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Confusión

Estaba yo con un notorio director de escena y comentábamos las muchas adaptaciones de novelas que se suceden en los teatros europeos. La ausencia de autores dramáticos es una catástrofe. Mi amigo buscaba desesperadamente un argumento dramatizable para la próxima temporada. Recordé entonces uno de los cuentos de Runaway, el último libro de Alice Munro, tan excelente como todos los anteriores, y se lo mencioné. “¡Ah, me gusta la Munro! ¿De qué va?” “No te lo puedo decir, toda la gracia del cuento se sustenta en un malentendido inesperado. Es fácil de dramatizar porque solo tiene dos escenarios y dos personajes. Léelo, se llama Pasión, ya me dirás” Al cabo de un mes recibí una llamada del director de escena. Por su voz comprendí que estaba en pleno ajetreo. Le noté nervioso, impaciente, como si hubiera interrumpido la labor un instante para hablar conmigo. “¡Oye, es fabuloso! No te he llamado antes para darte las gracias, lo siento, pero es que estoy en plena faena. La idea me cogió por sorpresa, ya me advertiste, ese automóvil arriba y abajo a toda velocidad por Canadá, la pareja encerrada en el coche... He pensado ya en tres o cuatro soluciones para la nieve y el lago, el suicidio, cuando lo tenga más avanzado te lo enseñaré. Pero no son dos escenarios, son diez o doce, mucho mejor de lo que decías” “Perdona, ¿de qué cuento hablamos?” “¿Alzheimer, tan pronto? De Pasión. Alice Munro. El otro día. En el Oxford. Sólo whisky” “Claro, claro, espléndido, me alegro, ya me llamarás, que haya suerte” Me había equivocado por completo. Abrí el libro de Munro y, en efecto, el cuento al que me refería se llama Tricks. La historia de una mujer que se enamora repentinamente de un montenegrino tras ver una pieza de Shakespeare, pero tienen que separarse durante un año... en fin, un cuento romántico. Jamás habría imaginado que Passion, una especie de road movie neurótica, pudiera adaptarse para la escena, pero seguro que mi amigo lo convertirá en una pieza deslumbrante, como todo lo que escribe. Así se pone en marcha una imaginación verdadera, gracias al error, al azar, a la irresponsabilidad de un informador equivocado, a lo imposible de prever, de planificar y de organizar. La creación verdadera no le debe nunca nada a nadie.

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24 de enero de 2006
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Google

Como todas las personas que han decidido escribir varias veces a la semana un artículo en su blog, empiezo con fuertes resoluciones. De política, ni hablar. Tal ha sido mi primera visión y tengo que reconocer lo difícil de mantener aquella línea teniendo en cuenta lo que ocurre en América Latina. ¿Hablar o no hablar del “Evo”? Es la pregunta que se me plantea al recibir varios mensajes de amigos o enemigos (dos especies muy cercanas a lo largo del tiempo) que me preguntan sobre lo que pasa en La Paz. Pero no, hoy voy a mantenerme callado sobre el “gran cóndor” de Bolivia.

Tampoco unas palabras sobre el fin de la demanda contre el novelista turco Orhan Pamuk. Estaba amenazado con tres años de cárcel por “desprestigio público de la identidad turca”. Su caso correspondía al articulo 301 del código penal que castiga “los insultos en contra de la turquicidad, la república, y las instituciones y órganos del estado”. Su crimen (no era delito, sino crimen): haber declarado a un diario suizo que “un millón de armenios y treintamil kurdos murieron” en Turquía. Es decir: Pamuk había repetido lo que se lee en las enciclopedias de todos los países menos en las de Turquía. Bueno, no voy a decir nada más, pues cada uno tiene ahora que reflexionar sobre el concepto de “turquicidad” con relación a Armenia y al Kurdistán.

Bueno, la verdad es que voy a hablar de política, pero de la de verdad, de la que compromete nuestro futuro: la política de Google. Su motor de búsqueda tiene el 80% del mercado mundial del acceso en línea al saber. Y me puse enfermo al descubrir un artículo en la London Review Of Books (http://www.lrb.co.uk/v28/n02/lanc01_.html). Una buena reseña de dos libros que he leído: The Google Story de David Vise (Macmillan), y The Search: How Google and Its Rivals Rewrote the Rules of Business and Transformed Our Culture de John Battelle. El primero es la historia oficiosa de Google, el segundo una historia casi-oficial. Ambos libros son buenos y malos, insuficientes, imprescindibles y tampoco llegan a satisfacer al lector por completo. Ambos se parecen a Internet y a Google, el Alma Mater de la red universal. Pero ninguno de los dos puede ser una oportunidad para poner en duda de manera indirecta a Google, atacando de perfil la herramienta que todos utilizamos. Lo que vivimos con Internet es sencillo: hubo una historia del texto hasta Gutenberg. Hubo una segunda historia después, con el texto estable, producido por un autor y una difusión en millones de ejemplares. Viene la tercera historia, la del texto con el lector en posición de actuar, la función cortar y pegar, y la función búsqueda. No voy a negar, lo dice mi blog cada día, que lo único que me importa de verdad es la literatura. Pero no voy a escribir que el texto llegó a su colmo hace más de cuatrocientos años y no puede mejorar. Me encanta poner versos en Google y descubrir de qué poema salen unas palabras perdidas en mi cabeza.

John Lanchester, el autor del artículo lleno de sospechas sobre Google, dice que vivimos una época similar a la de la llegada del tren. No se sabía entonces, dice, que el tren permitiría la creación de los suburbios. Equivocación absoluta de una mala metáfora: Google no viene con suburbios de una remota metrópolis sino con una biblioteca universal donde todos pueden entrar. Lo sé: es peligroso para el negocio de los libros, para los derechos de autores y para las librerías. Pero, por favor, ¿quién va a pretender no utilizar la biblioteca universal si se la ponen en su mesa de trabajo, frente a su teclado?

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23 de enero de 2006
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Un sueño

Desalentaría la noción de que los sueños de los artistas difieren de aquellos que visitan al común de los mortales cada noche. Entiendo que resulte lógico conjeturar que un profesional de la imaginación debería soñar sueños más creativos, o más desaforados que los del promedio. Pero en esto el viejo Sigmund es muy claro: el sueño es un acto psíquico impulsado por un deseo, y los deseos de los escritores son idénticos a los del resto de los humanos. Aunque siempre subsista la posibilidad de una vuelta de tuerca. Anoche soñé un sueño cuya estructura me es recurrente. En esencia es el viejo y popular sueño del niño o adolescente que llega a la escuela para descubrir que lo espera un examen del que no sabía nada, o que olvidó oportunamente: una efectiva invitación a la angustia, sólo que en este caso, adaptada a mi mundo de adulto. Como viene ocurriéndome en los últimos meses, sueño que estoy trabajando en el mismo diario donde trabajé durante los años agónicos del ya difunto siglo XX. De inmediato siento malestar, porque descubro que sigo allí aun cuando no quiero estarlo: mi deseo de dedicarme por completo a la escritura de ficciones es fortísimo aun en pleno pasaje onírico. El relato suele adquirir entonces el tono de una pesadilla amable, me encuentro atrapado por una red de la que ya creía haberme liberado pero que se cuela en mis sueños para reclamarme como su víctima. A veces aparecen viejos colegas, ante los que trato de disimular que he olvidado que trabajaba allí, y por ende descuidado mis tareas. Pero el sueño de anoche tuvo un twist que me causó mucha gracia. Apenas llego a la redacción, alguien me ofrece el tubo de un teléfono. Atiendo. La voz del otro lado me dice, lacónica: “Roth”. En ese instante recuerdo que me habían asignado una entrevista con el escritor Philip Roth (el de El lamento de Portnoy y La mancha humana), de la que me había olvidado por completo. Sintiéndome indigno, al recibir el llamado de un gran escritor sin haber siquiera pensado algunas preguntas para hacerle, no atino más que a cortar. ¡Le corto la comunicación a Philip Roth! Y así acaba el sueño, ahorrándome la indignidad de lo que hubiese sido un justo despido. ¿Significa el sueño que siento culpa ante Philip Roth porque nunca terminé de leer American Pastoral? ¿Significa el sueño que deseo comunicarme con mi amiga Cecilia Roth? El sueño es tan modesto que ni siquiera da pie a excesivas especulaciones. Si los artistas nos diferenciamos en algo, es en todo caso por nuestra propensión a soñar despiertos. Son esos sueños los que marcan la diferencia.

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23 de enero de 2006
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Solitudo

Aunque ahora mismo no se me ocurre ninguna, alguna causa habrá para que la literatura francesa se honre con espléndidos delincuentes. El último vástago de la familia patibularia de Villón y Genet, Emmanuel Loi, cayó preso en 1976 y estuvo encerrado hasta 1981 por varios atracos a mano armada. Admitió su culpa, penó, y desde entonces escribe historias de criminales, de fugitivos, de asesinos, con notable éxito. Quince volúmenes lleva ya editados. Cuando lo encerraron, Loi recordó haber leído fervorosamente los fragmentos de Spinoza que figuraban en un curso de filosofía, durante su bachillerato. Las prisiones francesas son tan hipercultas como sus escuelas y en la biblioteca de la penitenciaría figuraba un ejemplar de la Ética. Allí Loi encontró lo que buscaba, el modo de... “...no sucumbir al terror de la exclusión, no dar importancia al abandono, guardar para uno mismo una fuerza secreta (...) y, sobre todo, rechazar cualquier compromiso con las creencias inútiles, el ilusionismo de las ideologías consoladoras” (Je devrais me taire, Exils, 2004) ¿Es posible que Loi no lo conociera? Bernard Malamud ya había escrito sobre la fuerza que dispensa Spinoza a quienes viven recluidos en una soledad destructiva. Era en 1966, en su novela The Fixer, el mismo año en que Loi, nacido en 1950, leía los fragmentos escolares de Spinoza. También Gilles Deleuze citaba a Malamud en su libro sobre Spinoza, pero eso era en el año 1970, cuando Loi se dedicaba a asaltar bancos y seguramente leía lo justo. Spinoza proporcionó al recluso Emmanuel Loi el secreto de la supervivencia cuando todo invita al suicidio. Sin embargo, un amigo mío, JE, usó una estrategia distinta. Cayó preso en tiempos de Franco, unos años antes que Loi y por motivos políticos. Una vez en el calabozo de la comisaría, tuvo la misma sensación de exclusión y abandono, la misma tentación de acabar de una vez, pero llevaba consigo un remedio. No era la Ética de Spinoza, sino una pastilla de LSD que había ocultado entre los dedos de los pies. Tras su paso por Spinoza y la soledad, Emmanuel Loi se dedicó a la literatura y hoy es una de las figuras de la novela francesa. Tras su paso por el LSD y la soledad, mi amigo se dedicó a las matemáticas y hoy es un prestigioso investigador. Caminos cruzados. De la geometría moral de Spinoza, a la literatura. De la alucinación lisérgica, a la matemática. Inversiones del trayecto, cruce de caminos, reacciones químicas contrarias que se producen en el sorprendente laboratorio de la soledad. Este es el novelista convicto.

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23 de enero de 2006
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Un fin de semana con Evo

El clima del Altiplano boliviano es impredecible y cruel. Llegando a La Paz, a 3.800 metros sobre el nivel del mar, tuve que pasarme todo el día en cama, aturdido por el soroche. Y hoy sábado, aunque se supone que estamos en verano, ni la bufanda ni el jersey de lana bastan para protegerme del frío de la mañana: cinco grados. Y sin embargo, mientras me acerco a las ruinas de Tiwanaco, el clima humano va compensando las inclemencias del meteorológico. Más de 20.000 personas se han reunido a presenciar el rito andino con que el nuevo presidente Evo Morales se inviste ante los indios aimaras y quechuas. Nunca un presidente boliviano había convocado tanta expectativa: 1.200 periodistas de todo el mundo han venido a cubrir sus tres apariciones públicas. Y ésta, que subraya su origen indígena, es la primera. Los asistentes son tan insólitos como la ceremonia: campesinas de polleras típicas con banderas cubanas y posters del Che; extranjeros rubios mascando hojas de coca; políticos inverosímiles, como el presidente de Eslovenia o el candidato peruano Ollanta Humala envuelto en una bandera del Tawantinsuyo. Dos agitadores en zancos cantando que Evo, Fidel y Chávez van a joder a Washington. A media mañana, cuando por fin aparece Evo Morales, el sol reina en el cielo. En segundos, el calor aumenta hasta obligarme a quitarme el jersey. Y la luz solar se vuelve tan fuerte que me produce llagas en la piel de la nariz. Las celebraciones del domingo incluyen el tradicional cambio de mando y un nuevo encuentro con las masas, esta vez en La Paz. Una vez más, el mitin es multitudinario. En su discurso preliminar, el vicepresidente anuncia el fin de los 513 años de opresión indígena y el inicio de una nueva era. Por lo menos, está claro que Evo gobernará sin trabas: el 84% de los bolivianos votó en las elecciones, y él consiguió más del 53% de los votos en primera vuelta. Tiene mayoría en el Congreso y, mediante pactos con fuerzas pequeñas, en el Senado. De las nueve regiones del país, tres están gobernadas por su partido, y ninguna agrupación supera esa cifra. Pero la legitimidad y la expectativa de Evo Morales no se limita al 64% indígena de los bolivianos. Buena parte de la clase media votó por él, e incluso algunos conservadores que nunca lo harán se sienten orgullosos de que un indígena pastor de llamas pueda alcanzar la presidencia de su país. Los progres latinoamericanos también han venido a celebrar. En los mítines se escuchan acentos de todas partes. Sin ir más lejos, la casa en que me alojo es de una familia de izquierdistas peruanos, que reciben este fin de semana a ocho visitantes, repartidos entre camas y colchones tirados en el suelo. Por el lobby del hotel Radisson, del que me echan por no tener acreditación de prensa, circulan Hugo Chávez, el español Gaspar Llamazares y el peruano Javier Diez Canseco sólo en el minuto en que me permiten asomarme a la puerta. Por la noche del domingo, después del último discurso de Morales, suben al escenario grupos como Inti Illimani y Piero. Entonces rompe a llover. A cántaros. Mientras estornudo y estoy seguro de que me he ganado una pulmonía, pienso en la euforia que se ha desatado en el país más pobre de Sudamérica. Quizá el peor enemigo de Morales sea precisamente la enorme expectativa que ha despertado. Pero en esta ciudad, que suele cambiar de presidente tanto como de clima, sus seguidores piensan que él representa el amanecer de una estable primavera democrática. Espero que tengan razón. Quiero que la tengan.

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23 de enero de 2006
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El temor del escritor ante la brevedad

Yo que siempre observé la forma del cuento a prudente distancia, con una mezcla de respeto y de terror dosificada en partes iguales, me encuentro escribiendo el guión de un cortometraje que dirigiré, si todo sigue bien, en cuestión de un par de meses. El porqué no le importará a nadie más que a mí: digamos que existen productores de cine que estarían más tranquilos si supiesen que puedo lidiar con actores y pegar un plano detrás de otro con cierto tino, y que eso ayudaría a que respirasen a la hora de avalar mi primer largo. Pero más allá de sus atendibles razones, la realidad no me deja otra salida que bajar la testuz y embestir. Con un corto, nada menos. Un relato que no puede durar más de veintinueve minutos, en el más exagerado de los casos, lo cual en materia de guiones equivale a veintinueve páginas. Que debo pergeñar justo yo, que todavía recuerdo la acusación que Jacobo Timerman me arrojaba por la cabeza a diario cuando trabajaba a sus órdenes como periodista: según Timerman, yo sufría de incontinencia tipográfica. Timerman tenía razón. Podría echarle la culpa a mis lecturas y mis películas favoritas. Aun cuando escribo ficción novelística, esto es no cinematográfica, yo escribo en widescreen. Soy uno de esos locos que saldría a la calle a manifestarse por el regreso de las pantallas en 70 mm. (El único graffitti que escribí en mi vida no fue político, precisamente: lo hice en el frente de una escuela pública y decía Fuera Claude Lelouch, en ocasión de la visita a la Argentina que el director de Los unos y los otros hizo en algún momento de los tardíos 80.) Y aunque sigo sosteniendo que no hay mejor forma de ver el cine que en el cine, estoy muy agradecido por la invención de esas maravillosas y anchísimas pantallas planas de TV. Hace un par de días mi hija más chica manifestó su deseo de ver Apocalypse Now, y yo le dije que encantado, que lo haríamos apenas comprase una de esas pantallotas. ¿Cómo apreciar la Cabalgata de las Walkyrias en una pantalla de nimias 29 pulgadas? Perdón por la digresión. Ya veo por qué todos los textos se me ponen largos. Lo que trataba de decir es que me gustan las ficciones literarias que me demandan la dedicación de un tiempo considerable. (¿Últimas lecturas? David Copperfield: 716 páginas en la abigarrada edición de Penguin. Jonathan Strange & Mr. Norrell: 1006 páginas en la edición paperback de Bloomsbury. On Beauty, de Zadie Smith: 442 brevísimas páginas.) Por supuesto que admiro a los grandes cuentistas. Siendo argentino, he sido criado con base en una dieta constante de Borges y Cortázar. Admiro la perfección a que sólo puede aspirar el relato breve. Uno pisa sobre seguro cuando dice que tal o cual relato borgiano es simplemente perfecto, porque no le sobra ni le falta nada, pero siempre se arriesga cuando afirma que tal o cual novela es perfecta, aun tratándose de clásicos. La novela debe ser imperfecta por definición, necesita nuestra complicidad en el trato que debemos entablar con los personajes y eso sólo se logra con el paso del tiempo, con datos y pasajes que pueden ser irrelevantes desde el punto de vista de la información pero que son vitales para aproximarnos a la circunstancia de los protagonistas. Estoy seguro de que Dickens no necesitaba incluir el detalle de las dificultades de Copperfield en el manejo de los empleados domésticos, la novela bien puede prescindir de esos tramos. Pero al leerlos sentí más próximo al personaje, que además me hizo reflexionar sobre lo poco que han cambiado algunas cosas en los últimos dos siglos. (No pretendan convencerme de que ustedes no tienen esos problemas, porque no les creería.) El arte del cuento me fascina. Pero no suelo incursionar en él por dos motivos. El primero es la simple incapacidad personal. Como dije, suelo escribir en widescreen: necesito fondo, contexto, multiplicidad de historias paralelas. Y el segundo deriva, ahora sí, de la libre elección. Las ficciones que amo leer y que me gusta escribir contienen un elemento importantísimo y vital, que es la emotividad. Amo que me conmuevan: con la furia, con el horror, con el amor, con la piedad, me da igual. Y es mucho más fácil crear emotividad manejando formas largas. Aquellos cuentos emotivos que me vienen a la mente de buenas a primeras son más bien largos: bueno, A Perfect Day for Bananafish de J. D. Salinger tiene quince páginas, pero La balada del café triste tiene 70 en mi edición de Bantam, lo cual lo aproxima a la nouvelle. Ya me imagino que me tirarán por la cabeza infinidad de cuentos breves y emotivos y perfectos que leeré de buena gana, pero aun así porfiaré y defenderé mi terreno y seguiré diciendo que la experiencia de leer textos largos me ha marcado más, aunque más no sea porque conviví con la Miss Amelia de Carson McCullers tan sólo un rato mientras que con Copperfield pasé días interminables y maravillosos, al término de los cuales se había convirtido en parte de mi (a Dios gracias extensa) familia espiritual. Soy de los que cree, como Dorothy Parker, que la brevedad funciona mejor en materia de lingerie.

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20 de enero de 2006
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Poesía y crítica

A veces, los editores franceses nos hacen la vida más feliz. Es lo que ocurre con la publicación de Ecrits sur la littérature de Charles Baudelaire. Es una recopilación donde se encuentran muchos de los “escritos sobre la literatura” del poeta francés. Más de seiscientas páginas por ocho euros: “Le Livre de Poche” ofrece un buen negocio. Y además da para pensar, con unas frases de Beaudelaire que ya citaron tres diarios o revistas. “…Tous les grands poètes deviennent naturellement, fatalement critiques… Il est imposible qu’un poète ne contienne pas un critique”. Traducción en mi castellano afrancesado: “todos los grandes poetas se vuelven naturalmente, inexorablemente, críticos … es imposible que dentro de un poeta no se encuentre un crítico”.

¿Es cierto lo que dice Beaudelaire? Si examinamos la pregunta desde Francia en el siglo XX, contestamos sí al mirar a St John Perse o Paul Valéry. Pero optamos por el no si se trata de René Char, Paul Eluard o Louis Aragon. Todas las generalizaciones son falsas, incluida la de Beaudelaire, y la mía también. Pero creo que no se puede rechazar su planteamiento, difícil, mucho más amplio que los apuntes de un blog: existe un vínculo entre poesía y crítica. Me parece cierto. Basta nombrar a dos gigantes para comprobarlo: Derek Walcott y Joseph Brodsky. Grandes poetas y críticos de excepción: hay que releer lo que el uno publicó sobre Robert Frost y el otro sobre Puchkin y Auden. Son críticas para quitarse el sombrero hasta el fin de su vida.

La naturaleza del eslabón que une las dos disciplinas es sencilla: siempre nos equivocamos sobre el papel de la poesía más allá de la literatura. Apunté en un cuaderno mío la frase que pronunció Brodsky, en 1991, al ser designado “Poet laureat” (literalmente: poeta elegido) por el congreso de EE. UU. Era un artista perseguido, había huido de la Unión Soviética de Brejnev y había cambiado de país y de idioma. Tenía una oportunidad tremenda de hacer una declaración política en el contexto que le rodeaba pero se limitó a hacer un brindis a lo que ocupaba su vida: “Poetry is not a form of entertainment, and in sense not even a form of art, but our anthropological, genetic goal, our linguistic, evolutionnary beacon”. (Poesía no es una forma de ocio, y de una cierta manera tampoco es una forma de arte, es nuestra meta antropológica, genética, el faro lingüístico de nuestra evolución).

Cuando un día empieza con preocupaciones como esta, no hay otro remedio que T.S. Eliot: “On Poetry and Poets”. Es crítica sobre poesía y redondea el círculo donde uno va pensando. Para los que no leen el inglés hay un remedio igual, tan bueno de verdad: Jaime Gil de Biedma. Su libro El pie de la letra empieza con un texto “Función de la poesía y Función de la crítica” dedicado a T.S. Eliot. Hay por lo menos dos razones para releerlo. La primera es lo que dice sobre la relación entre poesía y comunicación. La segunda es que confirma la afirmación de Baudelaire: es imposible que dentro de un poeta no se encuentre un crítico.

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20 de enero de 2006
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La chica del pelo rojo

Conocí a Claudia Llosa en el 2000, poco antes de venir a vivir a España y precisamente a causa de ello. Los dos queríamos viajar para estudiar guión de cine. Ella lo supo por un amigo común, y me llamó un día para conocernos y comparar nuestros programas. Al final, no hubo mucho que comparar. El programa al que yo postulaba se cerró, y yo acabé yendo a la escuela de cine de Claudia. Por entonces, ella era una publicista con pelo rojo y sonrisa iridiscente. Usaba unas botas tan altas que caerse le podría haber costado una fractura de cadera. Y frecuentemente llegaba a la clase con una bolsa de compras porque acababa de descubrir una tienda nueva que, simplemente, no podía dejar pasar. Vivía en un apartamento del barrio de Malasaña, donde organizaba fiestas en las que aparecían guitarristas de Senegal y diseñadores portugueses. Iba de vacaciones a la fiesta del orgullo gay de Berlín o al festival de Cannes. En suma, era una de esas personas con tal halo de glamour a su alrededor que sólo podía haber salido de un comercial de televisión. Y sin embargo, sus guiones eran terriblemente sórdidos. Recuerdo uno sobre un hombre que le hablaba a una mujer mientras ella se desangraba en una bañera. Una de las líneas del diálogo decía: “inyéctame tus bragas”. Cuando le pregunté a Claudia por qué decía eso, me respondió que no tenía idea, pero le parecía una frase espectacular. Debe serlo porque aún la recuerdo. Inyéctame tus bragas. Después del master de guión, Claudia se instaló en Barcelona y se dedicó a la publicidad, por supuesto. Mientras tanto, siguió trabajando en el proyecto de largometraje que había empezado en las clases, una historia ambientada en un pueblo de la sierra peruana durante la semana santa. Aparentemente, es verdad que el pueblo se entrega a la barbarie entre el viernes santo y el domingo de resurrección, bajo el supuesto de que Dios ha muerto y no puede verlos. Claudia usó ese escenario para situar una historia de incesto. Yo no la volví a ver mientras trabajaba en este proyecto. Me enteraba de ella por los mails colectivos de nuestros compañeros de clase. Un día, hace un par de años, leí en el periódico que su guión había ganado el premio del festival de La Habana, lo cual implicaba la posibilidad de rodarse si conseguía productor. Era el primer guión de nuestro curso que se rodaría en cine. Eso ya era un gran paso en la carrera de Claudia. Pero meses después supe que a ella ningún director la había convencido, y estaba decidida a dirigir ella misma. Al escucharlo, no supe si Claudia tenía sus ideas muy claras o estaba completamente loca. Sólo volví a encontrarme con ella hace un año, durante un viaje a Madrid, cuando se quedó un par de noches en mi casa. Para entonces, llevaba cuatro años corrigiendo el texto, había formado una productora en Perú y preparaba personalmente el rodaje ahí y la postproducción en Barcelona. Y parecía una persona distinta, más sólida y dueña de sí misma. Su pelo estaba menos rojo y más corto. Daba la impresión de haber crecido mucho más que los cuatro años que la separaban de mis recuerdos. Se lo comenté, y me respondió: “debo haber madurado cuando tuve que vivir sin un centavo”. Ahora, ese guión, cuyas primeras versiones yo escuché en el salón de clases, se ha convertido en Madeinusa, una película seleccionada para el festival de Sundance, que arranca hoy. Sólo 16 filmes entran en la sección oficial, y aparte de ella, sólo una es española: Princesas de Fernando León, una compañía nada desdeñable. El mundo del arte –del cine, el teatro y la literatura- es uno de los más quejumbrosos que conozco. Casi todos los artistas creen que el mundo subvalora su talento, que merecen más de lo que tienen y que el mercado sólo premia la mediocridad. Pero casi nadie hace nada al respecto. Claudia Llosa me ha sorprendido por su capacidad de sacar adelante un proyecto tan monumental como una película a lo largo de cinco años de multiplicarse a sí misma en varios países en los que no conocía a nadie. Pase lo que pase con ella, Madeinusa es ya un éxito: la prueba de que el talento de Claudia se ha abierto paso por sí mismo, pero también de que incluso un talento así necesita estar acompañado por una voluntad capaz de tumbar todos los obstáculos, como una fuerza de la naturaleza con el pelo rojo.

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20 de enero de 2006
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Un poco de esperanza

Ayer bajó a la ciudad el Hombre del Monte. Nos vimos en uno de los escasos cafés de Barcelona que ofrecen vino de calidad en copa aceptable. Fue un Terrer. Este caballero supo muy pronto que tenía un don para la literatura, del mismo modo que Giotto comprendió que debía dedicarse a la pintura o Mozart a la música. Para estas cosas, hay que nacer. Ni corto ni perezoso (espléndida expresión en la que nadie sabe explicar lo de “corto”) decidió emprender una vida de escritor, para lo cual es eminente comer poco y vestir con indulgencia. Lo principal en la carrera de escritor es no gastar un duro, todo lo demás es accesorio. Así que, tras pagar los derechos reales, se subió a la montaña para ocupar un viejo caserío de la familia, destartalado, pero con presencias faulknerianas. Aunque es todavía joven, ha publicado una docena de novelas, ensayos, cuentos, biografías, con mayor o menor repercusión pública, aunque sigue teniendo que contar las monedas a fin de mes en plan mercader flamenco con balancilla. Su prosa, que ya era muy buena en la juventud, se ha ido fortaleciendo y musculando como los cazadores profesionales que desde muy pequeños andan ojo avizor entre las breñas. Su prosa ha adquirido ese inconfundible aroma de leña quemada y brezo entre nieblas que suele adornar a los perros conejeros. Mientras tanto ha aprendido griego clásico, alemán y un poco de arameo, esta última y utilísima lengua gracias a un cura aficionado a lo veterotestamentario, que también transita por aquellos peñascales y con el que hace intercambio de saberes. Ahora tiene un libro traducido al alemán (pero no publicado en España) y va a editar otro en Portugal (pero no en España), porque éste es un país muy burro. A mi modo de ver, tanto el Hombre del Monte, como aquel Hombre de las Focas y de los Pingüinos de hace un mes, mantienen viva la dignidad de la literatura. Son admirables (sin concepto, como decía Pierce) y permiten conservar la confianza en un arte que últimamente parece haberse originado en Occidente para producir superventas.

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20 de enero de 2006
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La verdadera Babel

Es un suplemento del diario Financial Times. Fecha: 7 de enero del 2006. Es un poco tarde para descubrir algo que me interese, pero en el momento de tirar el papel a la basura descubro una maravilla: un artículo dedicado a una vieja base de datos. Fue creada en 1931 por la Sociedad de las Naciones en Ginebra. La Unesco se encargó de ella en 1946. Informatizada hace un cuarto de siglo, todavía no tiene conexión con la red de Internet. Se llama «Index Translationum», según el artículo, y contesta a una única pregunta: ¿Quién es el autor que más traducciones tiene en el mundo? Respuesta: Walt Disney.

Lo más extraño no es tanto la existencia de aquella base de datos. Saber cómo circulan los libros parecía ser un dato importante en el momento de organizar el mundo para eludir una repetición de la primera guerra mundial. No, lo más increíble es mantener, a lo largo de tantos años, el censo de las traducciones en el mundo. El método utilizado, que recopila una por una cada traducción, favorece a los autores que más libros publicaron. Para dar un ejemplo, después de cerrar con el séptimo y último libro su serie de los Harry Potter, J.K. Rowling tendrá que esperar la traducción de cada uno de sus libros a ciento cincuenta idiomas, para figurar entre los cincuenta autores más traducidos. Por el momento, detrás de Disney, vienen: Agatha Christie, Julio Verne, Vladímir Lenin y Enid Blyton (la autora de los libros juveniles sobra la banda de los cinco).

De manera global, entre los cincuenta primeros hay muchos autores de cuentos como los hermanos Grimm o Perrault. Autores de novelas policiacas tienen también una presencia fuerte. El censo es lo suficiente fino como para ubicar el Nuevo Testamento en la posición número trece, mientras La Biblia entera sale en el rango veintidós de la clasificación y el Antiguo Testamento, en el cuarenta. En el otro bando, Lenin con su cuarta posición aplasta a Carlos Marx, treinta, y Engels, treinta y seis.

Claro que el inglés sale muy favorecido. Entre los cincuenta autores más traducidos, veintiseis utilizan el idioma de Shakespeare. Seis tienen el francés como herramienta y otros seis el alemán. Aparte de La Biblia (me parece difícil opinar que tiene un autor) solo hay europeos o norteamericanos entre los cincuenta autores más traducidos en el mundo. Y aquí viene el dato esencial: ni uno solo escribe en español…

¿Y la lengua francesa? Además de Julio Verne, tiene cuatro representantes: Dumas, decimosexto; Simenon, decimoctavo; Goscinny, en el puesto veintiuno, y Charles Perrault, en el cuarenta y dos. En cuanto a la geografía, se redibuja rápidamente: exceptuando la redacción de La Biblia, todos los textos contabilizados provienen de autores europeos o norteamericanos.

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19 de enero de 2006
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