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Traidores

Nunca hubo fluidez en mi relación con Carlos Barral Agesta, una relación forzada, breve, casi circunscrita a los bizarros consejos de redacción de su recién creado sello Barral Editores, tras su salida de Seix Barral. Carlos Barral, excelente poeta aún hoy no suficientemente reivindicado, carecía, según algunos, de olfato editorial, conocida es la anécdota de la no publicación de una obra de García Márquez, pero de lo que seguro sí carecía era de olfato mercantil, de conocimientos del manejo de la compleja arquitectura que permite mantener a flote una editorial literaria. Apuntaba yo antes que no hubo fluidez, y ahora añado que quizá la razón principal fuera la actitud de Carlos remedando con éxito al macho de pavo real y mi actitud poco proclive al sometimiento y a la adoración protocolaria. Así las cosas, alguien le contaría que mi familia disponía de recursos económicos, cosa que fue cierta hasta la irrupción del empresario Javier de la Rosa en nuestras vidas y, ni corto ni perezoso, Carlos me pidió ayuda asegurando la devolución a corto plazo del préstamo. Está claro que dije que no, y ni llegué a comentar a mi padre el chusco episodio. Rota pues definitivamente la relación, dejé de participar en los consejos y no efectué el más mínimo seguimiento de las tres traducciones que me había encargado, que le había entregado... y que me había pagado. Supe luego que la primera, El azar y la necesidad, de Jacques Monod, salió en Barral Editores y luego en otras editoriales a las que debió venderla. La segunda, El hombre aproximativo, de Tristan Tzara, no me consta que se publicara. Y, la tercera, Huesos de sepia, de Eugenio Montale, y que es el motivo de este artículo, fue a parar a la colección Visor de poesía.

En aquellos años, finales de los sesenta, comienzos de los setenta, traduje para otros editores, por razones alimenticias pese a lo pobre de la remuneración, varios títulos entre los que destacaría, aparte de los citados, Anunciación a María, de Claudel, y Tres cuentos, de Flaubert, además de multitud de artículos científicos y paracientíficos para revistas y manuales de divulgación; tarea que me resultaba fácil gracias a mi madre, con la que hablaba con normalidad en francés o en italiano lo que me permitió adquirir cierto dominio de ambas expresiones verbales, y a dos principios inapelables, el primero, traducir desde mi posición, desde mi posición de autor, de creador, ajustando el resultado de la versión a mis propias marcas literarias, y el segundo, acogerme a una máxima que pasado el tiempo descubriría que Ezra Pound hizo suya, la de que no es necesario conocer a la perfección la lengua de quien vas a traducir, que basta con captar la música de su escritura leyéndola en voz alta (un método que quizá fuera el empleado por Leopoldo María Panero, según quedó patente tras la publicación, en 2011, de Traducciones / Perversiones, en edición de Túa Blesa).

Me dispuse pues a traducir a Eugenio Montale intentando que Barral financiara el viaje y la estancia en Italia para conocer al poeta genovés, pero ante su negativa, por razones presupuestarias, dijo, eché mano de determinados recursos, entonces no fáciles, lejos todavía del benéfico amparo de internet. Leí, primero, varias veces con mi madre los poemas de Ossi di seppia. Luego, con mi novia (las novias de entonces hablaban italiano), Maricelia, famosa porque su madre, de San Sebastián (no donostiarra, grosero gentilicio), la alimentaba de niña utilizando la fórmula “Maricelia, mi niñita, toma patatillas”, me recluí en el apartamento de Sitges, en la urbanización Rat Penat (“murciélago”, en castellano) y, sobre el lecho de placer, y con una Olivetti de color verde, di a la luz una primera e inexacta versión. Maricelia tenía novio formal, de una familia del textil, y ante la inminencia de la boda decidimos dejar para otro momento la continuidad de la labor traductora. Surgió entonces Carlinga, no puedo precisar ahora su auténtico nombre de pila que quizá se aproximara a Isabel o a Paquita, de la que recuerdo, además de sus exóticas especialidades eróticas, su pasión por el licor Marie Brizard y, también, que era la autora del eslogan “Su seguro aspirador”, que por aquel entonces el fabricante danés de aspiradores industriales Nilfisk, empresa en cuya delegación española trabajaba Carlinga, anunciaba en grandes carteles por las calles de Barcelona. Con ella, en el mismo apartamento, en el mismo lecho de placer, con la misma Olivetti, concluí la tarea de traductor en pareja, modificando, eso sí, la localización que constaba al final del prólogo: cambié Sitges por Valencia. A Carlinga dejé de verla cuando me trasladé a vivir a otra región, pero recibí al cabo de unos meses una fotografía en la que se la veía con un recién nacido en brazos. Pasados los años, durante la presentación de mi novela Níquel, en compañía de Pedro Gimferrer, Félix de Azúa y el editor zaragozano Joaquín Casanova, en la Casa del Libro del barcelonés Paseo de Gracia, se me acercó una mujer... y aquí va el relato de dicho suceso.

Acababa de presentar mi primera novela, Níquel, y permanecía sentado mientras dedicaba ejemplares, cuando se aproximó una mujer de unos 37/38 años cuya carencia de atractivo era fruto de su pertenencia al tipo sudorosa menstrual. No esperó a que terminara de firmar y, a poca distancia de mi oído, susurró que varias personas del público comentaban el gran parecido existente entre ella y yo, y que incluso le habían llegado a preguntar si era mi hija. Al salir del local, varios amigos y conocidos me advirtieron de que una mujer de unos 37/38 años, poco atractiva, iba proclamando por la sala que era la hija del autor de la novela. Llegué tarde al despacho y aunque cansado conecté el ordenador para ver si tenía correo y entre otros, de escasa relevancia, apareció el de una señora de la que perdí la pista hará unos 37/38 años tras recibir una foto en la que se la veía con un recién nacido en brazos. Ahora dicha señora recordaba aquellos tiempos aportando numerosos detalles entre los que destacaba la confesión del gran amor que sintió por mí y el intento de acercamiento a mi familia acudiendo a la consulta de mi padre, ginecólogo dentista. En una segunda tanda de sinceras declaraciones revelaba la sorpresa que le produjo el conocimiento de mi progenitor cuyas virtudes profesionales consideraba excelentes y cuyo aspecto físico resultaba muy parecido al mío pero superándolo ampliamente en atracción sexual directa. Luego enumeraba lugares de la ciudad de Barcelona que ella y yo habíamos compartido pero incurriendo en el error de incluir una garçonnière de la calle del Camp que nunca frecuenté pese a poder sustraer con facilidad las llaves a mi padre. No contesté al correo. No he sabido nunca nada más de esa señora. Y en cuanto a mi hermanastra espero no volver a encontrarme jamás con un ser tan poco atractivo.

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20 de diciembre de 2023
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Escenografías de la memoria

 

Al lado de la carretera que lleva de Middelbury a Burlington en el estado de Vermont, muy cerca de la ribera oriental del lago Champlain, se encuentra el Museo de la Cultura Americana de Shelburne, donde hay una farmacia tradicional, y una tienda de abarrotes como la que tenía mi padre en mi pueblo natal de Masatepe.

En los estantes, mostradores y vitrinas, tanto de la farmacia como de la tienda del museo de Shelburne, se exhiben medicinas de patente, productos para la higiene personal, y artículos alimenticios y de uso cotidiano en sus envases originales, los mismos que estaban en el comercio en Estados Unidos, y en América Latina, al menos desde principios del siglo veinte.

Fascinado, como si volviera al pasado, reconozco todo lo  que mi padre vendía: colagogos hepáticos, jarabes de rábano iodado, elixires para la tos; las pilulas Orientales para hacer crecer los senos; los estuches de pastillas Sen-Sen para el aliento; las latas de sardinas picantes La Sirena y de carne ajamonada Spam, la carne del diablo Underwood, las conservas de frutas Monarch; los sacos de harina Golden Flour, los tarros de avena Quaker, las latas de kerosene El Capitán, y barras de jabón de lavar, más la infaltable balanza Toledo para pesar las mercancías.

Metido en aquel túnel del tiempo, comprobé que toda esa imaginería que regresaba a mi memoria era parte de mi dotación literaria, y que las marcas antiguas, con sus emblemas románticos y su tipografía modernista, eran parte de mi patrimonio de escritor, señales a las que acudir, escenografías guardadas en la memoria.

 Había en la tienda de mi padre un jarabe contra el paludismo, el emblema un hombre demacrado apresado en el suelo entre las patas de un mosquito gigante, una imagen kafkiana que contrastaba con la muy plácida de la mujer del Tricófero de Barry que se peinaba los largos cabellos con gesto sensual, enmarcada en un pórtico neoclásico.

Y junto a una de las vitrinas donde se asoleaban frascos de lociones y perfumes baratos, la efigie recortada en cartón a tamaño natural, de una pareja elegante, la mujer en traje de noche y el hombre de smoking con el cabello bien peinado con brillantina Glostora, levemente movidos por el aire que entraba de la calle trayendo briznas y polvo.

Esos productos comerciales, en la América Latina donde se revuelve la modernidad con lo arcaico, siguen teniendo categoría de bienes culturales porque son parte de la vida cotidiana latinoamericana, y actúan a manera de señales que comunican una identidad común, igual que las letras y la cadencia de los tangos y los boleros y de toda la música popular difundida por la radio y por las sinfonolas.

Una buena muestra de esa identidad, parte de mi memoria, es el almanaque Bristol, ese cuadernillo de forro color ladrillo con la efigie enjuta y barbada, de mejillas hundidas, del doctor Cyrenius Chapin Bristol, químico y farmaceuta, inventor del jarabe tónico de zarzaparrilla.

El almanaque Bristol, fundado en el siglo diecinueve, conserva su renombre y sigue imprimiéndose, revolución digital de por medio, para ser obsequiado a la clientela por tiendas y boticas para Navidad y año nuevo.  Divulgaba la bondad de los productos Lanman & Kemp-Barclay: el Aguaflorida de Lanman, el Tricófero de Barry y el jabón perfumado Reuter.

Todo un manual doméstico de sabiduría popular, que yo esperaba de niño cada año, traía el calendario de los santos, fiestas móviles y fechas de las témporas; las fases de la luna, eclipses y predicciones climáticas para las labores agrícolas; el horóscopo y otros datos astrológicos; el movimiento de las mareas; y lo que yo más buscaba en sus páginas, una tragicomedia gráfica en 8 cuadros, protagonizada por los personajes Quirino y Tranquilino.

Que aquella efigie fuera la del doctor Bristol no era un dato del dominio general. El público decía “el hombre del almanaque Bristol”, igual que decía “el hombre del bacalao” al aludir a la figura del pescador con un enorme bacalao a cuestas en la caja de la emulsión de Scott; “el hombre de la avena Quaker”, el sonriente cuáquero bonachón, de peluca y sombrero, de la lata de avena; “el hombre de la Gillette” para referirse al rostro bien afeitado y de bigote tupido de los sobrecitos de cuchillas de doble filo, el magnate King C. Gillette, quien las había inventado para sustituir a la peligrosa navaja de barbería.

Una sola marca, la más poderosa, pasa a sustituir al producto genérico, y se establece lo que los viejos publicistas llamaban la “conciencia de marca”. Una Singer denomina a cualquier máquina de coser, una Gillette a cualquier navajilla, una Aspirina a cualquier analgésico, una Frigidaire a cualquier refrigerador, el Flit a cualquier insecticida fumigante. Y en esto vale tanto la fama de la efectividad del producto, como el atractivo de su emblema. La palabra Bayer pasa a ser sinónimo de calidad garantizada, y el consumidor se guía por “la cruz de Bayer”, el nombre escrito en cruz dentro de un círculo por todo emblema: “si es Bayer, es bueno”.

Y las vitrinas de la tienda de mi padre brillan con el último sol de la tarde, antes de que caiga la noche.

 

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20 de diciembre de 2023

'Materia que respira luz', de Juan Arnau (Galaxia Gutenberg, 2023)

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La materia respira: Oppenheimer, Bohr, Heisenberg…

En realidad, Oppenheimer, la película del británico Christopher Nolan (director de magníficos films como Memento o Dunkerque y de varias adaptaciones de Batman, con las que alimentar a la industria del entretenimiento), es un manifiesto político más que una explicación entendible por la gente corriente de lo que supuso la fisión nuclear para el avance de la física.

A Nolan le interesan los pormenores ideológicos que se desatan en torno al Proyecto Manhattan y la pequeña historia del poblado que el físico teórico protagonista, de tendencia más que liberal, levanta en la meseta de Los Álamos, un lugar astronómicamente sagrado para los indios Pueblo de Nuevo México. Todo ello al servicio de una deriva que deja ver en la película las tensiones políticas que sufre la administración de los Estados Unidos en el periodo que abarca desde la presidencia de Harry Truman a la irrupción de los Kennedy.

A pesar de la duración del largometraje, se obvian las consecuencias dramáticas y morales ya conocidas de la bomba sobre la población civil japonesa, pero también el importante debate que la aceleración de las investigaciones físicas propiciaba en aquellos años. El encuentro fílmico de Robert Oppenheimer con Albert Einstein en el campus de Princeton, a quien sustituyó como director de estudios avanzados, parece una anécdota. Y aún más lisonjera se percibe la aparición del danés Niels Bohr (interpretado por el shakesperiano Kenneth Branagh) a cuenta de la brillante pregunta de un joven Oppenheimer en una de sus conferencias. Son inexistentes también los estudios europeos del físico neoyorquino de ascendencia judeoalemana, precisamente, con el matemático germano Max Born, o con el bioquímico Linus Pauling, premio Nobel de la paz por su activismo contra el rearme nuclear. Ni siquiera sabemos por la película si Oppenheimer conoció a Werner Heisenberg, el padre del principio de incertidumbre y cabeza visible del equipo científico alemán que trabajaba en pos de una bomba atómica a principios de los 40.

Para contestar a todas estas cuestiones, decisivas en la historia de la física moderna, y a muchas más, incluyendo las gigantescas consecuencias filosóficas que el mundo cuántico proporciona, nos llega ahora un libro clarificador, ilustrativo, de la mano del físico y orientalista Juan Arnau: Materia que respira luz, Galaxia Gutenberg. Conocido por su prolífica producción ensayística que incluye numerosos artículos divulgativos en la prensa de vocación cultural, Arnau desanuda en esta obra la potente polémica que la mecánica cuántica suscitó desde que tanto Bohr como Heisenberg cuestionaran la física formulada por Einstein.

Fue este último quien ha pasado a la posteridad por su teoría de la relatividad el que zanjó, para siempre, el universo medible espacio-temporal de Isaac Newton. Lo que nos explica Arnau es que, en última instancia, la aportación einsteniana modificó unas reglas de medir por otras, convirtiendo el comportamiento de la luz en la matriz explicativa y objetivable del mundo físico. Los griegos ya conocían la estructura de la materia en átomos, pero creyeron que estos eran el principio indivisible de la misma. El descubrimiento del mundo subatómico cambiará todas las reglas.

A partir de los años 20 del siglo pasado, hace apenas una centuria, se van a suceder los grandes acontecimientos: Louis de Broglie propone que las partículas cuentan con propiedades ondulatorias, el austriaco Erwin Schrödinger (el del famoso experimento con el gato) sugerirá que el cosmos es vibración –algo intuido por Pitágoras– y que puede solventar con matemáticas el problema de las ondas, mientras que el citado Heisenberg dejará claro que la realidad positiva es inasible como tal, dado que siempre cuenta con algún factor de incertidumbre y, en consecuencia, las cosas suceden por probabilidad y no con exactitud… Toda una revolución a la que se opone Einstein y que sentenciará con su lapidaria frase: “Dios no juega a los dados”.

La batalla intelectual entre Einstein y Bohr hará época, y merece otra película, pero de momento nos ha dado este excelente ensayo de Juan Arnau, traductor también del Bhagavad Gita, libro sagrado hinduista que solía frecuentar el mismo Oppenheimer. En todo caso, lo que Arnau viene a decirnos es que «la idea de que el universo fue creado hace mucho es descabellada», pues «el acto de creación sucede aquí, ahora, sin cesar y, paradójicamente, lo hace fuera del tiempo, en la eternidad del instante: el origen está siempre presente». Una idea filosófica, en suma, que resitúa a la metafísica que bautizara por azar Aristóteles, en elemento esencial del pensamiento más actual, justo ahora que las autoridades académicas deciden desplazarla de los curriculums estudiantiles.

No es sencillo entender el mundo más allá de lo tangible. Arnau lo hace posible. La religión ha solido ser la respuesta a esa dificultad, pero la ciencia creyó que podría resolver el problema. La mecánica cuántica nos lo devolvió y hace suyo ese otro pensamiento cristiano que identifica la comprobación de la idea de Dios como algo tan complejo que no se encuentra al alcance de la inteligencia humana. Tal vez los poetas sean los únicos capaces de comprender la «eternidad del instante» que tanto seduce a Arnau.

Esas preguntas me las hice hace mucho tiempo, de niño, cuando mi padre me llevó a conocer a su amigo de juventud, un físico de Xàtiva, expiloto de aviación de la República, que coordinaba el programa nuclear del entonces Ministerio del Aire. Recuerdo que se llamaba Terol y que me enseñó en su despacho una piedra negra en una hornacina de cristal que emitía radiaciones, como si respirara. Desde entonces me domina la perplejidad.

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19 de diciembre de 2023

Beca Ratón, de Anna Haifisch

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En busca de la beca perdida

Frente a la creciente tendencia editorial de adaptar novelas y ensayos al formato cómic -y por lo tanto, de reducirlo a eso, a un simple formato-, en un ejercicio consciente por transformar el arte en entretenimiento masticado/regurgitado y una intención clara de recuperar la opulencia de las arcas, refugiada tras el argumentario de la narrativa gráfica como la gran puerta de entrada a la lectura -¡pero si tiene dibujos!-, cómics cómo Beca ratón de Anna Haifisch (editado en un formato precioso e indefenso por Apa-Apa) me devuelven la esperanza tanto en las lectoras como en el sector.

Dos ratones antropomorfos se encuentran en la residencia Fahrenbuhl para artistas, una casita enmarcada por una blancura que hiere y en mitad de la nada más brillante y cegadora. Parece que los dos personajes se reconocen en sus soledades, y se desarrolla paulatinamente un vínculo de amistad; o al menos así lo entiende uno de los dos. Bajo la aparente premisa de dedicarse única y exclusivamente al acto creativo y tal vez con una ligera intención antropológica, el ratón comiquero -que paradójicamente es el que piensa como un artista, el que conceptualiza y sublima la información que recibe del mundo y la transforma en algo que previamente no existía- es quien sabotea al ratón pintor, un ser puramente visual y plástico que se dedica simplemente a copiar la realidad, aventurándose quizás en alguna ocasión a traducirla si la inspiración le pilla pincel en mano, pero sin encontrarle ningún sentido a su propia práctica. Ambos encarnan dos tipologías distintas de artista, dos representaciones de una misma pieza con intérpretes diferentes, dos vértices de la misma figura pero con cierta variabilidad de apertura en sus ángulos. El artista ‘malo’ se reconoce como tal; ni él mismo sabe por qué pinta lo que pinta -¿quién querría ver a mis tías y a mis primas pintadas en un lienzo?-. El espejo le devuelve el reflejo del creador que ejecuta sin concepto, y lo que es peor, del que carece de la inteligencia necesaria para dárselo a posteriori.

Delineando con tinta lila una atractiva oscilación entre la reflexión y la tristeza y con la maestría de quien conoce el equilibrio justo entre el absurdo y la angustia, Haifisch desarrolla una relación entre los personajes algo malsana, desigual y tóxica en algunos momentos y que nos plantea un interesante -y aunque antiguo, todavía irresoluble- dilema: ¿Es lícito mentir, engañar, llegar incluso a ser una mala persona en pos del arte?¿En qué momento y por qué confundimos las necesidades del mundo con las necesidades propias?¿Responde esta relación entre los dos ratones a un experimento sociológico, una investigación previa al desarrollo de la obra o simplemente a un impulso egoísta y errático por evitar el abandono?

Anna Haifisch apoya con su estilo rápido y desgarbado las resabidas palabras con las que el ratón pintor aconseja a su compañero de residencia: deja las páginas guarras, así están vivas, así tienen emoción. Como si no la hubiera en los dibujos pulcros y cuidadosos, en la pasión de las horas infinitas invertidas. La imbecilidad de los dos estereotipos se manifiesta en algunas escenas remarcables, así como también los pensamientos, deseos y preocupaciones genealógicas de la profesión -y que por desgracia comparto con estos simpáticos y apesadumbrados roedores, como el anhelo de que los animales pudieran hablar, o cuanto menos nosotras entenderles-.

Después de unas horas de devaneo manual e intelectual, los dos frienemies observan el fruto de su creación conjunta -un muñeco de nieve- sin ser capaces de decir nada más que un devastador ‘nos ha quedado muy normal’. Con este aparentemente inocuo comentario, Haifisch nos deja vislumbrar tras un velo de humor semiopaco las presiones de quienes hemos escogido el arte como forma de estar en el mundo; la de ser aplastadas bajo el peso de la innovación constante, el nulo derecho a la mediocridad y la búsqueda infructuosa de financiación + reputación -amparada por las horas y horas no remuneradas rellenando papeles, diseñando portfolios, mandando correos y esperando resoluciones-, para acabar revelando una verdad tan universal como a menudo olvidada por quienes la viven: el talento no siempre es equivalente al reconocimiento y viceversa.

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17 de diciembre de 2023
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La disputa sobre la singularidad humana (flanco animalista): extensión del concepto de cultura

Aunque estas columnas, prolongadas ya desde hace muchos años, han tocado temas muy variados, en las últimas el hilo conductor era la contemporánea Disputa sobre la singularidad humana. Y digo contemporánea, porque, aunque presente en múltiplos momentos de nuestra historia, nunca como hasta ahora el estatus jerarquizado de la especie humana en relación a otras especies animales había sido tan radicalmente cuestionado, y ello en base a indiscutibles hechos científicos, ciertamente sometidos a veces a una hermenéutica algo sesgada.

Este cuestionamiento tiene un segundo flanco en las tentativas de homologación de la inteligencia humana y la llamada inteligencia artificial, asunto del que aquí me he ocupado con profusión, y sobre el que volveré, aunque en las columnas inmediatas me ceñiré al primer flanco, poniendo el foco sobre uno de los puntos más controvertidos, a saber, el término mismo cultura, un tiempo designativo del conjunto de variables que separarían a la especie humana de la inmediatez natural, de la cual las otras especies no llegarían a distanciarse.

Esta visión quedó relativizada por una extensión del concepto de cultura, que permitiría cubrir aspectos del comportamiento de múltiples especies. Me detendré en esta ampliación, preguntándome si no cabe, pese a todo, seguir afirmando la irreductibilidad del comportamiento del ser humano, en base precisamente a rasgos de su cultura específica, que muestran una diferencia cualitativa, vertical por así decirlo, frente a los rasgos que separan las culturas de las otras especies animadas entre sí.

Introductoriamente conviene recordar que las tentativas de explicación del comportamiento animal en general y humano en particular no siempre han estimado operativa la noción de cultura. Así, la teoría conocida como behaviorismo considera (en general, pues de hecho muy diversas escuelas bajo esta designación) que los lazos estímulo-respuesta son suficientes para dar cuenta del comportamiento de los individuos, sin necesidad de aventurar hipótesis sobre estados interiores, sean fisiológicos (estado hormonal, por ejemplo) o psicológicos. Los individuos son presentados como tierra virgen sobre la cual el juego estímulo- respuesta, premios y castigos va configurando un panorama. En un principio muy radical en la defensa de sus postulados, el behaviorismo acabó por así decirlo enmendando, excluyendo al hombre del esquema. A la hora de presentar al individuo humano como superficie de inscripción para estímulos aleatorios, indiferentes a los aspectos filogenéticos, que forzarían el comportamiento particularmente elegido por el investigador, las dudas surgieron y la prudencia se impuso.

Mas si el behaviorismo digamos duro no goza de buena salud, ello no sólo  se debe a que el estudio del comportamiento humano lo contradice, sino precisamente al hecho de ser cuestionado por los estudiosos del comportamiento animal, que tienen en cuenta no sólo la reacción a una circunstancia sino la percepción que el propio animal se hace de la situación y las emociones y afectos que experimentaría, aspectos todos ellos determinados por los rasgos de la especie a la que el animal pertenece.

El contrapunto mayor de las posiciones behavioristas se encuentra quizás en Konrad Lorentz (The  Foundations of Ethology, Simon and Shuster, New York, 1981) para quien, por su pertenencia a una especie determinada, el individuo tiene disposiciones innatas (así en el sistema nervioso) que, por ejemplo, marcan su manera de proceder en el aprendizaje experimental.

Un gato tiene mecanismos innatos de conocimiento que operan a la hora de responder a un estímulo, y lo mismo le ocurre al chimpancé y al humano. Simplemente, los mecanismos no son en todos los casos coincidentes. Sea como sea, a la hora de aproximarse a los animales, los lorenzianos tienen una actitud que cabría tildar de aristotélica, dado el enorme respeto que muestran por el hecho indiscutible de que el universo animal está poblado de especies (por efímeras que eventualmente sean), las cuales presentan rasgos no sólo diferenciadores respecto de otras especies, sino determinantes de su comportamiento. ¿Dispositivo que permite el distanciamiento del orden natural, abriendo el camino a una existencia marcada por la cultura? Todo depende de lo que se entiende por cultura. La palabra no ha de ser fetichizada. Con las pertinentes distinciones, no hay problema para atribuir a cada especie e incluso a un grupo particular en el seno de una especie una modalidad de cultura. Pero ante todo es necesario precisar cuáles son los rasgos invariantes que permiten calificar un determinado comportamiento como cultural.

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15 de diciembre de 2023
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La paz entre la basura en Angélica Liddell

Se pregunta Angélica Liddell (Figueres, 1966) “¿Por qué para encontrar la paz / nos adentramos en la maleza, / entre restos de basura?”, y se responde: “Porque las sendas, las sendas, / están cegadas por las zarzas.” Leyendo su libro de poemas más reciente, Los barcos hundidos que te visitan, publicado por La Uña Rota y al que pertenecen los versos citados, así como asistiendo a sus inquietantes espectáculos y superando el paroxismo que es capaz de provocar, se encuentran varias imágenes que –contra todo pronóstico– acaban por convencernos de que lo único que se puede hacer es continuar caminando por las sendas cegadas por las zarzas.

La enseñanza sería un camino muy trillado si no fuera porque, para transitarlo, antes la autora se ha hundido, se ha descuartizado, ha hecho estallar el mundo, nos ha salpicado con sangre y vísceras; en definitiva, se ha (y nos ha) humillado ante el dolor. Acepta lo obsceno que conlleva la exhibición del victimismo, que no es exactamente lo mismo que la condición de víctima. Parte desde la derrota innegable de los abandonados, maltratados y mutilados, como cuando arranca su espectáculo Vudú (3318) Blixen con una versión grotesca del Ne me quitte pas de Jacques Brel, sólo imaginable en una mujer muy desesperada y que ha perdido del todo la cordura. Su teatro y toda su producción se caracterizan por la voluntad de llevar al límite la violencia, sin ahorrar una gota de sangre. Y por conseguir hacerlo –más allá de la truculencia– con imágenes bellas, conmovedoras y reveladoras en el sentido menos cursi del adjetivo, si es que todavía puede encontrarse. Así es como se ha convertido en un referente del teatro europeo y una inspiración para muchos artistas de diferentes disciplinas. Entre otros muchos reconocimientos, en 2012 fue galardonada con el Premio Nacional de Literatura Dramática y con el León de Plata de la Bienal de Teatro de Venecia, y en 2017 se la nombró Chevalier de l’ordre des Arts et des Lettres por parte del ministerio de Cultura del gobierno francés.

Asegura que escribe para no disparar a nadie y para no descuartizar niños, y que no se suicida porque después no podría escribirlo. La escritura como forma de vida, la cultura como único espacio mental posible –simbólico y, por tanto, maleable– para habitar el mundo. De eso se trata, de ser capaz de enfrentarse al horror, de llegar al corazón de las tinieblas –son habituales sus referencias a Joseph Conrad–, y hacerlo mediante lo que llama “la crueldad resplandeciente del arte”. Su último libro de poemas está repleto de escenas cotidianas, porque “Nuestra fuerza se mide / por las veces que nos desnudamos al día”. En la intimidad y ante nosotros mismos no parece fácil cubrir las miserias del cuerpo, pero nos vestimos para presentarnos ante el otro, para salir a la calle, para ir a trabajar, para comprar el pan: ejercicios que requieren de un gran esfuerzo y pueden llegar a resultar una heroicidad. La sorpresa emerge cuando se comprueba que, a pesar de lo frágil y vulnerable que es la realidad, seguimos respirando, ya sea por azar, por suerte o por la existencia de seres superiores a los que al fin y al cabo sí parecemos importarles: “Te matará ser feliz”.

La presencia de la muerte es constante e inexorable, por lo que la mirada de Angélica Liddell no puede surgir sino desde el dolor y la rabia. Sin esquivar las consecuencias de la lucidez, el miedo ya no tiene sentido, tal vez porque lo siente desde siempre y por todo y lo ha tenido que superar constantemente: “Yo también puedo allanar los caminos cayendo”, “A veces llaman locura / a lo que simplemente es darse por vencido”. Afirma también que aspira a caminar sobre la locura como otros profetas lo hicieron sobre las aguas. Lo consigue. De la misma manera que logra que aceptemos que lo más bello –por ser lo más verdadero– es la representación de la inocencia ensangrentada, el ultraje del espejismo que parecía prometer la existencia. La única salvación se encuentra en el placer de lo que se desvanece en el momento de plenitud en que exactamente empieza a dejar de ser. En Vudú (3318) Blixen representa su funeral precisamente para alcanzar la belleza turbadora de lo que es y no es a la vez. Por eso Angélica Liddell muere constantemente, para alargar la belleza y el éxtasis.

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13 de diciembre de 2023

Alianza Editorial (1970)

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Raymond Radiguet a los 100 años

 

12.12/1923-12.12/2023

El segundo niño prodigio de la literatura francesa murió, al contrario que el primero, siéndolo todavía. Raymond Radiguet había cumplido veinte años al caer víctima del tifus en plena actividad, dejando —sin silencio ni renuncia— dos novelas magistrales, varias colecciones de poesía, cuentos, artículos y pequeñas piezas teatrales, marcadas por la huella de un genio menos visionario pero tan indómito y original como el de Rimbaud. También dejó la huella fulgurante, en los tres años de su agitada y productiva residencia parisina, de un temperamento que deslumbró a Max Jacob, a Man Ray, a Modigliani (que lo retrató), a Breton y Tzara, y a su más íntimo amigo Jean Cocteau.

El narrador y protagonista de El diablo en el cuerpo, novela de ribetes autobiográficos escrita entre los dieciséis y los dieciocho años (y que el autor pensó llamar, entre otros posibles títulos, «L'âge ingrat»), muestra en su escritura y en su peripecia, que transcurre sobre el trasfondo de la Primera Guerra Mundial, una mezcla de timidez y descaro». Ese carácter desconcierta a su familia, a sus compañeros de escuela, a los quisquillosos vecinos provinciales, y también a Marthe, la joven mayor que él y en cierto momento del libro casada con un soldado que sirve en el frente. Con ella inicia  el muchacho una historia de amor de las más bellas y apasionadas que jamás se han escrito.

Empecé a traducir Le Diable au corps, que tuvo un éxito arrollador al publicarse en marzo de 1923 y es en Francia desde entonces un clásico moderno siempre vigente, por encargo de Jaime Salinas y siendo yo aún estudiante, con apenas dos años más de los que tenía Radiguet a la hora de su muerte el 12 de diciembre de 1923. Publicada en la colección de El libro de bolsillo de Alianza Editorial en 1970, el mismo año en que comparecí como novelista y poeta «Novísimo», fue reeditada con correcciones en 2014. Publicamos hoy el comienzo de la novela.

 

***

Voy a exponerme a no pocos reproches. Pero, ¿qué puedo hacer? Acaso fue culpa mía tener doce años algunos meses antes de la declaración de la guerra? Sin duda, los trastornos que me sobrevinieron de aquel período extraordinario eran de una índole que jamás se experimenta a esa edad; pero como nada hay tan fuerte que pueda envejecernos a pesar de las apariencias, tuve que conducirme como niño en una aventura en la que hasta un hombre se habría visto apurado. No soy el único. También mis compañeros conservarán de aquella época un recuerdo que no es el mismo de sus mayores. Que aquellos que están ya en mi contra traten de representarse lo que la guerra fue para muchos jovencitos: cuatro años de grandes vacaciones.

Vivíamos en F…, a orillas del Marne. Mis padres reprobaban la camaradería mixta. La sensualidad, que nace con nosotros y se manifiesta aun a ciegas, se  acrecentó por ello, en lugar de desaparecer.

Nunca he sido un soñador. Lo que a los demás, más crédulos, les parece un sueño me parecía a mí tan real como el queso al gato, pese a la campana de cristal. La campana, sin embargo, existe.

Si la campana se rompe, el gato se aprovecha, aunque sean sus amos los que la rompan y se corten las manos.

Hasta los doce años no me recuerdo en amoríos, salvo el de una niña, llamada Carmen, a la que hice llegar, por medio de un chiquillo más joven que yo, una carta en al que le declaraba mi amor. Me permití, en nombre de ese amor, solicitarle una cita. Mi carta el había sido entregada por la mañana, antes de que entrara en clase. Había yo escogido a la única niña que se me parecía, porque era limpia y llegaba al colegio acompañada de una hermanita, como yo de mi hermano pequeño. A fin de que esos dos testigos calasen, pensé en casarlos, de algún modo. Añadí, pues, a mi carta una de parte de mi hermano, que no sabía escribir, para al señorita Fauvette. Le expliqué a mi hermano mi intervención, y nuestra posibilidad de ir a dar con dos hermanas de nuestra edad y dotadas de nombres de pila tan excepcionales. Tuve el desconsuelo de ver que no me había equivocado respecto a lo modosa que era Carmen cuando, después de haber almorzado con mis padres, que me mimaban y no me reñían nunca, volví a clase.

Apenas mis compañeros habían ocupado sus pupitres —yo estaba en la tarima del aula, agachado para coger de un armario, en mi calidad de primero de la clase, los libros de la  lectura en voz  alta , entró el director. Los alumnos se levantaron. Llevaba una carta en la mano. Mis piernas flaquearon, se me cayeron los libros, y los fui recogiendo mientras el director hablaba con el profesor. Los alumnos de los primeros bancos se volvían ya hacia mí, ruborizado al fondo del aual, pues oían cuchichear mi nombre. Por fin, el director me llamó, y para reprenderme con delicadeza, no despertando, creía él, ningún mal pensamiento entre los alumnos, me felicitó por haber escrito una carta de doce líneas sin ninguna falta. Me preguntó si la había escrito yo solo, y después me pidió que lo siguiera a su despacho. No llegamos hasta allí. Me reprendió en el patio, bajo el aguacero. Lo que más confundió mis nociones de moral fue que considerase tan grave como comprometer a la niña (cuyos padres le habían comunicado mi declaración) el haber sustraído una hoja de papel de cartas. Me amenazó con enviar esa hoja a mi casa. Le supliqué que no lo hiciera. Cedió, pero diciéndome que conservaba al carta, y que a la primera reincidencia dejaría de ocultar mi mala conducta. Esta mezcla de timidez y descaro desconcertaba a los míos y los engañaba, así como en la escuela mi facilidad, en realidad pereza, me hacía pasar por un buen alumno. Volví a clase. El profesor, irónico, me llamó Don Juan. Me sentí enormemente halagado, sobre todo de que citase el nombre de una obra que yo conocía y mis compañeros no...

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12 de diciembre de 2023
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Safo y Sapho

Los autores y personajes que definen una tendencia y generan un adjetivo a partir de su nombre son los que más merecen el calificativo de míticos. Se trata de autores y personajes que no abundan en la literatura universal, si exceptuamos la antigua Grecia. Gracias a la civilización griega existen adjetivos tan definitivos como platónico, para definir las tendencias idealistas; aristotélico, para definir las tendencias racionalistas; pitagórico, para definir el idealismo conjugado con la exactitud y la mística; edípico, para definir los lazos demasiado estrechos entre padres e hijos; homérico, para definir lo épico y lo grandioso; y por supuesto sáfico, para hacer referencia a la homosexualidad femenina, vinculado a lésbico, adjetivo derivado del nombre de la isla que vio nacer a Safo.

Por diferentes razones, la figura de Safo se ha ido agrandando con el tiempo y tornándose vez más mítica y más legendaria, si bien los mitos y las leyendas no ayudan a dibujar la Safo real: la poetisa isleña que vivió entre el siglo VII y VI antes de Jesucristo y que se distinguió por elaborar una poesía muy cuidada, aristocrática y personal, en tiempos en lo que lo demasiado personal estaba casi prohibido en literatura. Safo nos habla de sus sentimientos desde una intimidad casi sofocante, y desde esa misma intimidad no oculta sus arrebatos y pasiones hacia otras mujeres, casi siempre jóvenes.

Respecto a su vida en sí, poco sabemos en realidad. Unos dicen que nació en Mitilene y otros que era oriunda de Ereso, la otra ciudad importante de Lesbos. Unos dicen que tuvo una hija, Cleis, y otros aseguran que Cleis era simplemente una de sus discípulas más queridas. Sí parece cierto que tuvo tres hermanos, ya que a dos de ellos los nombra en sus poemas, y que estuvo casada con un hombre rico, Cércilas, que bien por que así era su carácter, bien porque estaba casi siempre de viaje, dejaba que su mujer dispusiera de su vida con cierta libertad.

Unos dicen que tuvo una especie de academia, parecida a la de Platón, pero para mujeres, y otros que era simplemente la directora de su propio coro lírico, con el que amenizaba los banquetes de las damas de la aristocracia. Tanto Sócrates como el poeta Alceo, también oriundo de Lesbos, la alabaron y la definieron como una gran mujer y una gran artista, y algunos de sus poemas se hicieron célebres en toda Grecia y eran de lectura obligatoria en las escuelas de retórica como modelos supremos del arte lírico.

Su pasión hacia otras mujeres resulta bastante explícita en sus poemas, algo nada raro en Grecia, donde tanto la homosexualidad masculina como la femenina estaban bastante aceptadas, y muy especialmente en las islas donde, como decía el maestro Agustín García Calvo, se respiraban aires más benignos y afrodisíacos que en el continente.

En los últimos años, la figura de Safo ha vuelto a cobrar especial relieve por el descubrimiento de nuevos poemas. En el año 2004 el helenista Martin West unió dos fragmentos hasta entonces separados y guardados en instituciones diferentes y logró reconstruir un nuevo poema de Safo, y el año pasado dos nuevos poemas de la poetisa de Lesbos aparecieron en un papiro muy deteriorado. De modo que aún estamos descubriendo la obra de Safo, dos mil seiscientos años después de su muerte, que según la leyenda fue un suicidio: Safo se arrojó al mar desde un acantilado, herida por un amor contrariado.

También se suicidó otra Sapho (esta vez con ph): me refiero a la hija del gran novelista Lawrence Durrell, autor del Cuarteto de Alejandría. La hija de Durrell se quejaba del nombre que le había puesto su padre. “Es como si me condenara a ser lesbiana”, dijo Sapho Durrell más de una vez, pero se equivocó. Su padre no la condenó a ser lesbiana, pero sí que la condeno a mantener relaciones incestuosas durante dos años, antes de que la internasen en un manicomio. Durrell poseía a su hija cuando estaba borracho, y lo solía estar casi siempre. Sapho acabó quitándose la vida tras escribir un mensaje en el que prohibía que su padre fuese enterrado junto a ella. Prohibición que Durrell desoyó, indicando que quería pasar toda la eternidad junta a la hija de sus deseos y de cuya muerte era responsable. Durrell, el amante de los griegos, se creía un patriarca del periodo clásico, cuando los padres podían disponer soberanamente de sus hijas.

Desde hace tiempo esta nueva Sapho me interesa tanto como la antigua, porque me fascinan las simetrías del destino y los caprichos de la historia.

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12 de diciembre de 2023

'Libros de viaje' de Julio Camba (Biblioteca Castro, 2023)

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Un buen regalo

 

Para quienes creemos que la literatura es algo más que un pasatiempo, una ayuda médica, un ejemplo moralizante, un ornamento cultural, o cosas semejantes, la recuperación de los grandes de nuestra historia literaria es motivo de gran satisfacción. Y no sólo de los clásicos antiguos, sino también de los modernos.

Y tal es el caso del soberbio volumen que la benemérita Biblioteca Castro ha dedicado a Julio Camba con el título Libros de viaje, un regalo. En estas más de mil páginas se reúne lo mejor de aquel artista casi olvidado. Y es que Camba era un virtuoso del humor y a veces se puede tomar ese género como un excedente literario o algo indigno de la mayor valoración. Es un error. El humor de Camba es una firme muestra de inteligencia, de rigor crítico y de prosa virtuosa, limpia, sin ornamentos, tan desnuda como la de Azorín, aunque, eso sí, haciéndonos sonreír sin descanso.

Camba fue el periodista mejor pagado de su tiempo, escribió en los diarios más importantes y casi siempre como corresponsal. Tenemos excelentes juicios suyos sobre Inglaterra, Alemania, Francia, Italia, Suiza y Estados Unidos en unos años, más o menos entre 1916 y 1932, en los que tuvieron lugar sucesos muy notables. Su ingenio es siempre acertado, exacto, y sorprende su actualidad.

Valga un ejemplo. En uno de sus viajes a Londres dice: “Al inglés tradicional, la inteligencia le parece, en el fondo, una cosa así como para estafadores, para artistas, para revolucionarios o para italianos”. Cualquiera que haya vivido en aquel país, sobre todo si ha tratado con gente inteligente, sabe que eso es ciertísimo. Los ingleses inteligentes odian la exhibición de inteligencia.

Él era un gallego de 1884, pero vivió hasta 1962. Conservó una querencia básica hacia su lugar que aparece con frecuencia. Justo al principio, está en una pensión gallega escribiendo uno de sus artículos cuando advierte que una criadita le mira con veneración. “¡Ay, señorito! —me dice—. El saber escribir le debe ser una grande regalía”. Y lo fue. El editor, su mejor experto, Francisco Fuster, ha calculado que entre 1911 y 1915 firmó casi mil artículos, ¡y todos buenos! Quienes debemos escribir uno a la semana sudamos para no caer en una sosería, pero él siguió entero hasta, por lo menos, 1949, cuando regresó a España para habitar en el hotel Palace a partir de 1957. Allí residiría hasta su muerte.

En esa etapa final era conocido como “el solitario del Palace”: cayó en una grave misantropía y sólo se veía con un puñado de amigos. En los tristes años finales lo trató Luis María Anson, a quien consulté. Me dijo que Camba salía poco, pero conservaba un agudo sentido del humor, quizás del sarcasmo en aquellos años negros. Anson visitó la capilla ardiente, pero la clínica, como nadie acompañaba al difunto, expuso el féretro en el garaje y entre dos columnas de neumáticos viejos. Como uno de sus artículos, me dijo Anson.

Todos los libros del volumen son magníficos, cada uno según los sucesos que atestigua. En un primer viaje transatlántico será la ruina de la bolsa de Nueva York lo que le ocupe, o la inflación galopante de la Alemania de Weimar, o lo que puede hacerse con una peseta en Italia o en Portugal durante los años veinte. Aunque quizás lo más curioso sea su último libro sobre la Nueva York de los pistoleros, de los conflictos raciales y de la mecanización. Un testimonio imponderable.

El humor perfecto que siempre le sostuvo era el resultado de una inteligencia viva y una cultura extensa. A veces recuerda a un antiguo filósofo de la Stoa. Vean, con esta frase se despide al final del volumen: “Usted, lector, no es realmente usted. Usted es una caricatura de otro señor, es decir, una caricatura de lo que debiera haber sido”. Un sabio.

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12 de diciembre de 2023

Especial 45º aniversario de Prensa Ibérica 

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Una inesperada contrariedad

La lenta agonía del régimen franquista fue alentando al entusiasta genio de la insurrección: acabar con la envejecida autarquía, con los fusilamientos, con la pena de muerte, con la tristeza de la vida humillada, y abolir de una vez la excepción ibérica. El anhelo por la vida cotidiana de la democracia europea, la ansiedad por ingresar en la normativa del tiempo presente, la urgencia por liberar las fuerzas creativas del talento civil, liquidar la mediocridad legislativa, restaurar la legitimidad de las instituciones y apartar para siempre a los usurpadores… alentó en el imaginario colectivo una imagen luminosa, la sensación de un inminente cambio de rumbo, un súbito reencuentro con la oportunidad tantas veces postergada: la instalación de España en la Modernidad.

La élite intelectual y política auspiciaba una transformación pragmática y factible. Una evolución en el que tan decisivo sería el papel de la prensa y de grupos de comunicación como el de Prensa Ibérica cuyo 45 aniversario celebramos estos días. En el estado de ánimo de la población, tan atenta, se dibujaba la paradójica conciencia de la sabiduría popular: una escéptica memoria escarmentada y la expectación por ver cumplidas las más espléndidas y merecidas recompensas.

Tras el zigzagueante tránsito, España esperaba ensamblarse en la Europa políticamente concertada e instalarse así en los escenarios de la Modernidad. Pertenecer de pleno derecho a sus logros históricos, asumir sus dilemas, integrar sus contradicciones, resolver sus retos y deshacerse del desubicado complejo español. Un propósito compartido por todos salvo por los empecinados círculos de la reacción: el clan de los franquistas y el cartel del sicariato etarra.

Podemos fechar el tránsito entre los dos estrepitosos momentos de un gran alivio colectivo: entre la muerte de Franco y el fracaso del golpe de Tejero transcurren cinco años (63 meses). Tiempo suficiente para que se derritieran las más ingenuas certezas y se gestara una abrumada resignación.

Pocos meses después de celebrado el referéndum de la Constitución (6 diciembre 1978), el plebiscito de la ciudadanía, el gesto simbólico que restauraba la legitimidad secuestrada cuarenta años antes, se publicaba en Francia el acta de defunción de lo arduamente deseado, enérgicamente esperado, gravemente conjurado. La Modernidad que los ilustrados españoles habían anhelado durante tanto tiempo padecía un exangüe proceso de defunción.

Con La condición postmoderna, Jean-François Lyotard sentenciaba en 1979 el derrumbamiento de la cultura ilustrada, el fracaso de los ideales de la Modernidad, el ocaso de las grandes narrativas, la crisis del relato que había dominado la conciencia histórica de Europa. Según el filósofo francés, la incredulidad creciente hacia las metanarrativas hacía insostenible el discurso abarcador de las ideologías. La postmodernidad inauguraba así un proceso de desmembración, un sumario de disgregaciones relativistas, la dispersión errática de las interpretaciones, la fragmentación ecléctica de las intenciones.

De un modo sorprendente se producía de nuevo la discordancia psicológica, histórica y cultural entre España y su entorno europeo. ¿Cómo digerir semejante perplejidad? ¿Cómo integrar en la conciencia colectiva la caducidad de unos valores deseados, anunciados y nunca consumados? ¿Cómo pensar la contemporaneidad?

En la década de los ochenta y prolongando las indagaciones de Lyotard, el pensador italiano Gianni Vattimo percibió las impetuosas mutaciones europeas y acuñó su célebre dictamen sobre el pensamiento débil. Aquella reflexión, opuesta a la «lógica férrea» de las grandes presunciones, debía librarse del rumbo monolítico previsto por las sentencias dogmáticas.

Si acaso no hubiera sido suficiente la consternación producida en España por los súbitos cambios del paradigma histórico, la década de los 90 acogió una nueva impugnación filosófica, una refutación de la Modernidad enquistada en la inercia institucional. El pensador polaco Zygmunt Bauman describió el estado volátil y fluido de la sociedad líquida. Un mundo sin armazón, ni catálogo de ideas fijas, ni convicciones éticas, ni pautas estables que permitieran el asentamiento, reposo o placidez del pensamiento. Bauman da por aniquilados los ideales humanistas que la España transitoria esperaba recuperar.

La condición posmoderna, el pensamiento débil y la sociedad líquida sobrevenida aturdió a los enérgicos oradores, deshizo su retórica y desbarató la plena ordenación de España en la cultura europeísta. Llegó a destiempo la ocasión de contribuir a sus desafíos. Mientras se intentaba articular las ideas fuertes que cohesionaran a la sociedad civil en un proyecto común, se produjo el simultáneo derramamiento y ofuscación de los viejos ideales europeos. Quizá resida en esta contrariedad el malestar de un país que no consigue encontrarse a sí mismo.

 

Publicado en el 45º aniversario de Prensa Ibérica 12/12/2023

 

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11 de diciembre de 2023
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