Félix de Azúa
Le gustan las películas de Schwarzenegger, pero sabe que no deberían gustarle dado el tipo de gente que frecuenta. Desde luego, podrían gustarle como a millones de admiradores de Schwarzenegger, pero él no cree pertenecer a ese grupo. A él le gustan de otra manera, de un modo peculiar, inteligente, por así decirlo, y en consecuencia no tiene empacho en decir públicamente ante sus amigos que a él le gustan las películas de Schwarzenegger.
De todos modos, no lo dice así, directamente, como lo diría alguien a quien de verdad le gustaran las películas de Schwarzenegger, sino con el añadido de una casi imperceptible mueca o tonalidad de la voz que indica la abismal distancia que media entre él diciendo que le gustan las películas de Schwarzenegger y cualquier otra persona que diga exactamente lo mismo.
Si la señal casi imperceptible alcanza la inteligencia del oyente, entonces éste pasa de la estupefacción o el horror a la complicidad. El amigo puede entonces decir que a él también le gustan mucho las películas de Schwarzenegger.
Sin embargo, el interlocutor nunca sabrá si a su amigo le gustan de verdad las películas de Schwarzenegger, o si dice que le gustan, aunque en realidad le gustan y no se atreve a decirlo, de manera que se esconde diciendo que le gustan.
Los interlocutores han sido atrapados por un mecanismo tremendamente efectivo con el que se construye todo intercambio social, casi toda la información política y buena parte de la pasión amorosa.