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El peso del apellido o el peligro de la disolución

Por 1 de noviembre de 2021 Sin comentarios

Sònia Hernández

De Huaco retrato, la última novela de Gabriela Wiener (Lima, 1975), publicada recientemente por Random House, se ha destacado la valentía de la autora a la hora de mostrar todas sus contradicciones y sus cobardías. Un ejercicio tan arriesgado como es el de presentarse públicamente como la heredera de un explorador cuya práctica hoy día se puede considerar expolio, o el de mostrarse como la persona que traiciona a los individuos a quienes ama es posible gracias a que la literatura, ya sea en la lectura o en la escritura, siempre proporciona una distancia y una ambigüedad que acaban protegiendo a quien escribe o lee. Al fin y al cabo, la historia no es la verdad, es sólo literatura, es sólo artificio, «es solo un truco», como se nos decía en La gran belleza. Precisamente, este carácter ilusorio es lo que convierte a la confesión en una obra de interés para quien escucha, observa o lee, porque los ejemplos nos enseñan, ordenan nuestro pensamiento.

Son muchos los temas que Wiener saca a colación, con una prosa directa y libre de artificios, fruto de su celebrada trayectoria como cronista en medios como El País o en los contenidos en español de The New York Times –reside en España desde hace casi dos décadas–, pero también de la pulsión que aparentemente parece empujar al libro. Ella misma, con la ironía que muy pocas veces abandona, cuestiona el hecho de que esté recurriendo a la autoficción. Ironía y autoficción para tener bien presente que, con la habilidad de un buen ilusionista, se puede manipular la apariencia que percibimos como realidad. El peligro reside en que todos los recursos se dediquen al espejismo, porque después de la fugacidad del fenómeno que nos deja boquiabiertos, no queda nada. Gabriela Wiener, sin embargo, se instala en lo que queda después de la explosión mágica. Primero, para tratar de entender con qué mecanismos debe integrar ella al discurso de su propia identidad los descubrimientos de su antepasado, el explorador judío-austriaco Charles Wiener, que, a finales del siglo XIX estuvo a punto de descubrir Machu Picchu y que se apropió de casi cuatro mil huacos –preciadas piezas de cerámica de las culturas precolombinas que solían encontrarse en lugares sagrados– y un niño. Hasta qué punto las acciones más o menos atroces, más o menos sancionables de nuestros ancestros –es decir, ese tópico «del lugar del que venimos»– nos definen y las culpas que cargamos por ello es un tema importante si aceptamos la trascendencia que la memoria juega para nuestro anclaje en el mundo. Cuando los rasgos heredados dirigen en buena medida nuestra manera de actuar y el modo en que nos ven o nos interpretan los demás, es recomendable manejarlos con un cierto conocimiento de causa. Wiener nos demuestra con su experiencia que no siempre es fácil, que la opción de negar el legado recibido y mirar para otro lado no funciona casi nunca. Especialmente, cuando ella, defensora y practicante del poliamor –y de una escritura repleta de sexo explícito y naturalizado–, tiene que lidiar con el descubrimiento de la doble vida de su padre recién fallecido.

Su crudeza nos ofrece un nuevo ejemplo de cómo, con frecuencia, el proceso de duelo consiste en construir para el difunto una nueva personalidad, una nueva existencia que nos permita encajarlo en nuestro esquema, en el mapa que dibujamos, día a día, de la realidad. Efectivamente, el ejercicio realizado por Wiener es de una gran valentía. No tanto por poner en el centro de todas las miradas sus propias debilidades o dudas, sino por proponer a quien se acerca un ejercicio similar: el de sumergirse en las propias cobardías y en las certezas débiles que nos sostienen para tratar de obtener una forma que, aunque no nos acabe de favorecer del todo en la foto, nos permita conectar mejor con nuestra esencia y entender de qué manera se integra esta en la Naturaleza de la somos parte para sentir honestamente la vibración de la existencia, aunque no siempre sea placentera.

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Sònia Hernández

Sònia Hernández (Terrassa, Barcelona, 1976) es doctora en Filología Hispánica, periodista, escritora y gestora cultural. En poesía, ha publicado los poemarios La casa del mar (2006), Los nombres del tiempo (2010), La quietud de metal (2018) y Del tot inacabat (2018); en narrativa, los libros de relatos Los enfermos erróneos (2008), La propagación del silencio (2013) y Maneras de irse (2021) y las novelas La mujer de Rapallo (2010), Los Pissimboni (2015), El hombre que se creía Vicente Rojo (2017) y El lugar de la espera (2019).

En 2010 la revista Granta la incluyó en su selección de los mejores narradores jóvenes en español. Es miembro del GEXEL, Grupo de Estudios del Exilio Literario. Ha colaborado habitualmente en varias revistas y publicaciones, como Cultura|s, el suplemento literario de La Vanguardia, Ínsula, Cuadernos Hispanoamericanos o Letras Libres.

Foto: Edu Gisbert    

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