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Gould vs. masa madre

Confieso que no conocía el artículo “Glenn Gould. Un Bach insolente”, firmado por Félix de Azúa, publicado en el diario El País el 11 de octubre de 1982. Ahora, al leerlo en un volumen que es compilación de sus artículos musicales, El arte del futuro, en Debate, he lamentado el despiste, un despiste culpable de grandes dosis de mala conciencia y, sobre todo, de grandes dosis de complejo de inferioridad.

Dice Azúa que Gould estaba dispuesto a admitir todo tipo de trucajes, cortes, filtros, y empalmes, porque no le interesaba lo más mínimo la sensación de concierto en vivo que otros artistas ponen por encima de cualquier otra virtud. Para Gould sólo había un protagonista en la música, el sonido, y aceptaba cualquier deshonestidad técnica, con tal de poder oír lo que su fantasía tanteaba en el silencio de la creación.

Pues bien, siempre me gustaron las interpretaciones de Glenn Gould pero nunca me atreví a decirlo, ni siquiera, en mi fuero íntimo, me atreví a aceptarlo. Sus sacrílegas exégesis de Bach y, quizá en menor medida, de Beethoven, eran el marco perfecto de aplicación del cursi término ‘centelleante’, que remite a ‘brillantez’, a ‘destello’, pero también a ‘festivo’ y ‘poco serio’. Por cierto, también me ocurría algo parecido con la interpretación inconforme, electrónica, de la sonata 72 del Padre Soler, sonata que siempre me enardeció y que destaca del total de su obra, obra quizá marcada en exceso por la cuna olotense, aunque, es verdad, corregida en parte por la estancia y muerte en el Real Monasterio de El Escorial.

Compro el pan en un supermercado gestionado por paquistaníes, siempre la baguette de 89 céntimos a la que denominan Imperial. Salía el otro día del establecimiento con dos piezas bajo el brazo cuando el ubicuo Mariano, el de Casa Chocho Plano, reprobó mis gustos panaderos. Con deplorable énfasis manifestó a gritos que cómo se me ocurría comer esa bazofia, un pan sintético, sí, creo que dijo sintético, un pan que los paquistaníes horneaban a partir de una masa congelada que vete tú a saber cuál sería su composición. Añadió entonces, frunciendo el ceño como lo fruncen los detectives de una famosa serie de la televisión regional, que el pan bueno es el que se hace con masa madre, la que garantizan dos panaderos de la zona, pan que en una ocasión tuve la desgracia de probar, escupiendo rápidamente esa mala mezcla, estropajosa, ácida, cocida en la tradición y la ortodoxia. Pienso en este instante, en un arrebato de lucidez, que lo que cuenta es el resultado, sonoro, gustativo, siendo irrelevante la fórmula con la que se elabore el producto.

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18 de enero de 2023
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La casa de los fantasmas

Por los pasillos del laberinto de Creta ululaban las almas de los muertos devorados por el Minotauro, y la casa de Orestes estaba llena de fantasmas vinculados a la sangre y a la muerte, por eso Orestes huyó de ella y caminó tan lejos como pudo, ignorando que también los cruces de caminos eran frecuentados por los fantasmas.

En los cuentos chinos y japoneses de la antigüedad abundaban las casas invadidas por las almas de los muertos que se resistían a abandonar el ámbito de la vida y llevaban una existencia intermedia que ni era verdadera vida, ni era verdadera muerte.

El libro tibetano de los muertos viene a ser un tratado de esa existencia intermedia por la que flotan las almas de los muertos antes de reencarnarse de nuevo, antes de sucumbir a la tentación de existir, como diría Cioran.

Pero en ninguna edad literaria abundan tanto los edificios habitados por fantasmas como en la época de las novelas de caballerías, que tanto trastornaron la mente de don Quijote. Rara es la novela de caballeros en la que no aparezca algún castillo saturado de fantasmas. El mismo Alonso Quijano tenía su casa tomada por los fantasmas de todos los personajes que habían acompañado sus insomnios. El problema fue que cuando salió a hacer un poco de justicia por los caminos, comprobó con asombro infinito que hasta las planicies más áridas daban cabida a miles de fantasmas que conformaban auténticos ejércitos de naturaleza apocalíptica. El mundo entero era una enorme morada llena de fantasmas.

Todo lo cual para indicar que la casa de los fantasmas es un mito universal tan presente en la antigüedad como en la Edad media, el Renacimiento y el Barroco, si bien será el siglo XIX el que más espacio concederá a las casas fantasmales, a través del Romanticismo, que en su segundo período, al que pertenece Bécquer, va a ser medievalista y va a estar caracterizado por la nostalgia del fango escatológico y embrujado de la Edad Media.

Bécquer, Walter Scott, Hoffmann darán rienda suelta a su sed de fantasmas pululando por las heladas soledades de la muerte. Sin embargo será Henry James, que está muy lejos de ser un romántico, el que llevará a cabo una vuelta de tuerca con el mito de la casa de los fantasmas en su novela Otra vuelta de tuerca, que ha de considerarse un momento angular y fronterizo en nuestra forma de apreciar el mundo de los fantasmas.

Hasta que no apareció Otra vuelta de tuerca, los fantasmas de las novelas eran entidades objetivas, que estaban fuera del observador, pero todo nos indica que en el relato de James los fantasmas están en la mente de la institutriz que protagoniza la narración más que en la casa que habita junto a dos criaturas tan celestiales como terrenales: los hermanos Miles y Flora. En 1898, cuando Freud avanzaba hacia sus descubrimientos fundamentales, Henry James, que tenía un hermano psicólogo, supo indicar lo que va a ser uno de los pilares teóricos del psicoanálisis: los fantasmas no están fuera de nosotros, están dentro, y cuando los vemos ante nosotros es porque hemos proyectado hacia el exterior nuestros demonios íntimos, consiguiendo que aparezcan sobre la malla líquida de la alucinación.

Obviamente, el cine de Hollywood, que busca el fervor de las masas, ha ignorado casi siempre esta tesis, y ha hecho uso y abuso de las casas llenas de fantasmas tradicionales: los que tienen una naturaleza objetiva y moran fuera de nuestra cabeza; los fantasmas de siempre, y que desde siempre han representado el espíritu de difuntos que aún tienen que reclamarle algo a la vida y que se niegan a desaparecer en las extensiones inconcretas del más allá.

En este momento, muchos apoyarían las tesis de James y de Freud, y al mismo tiempo, nuestro inconsciente nunca ha dejado de creer en los fantasmas reales y concretos. Para saberlo me basta con mirarme a mí mismo y acudir a uno de mis recuerdos. Me hallaba en Barcelona, dispuesto a pasar en ella una temporada, y andaba buscando piso. Una tarde llegué a un apartamento del barrio del Paralelo que estaba en alquiler y, nada más abrir la puerta, sentí una extraña sensación de frío y de vértigo. De pronto, tuve la inesperada certeza de que en aquel lugar habían ocurrido hechos terribles y que sus huellas persistían en el aire mareante del salón. Me fui de allí casi corriendo, en busca de un apartamento sin inquilinos fantasmales.

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18 de enero de 2023
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Con nuevos textos, se reedita el ya clásico ‘Mejor que ficción’, de Jorge Carrión

I

A comienzos de siglo, el gran viajero Martín Caparrós recorrió el mismo camino que había hecho cien años antes Henry Morton Stanley en busca del mítico explorador David Livingston, quien se había perdido en el corazón del África indómita. Entre Zanzíbar y Tanganika, entre los descendientes de quienes se salvaron de ser llevados a América como esclavos, Caparrós descubre la palabra-mantra para su crónica: “pole pole”
“Pole pole parece ser el concepto mágico del weltanshauung swahili: se podría traducir libremente como tranqui, para-qué-calentarse, take it easy. Se lo puede pensar como una manera de saber vivir sin apremios o resignarse a los ritmos posibles, o como una forma de resistencia pacífica”, dice Caparrós en medio de su recorrido, en el que termina escuchando de un desolado africano la idea espantosa de que los descendientes de los esclavos llevados a América les fue mejor que a ellos, los afortunados que se quedaron a hundirse en el drama del África actual.
El texto de Caparrós es puro “periodismo pole pole”. Tranquilo, lento, ajustado a sus propias necesidades, resistencia pacífica al periodismo rápido, de asuntos importantes y personas famosas. Así puede encontrarse a la sombra de un árbol en medio del calor africano con el descendiente de los que no fueron esclavizados, que al escuchar que su contertulio venía de América, pensó en la única América que conocía por la televisión y las películas, donde los negros son ricos y felices.
Esta crónica es la última de la antología Mejor que ficción, que Jorge Carrión publicó en 2012 en Anagrama y que este año rescata la flamante editorial mexicana Almadía. Con 25 textos, y autores de Argentina, Chile, Perú, Colombia, Ecuador, Venezuela y España, es muy variopinta, hasta desconcertantemente dispersa. Pero si algo tienen en común todos estos textos es el gozo y el dolor de la lentitud, el intentar seguir la ruta que pide el tema, los personajes, la sensibilidad y la propia voz de cada autor. No hay fórmulas aquí: hay pole pole.

II

En 2012, después de casi cuatro décadas de publicar libros de periodismo literario, la editorial Anagrama de Jorge Herralde publicó por fin una antología de crónicas de España y América Latina para demostrar la vitalidad y capacidad de asombro de un género en auge.
Por un lado, el libro extendía a todo el ámbito hispanohablante a cronistas latinoamericanos ya famosos en sus países. Estaban allí Leila Guerriero con su acuciosa historia del Equipo Argentino de Antropología Forense, que trajo luz y justicia a la investigación de violaciones a los derechos humanos; Juan Villoro, con ensayo narrativo sobre el Japón posmoderno y perenne; Alberto Salcedo Ramos con uno de sus hilarantes retratos costumbristas del interior profundo de Colombia; y Pedro Lemebel, con un ejemplo de su prosa popular y barroca, poética y punzante, delicada e inimitable.
También traía nuevas voces, que llegaban a la crónica no desde la ambición literaria sino desde los ojos enrojecidos de las salas de redacción. Ahí estaban la venezolana Maye Primera, con un retrato escalofriante de la miseria en Haití; Alberto Fuguet con una extraña entrevista al vendedor de películas copiadas ilegalmente que se veía como héroe cultural; el viajero Juan Pablo Meneses, a quien el ataque a las Torres Gemelas de Nueva York pilla en un viaje en pareja a Estambul y se encierra a entender un mundo en llamas; Edgardo Cozarinsky, quien peregrina al Tánger de Paul Bowles y desentierra un fascinante ejército de fantasmas con un estilo sedoso, bruñido.
Pero había más: estaban los europeos. Mientras en la vereda de Alfaguara se publicaba una voluminosa Antología de crónica latinoamericana actual, en las cultas manos del poeta colombiano Darío Jaramillo, con muchos de estos mismos autores del Nuevo Mundo, el volumen de Carrión mezclaba estas voces americanas con plumas catalanas como Jordi Costa o Guillem Martínez. En ellas la mirada era hacia adentro: estos peninsulares hablaban de su propia infancia en la grisura franquista, se burlaban del auge económico de un país que se creía paladín de Europa, jugaban con la lengua de los diarios y la pedantería de los eruditos. Más que el “qué”, brillaba en esos textos el “cómo”.

III

Pasaron diez años, y la crónica creció. En primer lugar, el mismo Carrión se convirtió en adalid de nuevas formas de contar y en ejemplo egregio de esas narrativas vanguardistas: en esta década extendió su hacer al podcast (su serie Solaris ganó un Ondas), al cómic de no ficción (innovó con Los vagabundos de la chatarra) y se convirtió en maestro de la preservación de saberes viejos (Librerías) y la creación de nuevas narrativas (Teleshakespeare). Y continuó su serie de novelas con una obra maestra que pinta una distopia tecnológica que analiza y fabula el presente (Membrana).
Ahora que ahonda en la ficción, le pregunté si sigue pensando que las crónicas son “mejor que ficción”.
“Yo diría que vivimos en tiempos documentales”, me contestó. “La crónica en la literatura se ha canonizado (el Nobel de Svetlana Alexievich, el Cervantes de Elena Poniatowska), como lo ha hecho el documental en el cine (el reciente León de Oro de Venecia), mientras el público se ha acostumbrado a la no ficción digital (series, podcast, redes sociales) y a los reality shows y a los selfies. Me sigue pareciendo más difícil escribir crónica y ensayo que ficción. Y es que la realidad crea personajes que en una novela podrían parecer inverosímiles o mal construidos, como Vladimir Putin, sin ir más lejos”.
Desde esa atalaya de creador y observador, con la editorial mexicana Almadia, que aterriza en España con esta reedición, Jorge Carrión vuelve a su antología inicial y agrega cinco piezas nuevas.
Todas son de mujeres, que eran notable minoría en la primera colección (cinco de 20). Ahora son 10 de 25: se añadieron tres mexicanas (Marcela Turati, Cristina Rivera-Garza y Eillen Truax), una ecuatoriana (Sabrina Duque) y una cubana (Mónica Baró). Salvo Duque, que brilla con el precioso perfil de un artista sonoro que crea paisajes para escuchar y no soporta el ruido, las demás historias abrevan en los horrores de una Latinoamérica herida. Los desaparecidos y quienes los buscan, las mujeres asesinadas, los pobres obligados a demoler sus casas para gloria del poder (un tremendo retrato de Baró sobre la revolución fracasada en Santiago de Cuba).
Gustavo Cruz Cerna, el editor de Almadia, me explica: “La antología de Carrión condensa perfectamente nuestra concepción de esta tradición de la escritura en español, con los elementos comunes, pero conservando la enorme diversidad que hay entre los hablantes de esta lengua nuestra. Además, el mapeo realizado hace diez años, puesto en contraste con nuestro presente, revela mucho sobre la evolución del periodismo en un periodo de tiempo que, aunque breve, ha representado cambios radicales”. Tras las dos introducciones, que son toda una lección de erudición y síntesis, se desparraman los 25 textos. Los viejos con los nuevos, en amigable amasijo.
No busque la atenta lectora, el amable lector, ningún orden o emparejamiento. Viajamos de la anécdota personal a la explicación de un sistema económico perverso, de un estilo de “diario de referencia” al de un diario personal, de la explosión de una prosa poética alucinada a la austeridad verbal donde nada siente el autor y todo debe surgir en imaginación de sus destinatarios.
Si se recorren los textos en orden, pueden provocar un alegre mareo: no hay una tradición, ni una unidad de estilos o miradas, ni siquiera la vastedad armoniosa de lo que se encuentra en revistas como The New Yorker, Gatopardo, Etiqueta Negra, El Malpensante y la revista dominical de La Vanguardia. Así, en ese sorprenderse al encontrar lo que no estábamos buscando, está lo que creo que es la magia del “periodismo pole pole”: escapar de lo que hace la mayoría de los medios de hoy, que encuentran lo que iban a buscar, y caer en lo inesperado.
¿Mejor que ficción? Quién sabe… también la ficción ha extendido sus márgenes y dinamitado sus bordes, como bien sabe Carrión. Pero de lo que no hay duda es que, como en el mapa imposible de Borges, con esta antología ampliada las voces, los temas, los caminos y estilos de la crónica cubren una superficie tan amplia como su territorio.

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17 de enero de 2023
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Nabokov en Irán

 

Una imagen perturbadora. En la composición, pocos elementos: el brazo elevador de una grúa y en su extremo, a contraluz, una soga de la que cuelga un cuerpo inerte. Así murió Majidreza Rahnavard, de 23 años, ahorcado en una ejecución pública. Fue sentenciado a la pena capital por moharebeh (hostilidad contra Dios) tras una pantomima de juicio en relación con las protestas que recorren Irán. Con qué crueldad despacha el viejo ayatolá a la juventud iraní que se atreve a cuestionar al Estado, el patriarcado supremo, y a reclamar derechos a pie de calle. Y para que el castigo resulte ejemplar, la fotografía, difundida por un medio de propaganda oficial, llegó al extranjero: es la prueba de cargo de la putridez de quien se enorgullece de airear­ sus crímenes.

Pensemos, además, en la maquinaria represora bien engrasada del régimen teocrático, en los que participaron para culminar ese acto vil: desde el conductor de la grúa hasta el verdugo que ató el nudo en la garganta del reo, pasando por los jueces que condenaron en virtud de la ley islámica, o incluso el público del macabro castigo. En este y otros casos de nada sirvieron las condenas internacionales. También se desoyeron las súplicas de amigos y familiares, que no pudieron despedirse. Incluso en la diáspora los activistas sufren amenazas de la dictadura iraní.

Rahnavard es una de las quinientas vidas perdidas en la llamada revolución del hiyab, que prendió tras la muerte en septiembre de la kurda Jina (Mahsa) Amini a manos de la policía de la moral. Estudiante de Microbiología, se encontraba en Teherán con sus padres cuando la detuvieron por transgredir el riguroso código de vestimenta de la República Islámica. Ni siquiera un mechón de pelo, al asomar del velo, debe mostrar libre albedrío. Desde su funeral, transformado en una multitudinaria protesta, se ha repetido en Irán una consigna cuyo eco ha traspasado fronteras: “Mujer, vida, libertad”, una sencilla formulación de la esencia democrática. Desde hace décadas las mujeres kurdas la corean y la han puesto en práctica como combatientes en la guerra de Siria. Y es que las protestas trascienden la cuestión del hiyab. Mujeres y hombres iraníes salen a las calles, a pesar de los riesgos y las amenazas, no solo para acabar con la obligatoriedad de cubrirse. Protestan, como dice la canción Baraye de Shervin Hajipour, por la falta de futuro, la mala gestión de los asuntos públicos, el desempleo y la corrupción, males endémicos desde la instauración de la República Islámica tras la revolución de 1979, y más allá. Los secundan adultos que, tras pasarse la vida trabajando, sufren la devaluación del rial. Por primera vez se han unido contra el régimen beluchis, árabes, persas, azeríes y otras minorías étnicas.

Desde el principio las mujeres, ocupando físicamente los espacios públicos, han estado al frente del movimiento. También han llenado las redes sociales de críticas contra el control del Gobierno sobre el cuerpo femenino, entendido como un terreno sobre el que imponer marcas y significados simbólicos. Y desde fuera descubrimos lo arraigada que está la resistencia en la cultura iraní. A lo largo de la historia, las mujeres, silenciosas, a la sombra de los hombres, encontraron formas creativas de oponerse a las opresivas normas sociales con la palabra. En el siglo pasado la influyente poeta Forough Farrojzad –“toda mi existencia es un verso oscuro”– defendió un mundo justo, una vida en la que necesidades y deseos no tuvieran que entrar necesariamente en conflicto.

Bajo el régimen represivo del ayatolá Jomeini, Azar Nafisi soñó con escapar de su entorno creando un mundo donde recuperar la libertad. En Leer Lolita en Teherán escribió sobre su lectura “imposible” de esa novela en la ciudad donde un día ejerció de profesora: “Esta es la historia de cómo Teherán contribuyó a redefinir la novela de Nabokov, transformándola en nuestra Lolita”. Mientras Nafisi y sus alumnas la leían en secreto reflexionaron sobre la individualidad y la imaginación, conceptos abolidos por el régimen islámico. Sea cual sea el cambio político que se produzca, estará impulsado por la valentía y la creatividad de Lolitas y demás personas que luchan a diario por la libertad a riesgo de perderlo todo. Su determinación exige que apreciemos el valor de esa libertad que nosotros damos por sentado. Como recordó Emily Dickinson, “el agua se aprende por la sed”, y “libertad” cobra su sentido pleno cuando se contrapone a la represión letal.

 

Publicado en La Vanguardia

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17 de enero de 2023
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El universo en una canica y un grito

Una mujer a las puertas de la madurez, sobre un montículo de arena cerca de lo que fue su escuela de primaria, exclama –en un grito silencioso– que quiere dejar de tener nueve años. Que quiere abandonar de una vez por todas ese montículo que representó sus años de escolar. Otra mujer, de una edad aproximada, a quien le cuesta mucho más controlar su ansiedad, está sentada también sobre un montículo de tierra en un montaje teatral. Exclama, a su vez, mucho más explícitamente, antes de acabar masticando y tragando –ella, que confiesa tener una relación muy complicada con la comida– puñados de tierra y abono.

La primera escena corresponde a la novela Ojo de gato, de Margaret Atwood (Ottawa, 1939), que felizmente ha recuperado Salamandra en magnífica traducción de Victoria Alonso Blanco. La segunda escena se enmarca en el documental Angélica. Una tragedia, de Manuel Fernández Valdes, de 2017, que sigue los ensayos de una de las obras teatrales de Angélica Liddell (Figueras, 1966). El componente biográfico de las dos obras es más que evidente. Así como la exploración en la relación entre dolor y creación, la infancia como lastre y aquello de lo que queremos huir sin conocerlo, sin sospechar siquiera el nombre o la forma de lo que amenaza. El asesino silencioso. Nada de ello es una novedad. La novela de Atwood reconstruye la asfixiante infancia, la adolescencia y la juventud de la artista plástica canadiense Elaine Risley, que con frecuencia se ha leído como trasunto de la autora. El libro tiene más de tres décadas, y se podría decir que, si no lo es, merece ser considerado un clásico. Por su parte, Liddell es ya una dramaturga y escritora depositaria de un gran reconocimiento europeo. Sin embargo, el mensaje de ambas, cuando tanto, tan incansablemente y tan agobiantemente se ha hablado de feminismos, llega y sorprende por el impacto, la fuerza y la legitimidad de lo genuino.

En las dos obras hay mucho de autolesión. Sin pretensiones, y a veces sin espectadores, como cuando se baila en la oscuridad. Atwood y Liddell se autolesionan para sentir el cuerpo y explorar la tierra, con el tremendismo que corresponde a un cuerpo que se reivindica como el principio, el final y el único refugio posible de todo. Un cuerpo que recuerda la condición humana, en estos dos casos la femenina.

Primero el cuerpo como parte de la Naturaleza y de la existencia global de la que brota, y luego la creación. La creación como voz expresiva que emerge para consolidarse como un segundo cuerpo, cuando ya no sabemos qué es el alma: el otro espacio que es imprescindible para que pueda pasar el tiempo, haber movimiento y, por lo tanto, habitar. Para todo ello, es imprescindible la observancia de una férrea disciplina, porque incluso para abandonarse hay una serie de normas. El universo y la Naturaleza tienen sus leyes. Escribe Pavese en su diario –otro ejemplo de la relación entre dolor, creación y existencia– que lo que diferencia a los genios, a los creadores de verdad, es su capacidad para sentir el dolor, para utilizarlo y –ahí la distinción– trascenderlo. No dice que lo superen, sino que son capaces de seguir adelante, de hacer algo meritorio con él porque no se quedan atrapados en la herida. La cargan y la utilizan cuando conviene. En algún momento es necesario observarla desde fuera, como si perteneciera a otro. Gritar para que los sentimientos se materialicen y amplíen un paisaje que en algún momento deviene plural y compartido. Liddell y Atwood coinciden en enseñarnos que incluso a los bosques hay que cuidarlos disciplinadamente.

La Wendy de Peter Pan, que te hace creer que puedes conseguir todo lo que desees, en la obra de Liddell; una canica de ojo de gato que parece contener el mundo, en la novela de Atwood: son los símbolos o metáforas que funcionan como continentes que, como por arte de magia, se nos presentan repletos de lo nuestro. El no menos tópico efecto del espejo. Imágenes subyugantes que activan la memoria ajena por su autenticidad, por su vínculo con el cuerpo, la sangre y lo que duele, por su mirada atenta y valiente.

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15 de enero de 2023

Ilustración Irene Gracia

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Lugares malditos

Para Caín toda la tierra pasó a ser en un lugar maldito tras haber matado a su hermano Abel. El mito bíblico amplifica el sentido de ese primer fratricidio, extendiendo su eco por las vastas extensiones del espacio y el tiempo. En una de sus exageraciones de inspiración oriental, Borges dice que una sola infamia podría contaminar todo el universo y llenarlo de maldad. Siguiendo ese sistema de valoración negativa, solemos considerar lugares malditos a los sitios donde el mal se hizo presente de una manera tan escalofriante como inusual. Y es evidente que el mal más definitivo tiende a ser la muerte, si bien los nazis tenían por costumbre aterrorizar a sus víctimas diciéndoles que había cosas peores que el fallecimiento.

El aventurero francés Olivier Le Carrera publicó hace años un atlas de los lugares malditos que podría resultar retórico si pensamos que la retórica es insistir en lo evidente o en lo ya sabido. Habla, cómo no, del triángulo de las Bermudas, y de los muchos barcos y aviones que se han perdido en su seno. Habla también de la franja de Gaza, donde ya en la antigüedad quedaron tantos cadáveres de egipcios, babilónicos, griegos; y habla así mismo de Poveglia, la isla veneciana de los leprosos y los muertos, y del bosque japonés de los suicidas.

También hace referencia Le Carrera a un lugar español, que cuando leí su libro creí que era solo maldito en su cabeza: Cumbre Vieja, el volcán de la isla canaria de La Palma que según los autores que consultó Le Carrera será el epicentro de un nuevo apocalipsis. Llevado por mi ignorancia, creía que a cualquiera le era dado conocer lugares más señalados por el mal que Cumbre Vieja. En Madrid, sin ir más lejos, el lugar maldito por excelencia es el viaducto, al que le tuvieron que poner mamparas de cristal para disuadir a los suicidas. Ya en Luces de Bohemia de Valle-Inclán se habla del viaducto como del lugar preferido por los madrileños que quieren poner fin a su vida. Cuando era profesor de la Escuela de Letras pasaba a menudo por el viaducto, años antes de que rodearan su calzada de cristal, y siempre que lo hacía creía sentir en el aire que lo barría una extraña vibración vinculada a la muerte.

El mito del lugar maldito es tan antiguo como el hombre, y fue muy utilizado por la mitología judía. También encontramos en la literatura griega lugares malditos. La misma Troya se convirtió en un lugar maldito para muchos troyanos y muchos aqueos. En nuestro país abundan los lugares malditos vinculados a la guerra: el más antiguo Numancia, y el más moderno Belchite.

Stephen King hace uso y abuso de los lugares malditos en sus novelas, pero también lo hacen novelistas mucho más cultos y exclusivos, como por ejemplo Benet, que convierte su Región en un lugar maldito, abandonado a la ruina e impregnado de dolor arcaico, donde la muerte y el olvido se alzan como poderes muy superiores a la vida.

Y ahora urge hacerse una pregunta: ¿cuáles pueden ser los lugares más malditos de la edad moderna? Bastaría con echar la vista atrás para contestar que los lugares más malditos de nuestra época son los territorios donde se ubicaron los campos de exterminio. Todo nos indica que nunca el reino del mal fue tan insistente y radical como en esos lugares. A menudo he intentado buscar en la historia hechos similares al holocausto. 

Auschwitz es sin duda el sitio más maldito de Europa, y continuará siéndolo por mucho tiempo. Siguiendo con los lugares vinculados a la Segunda Guerra Mundial, en Rusia hay una región especialmente maldita; me refiero a Nóvgorod, en el Valle de la Muerte. Allí se encuentra el bosque Miasnói, donde murieron muchos soldados rusos. Quienes lo han explorado aseguran que lo que más asombra en el tupido y siniestro bosque de Miasnói es su silencio. Una mujer perteneciente al grupo que aún anda buscando restos humanos entre la maleza dice que allí no cantan los pájaros. Al parecer no es el único bosque de Europa donde el silencio de las aves se convierte en la imagen más aplastante del silencio de la muerte.

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12 de enero de 2023
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Feministas de manual

A veces me dan envidia las feministas de manual. Ojalá estuviera de acuerdo con todo lo que saliera del Ministerio de Igualdad y las mentes de sus soldaditos. Todo sería más fácil. No andaría enfadada ni aterrada por el futuro, repetiría las palabras clave, una por una. El discurso de siempre, sin pestañear. Todo me iría mejor. Ocurre a menudo: nadie se queja en alto por el miedo al qué dirán, pero una vez se dispersa la multitud y ya parece que no nos oyen, empiezan las críticas enfrascadas en susurros.

Pensar y actuar ya no van de la mano. Se ha suprimido el juicio, la razón, y se ha sustituido por lo que sea que consideren nuestras veneradas instituciones políticas, ya sea en materia de salud, línea de pensamiento o lenguaje. Zygmunt Bauman lo definió al expresar que las mentalidades de jardinero favorecen la creación de Estados totalitarios. El mundo está lleno de malas hierbas, deben podarse; se domina el paisaje para ajustarlo a la doctrina ideológica.

Este tipo de feminismo, el absolutista, el feminismo que ni siente ni padece, el que asegura que ser mujer es un sentimiento, permite que el mal campe a sus anchas. ¿Por qué el orgullo de este feminismo es más importante que la justicia que merecen las víctimas de la violencia sexual? ¿Es tan difícil enmendar una ley que no ha hecho más que generar cantidades ingentes de odio y dolor? Mientras tanto, en las calles no ocurre nada.

El año pasado cerró con 133 rebajas de penas a condenados por delitos sexuales y, bien entrado 2023, ya son 151 favores a agresores y 22 excarcelados. La cifra va en aumento. ¿Existirá relación entre esta ley y el súbito incremento de violaciones y asesinatos? Ayer, se publicó un vídeo en el que una de las autoras de dicha ley ríe con sorna al mencionar la oleada de cientos y miles de violadores a la calle beneficiados por la ley del sólo sí es sí. Resulta exageradamente complicado entender a quienes están a favor de tremenda pocilga politiquera y, por supuesto, oír una vez más que son los jueces quienes deben formarse para aplicar dicha ley. De igual manera, hace unas semanas se votó la Ley Trans. Una ley imprecisa que engrosará el negocio farmacéutico, más si cabe, y empujará a individuos confusos, o presos por episodios de alienación, a tratamientos irreversibles.

Ya no se puede hablar. El silencio cómplice lo ha impregnado todo. Las prácticas más habituales de la cultura woke son la cancelación de aquellos que no comulgan con la línea de pensamiento progresista. Campañas de acoso y derribo, desprestigio, insultos y ridiculización a través de redes sociales son prácticas cada vez más normalizadas. Todos lo hemos visto. Finalmente, la bulla concluye con ciertos adjetivos que nunca faltan: fascista, retrógrado o negacionista. Pero bueno, el mundo es ansí, diría Baroja.

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12 de enero de 2023

Nélida Piñón. Foto de Elisa Cabot

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Nélida Piñón queda entre nosotros

Igual que nuestra literatura en español, la literatura portuguesa realiza un viaje de ida y de vuelta. El gran poeta de distintos rostros, Fernando Pessoa, lo expresó mejor que nadie con su frase ritual: "mi patria es la lengua portuguesa", igual que, décadas más tarde, Carlos Fuentes diría que nuestra patria común es La Mancha, es decir, el idioma castellano. Las dos lenguas bajo el tutelaje de sus santos patronos, Cervantes y Camões, entre El Quijote y Las Lusiadas, uno en prosa y otro en verso.

Las dos literaturas han sostenido un pulso constante desde la época fundacional de la narrativa latinoamericana en la última parte del siglo diecinueve, aunque la novela brasileña nació con mejor ventaja, con la aparición en 1881 de las Memorias póstumas de Blas Cubas, que trajo de un golpe la modernidad y la postmodernidad.

Machado de Assis creó el desconcierto, como Stern un siglo antes en Inglaterra con Tristam Shandy, porque entre otras novedades Blas Cubas cuenta su historia de gracias y desgracias desde la tumba, igual que lo harán los muertos en Pedro Páramo de Juan Rulfo.

Al esplendor de la literatura brasileña agregó su escritura Nélida Piñón, a quien despedimos el año que se cierra. Hija de inmigrantes gallegos, su voz dio un registro profundo a la compleja historia del Brasil, que ella supo llevar a los escenarios de la imaginación en su obra maestra La república de los sueños.

El Brasil de los inmigrantes. Los gallegos que en el siglo diecinueve atravesaron el mar en busca de “hacer la América”, no se marchaban hacia Nueva York, o Buenos Aires, las metrópolis socorridas de las incesantes corrientes migratorias de entonces, sino hacia Río de Janeiro, donde ese sueño se teñía de colores misteriosos.

La América que se abría, y a la vez se escondía, entre selvas impenetrables y ríos portentosos, y a la que arriba, a comienzos del siglo veinte, Madruga, el personaje de La república de los sueños. Se escapa a los trece años de su hogar campesino en Sobreira, una olvidada aldea de Galicia, para subirse en Vigo a un barco que lo llevará al Brasil. Así, inicia la aventura de un trasplante que nunca se dejará consumar.  Y mientras despliega su ingenio e hinca su garra para hacerse rico, y cumplir su parte del sueño americano, Venancio, su compañero de viaje, que desprecia la riqueza, lo colocará siempre frente al espejo moral.

Lo que empieza como una huida terminar siendo un regreso constante. Del otro lado del Atlántico a Madruga lo estarán llamando todo el tiempo los antepasados en la voz del abuelo, que sigue en la distancia contándole las historias que componen la tradición gallega. Y sin esas historias no se puede ser, ni se puede vivir.

La novela se abre en el lecho de muerte de Eulalia, la esposa que Madruga había ido a buscar a su pueblo de Sobreira. Por esa puerta final entramos a conocer la dilatada saga familiar, contada en diferentes voces y en diferentes planos, con diferentes resonancias, y que terminará por ser narrada en la voz perentoria y desenfadada de la nieta Breta, heredera final de las historias y los secretos familiares. Ella es la depositaria de la saga, espejo de la propia Nélida, que asume el papel de traspasar al territorio de la imaginación las historias de sus ancestros gallegos.

Una familia a través de dos siglos, a ambos lados del mar. Del lado de Galicia, el mito con fuerza telúrica, que retiene la cabeza y el corazón de los que se van, condenados a volver siempre; del lado del Brasil, la historia viva, el mosaico político y social que va componiéndose pieza por pieza tanto en la vida pública, como en la vida de los personajes. Los abuelos sostendrán la imaginación en la bruma lejana de las tradiciones; los hijos, entretejidos en la urdimbre ambiciosa de los negocios, serán la realidad.

Un laberinto de descensos, con escaleras que siempre llevan hacia abajo, a sótanos y entrepisos cada vez más profundos. Una historia contada lleva a otra historia, y cada personaje está compuesto de varios planos, a los que accedemos gracias a las virtudes esplendorosas del lenguaje de Nélida, y de su ejemplar forma de contar, enhebrando con paciencia maestra los múltiples hilos del tejido familiar.

Ycorre parejas con otra gran novela de emigrantes, Una casa para Mr Bilwas, de V.S.Naipul; descendiente de hindúes llegados a la isla de Trinidad, en el Caribe, compone otra épica del éxodo, y relata los arraigos y desarraigos de una tribu extranjera en tierras americanas, sólo que en este caso las trasposiciones culturales son mucho más lejanas.

La república de los sueños pertenece a esa estirpe de las novelas que, al contar una saga familiar a través de décadas, cuenta a la vez la historia de un país, y también la historia de una aventura cultural, y espiritual, que es la del éxodo, sin lo que no es posible entender la historia de facetas múltiples y superpuesta de Brasil, ni entender las historias de sus inmigrantes.

Y la admirable voz de Nélida Piñón queda entre nosotros, a ambos lados del mar.

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11 de enero de 2023
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Tienes una carta

 

La obra de Proust es tan descomunal que no deja espacio para su autor, el cual se empequeñece hasta tomar el tamaño de un ratón. Lo mismo decía Kafka sobre sí mismo, que siempre menguaba porque quería pasar inadvertido. De modo que la persona de Proust, del ciudadano, quedó en segundo término durante muchos años. Yo diría que hasta los dos volúmenes de la biografía de Painter que publicó el Mercure de France en los años sesenta, nadie había tomado en serio al personaje. Ahora es lo contrario, hay tal cantidad de estudios biográficos sobre Proust que puede resultar abrumador. Mi favorito, de todos modos, es Proust’s way, de Roger Shattuck, que tiene ya más de veinte años.

Tampoco él mismo se tomaba demasiado en serio como ciudadano. En la primera mitad de su vida se convirtió en testigo de sí mismo, o quizás en detective en sentido baudeleriano, como husmeador de los hogares burgueses de París, más algunos nobles, aunque no muy nobles. Su sociedad le tenía por un petimetre sin sustancia, un esnob sin el menor fluido vital o intelectual, un adorador de condesas y halagador de celebridades como Anna de Noailles.

De ahí esas fotografías que aún hoy nos horripilan, como una en la que figura arrodillado a los pies de un banco con una raqueta de tenis, simulando que toca la guitarra ante unas muchachas en flor. Era justo el tipo de carácter que él quería dar a conocer y tras el que se escondía. Hasta muchos años más tarde nadie supo que en aquellas ridículas exposiciones públicas estaba recogiendo datos, documentos, imágenes, caracteres, que luego irían haciendo crecer La Recherche.

Porque ese es el contenido del tiempo perdido, el de los miles de horas que quemó en su frívola juventud usando palabras huecas y gestos estúpidos con gente sin el menor interés y que además le despreciaba. No obstante, él sabía que ese material llegaría un momento en que cristalizaría o cuajaría en una materia distinta y portentosa: la vida de todo el mundo. Algo así como la Ilíada y la Odisea de cualquiera.

Para escribir ese monumento colosal llegó un día en que decidió encerrarse en una habitación forrada de corcho y comenzar a transformar milagrosa, divinamente, toda la basura social en una construcción grandiosa que redimiera nuestra insignificancia. Así, aquel hombrecillo ridículo se convirtió en un dios creador, uno de los mayores artistas que ha conocido el mundo y sólo comparable a los máximos, a Sófocles, a Shakespeare, a Cervantes, a los inmensos inventores de la condición humana.

Escondido siempre detrás de un disfraz de estúpido social, más tarde encerrado en la habitación insonora, parapetado durante toda su vida tras una enfermedad obsesiva y neurótica que le permitía saltarse todas las leyes y reglas de la educación burguesa, es muy difícil llegar hasta el Proust real, al auténtico, el de carne y hueso. Pero hay un camino desviado, un recurso, que es su correspondencia. Como buen escriba compulsivo, se conservan más de 8.000 cartas de Proust. Tarea inmensa y singular ha sido la de Estela Ocampo, la cual ha recorrido ese océano epistolar un par de veces y ahora nos ofrece una selección perfecta en 180 estampas y muy buena traducción de José Ramón Monreal (Acantilado). He aquí el camino subterráneo, que no es el de Swann ni el de Guermantes, y que permite palpar la piel, sin duda fría y sudorosa, de nuestro escritor favorito.

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10 de enero de 2023
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El Boomeran(g)
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