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Minotauro, 2020

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Al nombrar, controlar y poseer (I)

 

‘Di mi nombre, cuando no haya nadie cerca’ Éxtasis: Di mi nombre Rosalía

 

Esta novela empieza y termina con un encuentro. De la misma forma en la que, bien por culpa de una ceguera incipiente, bien por la distancia física o el despiste, saludamos torpemente con la mano - aún con cierta esperanza y los ojos pequeños- al borrón sin identidad que se nos acerca calle abajo, fui topándome con el nombre Ursula despacito, en mis frecuentes visitas a librerías. No lo había leído lo suficiente todavía, no como todos los Orwell, Bradbury o Huxley, cuando pude identificar el apellido Le Guin en los lomos perfectamente ordenados de sus diferentes secciones separadas por estanterías - narrativa en castellano y catalán, ensayo, poesía-. A pesar de no contar con la visión de la quimérica cosmonauta entre mis lecturas cotidianas, su prolífica figura llamó mi atención, así como el resonar del eco de otras voces que la mencionaron anteriormente no solo como una autora del género, si no como una escritora a secas, simple y llanamente, una gran escritora norteamericana.

Fue en un librito donde hallé la puerta de entrada; donde pude vislumbrar a través del quicio una auténtica vocación antropológica y filosófica, así como un profundo respeto por la ciencia - Ursula creció entre los antropólogos amigos de su padre y eso puede olerse en su literatura-, respeto que no entrechoca con el prodigio de una mente absolutamente imaginativa, si no que la acompaña agarrándola de la mano para que no se pierda o salga volando. Fue en una edición de Nórdica, bellamente ilustrada por Eva Vázquez, donde descubrí unos pies que transitaban los caminos autoconstruidos de la utopía sin despegar sus plantas de los adoquines. La voluntad ética y moral que definirá su obra -y que la buena ciencia ficción se encarga de traducir en elaboradas imágenes de otros mundos- no ensombrecen su humildad y sencillez, como tampoco la afilada inteligencia de quien cuenta con un humor de cuchillo; Omelas, la ciudad de las torres relucientes junto al mar, de la ausencia de soldados y clérigos, cuya prosperidad depende de la completa soledad y consecuente sufrimiento de un niño y que le valió a Le Guin galardones y prestigios no es más que el nombre de una ciudad perteneciente a un estado costero del noroeste de Estados Unidos leído del revés. (Y pienso al escribir esto en Elisa Victoria, tierna y afilada, y en la justa ironía de su Otaberra, topónimo que bien podría ser vasco pero que esconde la palabra más española que yo pueda imaginar).

Aunque Ursula no tenga problema en decir en voz alta que a veces hay que olvidarse de Dostoyevski, Quienes se marchan de Omelas enfrenta -como también hizo Gaiman, profundo admirador de su obra, en su inabarcable serie Sandman- en un ejercicio poético triste y maravilloso, al utilitarismo de John Stuart Mill - según el cual la ciudad sería un lugar ideal para vivir- contra la ética kantiana en una versión del famoso dilema del tranvía. Al terminar el relato una no puede evitar preguntarse, ¿hasta dónde puede llegar el beneficio de la mayoría?

Consciente del poder sanador de la literatura -como tantas otras y tantos otros hemos sido y somos-, Le Guin conoce y se aventura en la instrumentalización de la herida como germen de la escritura; se sabe lenta en la detección y el análisis de las injusticias, y con la disposición (no sin algo de culpabilidad) de quien se sabe opresor por derecho y linaje, trata en sus relatos de restaurar el orden cosmológico de los seres que habitan y respiran, de reparar el trauma atávico de la raza y de resarcir la desigualdad. Más interesada en explorar las alternativas al poder y la dominación, a la explotación y a los conflictos violentos del ser humano que en ahondar en sus fundamentos, Ursula proyecta anhelos e inquietudes en el acto de imaginar y de escribir; adivino en su particular imaginario un espíritu anarquista enraizado en el compromiso solidario y la restauración de las energías universales, una intención pacifista en sus propuestas para resolver los conflictos terrenales a través de fábulas intergalácticas que describe con vocablos aparentemente sencillos aunque extremadamente complejos en su contexto.  Así, crea el Ecumen, un consorcio pacífico entre mundos que cuentan con millones de años luz entre ellos -una burda comparativa sería igualarlo a nuestra Unión Europea-.

En 1969, cinco años antes de la publicación de Quienes marchan de Omelas, Ace Books publica La mano izquierda de la oscuridad, una novela que más adelante se catalogó como de ciencia ficción feminista -categorización de la que Ursula nunca fue muy fan, imagino que por el aluvión de críticas que recibió por parte del movimiento feminista de los 70 por el mero hecho de ser una esposa y madre orgullosa- y que recibió los prestigiosos premios Hugo y Nébula; Ursula se vale de las construcción de una sociedad formada por humanoides hermafroditas para explorar las diferencias entre hombres y mujeres desde una perspectiva de abolición del género. Los guedenianos, habitantes del planeta Gueden (también conocido como Invierno, una pista) únicamente se activan sexualmente una vez al mes, hecho que no les sucede a todes -y permitidme el uso del neutro hasta la próxima explicación- a la vez y al que responden tomando el rol del macho o bien de la hembra, indiferentemente del género de su kemmerante.

Cuesta mucho imaginar el aspecto de une guedeniane; los rasgos femeninos y masculinos conviven, y es solo en determinados momentos -momentos absolutamente subjetivos, basados en las percepciones de sus interlocutores- en los que unos prevalecen por encima de los otros. Más allá de las descripciones que hace Le Guin de las interacciones durante el kemmer, utiliza siempre, por norma, el pronombre masculino. Al leerlo con ojos de lectora contemporánea no puedo evitar el molesto zumbido que me provoca este anacronismo involuntario, pero es relativamente fácil ignorarlo por el interés que suscitan las cuestiones que plantea Le Guin en el desarrollo de esta historia (repito, pensada y escrita en el año 1969).

Si quisierais adentraros en las zonas mesopelágicas de la ciencia ficción sería recomendable armarse con algunos litros de perseverancia. Aún conociendo el significado del concepto anglosajón worldbuilding, adentrarse en la lectura y comprensión de esta novela se asemeja a desplazarse en un medio de transporte guedeniano; los oriundos de Invierno sienten que el progreso es de menor importancia que el estar presente, por lo que sus transportes son lentos a pesar de contar con la tecnología para moverse deprisa. El uso del tiempo es utilizado en cuanto a su relatividad, lo que lo dota de poesía y lo resignifica. La autora construye el relato a través de distintas narrativas y puntos de vista: en el texto confluyen las bitácoras de Genly Ai, enviado del Ecumen a Gueden para pactar una alianza intergaláctica, y de Estraven, quien inicia el relato siendo la oreja del rey Argaven de Karhide (y por tanto, el encargado de escuchar y negociar) y lo termina como proscrito. Entre tanto, se entremezclan fábulas y leyendas de apenas tres páginas sobre el origen de la población de Invierno, sus creencias y sus costumbres.

Le Guin modifica las estructuras sin destruirlas, altera el orden de los factores pero no remueve la tierra en busca de transformaciones radicales; todo en Gueden se constituye de forma dual y dicotómica, y la ambigüedad impregna la narración como una pegajosa brea, personificada en el anfibológico Estraven. En cambio, no existe en Invierno la virilidad o la feminidad, ya que ‘uno es respetado y juzgado solo como ser humano’. Tampoco existen el divorcio - o si existe, no lo hace la posibilidad de casarte de nuevo- ni la guerra, pues los guedenianos desconocen el significado de la palabra y se plantean si ésta surgiría de una pulsión sexual continuada y masculina, una - y cito textualmente- ‘actividad de desplazamiento puramente masculina, una vasta violación’. 

Aunque el voto kemmer solo puede hacerse una vez en la vida y, paradójicamente, esto nos recuerde al matrimonio, éste no responde a una estructuración social hegemónica y de poder, si no que responde únicamente ante otra potestad hoy día casi mitológica: un amor que dure toda la vida.

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18 de octubre de 2023

Detalle del retrato de Jovellanos pintado por Goya en 1978.

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Jovellanos, una excepción

 

Solo de vez en cuando aparece una figura como Gaspar Melchor de Jovellanos, intelectual y hombre de bien de los poquísimos que han brillado en España

No hemos tenido suerte, los españoles, con nuestros dirigentes. Cuando no eran unos pobres dementes como El Hechizado, han sido felones como Fernando VII, o incapaces como los sucesivos presidentes de las dos Repúblicas empeñados en destruir el país. Solo de vez en cuando y como por milagro aparecía un hombre excepcional, al que, casi siempre, aplastaban los canallas. Tal es el caso de Gaspar Melchor de Jovellanos, intelectual y hombre de bien de los poquísimos que han brillado en este país.

Levantó la liebre Andrés Trapiello al comentar los Diarios publicados por la notabilísima KRK de Oviedo y editados por María Teresa Caso. Y tenía toda la razón: esos volúmenes, regiamente anotados e ilustrados, muestran a un hombre bueno, culto, inteligente, trabajador y honrado. Como es lógico, poco duró. Me he centrado en el diario que llevó durante su exilio, primero en Valldemosa y luego ya preso en el castillo de Bellver. Es algo único en la literatura española.

Quien le condujo a prisión no fue el valido de Carlos IV, Godoy, uno de esos políticos lastrados por su egoísmo e incapaces de ver más allá del oro, es decir, del poder. Quiso Godoy usar a Jovellanos como pantalla liberal y afrancesada en sus trapicheos con Napoleón (quien, por cierto, siempre se burló del gañán), pero Jovellanos no podía soportar que Godoy se mostrara en público con su amante Pepita junto a su esposa, la condesa de Chinchón. Aquella desvergüenza le parecía que hundía el prestigio del Estado. Y se lo hizo saber. Sin embargo, fue el partido de la Inquisición, ya caído Godoy, el que lo mandaría arrestar en 1801. Lo condenó al destierro, primero en Valldemosa, y luego preso en el castillo de Bellver. Allí pasó seis años ocupado en su diario.

Los cuadernos son de gran interés. Jovellanos era incapaz de dejar reposar la cabeza y anotaba sin descanso cuanto veía, sabía, le contaban o leía. Las entradas (casi 700 páginas de gran formato) muestran a un hombre que no deja pasar por alto un solo detalle, a pesar de estar confinado entre cuatro muros. Cuando, a partir de 1804, le relajan las condiciones y puede dar algún paseo fuera del castillo, da minuciosa cuenta de las costumbres campesinas, los modos de hablar, el estado de los campos, la riqueza o pobreza de las fincas, la arquitectura balear, en fin, muestra una curiosidad infinita que ofrece una idea muy exacta de las islas a principios del XIX.

Impresionan particularmente las lecturas en esos años. Son colosales y de una variedad sorprendente. Lee o le leen (tuvo problemas serios de cataratas) la Gramática de Port-Royal, el Paraíso perdido de Milton, todas las obras que logró alcanzar de Ramon Llull, cientos de autores latinos desde Pomponio Mela a Cicerón, pero también decenas de tratados como el Episcopologio mallorquín o las memorias de Louis-Philippe de Ségur sobre Napoleón. En fin, era una arrolladora necesidad de saber que no se agotaba en sí misma, sino que perseguía la reforma del mundo, palmo a palmo. Ha dejado una enorme cantidad de tratados que aún son de recomendable lectura, porque la suya, es, además, la mejor prosa del siglo en España.

¿Pero quién lee a Jovellanos a día de hoy? Quizás algunos escolares y universitarios asturianos, pero contados con la mano. ¿Quién lee estas soberbias Obras completas de la editorial KRK? Quizás unos pocos estudiosos. El caso es que no debería haber institución o biblioteca seria que no tuviera en sus fondos las obras de este hombre ejemplar que acabó muriendo de mala manera por causa de una pulmonía en un pequeño puerto gallego, cuando trataba de salvarse de los invasores franceses, tras haberse salvado de los inquisidores españoles. Un admirable personaje ya casi romántico.

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17 de octubre de 2023
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La amenaza del deseo en la obra de Eva Fàbregas

El deseo es una amenaza y la inocencia puede ser perversa. Estas duplicidades podrían resumir la práctica artística de Eva Fàbregas (Barcelona, 1988), en palabras de Bárbara Rodríguez Muñoz, directora de exposiciones y de la colección del Centro Botín. Con la intervención de la artista, el titánico edificio planeado por el prestigioso Renzo Piano ha estado habitado por una no menos apabullante escultura que se pretende viva porque respira. Como cuando el deseo desborda, en su crecimiento, la escultura de colores suaves y casi infantiles –que podría ser un intestino, un pecho, un gusano o un alienígena–, es capaz de atravesar las paredes de la sólida construcción hasta encontrar un lugar donde propagarse.

Para dotar a sus piezas de vida, Fàbregas trabaja desde aquello que Rodríguez Muñoz considera como “visceralidad” y que la propia artista sitúa en “nuestra piel, que nos dice cosas que no siempre estamos preparados para escuchar”. Durante su producción, es tan importante lo que siente todo su cuerpo como lo que pretende hacer sentir a quien la observe: “Mi proceso de aprendizaje viene de mis dedos, de mi piel, de un contacto directo con los materiales y mi entorno… Hemos sido educados en una cultura que socava nuestra capacidad de aprender de una manera intuitiva”.

Concibe la exposición como “una máquina deseante”, porque “me fascina el proceso por el que los deseos se traducen en formas. La tecnología siempre ha sido afectiva y nuestros afectos se entrelazan con las tecnologías que producimos. Las máquinas son una manera de dar formas sólidas concretas a las intensidades afectivas, emocionales y sexuales. Las producimos con nuestros cuerpos, y ellas producen nuestros cuerpos. No importa si estamos hablando de un consolador, un libro, una tarjeta de memoria o un Iphone”.

El aire es el otro elemento clave para traer la vida. Las mallas de colores rellenas de pelotas y globos hinchados provocan el inquietante contraste entre lo ligero que, apresado, latiendo y creciendo puede acabar engulléndolo todo. Cuenta la creadora que “la respiración y el aire siempre han estado muy presentes en mi práctica, incluso antes de trabajar como artista visual. Me formé como soprano desde la infancia hasta la adolescencia”. Si cantar fue una experiencia constructiva, en la expresión verbal se sentía “como un pez fuera del agua”, de la misma manera que para encontrar su propia voz y su deseo tuvo que poner lo aprendido en la facultad de Bellas Artes de Barcelona a dialogar “con una investigación más encarnada y visceral”. Para ello, salió de su burbuja y se marchó a vivir a Londres, ciudad que alterna con Barcelona. En la capital británica “empecé a hablar de una manera que no lo había hecho antes; hablábamos de texturas, superficies y materiales, así que este cambio me abrió otro mundo”. Allí ha expuesto recientemente en Whitechapel Gallery, también en la Biennale de Lyon, y ha sido Premio ARCO 2023.

Desde la ligereza de los globos de tela rellenos de aire, los Vessels, que abrían la exposición que el Centro Botín le dedicó hasta el 15 de octubre, hasta la montaña cambiante que es Oozing (rezumamiento) –producida especialmente para uno de los espacios más espectaculares del edificio de Piano, y en colaboración con el MACBA–, pasando por sus dibujos, Fàbregas demuestra cómo el crecimiento del ser se compone de movimiento y tiempo: una experiencia en la que nunca se está en soledad, y de ahí la perturbación que provoca. “Eva está trabajando para que no la posicionen como que está haciendo esculturas hinchables rosas. Le interesa la penetración en la arquitectura, jugar con ella, romperla, ver cómo su práctica puede intervenir en las paredes y en el suelo”, comenta Rodríguez Muñoz. Algo que la propia artista corrobora: “Creo que la exposición toma la forma de una infección o un crecimiento incontrolable que surge de las entrañas más profundas de la abadía de Santander, se cuela por los conductos del edificio y se desborda y se apodera de las salas de exposición”.

Este proceso que es una ocupación y una hibridación, la comisaria y ensayista Chus Martínez lo ha definido como “el sueño de que algún día los mundos inorgánico y orgánico se fusionarán”. Se refiere Martínez también a la voluntad de Fàbregas de comunicarse con los materiales de la Tierra, además de la ansiedad y la intimidad que la mueven. Lo hace en el iluminador catálogo co-editado por el Centro Botín y Mousse Publishing. Así mismo, escribe –de nuevo desde la piel y, por tanto, desprendiendo el lenguaje de tópicos de cualquier tiempo–, la autora inglesa Daisy Lafarge. De ésta, Fàbregas ha recuperado las descripciones de los apareamientos caníbales de dos mantis religiosas: los amantes que se devoran desbordados por el deseo. “Devouring Lovers” es el título de la exposición que desde principios de julio y hasta mediados de enero puede verse en el Hamburguer Bahnhof de Berlín: “Esta ambivalencia y tensión entre deseante y devorador, cautivador y amenazador, afectuoso y violento está muy presente en mi trabajo”, comenta.

Lo somático y las pasiones que mueven al ser humano también caracterizan las obras de otros artistas de la colección del Centro Botín que completan la exposición “Enredos”. Las esculturas y dibujos de Fàbregas comparten espacio con los trabajos –escogidos por ella misma y Bárbara Rodríguez Muñoz– de Leonor Antunes, Nora Aurrekoetxea, David Bestué, Cabello/Carceller, Asier Mendizabal y Sara Ramo. Todos ellos y ellas fueron en alguna ocasión merecedores de la Beca de Arte de la Fundación Botín. También se les suma, con varias fotografías, el mexicano Gabriel Orozco, que aunque no fue becario sí impartió talleres en la institución. Como explica la directora de la colección, el principal objetivo del ciclo “Enredos”, que han iniciado con Eva Fàbregas, es “hacer que crezca la colección de una manera más íntima, apoyando a los artistas e invitándolos a enredarse con nosotros, con el edificio, con la colección, con los visitantes”. En esta ocasión, la combinación de las diferentes miradas, voces y pieles que han reunido las dos comisarias ha conseguido, según Fàbregas: “un organismo vivo a gran escala que obedecería a su propia lógica libidinal”.

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16 de octubre de 2023

'Relaciones misericordiosas' de László Krasznahorkai (Acantilado, 2023)

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László Krasznahorkai: retazos de una realidad esquiva en el crepúsculo comunista

 

Si quisiera citar una frase entera de algún relato de Relaciones misericordiosas -y es un rasgo común en toda la obra de László Krasznahorkai (Gyula, 1954)-, me encontraría con que su extensión promedio excede tanto la habitual que tendría que sacrificar demasiado espacio.

El original se publicó en 1986, cuando Hungría era todavía una república popular, pero la sombra alargada de Moscú se estaba ya diluyendo. Es un tiempo cuya atmósfera capta el texto inicial, El último barco, adaptado al cine por Béla Tarr en 1990, en el que un grupo de personas, custodiadas por fuerzas del orden, espera al abrigo de la noche, y hasta el despuntar el alba, a que llegue la embarcación que se los llevará por el Danubio al extranjero -da lo mismo adónde, al parecer-, como si fueran los últimos en abandonar la capital, cansados de vivir en "la locura vacua de una urbe desierta".

LA INTENSIDAD DE LA VIDA Y así, cuando el lector toma aire en cada inicio, no podrá volver a hacerlo hasta el final -prodigioso ejercicio de apnea literaria, sin puntos aparte-, como si en la partitura de Krasznahorkai todas las oraciones estuvieran unidas por un signo de legato, o, pensando en el cine (un medio en que este autor no es un extraño), formasen un larguísimo plano secuencia hipnótico, contemplativo, a veces amenazador e intrigante, en el que el tiempo parece correr en sincronía con la velocidad de lectura.

Podríamos aventurarnos a lanzar teorías sobre esta marca distintiva del autor de novelas como Guerra y guerra, Tango satánico o Melancolía de la resistencia y los guiones de El caballo de Turín o El hombre de Londres, una propuesta estética -con el uso desmedido de adversativas y disyuntivas que simulan ese razonar al compás de la mirada, a veces hacia dentro y otras hacia el exterior- que nos habla de la tensión entre dos temporalidades, la de la planificación oficial comunista y la de la realidad individual vivida, pero (según leo en una entrevista) responde sobre todo a circunstancias materiales

Sin escritorio propio y siempre rodeado de gente y ruido, Krasznahorkai se habituó a trabajar la frase en la cabeza, como hacía el poeta Ósip Mandelstam con sus versos, añadiendo cada sintagma-abalorio mentalmente, hasta encontrar ese equilibrio entre la belleza formal, sin la sensación de que los meandros sintácticos de su prosa se perciban como adorno, y la naturalidad del habla común. Esto último no es circunstancial, pues, aunque exigentes en la atención y el ritmo, estos relatos no ponen al lector obstáculos experimentales: son historias de corte clásico que, como ha dicho el autor, "no pretenden escapar de la vida", en alusión a la literatura de evasión, "sino vivirla de nuevo", con otra intensidad.

¿UNA REALIDAD INEXSITENTE? Ocho relatos unidos por un estilo que, por su densidad sensorial y paso ralentizado, no narran tramas trepidantes. En el sobresaliente Herman, el guardabosques, la transformación interior de un guardabosques jubilado que de pronto entiende que es el hombre la especie invasora y emprende su propia venganza; La trampa de Rozi, una suerte de triangulación detectivesca (o diabólica) entre tres personajes que no se conocen, pero por distintas razones acaban siguiéndose, al estilo de El hombre de la multitud de Poe, y compartiendo comida, cada uno en una mesa aparte, en el local de la señora Rozi, que los observa «con satánica malicia», como si todo hubiera sido fruto de un conjuro.

Calor, en el que un obediente empleado del Estado de una oficina de recaudación se esconde con su pareja en un barrio abandonado cuando la radio anuncia que "la unidad de la nación se ha ido al garete" y pone tierra de por medio por si la "la furia imprevisible de la masa" se desata contra todo lo que huela a funcionario y colaborador del régimen, siguiendo en todo momento su principio rector, la cautela disfrazada de oportunismo; o Lejos de Bogdanovich, que pone en práctica qué ocurre cuando nuestro destino está "sellado en el momento en que algún transeúnte nos lanzara a los ojos una mirada que fuese más allá de un vistazo insignificante", cosa que ocurre al narrador en una fiesta al toparse con "la frágil figura de Bogdanovich" y siente la pulsión de protegerlo, lo que acaba en un deambular nocturno y sorrentiniano sin un destino claro.

Podría sentirse que pesa cierta monotonía de uno a otro, como si el narrador -en primera o en tercera persona- fuera siempre el mismo. Sin embargo, Krasznahorkai encuentra maneras de salvar este escollo dentro de un mismo estilo arquitectónico: con cambios de punto de vista, variaciones, saltos temporales muy comedidos o cuando intercala notas manuscritas en el flujo narrativo de El buscador de emisoras. En todo caso, estos relatos de la primera época de Krasznahorkai ya destilan esa relación tan suya con la realidad, que "como Dios, estamos convencidos de que existe, aunque no se nos haya aparecido".

La literatura y la realidad Interrogado por los servicios secretos al final del comunismo, Krasznahorkai se empeñó en convencerlos de que escribir no tenía nada que ver con la política: "Me decían que sí, porque describía una sociedad gris y caótica. Yo se lo rebatía con el riesgo de que me dieran una paliza". El fin del régimen le dejó una sensación agridulce: "Soñamos un mundo más abierto con la llegada de la democracia. Pero resultó que para la mayoría supuso sólo la ilusión de ir de compras a Viena. Libremente, eso sí".

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16 de octubre de 2023
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La piedra de la locura

 

Esta historia puede comenzar con una escena de esas de folletín patético donde el padre desobligado, ausente siempre de la vida familiar, un rudo chofer de autobuses, maltrata al hijo al punto de levantarlo a golpes del sillón donde ve la televisión, y la madre, en lugar de ponerse del lado de su vástago humillado se convierte en cómplice de esos maltratos.

Ya adulto, el personaje se ha convertido en un solitario empedernido. Llega a tener su primera novia a los 47 años, una cantante de cumbia algo avejentada a la que conoce por Instagram, Daniela Mori, cinco años mayor, y cuyo tema “Endúlzame que soy café” había sonado tiempo atrás en la radio. Pero ella lo deja a los seis meses.

Cuando se le muere de cáncer su mastín inglés “Conán”, su único amigo, y su hijo, descubre que a través de una médium puede comunicarse con el espíritu del perro, y traspasar así la puerta iluminada hacia la otra dimensión, donde dialoga también con otros muertos ilustres, Murray Rothbard, por ejemplo, fundador del anarco capitalismo, o la filósofa Ayn Rand, autora de “La virtud del egoísmo”. Y hasta con Dios mismo habla. Ya antes había visto a Dios, pero aún no entraban en conversación. “Yo vi tres veces la resurrección de Cristo, pero no lo puedo contar, dirían que estoy loco”, declaró una vez.

La médium clarividente es su propia hermana, Karina, solterona como él, dotada de poderes esotéricos.  No cualquiera puede convencer a Dios para que acepte ser parte de un chat a través de los planos astrales.  Y Dios le comunica a su elegido, como un día lo hizo con Moisés, que tiene que ponerse a la cabeza de su pueblo para llevarlo a la tierra prometida. No debe detenerse hasta alcanzar la presidencia de Argentina.

Y está a punto de conseguirlo. Es Javier Milei, ojos centelleantes de furia y abundante cabello despeinado como una estrella caduca de rock, lo que le ha ganado el apodo de “El Peluca”. En lugar de las tablas de la ley lleva en las manos una motosierra encendida, para cortar y recortar todo hasta arrasar el bosque, tumbar el Banco Central, el Ministerio de Educación, el Ministerio de Cultura, y sobre esa tierra yerma construir el paraíso, o importarlo: “si me dan 20 años, podemos ser como Alemania y si me dan 35, como Estados Unidos",  grita en los mítines y en los platós de televisión, con lo cual nos avisa que sus planes de quedarse en el poder son muy a largo plazo, como ocurre en nuestros pagos latinoamericanos con los caudillos que se suben a las tribunas para no volver a bajarse, lleven peluca o no.

Subió de joven a los escenarios de barrio como cantante de la banda de rock que él mismo creó, cuando interpretaba sus propios temas, pero, sobre todo, hacía “covers” de los Rolling Stones. Y en 2019, ya aspirante presidencial, actuó en la pieza escrita por él mismo “El consultorio de Milei”: Sucalesca, el personaje, tiene problemas con sus finanzas, y acude a un consultorio de economía  atendido por el propio Milei, quien le explica que la razón de sus males son los economistas fracasados y los políticos corruptos; y la obra arranca con un tema punk rock: “a la mierda los malditos empresarios / A la mierda sodomitas del capital / basta de basura keynesiana / ha llegado el momento liberal...”

Proclama su adhesión sin condiciones a la venta libre de armas y al tráfico de órganos, sólo un mercado más, y sobre la venta de niños opina que "quizás de acá a 200 años se podría debatir". El estado no es sino un pedófilo suelto en un jardín de infantes, los impuestos son una rémora de la esclavitud, y entre el estado y la mafia prefiere la mafia porque tiene reglas y cumple. Y una empresa que contamina un río, ¿dónde está el daño?, reza su credo libertario. En su partido La Libertad Avanza, figurar en las listas de diputados tiene un precio en dólares.

¿Cuándo se volvió Argentina un país de los trópicos bananeros, donde hablar con los muertos, o resucitarlos, es un lugar común, porque lo asombroso no causa asombro, la brujería reina en los palacios presidenciales donde se incuban las más tenebrosas quimeras, y la piedra de la locura brilla incrustada en la frente de los tiranos delirantes?

Habría que irse a los tiempos de José López Rega, el oscuro cabo de policía que se convirtió en consejero áulico de la presidenta Isabel Perón, todopoderoso ministro de Bienestar Social que era a la vez jefe de la banda secreta la Triple A, responsable de decenas de muertes y desapariciones,  y experto en la macumba, la umbanda y el candomblé, astrólogo que leía los arcanos en el zodíaco y percibía la Luz Divina en las radiaciones de los planetas, como se muestra en su obra maestra “Astrología esotérica (secretos develados)” de 1962.

Frustración, desesperación, lo que sea, ganas vengativas de arrasar el bosque, pero los votantes se disponen a elegir a Milei, motosierra en mano. Y por lo que se ve, el espíritu de Conán correteará libremente por la Casa Rosada.

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11 de octubre de 2023
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Damocles en la máquina del TAC

A pesar de que el tiempo es una noción que carece del orden que la humanidad le otorgó, la gramática previó el uso del presente continuo, esa acción atada al gerundio, que siempre he imaginado como una espiral redonda. A día de hoy no sé todavía si debo decir que “tuve”, “he tenido” o “puedo estar teniendo” cáncer. Resulta similar al lenguaje de los exalcohólicos, que nunca dejarán de serlo por mucho que permanezcan sobrios durante décadas.

Recordamos la espada de Damocles, cortesano adulador a quien Dionisio el viejo quiso escarmentar de manera original: intercambiaron roles por un día, permitiéndole éste ser monarca, pero Damocles salió huyendo cuando vio oscilar sobre su cabeza una espada sostenida por una sola crin. Y tanto caló la amenaza que todavía la utilizamos para definir el riesgo latente e inevitable.

Eso es lo que sentimos quienes nos hemos acabado familiarizando con una palabra que antes nos producía un helado respeto: oncología. Hoy la vemos escrita en la pantalla del centro médico y nos dirigimos hacia su puerta con dignidad –esa cualidad tan necesaria en la medicina clínica–, pero también con egotismo, porque la enfermedad es tan colonizadora que intenta apartarte del mundo, como si solo existiera el nubarrón negro que no escampa. Al acostarnos, la maldita espada se nos clava en la almohada.

A pesar de la luz de luna y de las risas en el patio, pensamos qué pasaría si en ese mismo instante la máquina de nuestro cuerpo fallara de nuevo y dejará escapar una célula egoísta, como las llama el profesor López Otín. O “un golpe de estado de tus propias células”, compara el oncólogo César Rodríguez. La metáfora es una forma de expresar la realidad a través de la sugerencia, que nuestra imaginación suele recibir con hospitalidad. Lo contaba Borges y elegía unos versos del poeta E. E. Cummings para resolver la ecuación sueño-vida: “Se parece a algo que no ha sucedido”.

La estadística afirma que sucede, ya que uno de cada dos hombres y una de cada tres mujeres tendrá cáncer a lo largo de su vida. Tras pasar por ello, se tiene la certeza palpable –no solo racional– de estar viviendo al tiempo de estar muriendo. La lejanía que un día representó la muerte se ha aproximado en un zoom radical. “Apura cada instante de la vida”, nos recomiendan a los que lo hemos superado, acaso olvidando que se ingresa en un protocolo en el que cada tres meses se debe pasar una selectividad vital.

Se trata del “trauma silencioso de la revisión” que a todas luces parece un mal menor, pero cuyo acerado filo provoca una sobredosis de ansiedad y temor. Avanzamos en nuestra relación de intimidad con las máquinas que practican las tomografías (TAC). Son imponentes, y su rugido atronador parece condición indispensable para hurgar en nuestros cuerpos, como si se batieran con el mismísmo diablo. Al día siguiente, entraremos en la aplicación para obtener el resultado. Nada.

Alternaremos rutinas y los compromisos y les diremos a los nuestros: “estoy en capilla”. Pero una no puede dejar de pensar en el nombre y el apellido de la nueva mancha. La aplicación sigue muda.Tendrían que pensar que nos faltan uñas para esa espera, y avivar la compasión por las miles de personas que cada día aguardan su resultado. Tras la insistencia, me mandan el mío: “benigno”, la palabra más optimista del diccionario. “Nos vemos dentro de tres meses”, me dicen con la alegría aprendida, y tú debes transformar ese sinvivir en una atracción de funambulista.

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10 de octubre de 2023
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París, antes y ahora

La primera vez que estuve en París el Barrio Latino era un distrito ennegrecido, lleno de bares y restaurantes baratos, frecuentados por estudiantes que conversaban en voz alta, fumaban y bebían cerveza, siempre con sus libros bajo el brazo y la sonrisa bien puesta en los labios. También había muchas librerías, casi tantas como bares. Era un barrio más sucio que el de ahora pero no parecía un parque temático para turistas desenfrenados, y se respiraba una atmósfera tan viva como humeante. La misma Notre-Dame era una catedral más negra que el amianto. Si entrabas a ciertas horas, podías estar solo o como mucho rodeado de diez o doce personas. Yo solía entrar muchas mañanas a leer, a meditar, a contemplar las vidrieras delicadamente acariciadas por el sol invernal.

En esa época todavía París era la capital cultural de Europa. Una muy inventiva escuela de filósofos incendiaba las aulas a las que acudían estudiantes de todos los países del mundo. París era la Meca de los estudiantes extranjeros, como decía la prensa con cierta satisfacción nada chovinista.

Cuando me fui de París, la escuela filosófica a la que me refiero había casi desaparecido en circunstancias trágicas, y durante algún tiempo me negué a regresar a la ciudad de mis más jóvenes y nutritivos años. Tardé una década en volver a pisar sus calles, sus bares, sus librerías. Fue un retorno melodramático en el que constaté, con dolor y melancolía, que la decadencia seguía y que París se había dormido en sus laureles calcinados, entregando sus distritos más soberbios al turismo, a los precios abusivos y a la descortesía.

La Sorbona parecía muerta y la ciudad se hallaba sumida en un inquietante silencio cultural que no presagiaba nada bueno. Hace ahora dos años regresé de nuevo y advertí que ya toda la ciudad era un parque temático, irrespirable en algunos flancos y absolutamente tomada por esa forma de la banalidad que llamamos turismo, y que si bien puede dar mucho dinero a las ciudades, las envilece y convierte todas las relaciones humanas en un asunto comercial. Pensé que tardaría en volver pero me equivoqué: estos días he vuelto a perderme por París, y si bien he percibido que prosigue la decadencia, se nota más movimiento, más crispación y más ira. Problemas que se van agravando día a día y que la prensa española apenas comenta.

Con cierta alegría he constatado una vez más que en Francia, y especialmente en París, el ciudadano es mucho más poderoso que en España y se enfrenta con más osadía a la sinrazón. París se niega a demoler el estado del bienestar: era cosa sabida que no debiera extrañar a nadie. En el café Le Sélect (precisamente el café que tanto frecuentó Sartre cuando se fue a vivir al barrio de Montparnasse) un oriundo de la ciudad me dijo: “París no hace revueltas, París hace revoluciones”. En estos momentos y en una Europa tan encajada, la sentencia resulta exagerada, pero ¿quién sabe? En París se detecta un ambiente cada vez más enrarecido y bastante más violento que el año anterior, entre grandes celebraciones y grandes huelgas que enturbian aún más la ciudad.

Normal. Cuando yo era estudiante las huelgas en el metro y en los trenes eran incontables, si bien los conflictos laborales resultaban insignificantes comparados con los de ahora.

Al desafío que supone en un país como Francia recordar bienes sociales, se une ahora la amenaza terrorista y el problema que conlleva una vasta emigración sin asimilar y condenada a la exclusión. Basta con acercarse a las zonas periféricas para observar que París está enteramente cercado por barrios miserables y más inflamables que el propano.

Tanto en la Europa del Norte como el la del Sur tales situaciones se aceptan con resignación y con ceguera, asumiendo la espinosa convención de que destruir el estado del bienestar es sencillamente “hacer los deberes”. Llegados a esa tesitura, los franceses, y sobre todo los parisinos, van a tender siempre a la desobediencia. Esa resistencia a aceptar las órdenes de Berlín se percibe continuamente en los cafés, en los parques, en las calles, y en las huelgas que campean por doquier mientras los noticieros airean la situación de un joven que ha permanecido varios días en coma víctima de la violencia policial.

Para terminar, hago abstracción de todo lo que acabo de decir y advierto que París será siempre París y que nadie, ni turistas, ni huelgas, ni problemas de toda índole la despojarán nunca de su deslumbrante belleza.

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9 de octubre de 2023
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Ropa del terremoto

Yo volvía de mi colegio marista en pantalones-bombachos, aquella prenda híbrida que en mi infancia se tenía por refinada en el ámbito de los niños-bien y marcaba, quisieras o no, el paso de la niñez de pantalón corto a la adolescencia mitigada. Mi madre me abrió la puerta muy nerviosa, como si me estuviera esperando a esa hora que no era la de la vuelta a casa para comer.

- ¿Lo habéis oído?

-No, le dije yo un poco aturdido por su aturdimiento.

-¿No?

-Hemos visto algo raro. El hermano portero ha saltado en la entrada, sin moverse, como si volara. Y entonces nos ha dicho el hermano Braulio que no había clase de Matemáticas ni de educación física por la tarde.

Como si fuera jueves, pensé yo. “¿Podré ir al cine, o tampoco habrá cines abiertos? “A lo mejor han volado hasta el mar”.

Ese día lo recordaré por los pantalones que me hacían mayor y yo odiaba, por el vuelo quieto del hermano portero del colegio, por mi ilusión de ir al cine sin ser jueves. El 29 de febrero de 1960. Se había  producido un terremoto, pero no en Alicante, donde vivíamos, sino en un lugar remoto que nuestras clases de geografía no alcanzaban. Agadir. “Esa ciudad  ya no es nuestra”, dijo al día siguiente Lloret, mi compañero de pupitre. “Todo Marruecos fue nuestro, para que lo sepas”

 Mi madre sí debía saber dónde estaba Agadir, la ciudad destruida, porque, al terminar la comida papá, mamá y yo, los únicos habitantes de nuestro piso por aquel entonces, nos dirigimos a los dormitorios, donde ya mi madre había apilado dos bolsas de ropa usada de ella y de papá. Cáritas, creo recordar, o alguna otra beneficencia de la época había pedido por la radio ayuda material a los alicantinos; un barco la llevaría desde el puerto de Alicante al de Agadir, que entonces localicé en el mapamundi de mi hermana Rosa Mari.

Cuarenta años después de aquel 29 de febrero llegué yo a Agadir de paso hacia el sur de Marruecos, un país que conozco y aprecio. La antigua ciudad playera, modernizada desde la destrucción  de 1960 no con demasiado gusto, me atrajo por su clima, siempre suave, y la visité con frecuencia.

El terremoto del pasado 8 de septiembre sí lo oí, aunque su gravedad y su mortalidad se hallaba lejos, en las montañas del Alto Atlas y la provincia de Tarudant, para mi gusto la más bella capital amurallada de Marruecos. Habían ya sonado las 11 en el despertador-avisador de un amigo que cada noche ha de tomar puntualmente una pastilla, y miré la hora: como he tratado siempre de vivir dos minutos adelantado a mi época, mi reloj de pulsera marcaba las 11 y 13 minutos, pero el temblor mortífero que causó 3000 muertes fue exactamente a las 23.11. Ese temblor hizo ondular levemente una pared de la habitación de un cuatro piso donde yo estaba leyendo. Pero salí al pasillo y no había grietas, ni polvareda, ni cielo abierto. Sólo ese ruido estrambótico, como del más allá. Los muertos, los desposeídos, los heridos, los edificios irrecuperables de tantos lugares históricos, se fueron conociendo en los días siguientes.

La ayuda esta vez ha llegado rápida, en aviones y helicópteros movilizados desde España y otros países europeos y árabes, y las carreteras que van al sur marroquí se han visto en las semanas siguientes embotelladas de vehículos locales cargados de alimentos y de ropa.

Me acordé entonces de mis pantalones-bombachos, que subrepticiamente, a espaldas de mis padres, metí aquel día de febrero de 1960 en la bolsa benéfica destinada a Agadir. Esa prenda prehistórica encontró quizá en 1960 a algún joven agadiriano que sin saberlo se hizo mayor llevándola por necesidad, pese a su rara hechura, propia, así la reconstruyo hoy en la memoria, de la vestimenta de un ciclista no-federado o un lord inglés jugador de golf. ¿Y como disfraz jovial de algún niño huérfano?  Tres semanas después de la noche fatídica del 8 de septiembre las imágenes más desoladoras que se ven en los medios son de ellos: cien mil  niños huérfanos de las aldeas afectadas, cuya infancia ha sido brutalmente trastornada por la adversidad de la tierra. Que no tengan olvido ni la ropa usada de nuestra indiferencia.

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6 de octubre de 2023
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La vida se hizo verbo

 

La polaridad entre dos concepciones del hecho lingüístico que ocupa esta columna, y el posicionamiento a favor de una de ellas, ha sido como un trasfondo en muchos de los asuntos hasta ahora abordados. Algunas veces el problema era una vez más explícitamente retomado, otras veces daba por hecho que el lector lo tenía en mente. En cualquier caso, tras la reflexión hace dos columnas sobre el peso de la metáfora, me parece oportuno una nueva presentación explícita:

 De entre las muchas concepciones divergentes del hecho lingüístico, tiene importancia mayor la polaridad entre la concepción ambientalista y la concepción innatista. La primera considera que al igual que un niño aprende a nadar o a usar instrumentos, aprende asimismo a hablar. El aprendizaje del lenguaje sería una expresión entre otras de las capacidades cognitivas del animal humano.  Estas capacidades no sólo dependen del contexto (cosa que también acepta la posición innatista), sino que en gran medida son forjadas por el contexto. Lo verdaderamente específico del lenguaje no se daría en el ser humano que viene al mundo, sino que le sería transferido desde el entorno social en el que se mueve.

Por el contrario, la posición innatista, sin negar la importancia del entorno, considera que al abrirse a la lengua materna lo que un niño efectúa es implementar, en un marco cultural concreto, unas capacidades heredadas, que comparte con los demás seres humanos y sólo con estos. Aprende una lengua determinada, como resultado de que los datos característicos de la misma responden a la estructura general que ya posee.  Por ejemplo: siendo ese niño portador potencial del conjunto de elementos fonéticos de cualquier lengua, ello le permite reconocerse por igual en la fonética del inglés o del chino, aunque ciertamente si se concentra solo en una de ellas…  progresivamente perderá su potencialidad de implementar la otra. De hecho, también los ambientalistas se ven forzados a aceptar que únicamente el ser humano se halla biológicamente dotado para aprender a hablar, y ello en razón del fracaso de las tentativas por lograr que un delfín o un chimpancé   adquieran el mínimo de recursos lingüísticos que un niño adquiere con toda facilidad.  

Como antes decía hay en estas columnas un sesgo a favor de la tesis innatista, pero más allá de la dificultad para seguir a los lingüistas en los meandros de sus discusiones técnicas, el soporte de esta reflexión no es otro que el estupor que provoca el singularísimo hecho del lenguaje, es decir, un filtro que mediatiza toda presencia exterior e interior y que, en razón de ello, parece realmente tener la dignidad de ese verbo que, según el mito, un día tomó forma de hombre.

No cabe racionalmente discutir sobre si el verbo se hizo carne, pero siendo, como es, indiscutible que nosotros representamos una singular vida de la cual emerge el verbo, cabe perfectamente preguntarse cómo tal cosa ocurrió. Cabe preguntarse por la razón de que en el registro genético se operara esa revolución por la cual a los instintos que reflejan simplemente la tendencia de la vida a perseverar, se sumó el referido "instinto de lenguaje", tendencia no tanto a conservar la vida, como a conservar una vida impregnada por las palabras.  Y el carácter subversivo de este nuevo instinto se refleja en el hecho de que puede llegar a no ser compatible con los instintos directamente vitales, tal como sucede cuando, bajo amenaza de tortura o muerte, un ser humano no traiciona convicciones forjadas en la complicidad de una palabra compartida.

Apostar por una legitimación genética de la hipótesis según la cual el hombre, y sólo el hombre, posee un dispositivo que lo capacita para el lenguaje, equivale apostar por el peso de las palabras, sin por ello hipotecarlas buscando su matriz en un ser trascendente. Palabras quizás sin Dios, pero no por ello menos portadoras de una promesa de plenitud de la cual es indicio la disposición de espíritu de narradores y poetas en el acto creativo.  Nuestra condición de seres de palabra posibilita que, con plena lucidez, repudiando toda esperanza incompatible con el buen juicio, podamos sentir que nos motivan objetivos no subordinados al mero persistir; podamos sentir que la finitud inherente a los entes naturales y por consiguiente también a los seres vivos, siendo lo inevitable, no es sin embargo lo único que cuenta.

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4 de octubre de 2023

DEBOLSILLO, Septiembre 2023

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Victoria & Albert

 

En el ensayo ‘Londres victoriano’ Juan Benet recogió su fascinación por una ciudad a la que viajó incansablemente

Fue sin duda el escritor más venerado del fin de siglo, aunque sólo por una minoría. Juan Benet era el campeón de la vanguardia y de la literatura severa, en tanto que Cela o Umbral eran los seguidores del casticismo tradicional. Pero hay dos Benet, el muy riguroso y de difícil lectura (Viaje de invierno, En el Estado, Saúl ante Samuel) y el que se baja de la columna y escribe algunas narraciones espléndidas (Una tumba, Otoño en Madrid) y ensayos de gran autoridad (En ciernes, Puerta de tierra, La inspiración y el estilo). En este último apartado figura una de sus últimas y más interesantes obras, Londres victoriano, reeditado por Debolsillo, que tanto está haciendo por conservar viva la obra de Benet.

Este ensayo, publicado por Planeta en 1989 con amplia ilustración, es una verdadera joya. No es sólo la historia de un Londres que Benet conoce mejor que cualquier historiador pues siempre se sintió fascinado por esa ciudad a la que viajó incansablemente buscando, a veces, rincones imposibles como el Prince Albert Gin and Beer Palace, de Maida Vale, una de las glorias de la era imperial, sino que, sobre todo, mantuvo una ávida curiosidad por la sociedad londinense, alimentada en su latría hacia Dickens, George Eliot, Henry James o Stevenson.

Benet comienza con la coronación de una jovencísima reina Victoria en 1837, y la sigue hasta su muerte en 1901. Es un repaso vivísimo de una Inglaterra que emergía de la guerra contra el corso, cumplida en 1814, y que se iba a convertir en la mayor potencia armada y bancaria del mundo. Benet elige los datos inexcusables, pero los esmalta con anécdotas y retratos memorables que sólo un novelista de raza sabe discernir.

A modo de ejemplo: le da un papel especial al príncipe Alberto, marido de Victoria, cosa poco frecuente, pero es que Benet amaba el Victoria and Albert Museum, una creación genial del príncipe, en donde se han conservado los más heterogéneos aperos, herramientas, utillaje, productos de la cerrajería, de la imprenta, de la forja, en fin, la inmensa cacharrería técnica e industrial del siglo XIX. Un tesoro que, de no ser por el aprecio del príncipe hacia la obra artesanal, se habría perdido. En consecuencia, dedica páginas al monumento fúnebre de Albert que todos hemos visto en Hyde Park, pero que pocos se han fijado como lo hace Benet con una maestría de ingeniero.

El año de la coronación es también el año de aparición del primer Dickens, a quien seguirá desde este bautismo por un Londres apenas urbano, hasta el último Dickens, el cronista de la ciudad imperial. Hay mucha literatura en este ensayo, pero el protagonista es la ciudad misma. Cómo pasó de ser un burgo medio campestre a la capital financiera y militar del mundo.

La coronación de Victoria coincidió (son palabras de Benet) con un cambio radical de la sociedad inglesa. Fue una transformación inevitable que primero borró el aspecto aún prístino de la campiña y luego el del mundo entero. Pero a Benet no le ciega su admiración. Sabe que el mundo que se estaba gestando iba a costar millones de vidas humanas y un tipo de sociedad urbana como la que conocemos. Este es uno de los últimos párrafos del libro: “Inglaterra era muy posiblemente hacia 1901 uno de los países más inhabitables de Europa”. Y es que el país estaba en guerra con los separatistas en Irlanda, con los bóers en África, con los bóxers en China y, concluye, “con buena parte de socialistas, sufragistas, sindicatos, artistas, intelectuales, adúlteros, insolventes, y homosexuales, en casa”.

Benet sigue vivo y sin competencia. Fíjese en la portada, es del notable pintor Eugenio Benet.

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3 de octubre de 2023
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