Marcelo Figueras
Yo que siempre observé la forma del cuento a prudente distancia, con una mezcla de respeto y de terror dosificada en partes iguales, me encuentro escribiendo el guión de un cortometraje que dirigiré, si todo sigue bien, en cuestión de un par de meses. El porqué no le importará a nadie más que a mí: digamos que existen productores de cine que estarían más tranquilos si supiesen que puedo lidiar con actores y pegar un plano detrás de otro con cierto tino, y que eso ayudaría a que respirasen a la hora de avalar mi primer largo. Pero más allá de sus atendibles razones, la realidad no me deja otra salida que bajar la testuz y embestir. Con un corto, nada menos. Un relato que no puede durar más de veintinueve minutos, en el más exagerado de los casos, lo cual en materia de guiones equivale a veintinueve páginas. Que debo pergeñar justo yo, que todavía recuerdo la acusación que Jacobo Timerman me arrojaba por la cabeza a diario cuando trabajaba a sus órdenes como periodista: según Timerman, yo sufría de incontinencia tipográfica.
Timerman tenía razón.
Podría echarle la culpa a mis lecturas y mis películas favoritas. Aun cuando escribo ficción novelística, esto es no cinematográfica, yo escribo en widescreen. Soy uno de esos locos que saldría a la calle a manifestarse por el regreso de las pantallas en 70 mm. (El único graffitti que escribí en mi vida no fue político, precisamente: lo hice en el frente de una escuela pública y decía Fuera Claude Lelouch, en ocasión de la visita a la Argentina que el director de Los unos y los otros hizo en algún momento de los tardíos 80.) Y aunque sigo sosteniendo que no hay mejor forma de ver el cine que en el cine, estoy muy agradecido por la invención de esas maravillosas y anchísimas pantallas planas de TV. Hace un par de días mi hija más chica manifestó su deseo de ver Apocalypse Now, y yo le dije que encantado, que lo haríamos apenas comprase una de esas pantallotas. ¿Cómo apreciar la Cabalgata de las Walkyrias en una pantalla de nimias 29 pulgadas?
Perdón por la digresión. Ya veo por qué todos los textos se me ponen largos.
Lo que trataba de decir es que me gustan las ficciones literarias que me demandan la dedicación de un tiempo considerable. (¿Últimas lecturas? David Copperfield: 716 páginas en la abigarrada edición de Penguin. Jonathan Strange & Mr. Norrell: 1006 páginas en la edición paperback de Bloomsbury. On Beauty, de Zadie Smith: 442 brevísimas páginas.) Por supuesto que admiro a los grandes cuentistas. Siendo argentino, he sido criado con base en una dieta constante de Borges y Cortázar. Admiro la perfección a que sólo puede aspirar el relato breve. Uno pisa sobre seguro cuando dice que tal o cual relato borgiano es simplemente perfecto, porque no le sobra ni le falta nada, pero siempre se arriesga cuando afirma que tal o cual novela es perfecta, aun tratándose de clásicos. La novela debe ser imperfecta por definición, necesita nuestra complicidad en el trato que debemos entablar con los personajes y eso sólo se logra con el paso del tiempo, con datos y pasajes que pueden ser irrelevantes desde el punto de vista de la información pero que son vitales para aproximarnos a la circunstancia de los protagonistas. Estoy seguro de que Dickens no necesitaba incluir el detalle de las dificultades de Copperfield en el manejo de los empleados domésticos, la novela bien puede prescindir de esos tramos. Pero al leerlos sentí más próximo al personaje, que además me hizo reflexionar sobre lo poco que han cambiado algunas cosas en los últimos dos siglos. (No pretendan convencerme de que ustedes no tienen esos problemas, porque no les creería.)
El arte del cuento me fascina. Pero no suelo incursionar en él por dos motivos. El primero es la simple incapacidad personal. Como dije, suelo escribir en widescreen: necesito fondo, contexto, multiplicidad de historias paralelas. Y el segundo deriva, ahora sí, de la libre elección. Las ficciones que amo leer y que me gusta escribir contienen un elemento importantísimo y vital, que es la emotividad. Amo que me conmuevan: con la furia, con el horror, con el amor, con la piedad, me da igual. Y es mucho más fácil crear emotividad manejando formas largas. Aquellos cuentos emotivos que me vienen a la mente de buenas a primeras son más bien largos: bueno, A Perfect Day for Bananafish de J. D. Salinger tiene quince páginas, pero La balada del café triste tiene 70 en mi edición de Bantam, lo cual lo aproxima a la nouvelle. Ya me imagino que me tirarán por la cabeza infinidad de cuentos breves y emotivos y perfectos que leeré de buena gana, pero aun así porfiaré y defenderé mi terreno y seguiré diciendo que la experiencia de leer textos largos me ha marcado más, aunque más no sea porque conviví con la Miss Amelia de Carson McCullers tan sólo un rato mientras que con Copperfield pasé días interminables y maravillosos, al término de los cuales se había convirtido en parte de mi (a Dios gracias extensa) familia espiritual.
Soy de los que cree, como Dorothy Parker, que la brevedad funciona mejor en materia de lingerie.