Víctor Gómez Pin
Es indiscutible que las redes neuronales artificiales son susceptibles cuando menos de conocimiento experimental. Sin embargo, cuando se habla de Deep Learning se apunta a algo más radical. Se está entonces pensando en entidades que podrían (no es desde luego el caso, por el momento) llegar a dar la clave de nuestro propio funcionamiento como seres inteligentes. Ello supone considerar que cabe atribuirles el comportamiento cognoscitivo implicado en la técnica (primera característica del ser humano) que supone conocimiento de la causa por la cual una u otra acción tiene tales o tales efectos.
En el ser humano, la capacidad técnica se trascendió en esa forma esencialmente desinteresada de conocimiento que es la ciencia, concebida como aspiración a hacer inteligible el entorno natural, y bajo otra modalidad, hacer quizás también inteligible al propio ser humano. En consecuencia, para que en Deep Learning pudiéramos encontrar un modelo de nuestra inteligencia habría que atribuirle también digamos la capacidad y disposición propias de un científico. De manera más precisa:
Tomamos como punto de arranque la existencia de un artefacto apto a recibir información, procesarla, dar respuesta a un “interlocutor” maquinal o humano a la que se alude con la expresión “aprendizaje profundo”. Pero además, aceptamos provisionalmente que esta “profundidad” es tal que a la capacidad de hacer descripciones y previsiones el artefacto añade la de explicar esos fenómenos. En el caso de AlphaFold2 (artefacto del que me he ocupado profusamente en columnas anteriores) capaz de un-folding ese fold que llegó a anunciar; capaz de, mostrar la razón de la concurrencia de los elementos simples o planos, a fin de hacer emerger un elemento complejo; capaz en suma de ese despliegue de conocimiento que (como hemos visto) le negaba precisamente su “colega” maquinal OpenAI. Y es de señalar que como los humanos no tenemos por el momento ni la capacidad previsora que muestra Alpha-Fold2, ni menos aún el conocimiento de las causas de lo así previsto, ha de excluirse que estas hipotéticas virtudes cognitivas del artefacto fueran el resultado de una programación.
Pero hay nuevas exigencias. Nuestra inteligencia además de una dimensión cognoscitiva (con traducción en experiencia, técnica y ciencia) tiene asimismo a un funcionamiento que responde a imperativos de orden ético, imperativos reguladores del comportamiento. De pasada: al hablar de ética suele hacerse referencia a un campo más extenso que el de la moral; es usual entender por esta el conjunto de normas arraigadas a las que en principio los individuos de un determinado grupo obedecen; un individuo que trasciende las normas de la moral pudiera no trascender una exigencia ética, que eventualmente pusiera en cuestión tales normas. Cierto es que la moralidad es también atribuida por ciertos y relevantes autores a animales, pero pongo por el momento entre paréntesis la discusión al respecto, para ceñirme a la moralidad indiscutible, la moralidad del ser humano.
Y hay una tercera modalidad de inteligencia puesta de manifiesto en los juicios llamados estéticos, en la que intervienen las mismas facultades que en las anteriores, pero en cada caso diferentemente ordenadas y jerarquizadas. Una entidad maquinal inteligente tendría que abarcar esta tripartición de la inteligencia que en columnas ulteriores ilustraré con ejemplos.