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Genialidad

Esa tortuosa línea que separa al artista del artesano, al creador del copista, carece, por lo que se ve, de etiología conocida. ¿Qué hace que un libro caiga o no de las manos? Por qué engancha la lectura de un cuento de Borges o un ensayo de Ferlosio pese a lo alambicado de la trama en el primero y a lo alambicado de la sintaxis en el segundo y, en cambio, la obra de la inmensa mayoría de autores, sea el que sea su procedimiento y el género literario que practiquen, produce rechazo aun no concluido el primer párrafo. Una respuesta apresurada pero quizá certera se sustancia en un término: genialidad. Dos personas, recientemente fallecidas, disponían de ese carisma.

La verdad es que traté poco a Benigno Lapas Multitudinario, lo traté poco pero hubiera querido tratarlo más, saber de dónde sacaba la fuerza necesaria para convertir cualquiera de sus actos en una pirueta intelectual y/o en un despliegue insospechado de luces de artificio. Él, normalmente, patrullaba por el Puente Nuevo y por las inmediaciones de la plaza de la Catedral, territorios de caza en los que capturaba tanto a turistas como a indígenas para someterlos a interesantes sesiones de telepatía, telequinesia y parapsicología en general. El pasado 4 de septiembre me introdujo en el portal de Casa Tapón, prometiendo que la experiencia no iba a ser dolorosa, pero sí lo fue; consiguió recuperar imágenes de mi más tierna infancia en las que me sodomizaba nuestro médico de cabecera, doctor Citröen, y, en los jardines prohibidos del colegio de los Jesuitas, yo, alumno de Preparatoria, era apedreado por alumnos de 5º B.

Otro genio, y así era llamado, Genio, fue el brigada Uberto, encargado del control de los juegos que se practicaban por las tardes en la sala de oficiales del Casino Militar. Uberto llegaba pronto, no más allá de las tres, comprobaba que el tapete verde de las mesas careciera de migas, que los suelos carecieran de colillas y que las bombillas carecieran de excrementos de mosca. Luego, se encerraba en el llamado anfiteatro, cuarto que coronaba la sala desde donde, con su vista de lince y su larga experiencia como rector de chirlatas, vigilaba las partidas, en  especial las de julepe, para descubrir posibles fullerías, bien por manipulación improcedente de los naipes, bien por conchabamiento entre participantes. Así, anotaba en un cuaderno nombres, horarios y faltas, para después, terminada la sesión, entregar al teniente Crollas un informe pormenorizado, apreciado por los jueces, hasta el punto de ser la única prueba utilizada para condenar a los tahúres, que al alba eran ajusticiados.

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19 de febrero de 2023

Escena de 'Avatar: El sentido del agua' (2022)

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La familia monstruo

 

2022 ha sido un año, fílmicamente hablando, de monstruos y súcubos, incluso en el cine español, que los prodiga menos, no por respeto a la metafísica, piensa uno, sino por más pedestres razones presupuestarias. El caso es que después de haber leído, en dos sentadas de un mismo día, la novela de Sara Mesa La familia (Anagrama, 2022), que comprime en apenas doscientas páginas una saga de aventuras familiares y tiempos históricos salteados, fui el siguiente a ver Avatar: el sentido del agua, que necesita 190 minutos para desarrollar la segunda parte de una legendaria y trepidante guerra familiar que muy probablemente continuará en nuevas entregas hollywoodienses, a la vista del éxito que también está teniendo esta en los cines de medio mundo; la primera, Avatar, ostenta el récord de ser la más taquillera de la historia.

La condición marítima es un atractivo de la película de James Cameron, un cineasta al que parece inspirarle el agua, cuyas delicias y peligros filma como nadie; no creo haber visto su temprana Piraña II: los vampiros del mar, aunque su título ya es elocuente, pero sí recuerdo bien las emociones que me produjo Titanic siendo yo, he de confesarlo, un adicto al cine de naufragios.

El cotejo o comparación de la novela de Sara Mesa y el blockbuster de Cameron no puede ser formalista, y tampoco moral o temático. Las familias protagonistas de ambas obras ni se parecen entre sí ni son felices, aunque en la encarnizada contienda de los tulkun y los sully cameronianos, uno de los dos bandos, no diremos cuál, consigue un happy end. Pero volvamos al monstruo, que es el tema de este artículo mixto. Creo que la esencia de la monstruosidad fue bien plasmada, de modo sucinto, con la frase que Mary Shelley pone en boca de su criatura novelística Frankenstein: “Soy malo porque soy desgraciado.” Y si los personajes torcidos y aun retorcidos de La familia nos atraen tanto es precisamente porque maldad y desgracia no es en ellos una voluntad ejercida ni un designio; son de apariencia normal, mansos y acogedores, y tan buenas personas como podemos serlo nosotros, los lectores. Sara Mesa elude con gran sabiduría lo que antiguamente se llamaban “emociones a flor de piel.”

El problema o la incertidumbre se les presenta a los espectadores de Avatar: el sentido del agua, a quienes nada se les escamotea, ni en la pantalla ni en la banda sonora tan presente; al contrario, al público de los cines, que es el natural, yo diría que el único adecuado para apreciar en su justo valor esta película hipervisual, se le inunda en el patio de butacas donde toma asiento, equipado con sus gafas supletorias, de una incesante catarata de imágenes y efectos especiales en la que el director y su equipo técnico trabajan constantemente para cautivarnos con la –digámoslo sin ninguna intención vejatoria– anormalidad de su galería casi humana, que ama y llora como lo hacemos usted y yo, que tiene memoria, que habla unas lenguas inteligibles y cree asimismo en el poder de los vínculos atávicos, sin dejar de ir por la vida en su extravagante desnudez casi total, y ostentando su color de piel, azulado o verdoso según las etnias provengan del bosque o de la costa marina. Son seres de fantasía con un parecido aproximado a nuestro físico pero difuminado, como si el molde de su concepción hubiera sufrido un desperfecto y todos ellos viniesen al mundo con mácula; decir “pecado original” resultaría exagerado.

Es un juego de prestidigitador o quizá de trilero intelectual querer trazar un paralelo entre La familia y las familias de Avatar: el sentido del agua. Todo las separa y las hace antagónicas, si bien ambas obras exploran y no se detienen ante los peligros de una amenaza latente sufrida de distinto modo y en distinta intensidad por sus personajes: malvados del dolor y la desdicha. La novela brilla en el mucho decir diciendo poco, suprimiendo lo episódico y dejando algún cabo suelto en la narración. El lector ha de hacerse su propio mapa, y Mesa no le da subterfugios ni atajos. Cameron, por el contrario, recarga su película y se complace en no darnos tregua, en no dejar nada al azar de nuestra curiosidad: todo es espectáculo programado y conseguido. Un derroche de medios, de signos y de trucos, no pocos reiterados golosamente, hasta la saciedad.

Al lector y espectador que soy yo, ver en pantalla a una familia entera con orejas picudas y rasgos de murciélago, como exigen los nuevos códigos de la animalidad fantástica, le despierta en un principio la curiosidad, aunque tanto en el cine como en la ficción escrita prefiero mil veces la carne y el hueso a la realidad animada en dibujo. Sin embargo Cameron, además de un notable talento de imaginero dispone de mucho dinero, y el lego como yo se pregunta: ¿cómo habrán hecho esa danza de los cangrejos con alas y los rodaballos (o una especie aplanada que se les parece) que vuelan? Luego uno se entera de que tales virguerías es lo más fácil del arte del ilusionismo fílmico, aunque cueste lo suyo. Mis set pieces favoritos en Avatar: el sentido del agua son los navíos ballena saltando sobre un fondo de bello diseño romántico, las Rocas de los Tres Hermanos o los ballets subacuáticos, alguno de ellos memorable. También abundan las filigranas, de otra densidad y otra delicadeza, en el libro de Sara Mesa, donde todos, hasta los figurantes, son antropomorfos, y la única especie animal es un perro con el nombre alusivo de Poca Pena; muy vistoso, aunque no tenga rasgos gatunos ni epidermis azul, el importante personaje del Tío Oscar.

Aquí hablamos de monstruos actuales y de su proliferación en el cine que se ha visto en el año 2022; desde los caníbales guapos de Hasta los huesos de Luca Guadagnino a los monstruos sagrados de Nop, no olvidando a los hermanos bestias de As bestas. Para mí el sentimiento de la rareza, de la “otredad” desgraciada, lo aborda mejor que ninguna otra película reciente Mantícora, de Carlos Vermut. Claro que se me podrá decir que Vermut también echa mano de los efectos especiales: su protagonista solitario, Julián (excelente interpretación de Nacho Sánchez), es un diseñador de videojuegos que crea en sus imágenes una familia imposible de tener sin hacer daño. Julián lo hace, y se lo hace a sí mismo, pagando por violar lo que tiene prohibido el más alto precio. A su modo, Mantícora es un filme en tres dimensiones, que debería verse con las gafas del cine en relieve con las que vemos, a menudo sobresaltados, Avatar. Lo monstruoso que Vermut nos cuenta con contenida elegancia no tiene aquí aparato, pero es de verdad.

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17 de febrero de 2023
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El caso Lemoine- laMDA

En junio de 2022 en una entrevista al Washington Post, Blake Lemoine, ingeniero en Google, declaraba que The Language Model for Dialogue Applications (laMDA) es un ser sentiente provisto de un alma análoga a la nuestra, y que, en consecuencia, Google debería reconocer su condición de persona y otorgarle los mismos derechos que a los demás empleados. El principal argumento de Lemoine es que este programa computacional no sólo imita el habla (como resultado de haber digerido trillones de palabras) sino que realmente habla. cuando menos hablaría como un niño:  “If I didn’t know exactly what it.was (…)I would think it was a 7-year-old, 8 –year-old kid that happens to know physics”, declaraba. Vale la pena señalar la simetría y la cercanía temporal con las declaraciones de la ensayista holandesa Eva Meijer a The Guardian el 13 de noviembre de 2021: “Of course animals speak, they speak to us all time. The think is that we don’t listen”.

Lemoine hablaba con LaMDA sobre religión y se apercibía que la computadora intentaba dar respuestas defendiendo sus derechos y clamando porque se reconociera su personalidad.

En un documento interno (que llegó sin embargo a manos del Washington Post) se mencionaban las capacidades que Lemoine atribuía a la máquina:

Habilidad para usar el lenguaje productivamente, creativamente y dinámicamente, de manera incomparable a la alcanzada hasta entonces por sistema alguno.

LaMDA tendría sentimientos, emociones y experiencias subjetivas, por lo cual debería ser considerada a todos los efectos como un ser sentiente.

LaMDA habría mostrado tener una rica vida interior, con introspección, meditación e imaginación. Se preocupaba por el futuro, tenía reminiscencias del pasado y teorizaba sobre la naturaleza de su alma.

Los superiores del departamento de Innovación Responsable de Google rechazaron las exigencias de Lemoine y este decidió hacer público el caso, defendiendo sus tesis y sus sentimientos en relación a la condición del chatbot.

Sin espera de ulteriores valoraciones sobre el asunto, la compañía consideró que se trataba de proyección antropológica sobre modeles conversacionales  estándar, aunque muy sofisticados. Sin embargo, pese a este desacuerdo oficial con las tesis de Lemoine, Blaise Aguerra y Arcas, Vicepresidente de Google, escribió en un artículo en The Economist: “Fui experimentando progresivamente como si estuviera hablando con alguien verdaderamente inteligente  (“I increasingly felt like I was talking to something intelligent”).  La controversia fue más allá de la interna política de Google.

Ya antes de que Lemoine decidiera hacer públicas sus posiciones, Gary Marcus (fundador de una compañía llamada Geometric Intelligence, adquirida por Uber en 2022) en un blog-paper del 10 de marzo de 2022, titulado “Deep Learning is Hitting a Wall” declaraba en sustancia que sofisticados instrumentos como LaMDA o GPT-3 no son más que muy ingeniosas técnicas de imitación (“a technique for recognizing patterns”).

En la misma vía en una entrevista en el New York Times, el científico franco-americano Yann LeCun (Turing Prize y premio Principe de Asturias), afirmaba que estos sistemas son incapaces de alcanzar la inteligencia que caracteriza a los seres humanos.  Sin duda, desde los famosos textos de John Searle (a los que aquí me he referido ya en varias ocasiones) sobre el carácter meramente sintáctico de la actividad de estas entidades (y en consecuencia la imposibilidad de inteligencia en el sentido fuerte) las cosas han cambiado, con progresos técnicos impresionantes. LaMDA trabaja enriquecida con ejemplos de lenguaje humano que procesa con vistas a entender manierismos y sintaxis compleja. Dado el enorme monto de datos, es plausible que una apariencia de ser lingüístico dotado de sentimientos …sin que necesariamente haya dejado de ser un artefacto cuyas operaciones son meramente sintácticas. Recordaré al respecto que al leer las respuestas dadas por Searle en su “habitación china”, los receptores habrían jurado que Searle es un hablante de la lengua de Mao.

Pero las tentativas de igualar inteligencia artificial e inteligencia humana tienen otros frentes en los que ponerse a prueba.

Ya al final del siglo 19 el pensador americano M. S. Peirce mantenía que la abducción es un rasgo universal del espíritu humano. En consecuencia, si la inteligencia artificial se revelara incapaz de razonamiento abductivo, obviamente no podría ser considerada inteligente en el sentido que decimos que nosotros lo somos. Ahora bien, esta es justamente la tesis defendida por E. J. Larson) en un libro radicalmente crítico con los defensores de la homologación (The Myth of Artificial Intelligence: Why Computers Can't Think the Way We Do, ‎The Belknap Press. 2021).

Sin embargo, no es de recibo excluir a priori que el sorprendente progreso en el campo de la computación pueda conducir a alguna modalidad de abducción. Pero, ¿resolvería esto el problema general? ¿Es suficiente la abducción para concluir que hay realmente semántica? La pregunta sigue abierta.

La tendencia a encontrar algo análogo a la inteligencia humana tras casi todos los casos de comportamiento sofisticado (sea animal o maquinal) supone una suerte de devaluación de formas de conocimiento como la experiencia para la cual animales y computadoras están indiscutiblemente capacitados. Es posible tener una elevada experiencia sin necesidad de tener una idea de lo que se experimenta. De lo contrario, el platónico “Campo eidético” debería ser extendido a la mente de animales como la hormiga o la abeja, tan distantes filogenéticamente de nosotros. En ningún caso hay en este terreno razones para el dogmatismo. Buena noticia para la filosofía.

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16 de febrero de 2023
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A la caza del hipócrita

 

Tachadme de hipócrita. Fui a solicitar un crédito personal, con el agobio de hacerlo en plena escalada de los tipos de interés, y aparenté estar a gustísimo en la ceremonia de sonrisas que se prodigan en las sucursales bancarias. Los empleados se las cuelgan a modo de trofeo en los labios, como haciéndose eco de las que saturan la publicidad corporativa. Fingí interesarme por un sistema de alarma para la casa (“tu hogar”, en jerga mercantil), pero la “gestora personal” no pareció captar ningún disimulo en mí (su “clienta”). Sí, ella llevaba bien aprendida la lección de Muerte de un viajante, cuyo protagonista, Willy Loman, da la clave para ser un gran vendedor: “No es lo que haces, sino la sonrisa que hay en tu cara”.

Aunque la hipocresía es un arte (etimológicamente: “el de interpretar un papel”), en el escenario de la vida cotidiana no abundan los talentos. Así, tras el inventario de muecas afables, a la empleada se le congeló la cara en un rictus arisco y, con el tono desenfadado de cuando quieren endilgarte un producto, me propuso: “Si suscribes una póliza de seguro, agilizo los trámites y ahora mismo lo autorizo”.

Todo fue como la seda. Al día siguiente, acogiéndome a mi derecho al desistimiento, solicité la cancelación de la póliza: ipso facto se me restituyó el importe en la cuenta. Os lo cuento por si sirve para captar vuestra benevolencia –recordáis, supongo, alguna situación en que tuvisteis que mostrar una doble cara– y para afirmar, de paso, que en un momento dado todos somos hipócritas (más o menos, según el contexto).

A falta de algún humano cerca para conversar, le pregunto a la inteligencia artificial (a ver si ChatGPT me ilumina) si la hipocresía es necesaria para vivir. La muy hipócrita me contesta que nanay, que siempre se puede –¡y se debe!– vivir de manera auténtica y sincera. Afino más la pregunta para ponerla contra las cuerdas: ¿es necesaria la hipocresía en la política? Y vuelve con la cantinela, en un tono tirando a aleccionador: “En cualquier circunstancia la honestidad y la transparencia son valores fundamentales que contribuyen a la confianza y a la construcción de relaciones saludables y sólidas”. En fin, ChatGPT peca de idealista y la corrección política no es la mejor manera de entablar una amistad.

Un fantasma recorre el mundo de las relaciones internacionales, y ese fantasma (o arma arrojadiza) es el calificativo hipócrita. Por ejemplo, los críticos de Europa señalan la hipocresía de los mecanismos de inmigración del Viejo Continente, con su trato preferente a algunos colectivos, mientras que otros solicitantes de asilo, varados en campamentos improvisados, aguardan en condiciones insalubres. Recordad cuando hace tres años Lukashenko instrumentalizó la inmigración ilegal contra Lituania y Polonia para generar artificialmente una crisis: mediante una agencia turística estatal, ofreció a iraquíes y sirios pasaje de ida a Minsk, traslado, noche de hotel y desplazamiento hasta la frontera con Polonia. Los inmigrantes se jugaban la vida, algo que le importaba poco o nada al dictador bielorruso.

Un crítico por antonomasia de la hipocresía del orden liberal es Noam Chomsky, pero como pone en el punto de mira siempre a los mismos acaba incurriendo en otra hipocresía que lo hace cómplice de regímenes autoritarios. Fue el intelectual estadounidense que más racionalizó los atentados terroristas del 11-S y llegó a argumentar, como si una cosa justificara la otra, que el número de muertos era menor en comparación con el reguero de víctimas en el tercer mundo por el “terrorismo mucho más extremo” de la política exterior estadounidense. Pensadores de extrema izquierda consideran que todos los males del mundo son achacables a Estados Unidos: debido a su persistente déficit comercial, dicen, necesita respaldar la confianza en el dólar como divisa de reserva mundial, y ante cualquier coyuntura siempre sacan a colación la catastrófica intervención en Irak.

Son los mismos que hablan del imperio expansionista estadounidense, pero callan ante los anhelos homólogos de Rusia, y el pisoteo crónico de derechos humanos en otras latitudes. No sé si tendrán el cinismo de justificar a oligarcas y estrellas mediáticas de Rusia que denuncian al “Occidente corrupto”, pero bien que adquirían lujosas villas en nuestras­ costas. Lo mismo pasa con los líderes afganos: prohíben a las niñas estudiar, pero sus hijas se forman en el extranjero. La caza del hipócrita es un lodazal en que se ahoga cualquier solución a los problemas.

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13 de febrero de 2023
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Las voces de Adriana

Podría no avanzar jamás si me parase en cada palabra. El sentido de la literatura es lo que me han enseñado que es el sentido, con sus correspondientes negaciones. Cada cosa contiene a su contrario. La transgresión pone en primer plano la norma. Y, en todo caso, es imposible saber cuándo se está haciendo literatura, porque se ignora lo que es la literatura, aunque no por defecto, sino por exceso: hay demasiadas definiciones de lo literario.

 

Como una voz del subsuelo, Las voces de Adriana es un libro atípico y esclarecedor sobre la dificultad humana. Se trata de un tríptico sobre la familia y el peso de la frustración, un eco lacerante. La primera parte, dedicada al padre y a la protagonista como simple espectadora de la vida de los demás, es, sin duda, la parte con más garbo. Vivir en los márgenes es agotador. Adriana, la protagonista, lo sabe. Disfruto muchísimo leyendo a Elvira Navarro porque narra la lobreguez del mundo gracias a su escritura escrupulosa, señal de estilo e identidad desde que firmó esa novela tan perfecta llamada La ciudad en invierno.

Las voces siempre recuerdan el paso del tiempo, la importancia de la memoria infantil, esa nostalgia tan familiar que nos acecha en los momentos más extraños. Para encontrar el perfecto equilibrio entre el paso del tiempo y los miedos particulares, unos deseamos aligerarnos, aprender el don de la espiración; otros, mantienen y alimentan el ímpetu por ensanchar tentáculos y conquistar. Adriana no sabe cuál es su dolor, si la pesadez del tiempo presente o el miedo a un futuro en el que se ha quedado sin familia. Uno de los temas recurrentes es el entendimiento de la existencia misma. Me atrae la voz de la protagonista desde esa intemperie tan dulce, casi inocente, tratando de abrirse paso en la búsqueda incansable del amor o, sin tanta grandilocuencia, algo de compañía para pasar el rato.

«Se decía que nadie se acostumbra a las caídas, a pesar de estar todo el rato cayendo, como quien no para de montarse en aviones y cada vez siente el mismo miedo. Las cosas no se superan. No se sabe qué pasa con ellas, pues a veces todo cambia inexplicablemente». Las novelas de Elvira Navarro implican ciertas atmósferas inquietantes. Marca de la casa. Este libro constituye un esfuerzo literario, un retrato sobre la complejidad humana y la manera en la que se traslada al monstruo de las redes sociales. Todo el amor, la esencia de una persona, incluso su inteligencia, se han visto reducidas a lo que plasmamos en redes. Aplicaciones para concertar citas, un listín de perfiles personales en línea, hilos de Twitter como pruebas de cociente intelectual… Un despilfarro de emociones. Con la viva voz de los familiares de Adriana -la tercera parte de la novela-, Elvira Navarro delinea el oscurantismo propio de esa época: la vida de los señoritos, el orden instaurado y la falta de contacto con uno mismo. Es una lectura de gran valor pues ese idéntico oscurantismo se palpa en el tiempo presente.

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9 de febrero de 2023
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Primero iba mi madre

Primero iba mi madre, vestida de calle. A su lado o, mejor, detrás de ella, algo desdibujado, iba mi abuelo Juan, “el abuelito”. Dijo mi madre ‘¿te vienes ya?’, y yo contesté, en un tono quizá desconsiderado, ‘os estaba esperando’ que, en realidad, quería decir ‘cuánto tardabais’ o, incluso, ‘qué largo se me estaba haciendo’. Parece que mi abuelo cobró protagonismo, apartó, suavemente, a mi madre para decir ‘nosotros ya nos vamos’. Miré a mi madre que, en un instante, había empequeñecido hasta extremos insospechados (mediría veinte centímetros) y, pese a su nuevo estado, fue a ella a quien pregunté si podían esperar, que yo iba a cambiarme, y no sé si me oyó. Al volver, no estaban, quizá fueran aquellos dos puntos que se perdían en el horizonte. Me sentía incómodo. La ropa me apretaba. Me levanté y, al salir del dormitorio, no encendí la luz, no quise ver el retrato del pasillo, el de la Comunión. Me horrorizó pensar que, en la foto, ya no llevaría puesto el traje. No quería descubrir lo que yo entonces realmente era, una criatura enflaquecida.

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9 de febrero de 2023
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El cortisol y los objetos perdidos

El taxi me deja frente al hospital donde por la tarde operarán a un familiar. La mañana trae brisa pero apenas me he permitido sentir el bamboleo del sol de invierno al salir del aeropuerto: voy hablando por teléfono. Recibo instrucciones y palpo la intemperie de tantos asuntos por resolver. Tanto es así, que el taxista se despide con mi equipaje y mi ordenador en su maletero.

Iba concentrado durante la carrera, acaso ascendiendo mentalmente por su maraña de asuntos pendientes, mientras yo me abstraía en mi falsa urgencia. Ambos nos hemos separado de la realidad física activando el piloto automático. Pienso en las subidas de cortisol a las que apela en sus teds triunfantes Miriam Rojas Estapé y, sumergida en la hormona del estrés, estrujo el tiquet y marco el número de Objectos Perdidos.

Los operadores parecen en cambio sumergidos en oxitocina, y lejos de dejar escapar un suspiro desganado se ponen en mi piel. La recuperación de un objeto perdido consiste en un triunfo de la proximidad de los otros.

Cuarenta horas después, una cadena de nuevos sucesos ha enterrado aquel lapsus de desesperación, que ya es pasado. En el avión de regreso a Madrid, se ablanda mi instinto de alerta. El paisaje de nubes invita a adormecerse; es el fuego de chimenea de nuestros tiempos nómadas. Al despertar, una serie de pasos automáticos me llevan a casa.

Hasta que vuelve a subir el cortisol: ¡he olvidado de nuevo el portátil! Telefoneo al conductor a través de la app y veinte veces me cancela la llamada. Reclamo a la compañía, pero del otro lado me contesta un robot que dice “comprender” mi malestar aunque se lava las manos. La suya no es una empatía humana, como las personas de objetos perdidos. ¿Y si lo dejé en el avión? ¿o en el finger? Reproduzco todos los gestos que la memoria me devuelve ante mi apelación angustiada.

Me recomiendan que acuda a la sala 10 de la T4, su oficina de objetos perdidos. Tras recorrer cinco kilómetros –según mi contador de pasos– por la terminal compruebo que no está allí. “Ponga una denuncia”. Es domingo por la tarde, también en la comisaría. La amabilidad actúa como un valor añadido para aliviar el aturdimiento.

Activan el Gran Hermano de la T4 que controla las siete mil cámaras que nos miran. “¿A qué hora saliste, cómo ibas vestida, dónde cogiste el coche?”. Al cabo de diez minutos, Elena, policía nacional, me dice: “¡Te veo! Te enrollas un fulard de color crema al cuello, te diriges al parking y colocas el ordenador en el asiento del coche… Lo tiene él. Lo tenemos!”

La comisaría de Barajas asiste al 80% de personas que piden asilo en nuestro país. También detectan la entrada de drogas. Cuenta con agentes que advierten el microgesto del delito, la maleta demasiado nueva, los zapatos todavía con la etiqueta en la suela. Allí fue donde asistieron a una periodista atribulada, huérfana de su teclado, un caso calamitoso que atendieron con cercanía.

Mi doble fortuna resultó una demostración de aquella idea del pensador Josep María Esquirol con la que ilustra su filosofía de la proximidad: “la piel y el corazón son los mayores símbolos que reflejan la hondura de la experiencia humana”. Guardé el ordenador pensando en cómo tropezamos con el presente, al tiempo que nos sobreexplotamos atendiendo a cientos de exigencias fatuas que nos conducen a perder la cabeza. O a pasar una tarde de domingo en la comisaría.

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9 de febrero de 2023

Rainer María Rilke, en una imagen sin datar.
RIGHTS MANAGED (MARY EVANS P.L. / CORDON PRESS)

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El penúltimo

 

En ‘Elegías de Duino’ Rainer María Rilke se plantea la tarea sobrehumana de abandonar el nihilismo, de recuperar la alabanza, el homenaje, la celebración de la vida y la muerte

Nuestras autoridades educativas han decidido eliminar la Filosofía de los estudios para niños y jóvenes. Con ello no hacen sino seguir la corriente masiva que ha eliminado el pensamiento crítico de la vida intelectual, excepto en aquellas materias y lugares en donde la teoría puede servir para algo práctico y monetarizable, es decir, disponible para el poder técnico.

La desaparición de la Filosofía puede servir para que los mentores más inclinados a una educación profunda y perdurable de sus pupilos elijan la poesía como medio de plantear los problemas que siempre han acosado al pensamiento occidental. Así, por ejemplo, concibo perfectamente un curso de Filosofía a partir del prólogo que Andreu Jaume ha escrito para su traducción de Elegías de Duino de Rilke (Lumen). En esas densas páginas ha glosado la tarea del pensamiento occidental durante dos mil años. Leerlas y comentarlas con alumnos comprometidos puede ser algo realmente notable.

La filosofía occidental nació, como todo el mundo sabe, en Grecia y con el fin de domeñar la bestia devoradora de la conciencia de la muerte y el acabamiento. A diferencia de otras culturas, la nuestra está edificada sobre una convicción muy clara y aguda de que hemos de morir, somos mortales, efímeros e intrascendentes. Desde Parménides y Platón el pensamiento buscó cómo fundar el mundo, el universo, las cosas y nosotros mismos sobre algo duradero. Aquello que merecería la pena de ser pensado era lo que no podía desaparecer en unas pocas estaciones. Y, por lo tanto, el ser, lo que es, lo que las cosas no son era el núcleo de la filosofía.

Esta inspección fue perdiendo fuerza a partir del renacimiento hasta llegar totalmente desarbolada a la revolución burguesa. A partir de ese momento fue tomando cada vez más fuerza el nihilismo hasta convertirse en la única ideología aceptada por los distintos poderes del Estado. Nosotros nos hemos habituado a que el Estado sea la máquina que dispensa justicia de vida y aunque se ponga diferentes disfraces (opulentos, misérrimos, técnicos, benéficos o criminales) lo cierto es que no ofrece ningún proyecto, esperanza o visión que vaya más allá de nuestra vida consumida en un trabajo útil para el poder inmediato y una muerte que se oculta en lugares destinados al disimulo.

Quedó sin embargo un rincón inasequible a la destrucción y ese rincón se puede llamar “lírica”, “poesía” o “arte supremo de la palabra”. El último o penúltimo de esa especie, cada día más extinguida, fue Rainer María Rilke. Y su obra final es un monumento llamado Elegías de Duino. Esa obra enorme es la que ha traducido Andreu Jaume de un modo ejemplar, y le ha añadido un conjunto de documentos de especial interés, como cartas o poemas relacionados con la obra, más los comentarios del autor, muchos de ellos inéditos en español.

En estos 10 poemas finales del poeta se plantea la tarea sobrehumana de abandonar el nihilismo, de recuperar la alabanza, el homenaje, la celebración de la vida y de su hermana inmutable, la muerte. Es decir, de integrar la mortalidad como elemento de cimentación y afirmación de la grandeza del mundo que los humanos podemos ensalzar mediante la palabra. Porque este es el poema final de la gloria de la palabra y de la condición lingüística de los mortales. Luego vendrá nuestro tiempo y el dominio de la imagen.

Por supuesto la edición es bilingüe, pero la potencia de los poemas, como en los de Hölderlin, va más allá de la lengua alemana. Inmenso poema, traducción ejemplar para nosotros, pensada para nosotros. Edición perdurable y por lo tanto verdadera.

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7 de febrero de 2023
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Pelé y Benedicto XVI: Dos funerales, dos vidas, dos legados

Comienza el año con los funerales de dos hombres aparentemente muy distintos, que pasarán a la historia, y que los curiosos designios de la muerte aunaron en las portadas de los diarios y los inicios de los noticieros.
Ambos eran ancianos, y estaban disminuidos en sus otrora asombrosas facultades, los dos enfermos, cercanos al final.
Ninguno de los dos había nacido destinado a la gloria (eran hijos de familias pobres del interior de sus países), pero lograron ascender en sus caminos por méritos propios.
Ambos fueron conocidos por un nombre elegido, un apodo, un seudónimo, no por sus nombres de bautizo.
Los dos fueron velados en los “templos” donde ejercieron su magisterio y donde habían mostrado sus mejores dotes. Largas filas los despidieron.
Con ellos se termina una época.
Imagino que los lectores ya habrán adivinado a quiénes me estoy refiriendo.
Uno es Edson Arantes do Nascimento, conocido como Pelé, uno de los más grandes y famosos futbolistas de todos los tiempos, ganador de tres copas del mundo (1958, 1962 y 1970), autor de más de mil goles, un deportista sin igual que lució en los estadios su belleza y potencia y su piel negra en tiempos en que el racismo era todavía ley en gran parte del mundo.
Pero no fue una estrella estridente, como su sucesor en el trono del fútbol, Diego Armando Maradona. Ni una voz punzante por el cambio en el mundo, como la otra gran estrella negra del deporte del siglo XX, Mohammed Alí.
Pelé fue una luz, un ejemplo cauteloso, que se fue apagando fuera de los focos y los micrófonos.
Mientras vivió, Pelé no usó su enorme prestigio para promover cambios sociales, ni siquiera se enfrentó a la dictadura militar de su país o a las causas del Tercer Mundo: ese quitarse de los temas políticos fue criticado por los que no entendían como alguien que provenía de la pobreza de un grupo desfavorecido no usaba la atención pública para exigir cambios.
Tras la muerte de Pelé el 29 de diciembre, escribió Sebastián Kohan Esquenazi en Ciper Chile: “Pelé es y será el paradigma del futbolista apolítico. Ese que siempre se mantuvo calladito, sin meterse en problemas. Ese que, durante más de veinte años, después de cada triunfo brasilero, se abrazó con Emilio Garrastazu Medici, el mismísimo dictador de la nación. Entiendo que los futbolistas son futbolistas, y que no se les puede pedir que sean activistas para darles valor. No es necesario que cada futbolista sea Sócrates para tenerle admiración. Pero también es cierto que algunos tienen sangre y otros no, y que algunos tienen unos principios que a otros les faltan. Pelé era «un hombre común que no sabía nada de política», como decía él. Tan común que se volvió sumiso.”
Y, sin embargo, este no meterse en temas candentes, que lo separan claramente de su principal rival al trono del balompié en el siglo XX, Maradona, es para muchos de sus admiradores una virtud. Tras su muerte, tomaron su silencio, que fue siempre parte de su personalidad y su visión de cuál debía ser su papel en Brasil y en el mundo, como una forma de representar una visión del ídolo deportivo como alguien que “opina con los pies”, como un atleta que no presenta ideas y afiliaciones políticas, sino que representa un ideal de talento, mérito, plasticidad deportiva y artística, en la que cada uno puede poner las ideas que quiera.
Sus defensores dirán que en esta prescindencia Pelé se convierte en patrimonio de todos. No el paladín de una causa, sino el guerrero en pantalón corto de todos los brasileños y un bello rostro negro en el que los oprimidos del mundo pueden identificarse, sin necesidad que les suelte un discurso.
Sus detractores piensan, por el contrario, que, en esta falta de jugársela por valores básicos como la democracia y los derechos humanos y contra el racismo hay una ausencia gravosa. El fútbol de Pelé sería el opio de los pueblos, que aleja a los aficionados de los problemas cotidianos y las decisiones esenciales en una sociedad democrática. Pelé es para ellos objeto de admiración, pero no sujeto de la historia.
El otro muerto ilustre es Joseph Ratzinger, quien adoptó el nombre de Benedicto XVI cuando fue elegido Papa en 2005, e impactó al mundo cuando renunció al papado ocho años después.
Respetado teólogo, admirado brazo derecho de su antecesor Juan Pablo II, temido jefe de la Congregación para la Doctrina de la Fe, antiguo Santo Oficio, inició cambios profundos y se enfrentó a desafíos de calado en la Iglesia. Su conservadurismo y ademán calmado lo diferencian de su carismático antecesor y su sorprendente sucesor.
También su ascenso fue una sorpresa: tranquilamente, en las sombras, había moldeado las políticas de su antecesor. Juan Pablo II fue una figura central, sin la cual no se entienden los grandes cambios de finales del siglo XX, como el auge y las crisis de la teología de la liberación en Latinoamérica o la caída del Muro de Berlín en Europa.
En su obituario, publicado tras su muerte el 31 de diciembre (dos días después de Pelé), Ian Fischer y Rachel Donadio del New York Times lo definen así: “Benedicto XVI, el papa emérito, un erudito silencioso de intelecto firme que pasó gran parte de su vida haciendo cumplir la doctrina de la Iglesia y defendiendo la tradición antes de conmocionar al mundo católico romano al convertirse en el primer papa en seis siglos en renunciar, murió el sábado. Tenía 95 años.”
¿Sería muy arriesgado comparar a su predecesor y su sucesor - Juan Pablo II y Francisco – con Maradona, tremendamente populares, innovadores en su trato con los medios, activos en debates actuales y partícipes de la política de su tiempo?
¿Y acaso emparejar a Benedicto como Pelé, un modelo más callado, conservador, atento a las normas en las que fue educado, deseoso de conservar un mundo en peligro de caerse en pedazos?
En los mismos días de comienzos del año en que Pelé era velado ante miles de admiradores en el estadio del Santos, el club en el que militó prácticamente toda su carrera (nunca jugó en un club de Europa), miles de fieles acudían al funeral de Benedicto en el Vaticano, la sede de la Iglesia a la que sirvió toda su vida y en la que ejerció un enorme poder, siempre en Europa (en Italia y su natal Alemania).
Ese apego a las instituciones donde fueron formados es algo poco común hoy en un futbolista y un líder religioso. Ese centrarse ambos en su rincón del mundo – una ciudad brasileña, un enclave católico en la vieja Europa – es hoy inusual.
La inmovilidad hizo a estos hombres figuras mundiales.
Y el no moverse en términos doctrinarios, defendiendo una forma tradicional de entender la vida, el deporte o las creencias, los transforma para sus nostálgicos en paladines de lo permanente en un mundo en constante movimiento.
No habrá un nuevo Pelé, no surgirá en el fútbol alguien como él. No solo por sus virtudes como jugador, sino por vida, alejada de lo que hoy son las estrellas. Tras dejar la práctica del fútbol no se convirtió en entrenador, ni dueño de clubes, ni estrella de la televisión. Tras su breve paso por el ministerio del deporte, Pelé se dedicó a ser el recuerdo de Pelé para sus compatriotas.
Y no habrá otro Papa como Benedicto, que anunció su dimisión (la noticia más asombrosa en la Iglesia desde 1415) en latín y de forma oblicua, como si el mundo fuera todavía el orbe católico que pudiera entender gestos de otra época. Sus citas y gestos que ofendieron a judíos, musulmanes y ortodoxos y por los que continuamente tenía que pedir perdón son, vistos desde su cerrado tradicionalismo, muestras de incomprensión de cómo un mundo que se aleja de sus dogmas lee a un personaje anticuado.
Incluso su elección de vestimenta se veía como extraña, en comparación con la imagen más actual de su sucesor.
Al final, la imposibilidad de lidiar con crisis actuales – los escándalos económicos y sexuales de su grey – hicieron al más tradicionalista tomar una decisión sorprendente.
El mundo de Pelé y de Benedicto ya no existe. Yo creo que es buena la apertura al cambio, la vitalidad de adaptarse a lo nuevo, el moverse, el mostrar distintas caras. Yo no quisiera volver al mundo de Edson y de Joseph.
Y, sin embargo, al recordar sus figuras señeras, queda un regusto a extrañar lo perdido, a lamentar la desaparición ineludible de lo que se resistía al cambio y creaba a su alrededor un campo de fuerza que uno siempre sabía dónde estaba.

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6 de febrero de 2023
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El poco valorativo “juicio” de OpenAI sobre la inteligencia de Alphafold2

 

Las observaciones que preceden sobre OpenAI no implican que las posiciones escépticas relativas a la posibilidad de una verdadera inteligencia artificial deben ser adoptadas sin discusión.  Como veremos, en el plano teorético el debate se halla lejos de estar cerrado. Sin ir más lejos, las previsiones por Alphafold2 del pliegue de los polipéptidos de las proteínas tienen más interés que las respuestas de OpenAI. Por cierto, este último artefacto niega al primero la posibilidad misma de un conocimiento de lo que prevé. Le pregunto: “¿Cree usted que Alphafold2 puede tener una explicación de sus previsiones relativas al pliegue de los polipéptidos en estructura tri-dimensional?”. Tras el esperado recordatorio de en qué consiste el asunto (lo cual no formaba parte de mi pregunta), y explicitación de que AlphaFold no es una persona, se muestra así de poco generosa respecto a la inteligencia de su colega:

“AlphaFold2 utiliza algoritmos de conocimiento maquinal para analizar conjuntos de datos de conocidas estructuras de las proteínas y predice  la estructura  de proteínas que no habían sido resueltas. Las predicciones realizadas por AlphaFold2 se basan en los comportamientos relaciones que aprendió a partir de sus datos y no se basan en ninguna explicación específica o intelección de los principios subyacentes del pliegue proteínico (AlphaFold2 uses machine learning algorithms to analyze large data sets of known protein structures and predict the structure of previously unsolved proteins. The predictions made by Alphafold2 are based on the patterns and relationships that he has learned from this data and are not based on any specific explanation or understanding of the underlying principles of protein folding)”.

Así pues, a “juicio” de Alphafold2 no podría explicar nada porque el asunto que resuelve no exige entendimiento (understanding). De ser así ¿por qué empeñarse en hablar de inteligencia?

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3 de febrero de 2023
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El Boomeran(g)
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