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¿Qué ha dicho ETA?

Por primera vez en cuarenta años –y tras casi 900 muertes-, ETA ha anunciado el fin del fuego. O quizá no. O quizá sí pero no. El día de ayer ha sido uno de los más confusos desde que vivo en España. Y sin embargo, toda la confusión surge de un solo comunicado, y muy breve: el que al mediodía de ayer ha dado a conocer la banda terrorista.

El primer punto discutible es la declaración de un “alto al fuego permanente”. No está claro qué significa eso. Los altos al fuego son temporales. Si son permanentes se llaman propuestas de paz o, en todo caso, rendiciones. “Alto al fuego permanente” es una contradicción en sus términos. Y sin embargo, en el contexto histórico en que está planteado, el término “alto al fuego” implica una diferencia con la historia anterior. La última vez que ETA ofreció dejar de matar llamó a su propuesta “tregua”. Su terminología actual quizá sea semánticamente igual pero, políticamente, implica que no es lo mismo. Y el añadido “permanente” en vez de “indefinido” supone que hay una intención declarada de perpetuidad. 

La cuestión entonces es bajo qué condiciones será perpetuo ese alto al fuego. Significativamente, el término “autodeterminación” no aparece en el comunicado, que habla más bien de “un proceso democrático” al final del cual, “los ciudadanos vascos deben tener la palabra y la decisión sobre su futuro”. El Partido Popular y la Asociación de Víctimas del Terrorismo consideran que eso es una llamada al referéndum por la independencia. Pero la definición de ETA parece ofrecer ubicarse entre dos umbrales extremos: el referéndum y la legalización de Batasuna, el brazo político de ETA. Lo más probable es que la negociación con el Estado lleve a algún punto intermedio de ese espectro.

Si bien esos son los límites políticos, los legales son más estrechos. ETA pide que las autoridades de España y Francia –que ha hecho todo lo posible por no sentirse aludida- respondan “dejando a un lado la represión”. Éste punto es el más claro. Su mínimo de negociación es el regreso a las cárceles del país vasco de todos los presos etarras –más de setecientos- repartidos por todo el territorio español. El comunicado sugiere que ése es el primer paso que esperan. Su liberación –al menos parcial- es el segundo. Lo habitual no sería indultarlos, sino promulgar legalmente nuevos beneficios penitenciarios cuyos beneficiarios serían estudiados caso por caso por una comisión.
Referéndum o legalización de Batasuna, acercamiento de los presos o liberación total, parecen ser los dos niveles y los cuatro umbrales que comenzarán a negociarse a partir de este comunicado. El camino será largo y lento. El gobierno y los periodistas han insistido en este punto.

En este contexto, sorprenden las declaraciones del líder del Partido Popular, Mariano Rajoy, que se declara decepcionado por que los etarras no hayan anunciado su disolución o su rendición ni hayan pedido perdón a las víctimas. Antes, el Partido Popular exigía que se negociase sólo si ETA anunciaba que dejaba las armas. Ahora que anuncia que las deja, el PP quiere que además se humillen, se denigren, se rindan.

Moralmente, el PP quizá tenga razón. Pragmáticamente, buena parte de los españoles parecen dispuestos a aguantar que los etarras no lloren de rodillas si están dispuestos a dejar de matar. Pero políticamente, El PP podría reclamar que esta negociación es posible gracias a los golpes militares que ellos dieron a ETA, golpes irrefutables que la debilitaron al punto de permitir una negociación favorable al Estado español. Y sin embargo, el PP ha optado por mostrarse amargado, antipático, intransigente. Ha tomado la opción maximalista: todo es horrible si no lo hacemos nosotros.

La apuesta es arriesgada. Si el proceso de paz fracasa, Rajoy recogerá los frutos. Pero si se llega a la paz, el PP habrá perdido la oportunidad de formar parte de ella. De hecho, toda la política de Rajoy ha sido maximalista. Si no funciona, el PP se convertirá en el partido que anunció la disolución de la familia con la ley del matrimonio gay, la ruptura de España con el Estatut catalán y la impunidad de los asesinos en el país vasco. De momento, las familias ahí siguen y Cataluña no se ha independizado. Y en el tema vasco, el Partido Popular ha dejado su suerte en manos de ETA. Sólo por eso, y sin quererlo, ha colaborado con el proceso de paz. Nada podría complacer a ETA más que fastidiar al partido de Aznar.

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23 de marzo de 2006
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¡Por fin!

Durante años he estado persiguiendo una obra de arte. Bien es verdad que no se trata de una obra fácil, sencilla, inmediata y directa como pueda ser un paisaje de Claudio Lorena, un desnudo de Giorgione o una crucifixión de los Van der Weyden; no, no es una de esas cosas que cuelgan de las paredes. Se trata de algo más reflexivo, más teórico, algo que deja profundas cicatrices en la piel del arte.

En el año 1971 Chris Burden, arrebatado por la inspiración, produjo un conjunto considerable de obras maestras. En la exposición del Pompidou (Los Angeles 1955-1985) había algunas muy notables. La del balazo que le dispararon a cuatro metros y medio con un proyectil de cobre de 22 mm. En las fotos puede verse el brazo limpiamente perforado, el reloj de pared (eran las 19.45), el artista mostrando el orificio, en fin, todo.

También estaba la obra llamada Deadman. Una noche de Los Angeles, Burden se envolvió en un saco, se puso bajo un coche en medio de la calle y se iluminó con un foco. La policía llegó en un santiamén. Lo detuvieron por “falsa emergencia”, pero cuando se celebró el juicio salió libre porque el juez no sabía qué pena imponerle. En el Pompidou se exhibía el saco muy doblado.

Sin embargo, mi favorita es la de la consigna. Realmente uno se hace cruces al imaginar a Burden, que no era tan pequeño, metido en aquel agujero donde apenas cabe una maleta mediana. Las fotos muestran la pared de taquillas metálicas, las portezuelas de cada una de ellas, y así sucesivamente, pero lo en verdad emocionante era el candado. Allí estaba el candado, el verdadero, el único, el que cerraba la portezuela de la taquilla, protegido por una caja de metacrilato.

Valía la pena hacer la cola, pagar mil pelas, subir hasta la cúspide del Pompidou (que ya parece la del Vaticano), sortear los grupos conducidos por vociferantes cicerones y ciceronas, así como los miles de aficionados que pasean con la guía acústica pegada a la oreja y por lo tanto ensimismados en enjambre ante las mismas obras e impidiendo el paso. Nada de eso importa.

He visto el candado. Puedo morir en paz.

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23 de marzo de 2006
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LA DESCONFIANZA

Leo Adolfo Suárez y el bienio prodigioso de Manuel Ortiz (Editorial Planeta). Es un libro extraño. Por una parte, una especie de cronología comentada de los dos años en que se realiza la parte fundamental de la transición institucional del franquismo a la democracia. Y, por otra, una serie de testimonios de ex colaboradores del presidente del gobierno: Rafael Ansón, Andrés Cassinello, Eduardo Navarro, etc.

Claro que se trata de una lectura en que uno va pensando en la historia política de lo que ocurrió hace treinta años en España. Cuando leí Historia de Carmen de Ana Romero, de la misma editorial Planeta, leía algo que se parecía más a un mito griego. Carmen Ruiz Moragas era Jefa de Gabinete de Adolfo Suárez (del Gabinete Técnico del Presidente, dice Ortiz) pero para mí leer su biografía era comprobar la historia trágica tal como se contaba en Madrid. Hija ilegítima de Ramón Serrano Súñer con la marquesa de Llanzol, había iniciado una relación amorosa con su medio hermano Ramón Serrano Súñer y Polo cuando se enteró de que se trataba, tal como lo cuentan la canciones baratas, de un “amor imposible”. Nadie puede leer esta historia sin sentir un cariño obvio hacia Carmen.

Ella aparece en el libro de Ortiz, asumiendo el papel clave de intermediaria entre el Presidente y el líder comunista Santiago Carrillo. No sé si los jóvenes pueden entender matices de esta época: por ejemplo, Suárez está de acuerdo en que los comunistas participen en las elecciones si no utilizan sus símbolos tradicionales, la hoz y el martillo; otro ejemplo: se reúne una cumbre eurocomunista en Madrid aunque el partido comunista español no tiene existencia legal.

La historia de la transición es trastornada, imposible, pero, al final, demuestra la confianza mutua entre sus protagonistas. Lo insoportable cuando se trata de los protagonistas de hoy es que han perdido aquella base común, compartida, que da vida a una democracia. Hasta tal punto que parece imposible entender lo que ocurrió entre ex adversarios para alinear las instituciones sobre una sociedad ya renovada. Es lo que me molesta del libro de Ortiz. Que sea una historia escrita de la derecha no importa: la transición honra a la derecha democrática que la hizo. Pero no puedo entender cómo se sospecha un misterio detrás del atentado contra Carrero Blanco, otro misterio detrás de las entradas y salidas de Suárez de la vida política, un misterio más detrás de la muerte de Fernando Herrero Tejedor en un accidente de tráfico.

La palabra que utiliza Manuel Ortiz es “extraño”. Pero no hay nada extraño en la necesaria concordia de adversarios al reconocer unos hechos básicos para que funcione una democracia. Es romper de manera irresponsable el hilo de la historia el concluir con unas frases como “La guerra civil que quedó pendiente con el asesinato de Carrero es la guerra que evitó la Transición. Ahora ya no podemos estar seguros de nada…”. Reacciono así en un blog que se dedica a la literatura porque me parece que la crispación en la vida política española empieza con una voluntad de reescribir la historia, de considerar como “extraña” la que fue una ambición, compartida por todos, de cambiar las cosas.

Dos apartes: uno para decir, a pesar de lo anterior, que vale la pena leer a Manuel Ortiz; dos, nunca había notado que la palabra “bienio” no tiene traducción al francés (“espacio de dos años” dice el diccionario).

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22 de marzo de 2006
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Toros

Nunca he sido un gran fanático de las corridas de toros, y siempre las consideré un evento cruel e innecesariamente sangriento, y un combate injusto contra un animal indefenso. Pero el domingo fui a una, sobre todo para verlo con mis propios ojos y así criticarlo a mis anchas. Además, era una corrida de rejoneo, a caballo. Y me gustan los caballos.

El primer torero que salió me hizo arrepentirme de haber ido. Se pasó un largo rato dándole al toro estocadas que le dejaron la espalda bañada de sangre. Y ni siquiera lo mató. Acabó bajando del caballo con una espada y, flanqueado por dos tipos con capas que mareaban al animal, procuró darle el golpe de gracia. Pero ni aún así, de cerca, consiguió matarlo. Cuando por fin logró tumbarlo, los otros dos se arrojaron sobre el toro con puñales a ver si se moría de una vez. Más que un arte, parecía un linchamiento de borrachos. Yo quería irme y ahorrarme ese espectáculo repulsivo, inhumano.

Luego llegó un torero que era una especie de David Beckham de la plaza. Joven, guapo y vistoso, hacía cabriolas en el caballo, jugueteaba con el toro, describía acrobacias sobre la arena y realmente daba un espectáculo. Además, no era tan brutal. Al contrario, sus estocadas eran precisas, sin escandalosas hemorragias, y practicaba algunas de ellas con pequeños punzones que lo obligaban prácticamente a poner la mano sobre el lomo del toro. Eso le ofrecía al animal oportunidad de matarlo al primer error. Me pareció más equitativo.

Más adelante, llegó un torero igualmente joven, impulsivo y brioso. También jugueteaba pícaramente con el toro entre banderilla y banderilla, y arriesgaba. Hasta que el toro se le fue encima.

La cosa fue muy rápida, pero cortó la respiración del público. El toro le dio al caballo en un costado, y el jinete rodó por el suelo. Se quedó inmóvil boca abajo, pero la bestia esa de casi 600 kilos corrió a darle de cornadas. Si hubiese estado boca arriba, o alguna cornada le hubiese acertado en el riñón, no se habría levantado nunca.

Pero se levantó, y continuó con la corrida. Minutos después, el toro se cayó y no consiguió levantarse. Entonces el público empezó a pedir que llevasen otro toro, uno sano. Yo quería gritar: “¿pero no han visto que a este hombre casi lo matan hace cinco minutos? ¿por qué no dejamos las cosas como están? ¿van a mandarle a un toro fresco para que lo asesine de verdad?”

El torero continuó la corrida contra el toro nuevo. Lo más increíble es que lo hizo muy bien, arrancó aplausos del respetable. Pero una vez más, la muerte del toro fue una sangría. El hombre tuvo que apearse del caballo, y se pasó un rato buscando el punto por dónde clavarle la espada a un animal arrinconado que echaba sangre por la boca y al que la lengua le colgaba. Entonces, el público empezó a abuchearlo. El torero pasó de estar a punto de morir a ser un héroe y a ser pifiado en menos de veinte minutos. Luego, al fin, consiguió matar al toro.

Después de todo eso, aún pienso que la corrida es un evento cruel e innecesariamente sangriento. Pero ya no creo que sea un combate tan injusto. Es verdad que, si un imbécil me tuviese arrinconado y con la lengua afuera y no fuese capaz de darme la estocada final, con gusto le perforaría los riñones. Pero también es cierto que, si yo hubiese estado tirado boca abajo, con un toro de más de media tonelada corneándome el costado, me preguntaría por qué tenía que enfrentarme a semejante monstruo.

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22 de marzo de 2006
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Recuerdos de la muerte (II)

Yo no soy de los que creen que se puede narrar el horror de una vez y para siempre. Ya sé que no estoy descubriendo la pólvora, vaya como muestra la persistencia de los relatos sobre el fenómeno nazi y el genocidio por aquellos perpetrado. A veces me digo que esta recurrencia debe tener algo que ver con la perplejidad; creo que los abismos de maldad en los que algunos especímenes humanos se precipitan, sin necesidad de mayores excusas, siguen siendo una fuente de asombro para muchos de nosotros. Creo, pues, que debemos seguir narrando el horror hasta que ya no nos asombre, porque sólo entonces podremos salir del marasmo y hacer algo al respecto. El asombro es una de las formas de la contemplación, y la simple lectura de los diarios alcanza para colegir que ya hemos sido contemplativos durante demasiado tiempo.

Tampoco creo que haya que tomarse literalmente aquello de que, después de Auschwitz, narrar perdió sentido. Pienso que Auschwitz y las múltiples emulaciones que produjo hacen más necesaria que nunca la narración. Convengamos que el grueso de la narrativa clásica fue concebido en tiempos durante los cuales los genocidios eran tan cotidianos como la peste, las hambrunas y los tifones; en ese contexto, un exterminio disfrazado de guerra era algo tan natural, que en la mayor parte de los clásicos funciona como telón de fondo, y por ende casi nunca es tematizado, desmenuzado, analizado. Supongo que la narrativa del último siglo se debe a sí misma esa tarea, la de interrogarse sobre la raíz más irracional y violenta del hombre, y responderse si queda alguna posibilidad de revalidar nuestro módico, y por lo general inconsecuente, elemento racional. Por supuesto, existen numerosos autores que lo han intentado, no olviden que estoy generalizando: ¿pero no creen ustedes que nos vendría bien un poema, una novela o una película que hiciese por el aspecto más sublime del hombre (sea éste cual fuere: su espíritu gregario, su capacidad de generar concordia, su invención de la piedad) lo que La Ilíada hizo por la guerra?

En buena medida me estoy justificando, porque no pude dejar de narrar el horror de la dictadura argentina en ninguna de mis novelas, con excepción de la primera, El muchacho peronista, que aludía a la cuestión de una forma más radical: simplemente trataba de cambiar el curso de la historia argentina, en la esperanza de que entonces no tuviese que suceder lo que había sucedido. El espía del tiempo utilizaba los recursos del policial para argumentar por qué no correspondía responder con violencia a los dictadores que habían abusado de ella; tuve que recorrer ese camino para comprender a fondo la búsqueda no violenta de verdad y de justicia que aquí encarnaron, desde el primer momento, las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo. Kamchatka era una historia íntima, de padres e hijos, que se preguntaba si uno podía revisar la experiencia del terror y encontrar algo bueno en medio de la oscuridad. Y la novela nueva, La batalla del calentamiento, se plantea el tema de la responsabilidad de una sociedad que hizo posible el genocidio con su silencio, y la forma en que el horror comprometió el andar de las generaciones futuras.

Si tuviese que elegir una sola historia para sintetizar aquella experiencia, no dudaría. Es una que figura en el libro Nunca más, y que incluí casi sin disfraces en un breve capítulo de El espía del tiempo. Cuando la leí por primera vez me impresionó que su protagonista, un niño de pocos años, se llamase igual que yo: Marcelo. La coincidencia me forzó a ponerme en el lugar del niño, aunque más no sea de forma aproximada, porque es obvio que carezco de la imaginación, y de la fortaleza de alma, para padecer algo similar a lo que padeció Marcelito –y sobrevivir.

Marcelito tiene cuatro años cuando los militares entran en su casa y se llevan a sus padres y a su hermana mayor. Por algún motivo que escapa a la crónica, dejan al niño en manos de su abuela materna. El testimonio de esta abuela nos sirve para afirmar que a partir de entonces se convirtió en un niño taciturno, que pasaba largas horas mirando por la ventana y que no toleraba dormir solo: necesitaba abrazarse a otro cuerpo humano.

¿Por qué montaba a diario guardia en la ventana? ¿Porque quería estar preparado en caso de que los militares regresasen por él? ¿Porque esperaba la vuelta de su padre, de su madre y de su hermana? Una mañana la abuela lo sacude y ya no logra despertarlo. El veredicto médico será inapelable: a Marcelito le falló el corazón.

No encuentro síntesis más perfecta, ¡y más terrible!, de lo que significa para mí la dictadura argentina. Se trata de la clase de horror que parte el corazón de un niño, aun cuando sabemos que los niños no mueren de ataques cardíacos.

(Continuará.)

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22 de marzo de 2006
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Recuerdos de la muerte (I)

Hace treinta años era sábado, por lo que presumo que debo haber sido feliz. El sábado es el día más promisorio de la semana para cualquier ser humano en general, pero en particular para un adolescente, y mucho más a tan pocos días de haber retomado el rito fatigante de las clases. Eso era yo en aquel entonces: un chico de catorce recién cumplidos, que acababa de comenzar el tercer año de su secundaria y estaba a punto de ponerse de novio con la que se convertiría en madre de su primera hija. Mi memoria es caprichosa, así que los particulares del día se me escapan. Me habré levantado tarde, eso es seguro. Almorzado en familia. Debo haber contado con la esperanza de satisfacer algunos de mis placeres consuetudinarios: leído alguna novela u alguna historieta o visto alguna película en el cine o en TV. (Sábados de Super Acción siempre programaba películas ideales, era el paraíso de las clase B: westerns, épicas, de espionaje…) Pero también es probable que haya contado con la perspectiva de satisfacer algunos de los placeres más nuevos: reunirme con mis amigos por la noche, y en el mejor de los casos asistir a un baile en la casa de alguno, lo cual hubiese garantizado la siempre anhelada compañía femenina. Porque en aquel entonces no íbamos a salones ni a discos, no sólo porque todavía éramos muy tiernos, sino porque la Historia ya había empezado a meterse con nuestra historia. Ninguno de nuestros padres nos hubiese dejado vagar por ahí, o permanecer en la madrugada en algún sitio público. Las cosas están bravas, decían cuando amagábamos protestar. Y aún cuando perseverásemos en la protesta, lo hacíamos a sabiendas de que, ¡aunque más no fuese en este único y excepcional caso!, nuestros padres tenían razón.

¿Cuánto sabía yo de política, y de la historia argentina del siglo XX, aquel 20 de marzo de 1976? Poco o nada. La familia de mi madre era antiperonista, o gorila, como se decía, lo cual no era de extrañar, ya que por lo general la clase media entera padecía la enfermedad del gorilismo. Mi padre tenía sus opiniones como cualquier vecino, pero ante todo era prescindente: la cuestión no le interesaba lo suficiente como para tomar partido militante. Lo más parecido al germen de un pensamiento político que pude haber tenido por entonces deriva, creo, de dos circunstancias azarosas. Una, mi formación cristiana: yo ya llevaba marcado a fuego aquello del Dios que acompaña a todos pero en especial al marginado, al pequeño, al oprimido, y eso no podía sino determinar mis futuras elecciones políticas. El segundo hecho fue un comentario que oí de labios de mi madre en junio del 73, en ocasión del regreso de Juan Domingo Perón a la Argentina. Imagino que el Viejo debe haber conmovido a mi madre con aquel discurso donde dijo que regresaba “casi descarnado, sin rencores ni pasiones”; y que por eso mi madre, alimentada desde su más tierna infancia con leche de gorila, decidió contra natura otorgarle su confianza. “Si este hombre tan grande y con la vida resuelta, vuelve a meterse en el quilombo que es hoy la Argentina, debe ser porque tiene buenas intenciones,” razonó ella por aquel entonces. Y yo, que oí el comentario al pasar (porque la política me tenía sin cuidado, a los once años suponía que podía vivir sin que esa señora se metiese conmigo), lo registré asombrado y me lo guardé. Seguro que por aquel entonces no conocía aún aquel refrán que dice el camino hacia el infierno está hecho de buenas intenciones.

A menudo me digo que aquellos que sí sabían de política, y que además habían vivido ya varios golpes militares a lo largo del siglo XX, tampoco vieron la negra noche que se avecinaba. Sé que mis padres no la anticiparon, y que a partir del 24 de marzo de 1976 ya no quisieron verla; cada vez estoy más convencido de que la culpa por no haber sabido ver, y por no haber hecho algo en consecuencia, no es inocente del cáncer que fulminó a mi madre, aquella que me había formado en la fe, aquella que había querido creer en las buenas intenciones del Patriarca que regresaba del exilio. Ya no puedo hablar con ella para cerciorarme, pero creo que entiendo su calvario. Si yo, que era un mocoso desinformado y demasiado infantil para mis años, pude intuir en silencio quiénes eran mis enemigos en la Argentina orwelliana que se instauró el 24 de marzo de 1976 (nunca le temí a los terroristas, pero todos los uniformados me producían pavor), ¿cómo pueden no haberlo entendido, o cuanto menos haberlo intuído, mi madre y todos mis mayores? ¿Con qué cara se miró mi madre al espejo desde 1976 hasta su muerte, y dijo, o trató de decir: yo no sabía nada?

Hace exactamente treinta años, el sábado 20 de marzo de 1976, mi inocencia tenía los días contados; no le quedaban ni cien horas de vida.

(Continuará.)

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21 de marzo de 2006
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El país de las fiestas

Nunca he visto un país tan fanático de las fiestas como España. Para empezar, las duplican todas: celebran santo y cumpleaños, Navidad y Reyes, incluso prolongan los festivos hasta convertirlos en puentes. Y luego, por si aún te quedan ganas de celebrar, están las fiestas regionales, que son de tres tipos: las religiosas como la Semana Santa de Sevilla, las paganas como el carnaval de Cádiz y las fiestas en que la gente se mata o hiere, como los sanfermines de Pamplona.

Las fallas de Valencia tienen de las tres.

Llego a la ciudad en viernes, y miles de personas desfilan por el centro de la ciudad. Los trajes de las mujeres son especialmente vistosos. Algunos llegan a costar 6000 euros contando mantillas, peinetas, pendientes, collares, y todo tipo de recamados de oro y piedras preciosas.

-¿Y quién paga esos trajes? –le pregunto a mi suegra, que es de ahí-. ¿Los empresarios turísticos o el ayuntamiento?
-Los papás de las chicas.
-Ya, pero ¿Cuál es el negocio? ¿Por qué gastan tanto dinero en el traje?
-Porque les hace ilusión.

Literalmente relucientes, las mujeres le llevan ramos de flores a una virgen de veinte metros de altura. La virgen sólo tiene puesta la cabeza sobre una estructura de madera, y se va vistiendo con los ramos de distintos colores. Al culminar su desfile frente a la gigantesca imagen, las mujeres lloran de emoción. Llevan también a sus hijos e hijas, algunos de dos meses de edad, otros en carrito de bebé, pero todos rigurosamente vestidos con los costosos trajes típicos.

No muy lejos de ahí, una estatua de cartón piedra más o menos del mismo tamaño representa a una monumental mulata carnavalera bailando al ritmo de un grupo tropical. Es la otra cara de la fiesta: la representación del pecado. Cada barrio construye estatuas de cartón piedra llamadas precisamente fallas que satirizan a las personas, sus manías, sus mentiras, sus problemas. Como colosales dibujos animados que brotan por las calles.

La mulata preside la falla llamada “el baile de las máscaras” que ocupa toda una plaza y representa las falsedades de la sociedad española. Hay un gigantesco lobo con máscara de cordero, y alrededor, caricaturas de políticos y estrellas de la televisión. El mensaje es que los ricos y los poderosos siempre muestran un rostro y amable y gracioso en la prensa mientras maquillan sus presupuestos y engañan por doquier. En otro barrio hay una falla dedicada a las bodas, que compara los matrimonios de los pobres y de los ricos (y por cierto, de los gays), y llega a la conclusión de que al final todo es un negocio. Esos mensajes tan poco constructivos son el corazón de la fiesta y, la última noche, se les prende fuego. Como los carnavales, las fallas abren la puerta de lo profano y lo políticamente incorrecto, antes de volver a la normalidad: tres días para decir la verdad, y un último para reducirla a cenizas.

-Enfrente mi ventana, siempre ponen una falla –dice riendo una amiga de mi suegra-, pero yo prefiero no estar en casa cuando la queman porque las llamas casi me llegan a las cortinas. Eso sí, es muy bonito.

Esta fiesta es pura pólvora. Aparte de los incendios controlados de las estatuas, revientan cohetes y fuegos artificiales durante todo el día. Uno de los eventos centrales, la mascletà, es una batería de estallidos que ocupa toda la plaza del ayuntamiento haciendo retumbar el suelo y los edificios en diez calles a la redonda. Esta semana, la mascletá dejó once heridos. Eso está muy bien, porque hace unos años eran más. De hecho, según me explica la familia de mi novia, cada año toman nuevas previsiones y se muere menos gente, afortunadamente, porque antes era un horror.

Esto es España: la gente muere por las fiestas.

El mismo fin de semana, quince ciudades de este país convocan a un botellón masivo. Mientras los estudiantes franceses toman las calles para exigir sus derechos laborales, los españoles exigen que se respete su derecho a beber en la calle. En Granada llegan a reunirse 25000. En Barcelona se despliegan 350 policías sólo para evitar las vomitonas generalizadas. En Valencia, sin embargo, la convocatoria pasa desapercibida. De los cientos de miles de personas que llenan las calles, es de asumir que algunos comparecen en defensa de su libertad de alcoholizarse. Pero para mi suegra, todos son falleros.

-Yo fui fallera –me explica-, y mi hija lo fue, y vuestro hijo o hija, cuando lo tengáis, será fallero y le traerá ramos de flores a la virgen.

Me encanta este país.

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21 de marzo de 2006
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EL LOCO DEFINITIVO

Rafael Gumucio, periodista y novelista chileno, aporta hoy una
excelente contribución a la necesaria y saludable rebelión en contra
de las generaciones anteriores.  Es una página entera de la Revista de
Libros, el suplemento del diario El Mercurio, dedicada a Gabriel
García Márquez.  "El Patriarca", como lo llama Gumucio, cumple 78 años
saludados por este texto de un joven lector que se proclama
"drogadicto rehabilitado" al decirse incapaz de releer al Premio Nobel de Literatura.

No vale la pena discutir las sensaciones de Gumucio frente a obras que
le encantaron en el pasado.  Una lectura es una experiencia personal. 
Pero el análisis que acompaña al intento de relectura es excelente y
merece ser estudiado. García Márquez, dice Gumucio, "es, aunque en
apariencia todo lo separe del irlandés, nuestro Beckett.  El sexo, la
muerte, la política, la tierra y la industria, todas ceden ante la
fatalidad ya escrita, ante el capricho de unos dioses sedientos y
agotados de sí mismos.  Nadie mejor que García Márquez supo
explicarnos hasta qué punto el nuevo mundo era desde el primer día un
anciano".

Nos encontramos en el lugar preciso donde Gertrude Stein proclamaba a
sus lectores que Estados Unidos es "el país más viejo del mundo".  Es
cierto que el intento de construir un mundo para recuperar su atraso,
que se llama Macondo o Estados Unidos, entrega a los pioneros a la
melancolía de la imposible lucha contra el tiempo.  Gabo es un maestro
de aquella problemática y Gumucio lo explica muy bien cuando describe
su obra como una "tragedia griega a ritmo de bongó".

Al contrario, donde Gumucio se equivoca por completo es al pasar de la
literatura a la política para denunciar la relación del novelista
colombiano con Fidel Castro, que transforma la isla de Cuba en ruinas.
"Edwards, Fuentes o Vargas Llosa son mucho más de izquierda que García
Márquez -escribe Gumucio-.  Creen en que las cosas pueden cambiar y
cambiar para bien".  Aquella observación es obvia pero equivocada. 
No sirve para nada utilizar un abanico político que va desde la izquierda
hasta la derecha para entender a García Márquez.  Mejor mantenerse en el
campo de la literatura.  Volver a los libros.  La obra es dominada por
una raza de personajes que podemos llamar los locos del caribe. 
Personas que construyen de manera obsesiva lo que el paso del tiempo,
la potencia de las tormentas, la corrosión del salitre y, finalmente, el
desánimo humano, transforman en ruinas.  Aureliano Buendía, el
Patriarca, el general Bolívar, Florentino Ariza, son seres cuyo
comportamiento va más allá de toda patología y nutre la dinámica de obras dedicadas a la locura humana.

Claro que con un cacique o, mejor, un caudillo como protagonista
principal, una novela toma una dimensión trágica que abarca a todo un
pueblo.  García Márquez ha pasado su vida de escritor contándonos la misma
derrota a largo plazo de los hombres que quieren cambiar el mundo.  Lo ha hecho no por ser de izquierda o de derecha si no que por ser un tema
obvio para un realista del caribe.  Lo que hay que lamentar es que
García Márquez nunca haya escrito algo amplio sobre Fidel Castro.  Con
el comandante tenía y tiene todavía al loco definitivo, al caudillo, de
larga trayectoria, capaz de llevar a su isla al descalabro total. 
Merecía algo como "El otoño del patriarca en el laberinto de su muerte
anunciada".  No una obra, si no la obra para resumir todo.

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21 de marzo de 2006
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Odiosas comparaciones

Lunes 20 de marzo

 

 

El blog del lunes no se publicó porque era fiesta en Madrid. En Madrid, Madrid, Madrid. En la puerta del cielo.

 

 

Estos asuntos son sagrados. Yo no soy quién para opinar.

 

 

Martes 21 de marzo

Odiosas comparaciones

 

 

Yo no sé en qué estaría pensando el comisario del Museo d’Orsay cuando se propuso esta exposición sobre Cézanne y Pissarro. Es verdad que viven de fecha en fecha bastante igualados, aunque Cézanne, el discípulo, sobreviva tres años a Pissarro. No es menos cierto que eran muy buenos amigos y vivieron y pintaron juntos y felices. El susto le viene a uno cuando ve sus pinturas las unas junto a las otras. Parece como si alguien hubiera previsto un diabólico plan para hundir a Pissarro, arruinar a los propietarios de sus cuadros y llevar al suicidio a los autores de tesis doctorales sobre el impresionismo.

 

Desde la mismísima entrada, donde cuelgan sus efigies mirando al público, ya está todo dicho. Ambos autorretratos son de 1873. Pissarro busca el parecido, Cézanne busca la pintura. Una diferencia que se constata cruelmente cuando se plantean objetos similares como el Jardín de Maubuisson de 1877. Se sentaron uno junto al otro en los taburetes plegables. Miraron al mismo lugar, un ameno huertecillo con frutales. Se dirigieron una sonrisa mientras mezclaban los pigmentos. Luego uno pintó un paisaje y el otro pintó la pintura.

Pissarro, como los impresionistas a los que se unió, cree estar copiando el mundo, imitándolo, dando su visión personal sobre cosas que todo el mundo es capaz de ver, árboles, vacas, señoras o atardeceres. Cree realmente que el mundo es anterior a lo que él pinta. Los impresionistas no son modernos, son clásicos.

Cézanne no copia el mundo, la naturaleza o los objetos, sino que pinta la pintura, la inventa como arte soberano que no depende de la existencia de árboles, vacas, señoras y atardeceres. Su pintura es, en todo caso, la creadora de mundos y si me apuran de vacas. Es un moderno, aunque muy posiblemente él no lo supiera.

Lo más bonito, sin embargo, es que Cézanne siempre le tuvo un gran cariño a Pissarro y cuando éste murió se sintió tan desolado que copió algunas telas del difunto para consolarse y recordarle, como quien mira fotos de un antiguo paisaje destruido por la guerra, o quizás como quien desteje el tapiz de una amada Penélope.

Las copias, ciertamente, acaban de hundir al pobre Pissarro en la nada, sin que tal fuera la voluntad de Cézanne, muy al contrario, pero son como feroces puñetazos que golpean allí donde Pissarro había pintado tiernas mejillas. Hay amores que matan.

Imagen Imagen

 

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21 de marzo de 2006
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Sobre manipulaciones y engaños

A nadie le gusta que lo manipulen. (A nadie que no sea norteamericano, quiero decir.) ¿O no detestamos, por norma, a quienes tratan de obtener una respuesta mediante malas artes, apelando a nuestra ignorancia, nuestras emociones, nuestros miedos? Odiamos a los jefes manipuladores, a los compañeros de trabajo manipuladores, a las madres manipuladoras, a los políticos (no uso aquí el adjetivo para no redundar), a los amigos manipuladores, ¡y qué decir de nuestras parejas cuando pretenden manejarnos!

Pero esto es en la vida real, claro. Cuando consumo ficción, adoro que me manipulen.

El lunes pasado empezaron a emitirse en América Latina las nuevas temporadas de las series Lost y 24. De arranque me pusieron nervioso por el simple hecho de emitirse a la misma hora del mismo día. ¿Cuál veo en directo? ¿Cuál grabo? ¡Ya estaban alterando mi vida incluso antes de estrenarse!

Por lo demás, la perspectiva es tan sólo placentera: serán varios meses de someterme a la deliciosa tortura de no saber nunca qué ocurrirá, quién vivirá, quién morirá y quién revelará ser algo distinto de lo que simulaba. Los mundos descriptos por Lost y 24 son universos en los que nada es lo que parece, y donde las reglas de juego se modifican constantemente. Y dado que están resueltas con endemoniada habilidad, uno se entrega por completo a su juego. La ficción entraña un pacto de confianza entre el autor y el lector, entre el autor y el espectador. Si aquel que nos presenta el juego lo hace con arte, aceptamos suspender nuestra incredulidad sin dudarlo un instante.

Esto ocurre con toda ficción, literaria o visual, sea el género que sea: adoramos meternos de lleno en la fantasía (¡aun cuando es realista!) que nos propone un creador talentoso. Por lo general lo hacemos ya sin darnos cuenta, es una segunda naturaleza para nosotros; nos desdoblamos para empezar a vivir en un universo hipotético durante algunas horas. Pero cuando se trata de series, libros o películas que juegan el juego de estar jugando el juego, como el mago que nos anticipa su truco, el placer se multiplica. Recuerdo mi primera visión de The Usual Suspects, mientras me preguntaba quién era Kayser Soze y a la vez me decía: ¡cómo estoy disfrutando de este misterio! Uno comprende que está siendo manipulado, pero a la vez descubre que la operación del engaño está siendo ejecutada con tanta elegancia que no puede sentir sino gozo.

¿Quién traicionó a Jack Bauer? ¿Qué demonios es esa isla? Adoro vivir en ascuas, pero insisto: tan sólo en la ficción. En este mundo tan digno de Matrix que nos ha tocado en suerte, donde los poderes han elevado la manipulación a la categoría de arte, se ha vuelto difícil percibir la diferencia entre lo ilusorio y lo real –en especial desde que se recurre con tanta frecuencia a una ilusión con el objetivo de modificar lo real–. ¿O no le debemos una guerra interminable, sangrienta e injusta a unas Armas de Destrucción Masiva que en realidad no existieron nunca, salvo en la imaginación de algunos funcionarios?

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17 de marzo de 2006
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El Boomeran(g)
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