompensación de líquidos. Un día tienes cumulonimbos en la cabeza y al siguiente un nubarrón que inaugura la peor de las tormentas.

Ambientes enrarecidos y gárgolas isleñas. Casas de piedra y un selecto pedigrí de raza mallorquina. Dos niñas de archipiélago balear que sueñan con llamarse Aina o Xisca para encaixar con los niños del colegio. Propósito único. Nadie habla de lo difícil que es ser una niña en un pueblo del interior de Mallorca y que tus apellidos sean peninsulares o, mejor dicho, forasteros. El rechazo es inmediato. Cuando Almudena y yo nos conocimos, supimos detectar esa similitud alienígena que nos empujó a mudarnos a la capital. Estoy segura de que hay momentos en este libro que serán recordados como quien se arranca una piel de alrededor de la uña porque ya no tolera su perfección. Basta.

Fármaco es una novela genuina escrita por unas manos de brillante expresividad y franqueza. Dice Svetlana Alexievich que el dolor derrite cualquier nota de falsedad, la aniquila. Este es el relato de una cabeza occidental que estalla, que se declara en ruina y que agoniza desde el sofá de su casa. Cien visitas al psiquiatra y unas cuantas más a la farmacia. Y luego está el miedo a padecer algo más serio, peor que lo que ya lleva a cuestas. Algo permanente y muchísimo más endógeno todavía. ¡Almudena!, la vida es maravillosa, ¿es que no lo ves o no lo quieres ver? Frases inquisitivas y maternales que no valen nada. Una llamada al servicio de emergencias. Borrasca en el Hotel Sinatra. Puede que una mujer se abalance sobre un coche al transitar una calle mediocre. ¿Acaso se debate sobre salud mental? Abundan noticias, emisoras de radio y canales de televisión, pero nadie quiere oírlo. La autenticidad dejó de estar de moda hace ya demasiado.

La tiranía del éxito marca su camino. «Siempre seré una escritora que empieza», se repite en su cabeza. Le da miedo no llegar nunca a la cima. No ser suficiente. Justo en las primeras páginas se da la moraleja en forma de estrago meteorológico. ¡Pues sí! Tras un día espléndido, puede llover barro. ¿Cómo se escribe una segunda novela? Primero, debes concebir la idea. Luego, dar las gracias muchas veces. Entonces, se agazapan las paredes, los ojos se cierran y una fantasmagoría sensorial brota. La segunda novela se escribe así, exactamente así. Acaba un verano y se enciende otro mucho más angustioso que el anterior. Estoy segura de que, si Fármaco fuera una composición musical, sonaría al For Children Quasi Adagio de Béla Bartók.

Ya nadie habla del corazón en los negocios de la tristeza. ¿Cuántas pastillas son necesarias para volver a enamorarse de habitar esta ficción? Hay de todos los colores. Se dice que, en más de la mitad de los pacientes, el color y la forma de un medicamento puede alterar su acción farmacológica. La potencia del color rojo agrava los tratamientos dermatológicos. El naranja siempre da energía, será que emula el zumo de naranja y su vitamina C. Si ansías sedarte rápidamente, lo mejor será que te decantes por una de color azul. Los psicotrópicos de carita feliz aceleran la caída en el amor y sus abismos. Juego peligroso sin final. Adoré todas y cada una de las palabras escritas en Prozac Nation por Elizabeth Wurtzel, un ejercicio hábil y fresco sobre lo difícil que es pedir auxilio cuando más lo necesitas: «Ese es el problema de la depresión: un ser humano puede sobrevivir a casi cualquier cosa siempre y cuando vea la luz al final del túnel. Pero la depresión es tan insidiosa, y se agrava a diario, que es imposible ver el final».

Leo en Almudena notas musicales y regresos a la infancia, azules abusivos en el cielo y soles muy altos, completamente empinados y amarillos, al caminar descalzos sobre roca bermeja ardiente. Colores argentinos y aceitunados. Leo en Almudena la extirpación de un bulto sobre un órgano de color rosa. Joven y alocada, ¿qué habrá hecho? ¿A qué se ha tenido que exponer ella solita para que la vida le regale una cicatriz tan larga? La violencia también puede estar contenida en un susurro.

Leo su predilección por la literatura y el exquisito deseo de crear belleza a pesar de lo que puedan decir los lectores. Muy a nuestro pesar, la familia y los amigos —ni qué hablar de los amantes— tienen voz y voto. No se trata de una mera visita al infierno, se trata de una forma de vida. La vida temporal, la dejadez y los pómulos bien hallados. Conviene elegir la mejor postura para escribir —cama, mesa o sofá—; nada importa mientras los dedos toquen tecla. El compromiso debe ser férreo si te atreves a escribir un libro rebosante de inteligencia y brusquedad. Pocos lo logran.

Talento y pureza. Es en Fármaco, y no en su estupendo primer libro, donde Almudena se acoge a su primera voz desgarrada —la de la niña asustada que no puede sacar el pie de la rueda de la bici—, la consume y deteriora, hasta crear este libro que se demuestra armonizado hasta en sus formas más oscuras.

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30 de agosto de 2021
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La novela en carne viva

Entre las reglas que más he respetado a lo largo de mi carrera de escritor está aquella que manda alejarse de los acontecimientos y de los personajes hasta lograr una especie de neutralidad. Nunca tomar partido. Quizás los asomos de fracaso que uno encuentra en la novela de denuncia que se escribió en América Latina en la primera mitad del siglo, está precisamente en que esa denuncia, demasiado obvia, llega hasta la imprecación discursiva. Novela militante, novela de tesis. Novela de partido.

Es por eso mismo que el lector siente que, por ejemplo, en El mundo es ancho y ajeno, de Ciro Alegría sobran muchas páginas dedicadas al discurso de protesta, que se hallaría mejor fuera de la trama que se intenta llevar adelante, y a la que más bien pone plomo en las alas. O cuando un gran poeta como César Vallejo se queda en el panfleto cuando intenta la novela El tungsteno, y se aleja de la riqueza verbal y del misterio de puertas secretas de sus poemas.

La intención deliberada de que la obra de ficción funcione como vehículo de propaganda política resulta condenada de antemano, porque la novela es el instrumento menos adecuado para esa tarea que se convierte en patética. La ahoga la obviedad, que es enemiga mortal de la complejidad, y el discurso narrativo arriesga a volverse infantil, por su simpleza didáctica, como la que pretendía el realismo socialista.

La neutralidad que el novelista busca para no perder las puertas de acceso a la complejidad de sus personajes, en los que campean las contradicciones que son propias de la condición humana, nada tiene que ver con su posición ética, que se convierte en una especie de piloto automático que debe estar siempre presente página tras página, haciéndose invisible en la textura de la narración.

Esa presencia invisible de los principios ilumina la escritura en lugar de arruinarla. En Humillados y ofendidos de Dostoyevski no hay una sola palabra de denuncia, y es una novela reveladora como pocas del poder que en la escritura llega a tener la injusticia, tan contraria a la bondad. Pero en una novela de verdad los buenos nunca son de una sola pieza, ni los malos tampoco.

Me planteo esas reflexiones frente a mi última novela, que está ahora llegando a las librerías, Tongolele no sabía bailar, la tercera de un ciclo al que pertenecen El cielo llora por mí y Ya nadie llora por mí, que tienen como personaje al inspector Dolores Morales. No voy a referirme a ellas como novelas policiacas, o novelas negras, que en un sentido lo son, sino como novelas que exploran la realidad inmediata de Nicaragua; y, en este otro sentido, son también novelas realistas.

Cuando hablo de tomar distancia incluyo la inmediatez de los escenarios, porque es más fácil mal comprometerse con aquellos que son más cercanos en el tiempo, o son contemporáneos. En la medida que los hechos se alejan más hacia el pasado pueden juzgarse con menos pasión, y con menos riesgos de tomar partido.

Pero hay ocasiones en que vale la pena asumir los riesgos y acercarse al fuego sabiendo que se puede resultar quemado. En esta novela las circunstancias ponen al inspector Morales dentro de los acontecimientos que se desarrollan en Nicaragua a partir del mes de abril del 2018, hace apenas tres años, cuando se inicia una despiadada represión que deja como saldo la muerte de más de 400 víctimas, jóvenes y adolescentes en su inmensa mayoría.

Pero no se trata de denunciar en la novela estos hechos que están suficientemente denunciados, sino de meter al inspector Morales y demás personajes en el entramado de la represión, como si se movieran en una escenografía aún sin terminar; la historia verdadera sobre la cual se monta la novela aún sigue en movimiento y le espera su desenlace.

Y esto es parte del reto del novelista. Introducirse en una escenario inacabado, como está obligado a hacerlo un cronista de hechos reales que no puede sentarse a esperar que estos se alejen en el tiempo para tomar distancia de ellos. En ese sentido Tongolele no sabía bailar es también una crónica de los hechos que marcaron ese año de 2018, convertidos en episodios narrativos: los francotiradores cazando muchachos con rifles Dragunov desde el techo de un estadio de beisbol; el incendio de una fábrica de colchones que eran también vivienda de la familia propietaria, y donde todos, adultos y niños, murieron entre las llamas; el asalto de los paramilitares a la iglesia de la Divina Misericordia en Managua, con más muertos.

Tongolele es el apodo del jefe de sicarios al que se enfrenta el inspector Morales. Le dicen así porque el mechón blanco de su pelo recuerda al de la bailarina que hizo época en la edad de oro del cine cabaretero mexicano. Igual que el inspector Morales, fue combatiente guerrillero en la lucha para derrocar a la tiranía de Somoza; pero ahora sus caminos se han separado y deben enfrentarse, subidos a ese escenario donde la historia aún no ha dicho la última palabra, y no se sabe si al fin terminarán triunfando los buenos, o seguirán reinando los malos.

 

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30 de agosto de 2021
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Tres películas y un libro para entender (algo) Afganistán

No he tenido demasiado acceso a la literatura afgana. Su realidad siempre se ha narrado desde el lado extranjero. Por eso la sorpresa fue mayúscula cuando conocí la escritura de Khaled Hosseini. Su novela, Y las montañas hablaron (Salamandra, 2013), es un fascinante relato que se inicia en las estribaciones del doliente Hindukush. En realidad, Hosseini es un afgano privilegiado, hijo de un diplomático de carrera, que terminó asilado en California, donde cursó la carrera de medicina. No sé a día de hoy si Hosseini ha ejercido la medicina o ha seguido su pulsión novelística. Escribe en inglés aunque su lengua materna es esa especie de persa o farsi que se habla en Afganistán. Ha vendido miles de ejemplares y con razón. A veces los best sellers contienen valores serios para seducir a los lectores. Es el caso de Hosseini, un escritor de nervio, emotivo y profundo, sensible y descriptivo. Sus primeras novelas, de enorme éxito, eran más lacrimógenas: Y las montañas hablaron vive en equilibrio, mantiene la emotividad con lucidez. Se trata de un libro de aliento épico en el alma de personajes perdidos. No hay mejor fresco de la extrema cotidianidad en ese país montañoso, uno de los más agrestes del planeta, cruce baldío de caminos y religiones. Allí se muere por nada, por una tierra polvorienta habitada por alacranes y alimentada con cuajos de leche de cabra. Todavía desconozco la traducción española de su último libro, Sea Prayer.

Mientras llega recuperamos a Rudyard Kipling, sus impagables retratos de la aventura colonial británica. Uno de ellos se encuentra muy bien ilustrado en la excelente colección de la editorial Nordica, El hombre que pudo reinar, publicado originalmente en 1888 y llevado al cine con maestría por John Huston en 1975. Kipling se basó en historias reales de soldados y oficiales británicos perdidos por mundos olvidados para imaginar la aventura de dos de ellos en Kafiristán, un territorio perdido de Afganistán, más allá del paso del Noroeste por el que anduvo el ejército macedonio de Alejandro. La película, con los impecables y encanallados Sean Connery y Michael Caine desvela un territorio inhóspito, tan estúpido como violento, sin sombra de la concupiscencia occidental, sin honor ni complejos.

Otro film, menor pero muy bien documentado y también con grandes actores –Tom Hanks lo es, y también Julia Roberts, y no digamos el malogrado Philip Seymour Hoffman–. Se trata de La guerra de Charlie Wilson (dirigida por un excelente profesional, Mike Nichols, en 2007), basada en hechos más o menos reales. A saber, de cómo el comité de defensa del Congreso norteamericano termina apoyando a la guerrilla afgana contra los soviéticos gracias a la secreta ayuda israelí que proporciona a los muyaidines los lanzacohetes de propulsión individual con los que derribar los helicópteros y tanques rusos. La película, de aires progresistas, termina culpando al Congreso de los EEUU por financiar una guerra sin dar continuidad a la paz, sin financiar las escuelas que Charlie Wilson quiere introducir en Afganistán. Lo harán, y no lo cuentan en Hollywood, los wahabitas saudíes inundando de madrasas toda la frontera pakistaní, de Peshawar al Waziristán.

La tercera película para entender el largo conflicto afgano es una producción de Netflix, Máquina de guerra. Un film sin proyección comercial que deviene en una ácida comedia. Una comedia bélica, si eso es posible, superior incluso a aquella famosa Mash de Alan Alda. Protagonizada por el mejor Brad Pitt, narra la historia del general norteamericano que envía Obama a retirar las tropas de Afganistán. El general termina enredado en una trama militar paternalista y lejos de evacuar el país pedirá más refuerzos para terminar la “democratización” del territorio asiático. Un reportaje lunático de la revista Rolling Stone acabará con la carrera de Brad Pitt, cuyas escenas dialogando con los líderes tribales pastunes resultan impagables.

“Máquina de guerra –explicaba el periodista pakistaní Ahmed Rashid en un artículo publicado por El Mundo– nos ayuda a entender por qué la contrainsurgencia está fallando, por qué se extiende el terrorismo, y por qué las guerras han destruido tantos países. Ayuda a entender por qué, tras 16 años, Washington todavía debate sobre el número de soldados a desplegar”. Han pasado 20 y estos días leemos y vemos por televisión, cómo van las cosas en el desastre de Kabul.

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29 de agosto de 2021
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A menudo veo un perro

A menudo veo un perro. A mi derecha. No muy apartado. Anoche, saliendo de La Cartonera, allí lo tenía. Se lo dije a mi amigo Juáncar y contestó que estos perros no son ciertos, que él no lo veía, que era cosa de mi vista ya defectuosa. Pero ahora, con buena luz, caminando solo por la Ronda de Serrano, compruebo que me sigue un perro, al trote, un perro pequeño, blanquecino, algo sucio, de posible nombre Pipo, y compostura fatigada. Me cruzo con Pablo Neruda. Lo paro. Le pregunto qué le parece el perro y, me lo temía, responde con un descorazonador “de qué perro hablas". Me intranquilizo. Porque, además, lo grave, es que el perro nunca es el mismo, ni es de la misma raza, aunque siempre es pequeño, como si uno grande no cupiera dentro de mis ojos. Pienso que, en esta situación, antes de ingresar en el manicomio, o en la perrera, debiera investigar en una enciclopedia canina, que no fuera que existieran perros volátiles, personalizados, inherentes a la condición de individuos que, como yo, como los camaleones, viven del aire.

 

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21 de agosto de 2021
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Camino del destierro

Las arenas implacables del desierto de Chihuahua se extienden a ambos lados de la frontera entre México y Estados Unidos, y hasta allí, al oeste del estado de Texas, ha llegado Haydée Castillo, defensora de derechos humanos, ahora en el exilio, en busca de identificar compatriotas nicaragüenses entre los cadáveres de los migrantes que han sucumbido en la travesía. Hierbajos secos y cactus espinosos adornan las dunas. De algunos de los cuerpos sólo queda la osamenta cubiertas de harapos; otros se hallan aún en descomposición bajo el sol que arde implacable sobre las molleras.

La acompañan expertos de la Universidad de Texas que se encargan de tomar muestras de ADN para buscar como identificar a los migrantes en su base de datos. Entre las pertenencias hay alguna billetera con fotografías de familiares que quedaron atrás. Ella busca alguna pista, una cédula de identidad, algún billete de córdoba, una banderita de Nicaragua, alguna pulsera trenzada de azul y blanco.

 El éxodo hacia Estados Unidos ha venido creciendo dramáticamente desde 2018, cuando se dio la represión que dejó más de 400 muertos, sobre todo jóvenes, y en los últimos meses, tras la nueva ola de persecuciones, cárcel y asedio policial, ha tenido un repunte no menos dramático. “Con tristeza constatamos nuevamente la migración de nicaragüenses, en su gran mayoría jóvenes, por persecuciones políticas”, declara la Comisión Episcopal del Arzobispado de Managua.

En junio, la cifra de detenidos en la frontera con México, porque fueron sorprendidos cruzando, o se entregaron voluntariamente a las autoridades, fue de 7741, y en julio se duplicó, hasta alcanzar 13371. En enero había sido de 500.

En los dos últimos años han sido 31713 nicaragüenses los que, según el Servicio de Protección Fronteriza, han intentado atravesar la frontera, y 13 mil de ellos eran parte de familias que viajaban juntas, contando 1500 niños.

En el pasado los nicaragüenses no solían emigrar a Estados Unidos de la manera masiva que lo hacen los guatemaltecos, salvadoreños y hondureños, provenientes de los tres países centroamericanos del “triángulo del norte”, que han merecido recientemente un sonado programa de atención especial de inversión y desarrollo, a cargo de la propia vicepresidenta Kamala Harris.

Las razones tradicionales de la emigración desde estos tres países han sido sobre todos las penurias económicas y la inseguridad ciudadana. Y no es que los nicaragüenses no se desplazaran por esto mismo, pero lo hacían sobre todo hacia Costa Rica.

Pero ahora su número se multiplica, al sumarse la represión, y la incertidumbre a consecuencia de las políticas de aislamiento internacional que promueve la dictadura, y de las sanciones en su contra.

Según la ACNUR, cerca de 108.000 nicaragüenses han abandonado el país desde 2018. Sólo recientemente han entrado 11 mil a Costa Rica; y quienes se aventuran más lejos, buscan España.

El azaroso camino hacia la frontera de Estados Unidos se llena de huellas, urgidas y cada vez más numerosas. No todos logran llegar, y se quedan en algún trecho. Como Olivar Zeledón, quien el sábado 31 de julio se desnucó al caer del techo del vagón de un tren, atestado de migrantes, que iba de Zacatecas a Coahuila.

Al siguiente día, por la noche, Óscar Javier Fuentes fue asesinado a balazos por desconocidos que dispararon desde una motocicleta contra un grupo de migrantes que conversaba en las afueras del refugio de Jesus del Buen Pastor, en Tapachula.  Su hermano William había sido asesinado en 2018 por los paramilitares que reprimían las protestas en las calles.

Atravesar el territorio mexicano es toda una hazaña, aún antes de enfrentarse con las aguas del río Bravo, donde muchos mueren ahogados, o con las arenas del desierto, donde se puede extraviar el rumbo, y morir de sed, o insolación.

Mientras tanto, desde que los migrantes cruzan la frontera hacia Honduras, sus vidas comienzan a peligrar a merced de los “coyotes”, una red que a su vez está en manos de los carteles de la droga que dominan los diversos territorios a lo largo de la ruta.

A Meylin Obregón y su hijo Wilton de 10 años, las autoridades migratorias de Estados Unidos los devolvieron a territorio mexicano, donde ella fue secuestrada, y el niño quedó abandonado, y apareció llorando en un video que se hizo viral. Ahora, tras pagar su familia en Nicaragua un rescate, vendiendo y empeñando todo lo que tienen, la madre acaba de ser liberada.

Y algunos deben enfrentarse con la triste suerte de ser deportados de regreso a Nicaragua, donde van a dar directo a la cárcel si se hallan en las listas negras de la policía.

Anita Wells, de la Nicaraguan American Human Rights Alliance, afirma que “tenemos cantidades de gente, de muchachos en centros de detención. Algunos están heridos, algunos son expresos políticos y aun así no siempre los dejan entrar”. Su organización ayuda a los solicitantes de asilo a evitar su expulsión.

De ahora en adelante deberá hablarse del “Cuadrángulo del Norte” al referirse al desangre migratorio hacia territorio de Estados Unidos. Y mientras en Nicaragua no haya paz social y estabilidad democrática, la cifra de expatriados seguirá creciendo sin parar, hacia el norte, y hacia el sur.

 

 

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19 de agosto de 2021
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Los objetos estelares en el cine: lecciones de un trineo, un violín rojo y un Rolls-Royce amarillo

Elogiemos hoy a los objetos que protagonizaron películas, brillaron ante las cámaras o crearon un giro sorprendente en un argumento.
El primer objeto que se me viene a la cabeza guía la sabia estructura de la ‘opera prima’ del joven genio Orson Welles, Ciudadano Kane. El exitoso magnate de la prensa y político fracasado Charles Foster Kane muere musitando “Rosebud”, y esa palabra es la clave del equipo del noticiero cinematográfico que se lanza a contar su vida de otra manera.
Como un alarde de su reinvención de la narración cinematográfica, Welles hace al equipo del noticiero ver entre la bruma de sus propios cigarrillos el primer borrador del perfil periodístico del magnate: ahí están todos los datos de su historia, pero ninguna de las respuestas del porqué de su grandeza y su tragedia. Entonces envían a un joven reportero del equipo a buscar las respuestas. Como un vidrio que se quiebra en trozos tornasolados, el periodista encargado de encontrarlas se reúne con quienes lo conocieron, lo quisieron y lo odiaron, y vuelve con una imagen compleja, fascinante del hombre que inventó el periodismo de masas.
En la última escena, ustedes seguramente lo recordarán, perdida – o ganada – la batalla por entender quién era en realidad Kane, los trabajadores que echan a la hoguera los objetos inservibles para limpiar de cachivaches la gigantesca mansión Xanadú, y los espectadores descubrimos con horror y deleite cómo crepita bajo las llamas el trineo del niño Charlie Kane, su único amigo en una infancia amarga que lo endureció para subir a la cima. Claro, Rosebud era el trineo. El objeto era la respuesta, la clave para entender una vida plagada de paradojas.
El cine muchas veces usó esta capacidad de acercar la cámara a algo minúsculo para tomarnos del cogote y dirigir nuestra mirada al detalle revelador. En la única escena que se conserva grabada del arte incendiario de la soprano María Callas, la diva se encuentra sobre el escenario del Covent Garden de Londres en una parte del segundo acto de Tosca, de Giaccomo Puccini. El malvado comisario y barón Scarpia le acaba de proponer el pacto asqueroso: debe entregarle su cuerpo a cambio de que no mate a su novio el pintor Mario Cavaradossi. Floria Tosca dice que sí, Scarpia escribe el salvoconducto que debe salvar al sentenciado Mario, y en ese momento, Tosca ve sobre la mesa un cuchillo.
La escena es en el blanco y negro granuloso de la televisión de mediados de los cincuenta, y la cámara no se acerca al objeto. Pero los carbones encendidos de la Callas nos obligan a mirar ese cuchillo. Y lo sabemos: ese objeto salvará su honra y la convertirá en una asesina. Es su salvación y su ruina, y sus finos dedos, los más expresivos de la historia de la ópera, se acercan inexorable y sigilosamente a tomarlo.
Cuando pienso en esta capacidad de los objetos de transportarnos a mundos y épocas, de transformar a las personas y revelarnos su verdadera naturaleza, de protagonizar aventuras, me vienen a la memoria dos películas que giran alrededor de objetos potentes de colores inusuales: El violín rojo y El Rolls-Royce amarillo. El primer film, del director canadiense François Girard, recorre en seis idiomas el camino de un violín rojo de impecable factura y bello sonido que perteneció a un luthier italiano, a un niño prodigio vienés, a un monje chino y a un músico ambulante gitano. En la actualidad, el instrumento se subasta en Montreal y acuden a adquirirlo personajes ligados a las distintas etapas de la “vida” del violín longevo. Así se construye sabiamente el guion: a partir de la entrada de los personajes a la subasta, cada uno da inicio a las aventuras del violín.
Una idea parecida de relato coral, la de vincular historias de personajes diversos que a lo largo de los años fueron dueños de un objeto precioso y vivieron aventuras memorables con él, había dado lugar en 1964 a El Rolls-Royce amarillo, película muy británica de Anthony Asquith. El vehículo perteneció entre otros a un aristócrata inglés, un mafioso de Chicago y una millonaria norteamericana que lleva a un patriota yugoeslavo en un peligroso paso de frontera. Cambian los escenarios, las épocas y las pasiones y el Rolls-Royce sigue siendo símbolo de distinción y riqueza, pero sin el vínculo con la locura artística y el rico juego de espejos que en el caso del violín produce la presencia en la puja por el mismo objeto de los herederos de cada una de sus historias.
Las dos películas comparten, sin embargo, el protagonismo de un objeto que al pasar de mano en mano se va convirtiendo en algo distinto, va mutando de naturaleza sin cambiar en su forma ni utilidad ni en su color característico. Para cada uno de sus dueños, “mi” violín o “mi” automóvil se convierte en la proyección de cada cuerpo, de cada personalidad y el aliado de tragedias y beatitudes. El Stradivarius y el Rolls-Royce son siempre los mismos, pero las cuerdas frotadas suenan distinto en el monasterio medieval y en la playa de los gitanos, y el potente motor del bólido ruge diferente en la carrera de Ascot y en los caminos de montaña de Eslovenia.
Cada personaje se apropia y cambia su objeto, y nuestra mirada los ve como la proyección de sus personalidades. De la misma forma, una misma casa es un hogar completamente distinto cuando es habitado por sus sucesivos dueños. Las cosas se nos van pareciendo hasta convertirse en autorretratos inanimados.
¿Cuántas películas que no he visto tendrán también su “momento Rosebud” escondido en la trama, para provocarnos deleite y pavor?

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15 de agosto de 2021

Roberto Calasso (Premio Formentor de las Letras 2016)

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Nuestra necesidad de consuelo

Hay un invento que, con una mínima inversión, te permite viajar más lejos que Jeff Bezos. Y no solo por el espacio, también en el tiempo. La poeta Emily Dickinson, que apenas se alejó de su pueblo de Massachusetts, escribió que para trasladarnos a tierras remotas no existe mejor nave que un libro: «Qué frugal es el carro que lleva al alma humana». Basta con una mano para sostenerlo y no precisa recarga, pero, al pasar la vista por la letra impresa, en nuestro cerebro se desata una tormenta eléctrica. Imaginar que hacemos algo y hacerlo es casi lo mismo. Lo corrobora la ciencia: las técnicas de neuroimagen muestran que, en ambos casos, se iluminan regiones similares. Y los libros no solo suprimen distancias físicas, sino que además favorecen un diálogo cercano entre personas de diversos orígenes. A partir de las diferencias la literatura crea afinidades.

Roberto Calasso (Premio Formentor de las Letras 2016), fallecido hace una semana en Milán, fue el faro de la editorial Adelphi («hermanos», en griego) durante más de medio siglo. Comparaba el libro con la cuchara, dos objetos de diseño perfecto, inventados de una vez para siempre, para el propósito de alimentar. En su obra ensayística buceó en los mitos griegos, el mundo védico o la religión hindú en busca de un retrato completo de lo que una vez fuimos y de lo que aún somos. Hoy persisten la violencia, la crudeza y los sacrificios que se narran en ellos, pero ataviados con otros nombres. En uno de sus últimos ensayos enseñó cuál era el mejor orden para una biblioteca personal: la ausencia de este. Porque el conocimiento se asienta sobre terreno volcánico: por debajo siempre pasa algo y por eso es cambiante, promiscuo, caprichoso, transnacional y transversal. Sabía que el paradigma digital nos hace sentir falsamente sabios, expertos en todo, cuando más bien somos náufragos que bracean en un océano de datos y noticias intrascendentes. «Vivimos en un almacén de copias que han perdido sus moldes», leemos en Las bodas de Cadmo y Harmonía. Para Calasso, lo principal era asomarse a lo invisible, perseguir esos moldes.

La literatura no consiste en manuales de instrucciones. No pretende decir la última palabra. Acepta una pluralidad de lecturas y acrecienta nuestra comprensión de la vida, ese viaje imprevisible entre lugares inexistentes, según Stig Dagerman. Tras cruzar la Europa devastada de la posguerra, el escritor sueco concluyó que «nuestra necesidad de consuelo es insaciable». Por eso necesitamos a diario los libros. Como la cuchara.

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5 de agosto de 2021
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El Boomeran(g)
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