Marta Rebón
Mucho antes del metaverso (ese espacio en que el mundo físico y el virtual se unen para crear un mundo imaginario), una tecnología más modesta, el libro, hizo que los lectores de novelas, por obra y gracia de la mente, fueran Madame Bovary. A través de un largo proceso evolutivo, nuestro cerebro, como un simulador, aprendió a anticipar los estímulos sensoriales antes de percibirlos realmente. Si una obra de ficción nos atrapa, lo que les ocurre a sus personajes nos afecta como si fueran criaturas vivas. Recuerdo a alguien que nunca se sobrepuso a la muerte de Anna Karénina.
Las grandes novelas exploran temas y emociones de una forma que a la vida real se le escapa, creando lugares propios que se convierten en paisaje íntimo y compartido. Nabokov definió los mundos literarios como una “democracia mágica” donde hasta el personaje más insignificante tiene derecho a vivir y evolucionar.
Algo de esa magia me rozó en cuanto la actriz Maaike Neuville y su partenaire, ambos belgas, llenaron con su presencia el escenario semivacío del TNC en el montaje Bovary. Tan familiar es la heroína de Flaubert que no hacía falta reproducir su caracterización. En lugar del pelo moreno de Emma recogido en un moño, peinado habitual de nuestra ama de casa de provincias, Neuville tenía el cabello corto y rojizo. Decía el novelista que todo lo que uno inventa tiene algo de verdad: “Sin duda, mi pobre Bovary está sufriendo y llorando ahora mismo en veinte pueblos de Francia”.
En una era prefeminista, Emma desafía las normas de su época al no conformarse con los roles de género asignados y acaba quitándose la vida para huir del sufrimiento. Arsénico o vías del tren, ese es el final para las dos adúlteras más célebres de la literatura. Desde una óptica de primer mundo parecería un incidente anclado en el pasado, pero afirmarlo significaría no ver el cuadro completo.
Ha sido noticia que las mujeres casadas en segundas nupcias en Afganistán temen que las detengan por adulterio, porque sus divorcios infringen la ley islámica de los talibanes. La discriminación de género sigue siendo un problema omnipresente, arraigado en el mundo de ayer y en el actual. Hoy lo padecen niñas a las que se prohíbe estudiar (recordemos la ola de envenenamientos de colegialas iraníes), así como las que son entregadas vírgenes en matrimonios concertados, o las que se mutila para incapacitarlas para el placer.
En mayor o menor medida, la mujer choca con barreras más o menos hostiles y visibles. En países como el nuestro, mujeres de sobra preparadas se dan cabezazos con un techo que, aunque se denomine de cristal, es más duro que el hormigón. El día Internacional de la Mujer, celebrado ayer, es una oportunidad global para impulsar cambios y tomar medidas concretas en favor de la igualdad en todas las esferas. A quienes se declaran hartos de reivindicaciones violetas, paciencia: no va de obtener cinco minutos de atención mediática. Aún hoy una mujer por el hecho de opinar, divorciarse, salir sola o tomar unas copas corre riesgos. No es victimismo.
Volviendo al teatro, en lo primero en que me fijé fue en el corsé de la actriz, esa prenda tan en boga en el XIX que desplazaba los órganos internos, limitaba la respiración y debilitaba la musculatura pélvica. Luego la falda sobre el miriñaque, un armazón parecido a una jaula. Iniciada la representación, a Emma la falda empieza a abrírsele por detrás. Los intentos del actor por sujetarla son inútiles, mientras ella contiene la respiración. De entre las bambalinas llega el rescate, mientras Emma bromea con el público (“esto no es parte de la función”) y exclama: “¡Qué difícil es ser mujer!”. Aplausos.
Madame Bovary, c’est moi, dijo Flaubert. Con esta novela se lo jugó todo: fue la primera que publicó, con cada palabra se esforzó como si tuviera que serrarlas de un bloque de madera, porque dedicó más de un año de vida solitaria, escribiendo y corrigiendo, para transfigurar la mediocridad de una existencia vacía desbordada por el deseo de arte. Él era ella, porque también era proclive a la desesperanza y buscaba en la literatura una manera de elevarse. Su atrevimiento fue insuflar en un cuerpo femenino la insolencia propia del deseo masculino, con todos sus defectos.
Con su crítica Flaubert apuntó a sus espectadores, esa masa complaciente incapaz de reconocer la doble vara de medir: “Un hombre es libre; puede recorrer las pasiones y los países. Pero a una mujer no le surgen sino impedimentos… Siempre algún deseo que la arrastra y algún mandato del decoro que la sujeta”.