Félix de Azúa
“Hola mamá, buenos días”
“Mira, acabo de ver pasar a tu padre sin el tridente, ha vuelto a dejarse el tridente en el océano”
“¿Estás bien? ¿Tienes frío?”
“No sé qué va a hacer ahora sin el tridente. No debería salir sin el tridente, parece un don nadie. Y todo mojado…”
“No te asustes, sólo te estoy desenredando el pelo. Estate quieta”
“Hace una semana, cuando la boda, también se presentó sin el tridente. Fue muy comentado, claro, tu padre sin tridente es de una vulgaridad…”
“Ya lo sé, mamá. Me lo dijiste el mes pasado. Te ha dado fuerte con lo de Neptuno”
“¿Has llamado a la puerta? Tienes que llamar a la puerta. No debes entrar sin llamar. Aquí todo el mundo entra sin llamar, como si yo no existiera”
“He llamado”
“Pues para algo habrás venido. ¿Ya has tomado una decisión?”
“Pues claro que sí”
“Entonces, ¿te vas a casar conmigo, sí o no? Me gustaría conocer tus intenciones”
“No puedo casarme contigo, mamá, soy tu hija”
“Además, siempre sales sin el tridente y haces el ridículo, ¿me oyes? El-ri-dí-cu-lo”
Las conversaciones con pacientes de Alzheimer, oídas de improviso en un parque, en un hospital, en el metro (ésta la pillé en unos almacenes), son tan conmovedoras como nuestras obras de arte.
La nuestra es una civilización enferma de Alzheimer.