Marcelo Figueras
Acabo de regresar de Puerto Rico. Me invitaron a dar una charla sobre la adaptación de novelas al cine, dado que durante el fin de semana se exhibió en San Juan Rosario Tijeras, que escribí a partir de la novela de Jorge Franco. La experiencia fue gratificante. Nunca había visitado la isla, este estado libre asociado lleno de gente maravillosa que dice cosas como: “No puedo ir a la beach, todavía no estoy en shape”, y que vive inventando neologismos. (El que más me gustó fue gufear, a partir de la palabra goof, que significa tonto en inglés: el verbo gufear implica, pues, tomar a alguien por tonto. A no ser que me hayan gufeado a mí, y que la palabra signifique otra cosa en realidad.)
La charla formó parte de la Octava Muestra de Cine y Literatura, dirigida por José Artemio Torres, que lejos de tratarme como a un invitado formal me convirtió en parte de su familia. Toda la gente que conocí por su intermediación (productores, directores, guionistas, editores y funcionarios del cine local) me pareció abocada con celo impar a la creación y difusión del cine de la isla. Su pasión no me sorprendió, como tampoco el tenor de su indefensión ante los Grandes Monstruos de la Industria Cinematográfica Internacional. (O sea Hollywood.) Esto es algo con lo que me topo en cada país latino que visito: la misma situación, los mismos problemas, las mismas quejas. Los cineastas de América Latina vivimos como si estuviésemos solos, como si nuestra problemática fuese única en el continente. Todos luchamos contra molinos de viento, a menudo ayudados por subvenciones estatales que colaboran con la realización de las películas pero no solucionan los problemas de distribución ni de exhibición. Ahogados por nuestros problemas individuales, no terminamos de percibir que al uruguayo le ocurre lo mismo, y al chileno, y al brasileño, y al colombiano, y al mexicano –y por supuesto, también a los amigos de San Juan. Las películas que se hacen en un país raramente llegan a otro, a pesar de que cuentan historias que podrían ser compartidas y comprendidas con facilidad, dado que nacen de situaciones estructurales similares. En cada uno de nuestros países nos sentimos felices cuando alguna de las majors (las grandes distribuidoras de los Estados Unidos) compra nuestra peli, porque eso ayuda a mejorar sus chances en el estreno local; pero ignoramos, o preferimos no ver, que la misma major no hará esfuerzo alguno por estrenar nuestra peli en otros territorios porque su prioridad es Spiderman 3, o Superman Returns, o cualquier otra de sus propias superproducciones.
Yo sueño con que encontremos una forma de hacer circular nuestras películas por territorio latinoamericano. Este continente es un mercado millonario en materia de público, que le regalamos a diario a productos que ya vienen amortizados desde su propio territorio, y que ha menudo recuperaron su inversión por preventas internacionales, ¡incluso antes de su estreno! No pretendo que ganemos con el cine latinoamericano lo que sería lógico y esperable, dado que está probado que cuando se la enfrenta con una película local o cuanto menos latina, el público prefiere ver una de sus películas, un film que hable de ellos y de sus vidas, antes que ver el tanque hollywoodense de turno. Pero sí aspiro a que nos encontremos a debatir ideas, a que busquemos formas de sortear las legislaciones locales para encontrar modalidades de beneficio común y a que privilegiemos la difusión de nuestras películas en nuestros territorios, aun cuando no ganemos lo que sería justo o, en fin, lo que necesitaríamos para crecer. Es una lucha de David contra Goliat, eso está claro. Lo trágico sería que no advirtiésemos que los Davides somos muchos, y que si nos uniésemos la lid sería más justa.
No estamos solos. Somos muchos. Quizás sea hora de que empecemos a actuar como si lo supiésemos.