Francisco Ferrer Lerín
Nunca nadie pudo imaginar la existencia de tal cantidad de vulcanólogos, sismólogos, geólogos, pertenecientes a no se sabe cuántas entidades públicas y privadas, consagrados por lo que parece en cuerpo y alma a la prevención de cataclismos, pero que no aciertan una. ¿Alguien predijo la erupción del volcán? ¿Alguien acertó cuándo la lava caería al mar? Eso sí, sus declaraciones resultan en extremo provechosas; ahora mismo uno de esos notables caballeros acaba de informar que “no son buenas las consecuencias para la salud de las emisiones de dióxido de azufre”, mientras otro advierte que “es mejor protegerse las vías respiratorias para no ingerir ceniza”, y no podemos olvidar a uno de los primeros en aparecer en los canales televisivos, según dijeron director de un importante organismo, que anunció, muy en la línea del inefable sabio pandémico Fernando Simón, que lo de Cumbre Vieja iba a durar escasas horas. Y, otra cosa, aún no se ha oído a ningún político, urbanista o científico que llamara la atención sobre el disparate de instalarse a vivir en la falda de un volcán; recuerda demasiado a las periódicas inundaciones de casas y negocios construidos, con el beneplácito de la Administración, en los cauces de ríos, rieras, ramblas y torrentes. Claro, claro, que casi nunca llueve mucho y que han pasado nada menos que cincuenta años desde que despertara un volcán en La Palma.