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El poeta Luis Cremades

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Oberturas para una Música del ser (2) El enigma del ser

Una de las formas más interesantes de leer la Poesías reunidas de Cremades es vinculándolas a las vicisitudes del Ser como entidad superlativa. Circula por las altas esferas filosóficas el mito según el cual sólo Heidegger y Parménides accedieron al Ser. Al hablar de un Ser esférico, Parménides se refiere al Ser total. En Heidegger el Ser tiene también vastas dimensiones, por eso se atreve a decir que “hemos llegado tarde para los dioses y demasiado pronto para el Ser” (¡vaya por Dios, qué mala suerte!). “El hombre es un poema que el Ser ha empezado”, añade, pero no aclara cuándo lo va a terminar. En un momento definitivo de Los cuadernos negros, Heidegger susurra de repente lo que ya nos temíamos: que “el Ser no es humano”.

Una revelación brusca que invita a una pregunta: ¿Quiere eso decir que el Ser es inhumano? En los poemas de Cremades no hay respuesta a esa pregunta, solo hay sugerencias, aunque sí podemos advertir el deslizamiento de una substancia misteriosa, que sería el soporte de las palabras, más que las palabras en sí, que a veces adquiere la forma de un vacío sin forma, de un frío que llega a las últimas galaxias nerviosas, que se busca y que se pierde, que le da aliento al deseo, y que el poeta percibe en la oscilación entre una serenidad herida y el más profundo sobrecogimiento.

Creo que aquí hemos dado con el concepto adecuado: el ser (entendido aquí como ente individual) conecta con lo absoluto del mundo y del universo desde su propia intimidad sobrecogida, a través de una cadena discontinua de revelaciones de la vida y de la muerte. Esas revelaciones acontecen en cualquier sitio: en la calle, junto al mar, en la montaña, en el lecho del amado, en los recuerdos y en los presentimientos, encuadrados en una geografía temporal donde la noche y el día conforman universos tan opuestos como complementarios, que hallan su síntesis, su conexión anhelante y dubitativa en un crepúsculo fronterizo entre los reinos enemigos de la realidad y el deseo, la materia y el espíritu, pues en Cremades el deseo no es exactamente la fuerza que nos dirige hacia el otro, es el anhelo de hallar las profundidades envolventes de la vida y su íntima y paralizante electricidad. El poema que mejor sintetiza lo que refiero, es Canción de amor.

Este es el campo. O son tus ojos

Iluminándonos.

Por las mañanas

Soy tuyo, tu viajero, peregrino

Dentro de tus ojos

Y cuando tu madre te despierta

Desde allí te guío y ondeo mi bandera.

Por las tardes

Soy tuyo, tu dueño, la cárcel

El único territorio habitable

Y tu alimento: esta mirada

El reconocimiento de una patria.

De noche, solo este campo desierto

El claro de luna sobre la espuma del mar

Dos miradas, un misma disposición del espíritu.

He elegido este poema porque describe la geografía temporal de Cremades con singular precisión. Según confesión del poeta, el poema surgió tras la lectura de Einstein y Niels Bohr: es un poema sobre el amor y los modelos de la física, sobre cómo quería comprender la ciencia a través de la experiencia amorosa y, sin éxito, trataba de comprender el amor a través de la ciencia. Los campos que se mencionan en el poema son campos de fuerza, proyectándose en esa teoría física del universo sobre la posibilidad de que los fenómenos que conocemos forman parte de una tormenta eléctrica, que sería lo que somos, o de lo que formamos parte.

La poesía de Cremades está como envuelta por esa tempestad incesante que provoca en el poeta los despertares discontinuos del ser, en forma de tormentas íntimas que le obligan a mirar el cuerpo amado, el mar y la noche como emanaciones de una verdad que siendo eminentemente física adquiere a la vez las características de lo impalpable, o que solo es palpable en un instante fugaz que deja en el alma un recuerdo crepitante de cenizas y diamantes.

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1 de marzo de 2024

'El cuaderno de Nerina',de Jhumpa Lahiri (Lumen, 2024)

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Jhumpa Lahiri y un misterio literario hecho de cartas y poesía

 

En la historia de la literatura el "manuscrito encontrado" ha sido una técnica narrativa sumamente fructífera. Un ejemplo emblemático en nuestra tradición literaria es el uso que Cervantes hizo de este recurso al narrar las peripecias de su caballero andante. Esta estrategia se revela como una manera eficaz de complicar la trama al multiplicar los narradores, creando así una suerte de juego de espejos.

En su última obra, titulada El cuaderno de Nerina, Jhumpa Lahiri (Londres, 1967) también recurre a esta estrategia narrativa.

Vale la pena recordar que Lahiri, de ascendencia bengalí, creció en Estados Unidos, reside y enseña en Princeton, y pasa largas temporadas en Roma, hasta el punto de que ahora escribe sus relatos, novelas y ensayos en italiano. Según señala en el prefacio, fue precisamente en esta ciudad donde, tras una mudanza, se topó con un cuaderno de poemas escritos a mano en cuya portada se leía la palabra "Nerina".

ESPEJO TRAS ESPEJO

"Estaba lleno de versos inéditos, y la caligrafía me pareció propia de una sola persona. El yo narrador de los poemas -una mujer casada, una madre, una hija- parecía tener tres almas. No fui capaz de comprender si Nerina era el nombre de la autora, o de una destinataria, o bien una musa, o simplemente el título otorgado al texto por su misterioso autor".

Así arranca una suerte de intriga filológica. Dado el estado precario de los textos poéticos, Lahiri revela haber buscado la ayuda de una experta en poesía italiana, la italianista de Pensilvania Verne Maggio, a quien le confía el manuscrito con vistas a su publicación. Aun así, el lector haría mal en aceptar a ciegas todo lo que le dicen, ya que en literatura hay que ser cauteloso con términos como "autor", una trampa que oculta engaños e imposturas.

Después de firmar el prefacio, Lahiri se oculta tras un alarde filológico. Cede el protagonismo a la labor crítica de la académica Maggio, que en un texto introductorio plantea algunas hipótesis sobre la identidad y la biografía de Nerina. Además, acompaña los textos poéticos (que constituyen la mayor parte del libro) de notas explicatorias, situadas en el anexo final, y proporcionan un marco histórico y filológico que intenta resolver (¿o complicar?) el misterio en torno a la verdadera identidad de la ¿ficticia? poeta.

ESCRIBIR EN OTRO IDIOMA

De esta manera, Lahiri construye un poemario apócrifo en italiano: como decíamos, no es su primera incursión como autora en este idioma que adoptó por fascinación; le precedieron los ensayos En otras palabras (Salamandra, 2019) y El atuendo de los libros (Gris Tormenta, 2022), así como la novela Donde me encuentro (Lumen, 2019). La relación que establece entre ella misma y la seudopoeta Nerina se puede vincular con otro gran paradigma literario: el del doble, o doppelgänger.

En el prefacio escribe: "La impresión que nos da esta obra es que Nerina es una autora que vivió a caballo entre los siglos XX y XXI, en Roma sin duda alguna, pero cuya lengua materna no es el italiano, pues los poemas están llenos de deslices léxicos inconcebibles para un italiano monolingüe".

Y es que, desde que se trasladó a Roma en 2015, Lahiri ha estado escribiendo en italiano y traduciendo también de ese idioma que ama y la inspira. Esta apertura de compuertas entre el inglés y el italiano ha transformado su relación con la escritura. La ha empujado a nuevas direcciones y, sobre todo, a una dimensión más centrada en el lenguaje y sus limitaciones, pues tal vez ninguna lengua posea palabras suficientes para expresar las infinitas sutilezas del pensamiento. Y de paso, nos regala a los lectores este misterio hecho de cartas y poesía.

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1 de marzo de 2024
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La disputa sobre la singularidad humana: ¿cultura artística en primates?

“Los conquistadores tardaron largo tiempo en atribuir una cultura a los pueblos indígenas de América” suelen repetir los defensores de la equivalencia salva veritate de primates y humanos. Tratándose de cultura artística, el argumento análogo es el de que, tras el descubrimiento de las cuevas de Altamira, se tardó largo tiempo en aceptar que aquellas imágenes habrían podido ser pintadas por habitantes de la pre-historia.  Ello sirve de apoyo a la tesis de que ciertos animales tendrían en su cultura esa modalidad de comportamiento que designamos como percepción artística o incluso creación. Así, cierto pájaro de Nueva Guinea (Bowerbird) no sólo adornaría la entrada de su nido, sino que al hacerlo tomaría distancia para tener perspectiva y eventualmente modificar algún detalle. Aspecto importante de este comportamiento es que la ornamentación puede a veces ser modificada en razón de una visita de un vecino del entorno, lo cual parece indicar que esta exigencia de ornamentación tiene un origen esencialmente cultural.

Ello sería claro indicio de que los animales son susceptibles de percepción estética plástica  y (en función de otros ejemplos) también acústico-musical. Y lo que es más: tal sensibilidad sería la lógica expresión de la evolución que hace de nuestros órganos perceptivos (ojos, oídos) algo muy cercano a los de nuestros parientes. Si compartimos el entorno, viene a argumentarse, ¿cómo podría ser de otra manera?). Lo que en última instancia se sostiene es que las armonías cromáticas, figurativas o acústicas se dan de entrada en la naturaleza y que nosotros las recreamos como resultado de haber sido   receptivos a las mismas, al igual que harían los demás animales. Posición pragmática que no satisfará a quien se plantee la abismal interrogación sobre el origen, la esencia y las condiciones de posibilidad de la obra de arte.

“¿Colgaría Usted un Congo en su pared?” pregunta el etólogo Frans de Waal al abordar la relación entre los animales y el arte. Pues bien: al parecer Picasso habría respondido positivamente a la pregunta, incluyendo efectivamente una obra de Congo en su impresionante colección. El detalle es tanto más significativo cuanto que, a diferencia de varios ilustres críticos, Picasso no ignoraba el origen del cuadro. Al parecer, desde la primera mirada, Picasso supo reconocer que aquello era difícilmente clasificable dentro de las tendencias pictóricas y ello simplemente porque el autor no podía haber sido un ser humano.

De ser cierta la anécdota (no tengo al respecto más que referencias de segunda o tercera mano) tendríamos una razón filosófica para intentar contactar al ilustre artista y preguntarle: ¿en razón de qué está usted seguro de que la mano del hombre no ha intervenido en la composición? Y tras la eventual respuesta: ¿cree usted que lo que se nos ofrece puede legítimamente ser calificado de obra de arte?

Cabe mencionar otros casos, concretamente experimentos con palomas realizados en Japón por S. Watanabe y equipo (“Pigeon’s discrimination of painting by Monet and Picasso” Journal of the Experimental Analysis of Behaviour” no63, 1995).

Supongamos que una buena reproducción de uno de los Pierrots de Picasso sirve de base sobre la que se esparce el grano que se da a un grupo de palomas, mientras que un segundo grupo picotea sobre una reproducción de una obra de Monet. Tras habituarlas a comer sobre tan finos manteles, los dos grupos de animales son desplazados a otro espacio en el que el alpiste se halla depositado sobre dos cuadros diferentes (nunca percibidos antes por los animales) de ambos pintores. Pues bien, en su gran mayoría las palomas acostumbradas a picotear sobre la reproducción de Picasso escogen el grano depositado en el cuadro de ese artista, y lo mismo ocurriría en el caso de Monet.

Basándose en este y otros casos se sostiene que incluso las diferentes armonizaciones cromáticas características de una u otra escuela pictórica, o la mayor o menor rotundidad en la configuración de ángulos, son susceptibles de ser percibidas (luego eventualmente reproducidas) por ciertos animales. De ahí la irónica conclusión de Frans de Waal “distinguen entre los pintores mejor que muchos visitantes del Louvre”.

Aun suponiendo que ello sea cierto, es decir, suponiendo que muchos visitantes del Louvre son incapaces de percibir las diferencias formales y cromáticas entre Renoir y Braque, mientras que tal no sería el caso de las palomas de Watanabe, ¿autoriza ello a decir que estas últimas son auténticamente receptivas a la obra de arte? Una vez más todo depende de lo que se entiende mediante el término “arte”.

Pues desde luego es perfectamente probable que a un animal no se le escapen   elementos diferenciales que formen parte del espectro de lo que por naturaleza está llamado a percibir, mientras que sí escapen a un ser humano, precisamente porque, quizás, en éste, la percepción se halla mediatizada por algo que introduce variables distorsionadoras de lo que la naturaleza o el artificio ofrecen a los sentidos. No habría en esto nada extraño, de ser cierto que en el ser humano el mero percibir implica ya juicio (según la sentencia de Aristóteles) y si el juicio se halla intrínsecamente vinculado al lenguaje. Pues el lenguaje, empapando la naturaleza la filtra y eventualmente la distorsiona.

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29 de febrero de 2024

Anagrama, 2023

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No te prometo nada

Hubo una tierra y un reino prometidos, además de la idea de un amor para siempre, hasta que despertamos en un mundo nuevo donde los almendros florecen en febrero y los chatbots nos resumen las reuniones. No parece el nuestro un tiempo de promesas, porque la palabra dada, excusada por la incertidumbre, se ha devaluado. En el ensayo El tiempo de la promesa, la pensadora Marina Garcés lanza una pregunta afinada: “¿Recuerdas la última promesa que has hecho o te han hecho?”. Silencio en la sala. Acaso aquellas promesas de juventud, y poco más, a pesar del “poder irreversible de inscribir la palabra en el tiempo”.

Huimos de la firmeza de propósito, encadenados a los condicionales; y preferimos un “veremos”, o “no te lo prometo, pero lo intento”, educados, aunque a la vez desentendidos, y en cambio estamos ansiosos de planificar el mañana. Se esparce el terror apocalíptico de la crisis climática y la amenaza inhumana de la inteligencia artificial, y esa parece la excusa perfecta para vivir un tiempo descafeinado en propósitos. Quienes no fuimos devotos de la ciencia ficción porque nos aburría por inverosímil, nos sentimos hoy tristes negacionistas: la fantasía desapegada de lo posible se ha hecho real.

La tecnología es la gran promesa moderna, el nuevo pensamiento mítico, y vivimos a su merced. No memorizamos un número de teléfono, y hasta Shazam nos libera de tener que recordar el título de la vieja canción que suena. El clic sacia nuestra impaciencia por el dato, a riesgo de abdicar del poder de la memoria. Claro que las nociones de esfuerzo y capacidad se vuelven borrosas.

Con mentalidad de esclavos y subyugados por los robots que un día nos obligarán a limpiarles el chasis, nos desentendemos del prójimo hasta ser incapaces de cumplir tan siquiera ese “te prometo que mañana te llamo”. Y olvidamos que las promesas cumplidas fortalecen no sólo la voluntad, sino también la alegría como vínculo.

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27 de febrero de 2024

Pedro Pascal e Ethan Hawke en una escena de de 'Extraña forma de vida'

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Extraña fruta

 

Estas excelentes películas comparten su  condición de candidatas a los premios mayores del cine europeo y americano. Aún tienen opciones de triunfo  en los Oscars; más modestamente, yo las señalo aquí para recordarlas y celebrarlas, al margen de las estatuillas.

 

La película empieza con una canción clásica del repertorio sentimental, “Extraña forma de vida”, un fado que cantaba Amalia Rodrigues pero que aquí oímos en la voz de Caetano Veloso, mientras en pantalla vemos a un apuesto joven de físico más bien nórdico reinterpretándola. Sin embargo, la mezcolanza (o jerigonza, podríamos decir en homenaje lusobrasileño, siendo esta palabra muy usada por los portugueses de hoy), esa mezcolanza, digo, no da paso en el filme de Pedro Almodóvar a una de las desbocadas fusiones formales y temáticas que tanto le gustan al director manchego y tanta influencia han tenido en la cinematografía internacional de los últimos treinta años. Extraña forma de vida, por el contrario, es un escueto western de cámara, un diálogo de amor comprimido y sin florituras, un breve poema elegíaco en el que ese “sentimiento trágico de la vida” últimamente tan presente en su filmografía brilla conmovedoramente. Y es de resaltar, por cierto, que, llevando siempre la contraria a lo habitual, Almodóvar, en una fase en la que rara es la película estrenada en cines comerciales que dure menos de dos horas y cuarto, condense en treinta minutos una historia que transcurre a lo largo de veinticinco años. Uno de los elogios que se puede hacer limpiamente de Extraña forma de vida es que deja al espectador con ganas de más, y, sin ser un filme oscuro ni enigmático, consigue que salgamos de las salas de exhibición preguntándonos por el porqué de semejante contención y tan depurado recato.

Las palabras del fado que le da título me hicieron recordar, en la triste belleza de su lamento, otra canción famosa, “Strange fruit”, que a finales de los años treinta del siglo pasado cantaba de modo inolvidable la gran Billie Holiday. La extraña fruta de ese blues eran cadáveres contemporáneos de un territorio de western poblado de odio racial y venganza supremacista, ya que la letra que le escribió el compositor judío Abel Meeropol a la cantante norteamericana se refería a los linchamientos: “Los árboles del Sur dan una extraña fruta./ Sangre en las hojas y sangre en la raíz. / Cuerpos negros movidos por esa brisa sureña.”

El gran crítico francés André Bazin, padre conceptual y padre adoptivo de la nouvelle vague formada en torno a la revista Cahiers du cinéma, habló del superwestern, que él veía como un fenómeno surgido después de la Segunda Guerra Mundial; un cine del Oeste que, avergonzado de ser solo un género de aventuras y rencillas territoriales, quería justificar su existencia con datos suplementarios sociológicos, políticos o ideológicos; William Wellman sería, con su mordiente The Ox-Bow incident de 1943, uno de los pioneros, centrándose también ese filme en un caso de linchamiento brutal de tres inocentes viajeros. Ochenta años después, las más bien pocas películas del Oeste que se hacen son en su mayoría superwesterns, aunque no lleguen todas a la suprema categoría estética del super.

Almodóvar no muestra ningún interés por esos flecos bonificadores o adherencias epocales; no hay tribus indias reivindicativas, ningún Quinto de Caballería tocando a lo lejos la corneta de la salvación, pero tampoco hay, en Extraña forma de vida, personajes retorcidamente homosexuales como el del abogado neurótico enamorado de Billy el Niño (Paul Newman) que interpretó Hurd Hatfield en El zurdo (1958), la primera película para la gran pantalla que hizo Arthur Penn, con libreto de Gore Vidal. No había entonces todavía, claro está, la suficiente sensibilidad queer en Hollywood, y el éxito y los premios de una historia abiertamente gay como la de Brokeback mountain estaban lejos.

Pero parece ser que Almodóvar, tras declinar el encargo de filmar la bella historia de Annie Proulx dirigida después por Ang Lee, quedó infectado por la curiosidad del western, y confieso aquí que, al anunciarse el rodaje de este cortometraje ahora estrenado, me imaginé que el autor de Átame podría optar por la parodia; no desde luego en la del Mel Brooks de Sillas de montar calientes, sino siguiendo una vía que nuestro cineasta conoce bien, la del camp, encarnada gamberramente por un clásico semiunderground, Lonesome cow-boys, realizada por Andy Warhol en 1968, y donde un grupo de hermosos vaqueros encabezados por una de las estrellas más refulgentes de la Factory warholiana, Joe D’Allesandro, se enredan en aventuras muy llenas de ribetes homosexuales, con ostensible presencia de drag queens y afeminados estrepitosos de la casa, como Francis Francine y el gran Taylor Mead. Hay en Lonesome cow-boys una escena de violación muy gustosamente aceptada por Viva, y toda la película, no de gran calidad, se salva a ratos por alguna de sus réplicas abracadabrantes, como esta de Taylor Mead: “¡Sheriff!. Ese vaquero lleva rímel, está fumando hachís y se le ha puesto dura.”

Nada de este espíritu burlón se da en Extraña forma de vida, donde destaca por su dolida contención Ethan Hawke, y los modelos expresivos apuntan más a Hawks que a los Hermanos Marx. Estamos pues en el territorio de la gravedad que últimamente explora el autor de Dolor y gloria o The human voice. Con guión del propio director, se trata de una miniatura en la que no se han ahorrado medios, pues también aquí comparece la maquinaria de El Deseo con toda su artillería: la producción de Esther García, la fotografía de Alcaine, el montaje de Teresa Font y la música (al margen del fado titular ya mencionado) de Alberto Iglesias, en uno de sus más arriesgados cometidos, pues hace una partitura muy ceñida al género fílmico, pero sin caer nunca en el pastiche de los grandes: Dimitri Tiomkin (Río BravoSolo ante el peligro), Victor Young (Johnny GuitarRaíces profundas) o Max Steiner (Tambores lejanos), por citar una pequeña nómina.

Extraña forma de vida solo le falta una cosa: tiempo. No tiempo de rodaje sino tiempo para el devenir. El paisaje del western y los topoi del género tienen cabida, y sigue brillando la potencia lírica del mejor Almodóvar, como en ese breve plano de los dedos entrelazados de la pareja tapando el cuerpo desnudo que se adivina. Lo que hay debajo, lo que no llegamos a ver del idilio de estos dos antiguos pistoleros que renunciaron a su mala vida y acabaron de sheriff y de ranchero, a la vez que acababan su relación amorosa: esa parte callada se hace de desear, por mí al menos. ¿Completará Pedro Almodóvar en un tríptico de cortos el árbol fascinante de sus extrañas frutas? ~

Letras Libres, 1 julio de 2023

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26 de febrero de 2024
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La plaza del mercado, política y literaria

En su magnífico libro Carne y piedra, el pensador norteamericano Richard Sennett explica la relación entre la forma y la función de los espacios urbanos a lo largo de la historia. La plaza como lugar central y confluyente es uno de ellos. Cuenta Sennett el papel del ágora griega o el foro romano, en los que se articulaban las relaciones de poder y la presencia religiosa, ámbitos más bien sagrados y fuertemente estructurados y protegidos, con una significación muy diferente a las plazas medievales que con sus pórticos o loggias ejercían de mercados, más bien caóticos y en contraste con los castillos donde residía la fuente del orden y el poder. Un lugar mercantil como bien lo definió Lewis Munford, a quien primorosamente ha editado en nuestro país Pepitas de Calabaza.

     

Aquellas loggias tan italianas se convirtieron en arquerías clásicas durante el Renacimiento y dieron paso también a las lonjas del Mediterráneo aragonés, estas con forma arquitectónica edilicia más peculiar del gótico flamígero o tardío, lo que las hace únicas, como es el caso de la de Valencia, posiblemente la más armoniosa de todas las admirables, donde hay que incluir a la de Palma, la de Barcelona, la de Zaragoza e incluso la de Perpignan. En el caso de la valenciana, su arquitecto, Pere Compte, ideó los escalones de la puerta principal y la calle lateral a la que dan nombre para que en los mismos se siguiera el frenético comercio, como una metáfora o cita al Templo bíblico de Jerusalén. Lo explican en otro ensayo dos avanzados especialistas, Joaquín Bérchez y Mercedes Gómez-Ferrer. Por entonces, el Cuatrocientos, la expulsión de los mercaderes no era valorada por el corpus moralizador católico. Lo remarca Antonio Escohotado en su póstuma y voluminosa entrega, Los enemigos del comercio.

       

Pero volvamos a Sennett, quien en uno de los capítulos más ilustrativos de su referido libro data el nacimiento de la moderna plaza pública durante la Revolución francesa. Fue en un vacío urbano fruto de la ruina de tramas históricas donde se instalaría la primera guillotina, en torno a la cual se congregaba la muchedumbre, que no asistía como mera espectadora sino como sujeto político que exigía la decapitación continua del antiguo régimen. Así lo subraya en la primera escena de su particular visión de Napoleón el cineasta Ridley Scott, una película narrativamente fallida pero que reconstruye con primor la esencia visual de la época, precursora de nuestra modernidad.

La revolución –sigo a Sennett– necesitó de espacios amplios, de mareas ciudadanas para expresarse en largas, carnavalescas y a veces sanguinarias procesiones populares. Desde aquel momento, a finales del siglo XVIII, la gran plaza central ha dejado de ser sagrada para ser estrictamente política. Resulta revelador, al respecto, pero en los Estados Unidos apenas hay plazas, al menos con ese significado de centralidad del que estamos hablando. Hijas de un cartesianismo protestante extremo, las ciudades norteamericanas son trazadas a escuadra con tramas ortogonales casi infinitas. Incluso el territorio de algunos estados se planificó de ese modo para trazar las carreteras sin importarles la singularidad de sus accidentes geográficos. Tan es así, que la mayor concentración política americana de carácter popular, la marcha sobre Washington de Martin Luther King, terminó no en una plaza sino en los amplios jardines geométricos del obelisco y el Reflecting Pool en la ciudad del Potomac, con Joan Baez y Bob Dylan cantando a la multitud.

En cambio, los regímenes sovietizados hicieron de la gran plaza el epicentro de la legitimación de su poder. Ámbito de desfiles eternos como en la plaza Roja o del Kremlin en Moscú, o la berlinesa Alexanderplatz, por no hablar de la destartalada plaza de los Héroes de Budapest, sucesivamente ampliada para acoger más y más batallones militares y sus respectivos carros de combate y camiones ataviados por impresionantes pepinos balísticos. O plazas como la de la Revolución de la Habana, periférica y grande, el gigantesco escenario desde donde Fidel Castro sermoneaba durante horas y horas. Y no me olvido, claro, de la plaza de Oriente, donde las alocuciones de un afónico Franco expresaban un surrealista caudillaje cada vez que iban mal las cosas de la política exterior. Hitler, en cambio, prefería los estadios, dando carácter gimnástico a su ideario.

Más recientemente, las plazas han mantenido su papel político. A ello dedicó un excelente número la revista de Le Monde Diplomatique en español, cuya edición se hace desde Valencia gracias a Ferran Montesa. Ese magazine de origen francés recordaba hace unos años el triste final de la fallida apertura china en la plaza de Tian’anmen, donde en el 89 pudieron morir cerca de 4.000 estudiantes que pedían democracia para el país. Dos décadas antes, en el 68, ocurrió en la plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco, en México, cuando fue aplastado el movimiento estudiantil por el ejército del PRI con un saldo de muertes que la historia todavía no ha aclarado: entre 20 y 200, pero que conmocionó al mundo entero.

Las plazas, cuanto más grandes y destartaladas siguen siendo el epicentro del activismo político revolucionario. Lo vimos también no hace mucho en la cairota Tahrir o de la Liberación, cuyas acampadas multitudinarias y persistentes derrocaron a Mubarak y Morsi sucesivamente. Y algo no muy distinto fue el 15-M en la madrileña Puerta del Sol. Por no hablar del golpe político que hace una década empezó a zarandear, y aún no ha terminado de hacerlo, todo el Este europeo desde la plaza Maidán –de la Independencia– de Kiev (o Kyiv se dice ahora), adonde los manifestantes llevaron de todo, cócteles molotov y bazocas incluidos. Y plazas como la de Taksim en Estambul, gigantesco espacio al que va a parar la larga calle peatonal de Istiklal que los turcos laicos acostumbran a recorrer muchos días para manifestarse contra las corruptelas y atavismos del régimen islamista.

Los catalanes, en cambio, parecen preferir los correcalles. La plaza de Cataluña fue escenario del fallido golpe del general Goded en el 36, y de la trifulca y tiroteo entre comunistas y anarquistas por el control de la revolución en mayo del 37. El nacionalismo barcelonés, en cambio, ha circulado como ríos, de los barrios al centro, transcurriendo a través de ramblas y cadenas humanas. Su plaza de referencia es más bien la de Sant Jordi, pequeña, pequeñita, como si la hubiera soñado Espriu, como la del Diamante de Colometa, en la que Mercé Rodoreda, tal vez, releyó fragmentos de Joyce o de Virginia Woolf.

 La plaza es el lugar. Como bien tradujo Nahir Gutiérrez el libro de Annie Ernaux. Uno de los suyos más hermosos, porque Ernaux con su narrativa casi higiénica, luminosa y desnuda de retóricas, otra síntesis de modernidad proustiana, relata también que lo que envuelve al ser, y va más allá del espacio, incluye la época, el transcurrir, los personajes y sus roles, lo contingente y lo heredado, nos construye como conciencia en un espacio, en la plaza, en nuestro contexto, incluso como delegados de la autoridad, en su caso, docente. Aunque Ernaux siempre ha preferido reconstruir la memoria más que explicarla.

           

 

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21 de febrero de 2024
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Oberturas para una Música del ser (1) El animal favorito

Luis Cremades es un poeta único. Su vida y su obra encarnan la soledad del corredor de fondo que cuando está a punto de concluir la carrera, deja que los demás pasen por delante, porque sabe que “el arte es largo, y además no importa”. Y porque ni la vida ni la obra pueden ser concebidas como una competición. Esta circunstancia, más que convertirlo en un maldito, lo ha convertido en un “hijo de su propio sudor”.

Ya en su primer libro, El animal favorito, hay un aliento de renovación, con peculiaridades que no se observan en otros poetas de su generación. Recupera el irracionalismo de Aleixandre y otros autores más antiguos, que los surrealistas vindicaron, pero le da un nuevo esplendor, y despliega sus figuraciones, a veces fantasmales, a veces de una nitidez hirientemente prístina, en un presente crítico –el presente iniciático y arriesgado de la juventud–, conformando un magnífico y misterioso relato del alma y del cuerpo, un negro sol que cuando se torna blanco parece una radiación, que ilumina pero no abrasa, porque es una radicación sumergida donde los recuerdos sufren el efecto de una ilusión óptica, que mitiga el dolor de las heridas.

En el momento de su aparición, El animal favorito es un libro de una originalidad evidente. La experiencia está vista desde las esferas visibles y desde las que circulan por debajo de la superficie. Se evita tanto el prosaísmo vinculado a la cotidianidad como la obscuridad excesiva de la poesía abstracta. Cremades escapa a las dos escuelas dominantes como un ángel que no encaja en los planes del Señor, pero que ni es un ángel caído ni un ave rara: es un poeta que a su manera ya ha conquistado su propia singularidad. El libro exhala una frescura esencial, donde lo claro y lo enigmático conforman la misma materia, como en la palabra conjetural de una antigua

pitonisa. Si aproximamos El animal favorito a Rimbaud, tendría más que ver con Las iluminaciones que con Una temporada en el infierno, porque a la vez que advertimos los pasos nocturnos y diurnos del poeta, todo está transfigurado y cada poema tiene algo de espejo mágico y de revelación de lo oculto en los intersticios del reflejo: un mundo compuesto de abismos que se abren bajo los brazos que abrazan y de sueños que se desvanecen en un silencio radical y a veces súbito. Cremades consigue que su poesía esté llena de acontecimientos ocultos y acontecimientos manifiestos, formando una trenza en la que muy a menudo acecha lo inesperado.

Luis Cremades dijo: Creo que pasé una infancia

entre el desbordamiento y la desatención

que me llevó a vivir, en la medida de lo posible,

dentro una burbuja con lenguaje propio.

Más de una vez he pensado que ahí está el origen de todo escritor. El mundo propio se crea ya en la infancia, y más tarde lo desplegamos con mayor o menor fortuna. Y me temo que los que no crean un universo propio en la niñez, ya no lo crean nunca. La confesión de Cremades confirmó mi idea de que me hallaba ante un poeta enraizado en la verdad de la escritura, que hunde sus raíces en el único lugar que la mantiene viva para siempre, en ese castillo del alma que construimos en la infancia y del que más tarde van a surgir las sombras, los himnos, los sueños cuya superficie no puede tocarse, las hogueras, la belleza efímera y terca, el resplandor de las metáforas y las ideas, que llamean con su oscura incandescencia ya en el primer poemario de Cremades.

Era la noche y no la muerte,

la noche invisible, permeable y duradera;

de sus labios aprenderíamos

canciones como cuchillos.

Pocos versos sintetizan el contenido escurridizo de El animal favorito como los que acabo de citar. La noche es un laberinto de esquinas inconexas pero también el templo del deseo. La noche es la dimensión de la ternura pero también de la fiereza. A veces, en esa dimensión más extensa que la vida, pueden morir algunos dioses, pero a la hora de la verdad, solo de noche podemos celebrar la gloria de la existencia, aún en el caso de que supongamos que estamos solos bajo la estrellas, como pensaba Kierkegaard, o justamente por eso. La noche es también el lugar del aprendizaje más sutil y más mordaz.

Pero no estamos ante la noche plenaria y grandilocuente, llena de luces y conflictos que nos sobrepasan, propia de Aleixandre y de otros poetas de su época, ni estamos ante una noche heroica y deudora de muchas metáforas olvidadas o demasiado profanadas por el tiempo. Tampoco estamos ante esa noche descrita con tintes realistas o demasiado figurativos y existenciales de otros poetas de la generación de Cremades. Estamos ante una noche cercana y eléctrica, que casi puede tocarse y que a la vez oculta en sus moradas difusas todos los enigmas del universo. Una noche donde encontrarte con tu doble y perderlo entre las sombras. Tras la desolación de la quimera, queda la fidelidad a un estilo propio, dice Cremades, y esa fidelidad no deja de ser una victoria, tras haber viajado por el océano del deseo, donde las identidades se disuelven y las palabras se mueren si no las calentamos con las brasas más bravas de nuestras entrañas, dándoles nuestro aliento, nuestra vida. Hablo de las sensaciones, de las iluminaciones y los movimientos vivibles y subterráneos que recorren El animal favorito, de principio a fin. El tiempo presente es una batalla y a la vez una forma de nostalgia, sangre, despierta (primer verso) que nos deja atados a las piedras, tristemente llenos de secretos (último verso).

El animal favorito es el libro de las conexiones a un tiempo carnales y subterráneas, donde se observa una evolución desde el poema-objeto, al poema-eslabón. Cremades me confesó en una ocasión que en el trascurso de la redacción de El animal favorito fue pasando de la idea de Mallarmé sobre el poema concebido como un diamante único y aislado, brillando por sí mismo sobre una superficie negra, al poema según Kipling, como creación imbricada en una narrativa de orden superior, lo que no implica decir que los poemas de Cremades se parezcan a los de Mallarmé o a los de Kipling. Nada más lejos de la verdad. Cremades habla de luces referenciales que se pierden a lo lejos en una noche de niebla. ¿La niebla del ser?

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21 de febrero de 2024
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Trilogía Argentina (parte I)

Durante el pasado mes de enero las protagonistas de mis nunca satisfactorias pausas entre las ocupaciones y el dormir han sido indudablemente escritoras argentinas -contando también con la estelar interpretación de algunos personajes secundarios oriundos del extenso territorio latinoamericano-; Schweblin, Fabbri, Venturini. Tres generaciones. Tres apellidos de la diáspora. Tres escrituras divergentes aún con raíces compartidas.

Por la proximidad de su espíritu al mío -resulta calmante imaginarlos encarnados en dos alacranes danzando, crujientes y venenosos, o en dos gatos afilándose las uñas, naturaleza salvaje empaquetada en suavidad, pudiendo metamorfosear según convenga-, es La reina del baile quien, como buena monarca, encabeza esta hilera de palabras-hormiga. Paulina (o lo que en ese momento queda de ella) recupera la conciencia después de un accidente de tráfico. En los asientos de detrás del coche hay una adolescente y un perro, a quienes no reconoce. Este acontecimiento prelude la atmósfera de extrañeza en la que nos moveremos de atrás hacia adelante, de adelante hacia atrás, durante una hora o dos, hasta llegar a reconocer a Gallardo, el cuadrúpedo fiel, y a Lara, la quinceañera fugitiva.

Fabbri se preocupa por desgranar las mismas estructuras que muchas de sus contemporáneas: entremezcla más de 400 hilos de romanticismo, desamor -definido en su máxima expresión gracias a la imagen de un nudo de pelo espeso que hay que desenredar-, deseo femenino, autoexploración, amistad y familia -con sus correspondientes vapores tóxicos-, con otros como la sororidad, la esperanza, la maternidad, el regocijo del sarcasmo o el dolor que supone el mero hecho de respirar, para terminar tejiendo una sábana exquisita, de aquéllas que no quieres utilizar si fumas en la cama, de aquéllas que te cuesta tantísimo abandonar aún sabiendo que vuelves a ellas cada noche. Con unas gafas de un aumento terrorífico, observa a las personas y sus movimientos hasta encontrar la más mínima espinilla, la pústula escondida, el grano todavía sin madurar y apretarlo hasta que sangre, hasta que se infecte, pus diseminado por gran parte de la superficie del espejo. Utiliza a sus personajes para ofrecernos la dicotomía humana en bandeja de plata, con sus correspondientes cubiertos para una mejor disección de la carne; ¿alguna vez habéis querido tanto a un animal -el que os acompaña- que habéis tenido que soltarlo de vuestro psicopático abrazo justo en el instante previo a que se le quebrasen los huesos? Esta antagonía atraviesa el pensamiento de Paulina, al igual que la certeza de la irremediable confusión entre realismo y pesimismo que sufren algunas personas, la condescendencia de lo familiar, el conflicto causado por exceso de hastío, el aburrimiento de la postal navideña -el novio, la casa, el perro-. Identificar la bandera roja, ponérsela de capa y saltar por la ventana: esto hacen las tres mujeres de la novela, tal vez sin saber que en el asfalto se esperan las unas a las otras con un buen parapeto de tela.

Con ternura, pero sobre todo con una sinceridad recién afilada -¿puede o debe ser una mujer tan honesta que acaricie la maldad?- Camila Fabbri sacude de las relaciones de pareja cualquier fibra de romanticismo, dejando una superficie asquerosamente limpia para que la soledad se acomode; Paulina, como muchas de nosotras, habla sola para confirmar su existencia. Paulina, como otras tantas, sufre un ataque de pánico en una cita orquestrada sólo para tratar de superar el haber sido abandonada. Paulina ve pornografía lésbica de tintes literarios, disfruta las historias incestuosas, necesita del contexto para avivar su deseo, requiere de lo prohibido, de lo ajeno, para darse placer; ella entiende que la fantasía debe existir sin ser jamás cumplida, que es el motor que nos mantiene vivas y cabales: lo que impide su transformación en un monstruo.

Paulina, al contrario de lo que pudiera parecer al inicio de sus andanzas, no es la Reina del Baile; es más bien el hada madrina, la acompañante, la secretaria levantando acta. La que mira a las demás para ser vista, para ser reconocida. Tan solo a medida que avanzamos entre sus nubes negras -y transitamos también las de Maite, su amiga, la única relación disfuncional con la que cuenta- vislumbramos la silueta de la auténtica regente de la pista.

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20 de febrero de 2024

Sr. Scott Libros, 2023

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Los búlgaros

 

Solo y triste, dos cosas que incluso el más cerril, sin haber estudiado en profundidad el alma humana, entiende que son comórbidas. 

 

Los búlgaros es una colección de relatos del talentoso escritor y periodista Gonzalo Núñez. Chamberí, pisos de alquiler, anhelos de pasión, fantasía y robos con violencia. Ya había leído a Gonzalo hará más de diez años así que puedo decir que me ha hecho mucha ilusión comprobar que la literatura sigue moviéndose en él. Su lectura está llena de surrealismo y parodias, conjeturas felices y situaciones hilarantes sobre la revolución amorosa. ¡Por lo menos las relaciones humanas todavía son interesantes! Lanzo una pregunta: ¿El amor sigue siendo líquido o ya no queda nada de eso?

Gonzalo Núñez perfila una galería de personajes entrañables que se enfrentan a las trampas infinitas del amor en un mundo cambiante y embarrado. Locos y soñadores, parece que sólo ansían la belleza si su búsqueda implica sumirse en una vorágine. Ecos de Nouvelle Vague, referencias decimonónicas, incluso Napoleón campando a sus anchas por Madrid, y una larga lista de reflexiones empedernidas.

Diría que el tema central de esta colección de relatos gira en torno a la ridícula obsesión por el amor, palabras exactas de Christian, el protagonista de Moulin Rouge, ante el desengaño amoroso que sufre por la cortesana Satine. Se me quedó grabada esa frase al visualizar por quincuagésima cuarta vez esa película que seguimos teniendo en DVD. Y es que sí, el amor es ridículo, y enamorarse un motor hacia el peligro, pero hay que hacerlo por lo menos una vez en la vida.

El humor es para los sabios y admiro al que es capaz de ponerlo por escrito sin perder ni una pizca de dignidad. Conociendo a Gonzalo, es inevitable no imaginárselo como el protagonista eterno de estos relatos.

¡Ah! Debo decir que es un libro para leer en primavera o verano.

 

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15 de febrero de 2024

Primera edición. Editorial de Cromos, Bogotá, 1924

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Cien años de ‘La vorágine’

 

 

Una noche memorable de hace tiempo en la ciudad de México, que ya he referido alguna vez, ensayábamos durante la sobremesa de una larga cena en casa de José María Pérez Gay a recordar primeros párrafos de novelas, y Gabriel García Márquez empezó a recitar uno que todos coreamos, Carlos Fuentes, Álvaro Mutis, porque también lo sabíamos de memoria: “antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar, y me lo ganó la violencia…”, tal como empieza La Vorágine de José Eustasio Rivera, de cuya publicación se cumplen cien años.

Nacido en 1888 en el poblado de San Mateo en la región de Los Andes, que ahora se llama San Mateo-Rivera, justicia cívica para un escritor, Rivera era un abogado que trabajaba como funcionario en comisiones limítrofes, y eso le hizo conocer los territorios selváticos de la Amazonía, donde se desarrolla principalmente La vorágine. La escribió en un cuaderno de contabilidad de forro rojo, entre abril de 1922 y abril de 1924, año en que se publicó en Bogotá, en el mes de noviembre.

Mi mayor fascinación juvenil por esta novela, que es muchas cosas a la vez, novela de la naturaleza, novela de aventuras, novela social, estaba en su estrategia narrativa, que se consumaba con eficacia: ese ardid tan socorrido, pero que no deja nunca de funcionar, en que el autor se finge el amanuense de un manuscrito ajeno que ha llegado a sus manos.

Con solapada voluntad de engaño, el autor de la novela introduce como preámbulo una nota burocrática dirigida a un ministro, la que firma con su nombre real, José Eustasio Rivera: “de acuerdo con los deseos de S. S. he arreglado para la publicidad los manuscritos de Arturo Cova, remitidos a ese Ministerio por el Cónsul de Colombia en Manaos. En esas páginas respeté el estilo y hasta las incorrecciones del infortunado escritor, subrayando únicamente los provincialismos de más carácter…”

Arturo Cova, poeta, aventurero, ha desaparecido junto con Alicia, la mujer con la que había huido, en un itinerario que los lleva de los llanos ganaderos que se extienden al pie de la cordillera oriental, hasta las inmensas e intrincadas selvas del Amazonas.

Y el amanuense fingido recomienda no publicar los manuscritos de Arturo Cova “antes de tener más noticias de los caucheros colombianos del Río Negro o Guainía; pero si S. S. resolviere lo contrario, le ruego que se sirva comunicarme oportunamente los datos que adquiera para adicionarlos a guisa de epílogo”. Y el epílogo es: “el último cable de nuestro Cónsul, dirigido al señor ministro y relacionado con la suerte de Arturo Cova y sus compañeros, dice textualmente: «Hace cinco meses búscalos en vano Clemente Silva. Ni rastro de ellos. ¡Los devoró la selva!»”.

El ardid de la suplantación atraviesa los siglos, y se activa cada vez que la apariencia de veracidad debe imponerse sobre la mentira. Son los papeles escritos en caracteres árabes contenidos en los cartapacios que un muchacho llega a vender a un sedero en el Alcaná de Toledo, y que Cervantes, que se haya allí de casualidad, da a traducir para encontrarse con que se trata de las aventuras de don Quijote escritas no por él, sino por Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo.

Muy consciente del juego que emprende con sus lectores, y gozándose de él, José Eustasio Rivera incluyó en esa primera edición de 1924 una fotografía de Arturo Cova sentado en una hamaca “en las barracas de Guaracú”, tomada por la comerciante Zoraida Ayram, otro de los personajes; y hay otra foto del viejo cauchero Clemente Silva, otro personaje, el que habría de buscar en vano a los desaparecidos en la selva, subido a un árbol de caucho. Décadas antes de que W.G. Sebald introduzca en sus novelas la fotografía como testimonio de la veracidad de la invención.

En La Vorágine la selva se convierte en personaje. Es una deidad que protege su inviolabilidad, y se venga de quienes entran en sus dominios. Serán aniquilados por el paludismo y la disentería, el ataque de las fieras, los piquetes de las víboras, y las inquinas entre ellos mismos. Al final, lo que prodiga es la soledad, la traición, la enfermedad, la locura, la muerte.

Novela social, busca denunciar la crueldad a que son sometidos los indígenas de las tribus de la Amazonía, donde solo vale la ley del más fuerte, en tiempos en que el caucho natural es un producto estratégico en el comercio mundial. Y esa ley la imponía entonces la temible Casa Arana, que esclavizaba y exterminaba a los indígenas en los siringales.

Compleja obra de ficción, nos es contemporánea por sus personajes duales y atormentados, toda una galería de seres humanos que se mueven entre el despotismo y el abandono, la maldad y la compasión, aunque, al final, la selva que se traga a Arturo Cova y a los suyos vuelva a cerrarse sobre sus cabezas.

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13 de febrero de 2024
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