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A propósito de bustélidos

Un Hombre Muy Importante de Madrid me reprochaba hace poco la visión catastrofista y negativa que había yo manifestado en un articulo, en el que decía que millones de jóvenes están en el límite de la miseria, que las grandes compañías estafan a sus clientes, que los partidos sólo protegen sus propios intereses, etcétera, etcétera, y añadía que eso era mentira. Este cerebro privilegiado aseguraba que escribir estas cosas era ir contra el progreso y por lo tanto “reaccionario”.

Entre los españoles hay una obsesión por calificar. Nos encanta decir de alguien que es reaccionario, neocón, facha, progre, rojo o hermafrodita. Es evidente que ninguno de estos calificativos tiene sentido, sobre todo en una sociedad como la nuestra en la que lo único que tiene sentido es sobrevivir, pero lo hemos heredado de nuestra historia. Protestantes, viejos cristianos, de noble estirpe, hereje, maricón, judío, marrano, limpio de sangre, hidalgo, meapilas, rastacueros. En fin, la sociedad española ha sido siempre una sociedad de castas, clientelas, tribus y secuacidades viscerales. Al que no es de tu cuerda, hachazo.

Mi adversario es un molusco bivalvo de los que se agarra a la roca del poder cuando nace y ya no la suelta hasta la muerte. Sin embargo, me acusaba a mi de reaccionario porque no creo en el progreso. No se ha enterado de que lo del progreso se terminó en el siglo XVIII. Y también porque desanimo mucho a la gente diciendo lo que digo. Tendrá que enfrentarse a algo más que a un articulo en El País.

Con un notable número de encuestados, dos sociedades francesas del máximo rigor sociológico (Cevipof e Ifop) han realizado un trabajo sobre casi 6.000 personas para averiguar el tono de los ciudadanos franceses.

Un 76% cree que los jóvenes tienen menos posibilidades de salir adelante en la vida que sus padres. Esta cifra es una enormidad e indica lo negro que ve el futuro una masa de gente en Francia que podemos calificar de “crítica”. Si a eso se añade que un 52% cree que su país está «en decadencia», puede darse por seguro que la gente anda de muy mal café.

Peor aun es el 69% que afirma no confiar ni en la derecha ni en la izquierda, es decir, que rechaza absolutamente a todos los partidos. O lo que es lo mismo, que no ven quién pueda sacarles del pozo. De cada diez franceses, siete le han dado la espalda a los partidos. La democracia europea está en estado comatoso.

Es más o menos lo que yo venía a decir en mi artículo. De modo que el Hombre Sumamente Importante, más que descalificarme, debería explicar por qué casi el 80% de los franceses son reaccionarios según su sistema de medir la progresía.

Los calificativos suelen esconder mala conciencia. El hombre de convicciones débiles se escuda en ellos. Quien acusa a alguien de facha suele ser un intolerante, y el que cree insultar a otro llamándole neocón está deslumbrado por los neoconservadores de los que por otra parte apenas sabe nada, del mismo modo que quien cree que «rojo» es un insulto ha de ser porque le dan mucho miedo los rojos. Los calificativos, como estas páginas, son boomerangs que de paso califican a quien los emplea.

Los Hombres Muy Importantes de Madrid suelen andar por la vida calificando como si fueran entomólogos. Desde su altura, nos ven a los demás como insectos y les encanta poner agujitas y tarjetitas con nuestra definición: reaccionario, bolchevique, catolicón, derechista, izquierdoso.

Es cierto que somos despreciables, ni siquiera hemos aspirado a un ministerio… De todos modos, la verdad es que a este bustélido, que lo ha implorado desde que tiene uso de razón, no se lo dieron. Tampoco son tan tontos.

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18 de mayo de 2006
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En busca de Eduardo

Aún guardo una foto en la que aparezco a los ocho años metido en un sleeping bag con dos amiguitos del colegio que se habían quedado a dormir en casa. El mayor, Eduardo, era mi mejor amigo de la escuela. El más pequeño era su hermano Aaron. Desde mi regreso al Perú, esa foto fue lo único que me quedaba de mi antigua vida mexicana. Alguna vez le escribí a Eduardo, pero él no contestó. Y eso fue todo.

Por entonces, el que todos decían que era mi país estaba en guerra. Vivíamos oyendo las bombas. Comprábamos velas para los apagones. Salíamos hasta temprano debido a los toques de queda. El periódico nos traía muertos nuevos cada día. Llegado un punto, no había ni agua. Yo nunca entendí por qué nos habíamos ido de México, el lugar que para mí representaba la felicidad. En México, además, yo estudiaba en un pequeño colegio laico y mixto. En Perú pasé a un gigantesco colegio religioso de hombres, aspirantes a sementales a los que les manaban las hormonas por las orejas. En esas circunstancias, Eduardo se convirtió en el rostro del paraíso perdido.

Quince años después, durante mi primer regreso a México, visité mi antiguo colegio. Me costó encontrarlo, porque el payaso gigante que decoraba su fachada se había convertido en una sobria pared azul. Pero ahí estaba. Era mucho más pequeño que en mis recuerdos. Y aún estaba ahí Miss Mercedes, la profesora que yo mejor recordaba.

Miss Mercedes no podía creer que yo era yo. Se acordaba bien de mí, aunque creía que era chileno. Al reconocerme, convocó a los pequeños que jugaban por el patio y me presentó como un ejemplo. Les dijo que así quería verlos a todos algún día, regresando al colegio de sus primeros años. Los niños, en realidad, se querían ir a jugar. Yo me sentí un poco avergonzado.
Le pregunté por Eduardo Suárez, pero no sabía nada. Los últimos datos que figuraban en el archivo del colegio eran dos números de teléfono inutilizados. Alguien dijo que se había mudado a Cuernavaca. Por supuesto, un nombre como Eduardo Suárez no es algo que puedas buscar en la guía telefónica de una ciudad con más de veinte millones de habitantes en la que esa persona ni siquiera vive.

Me olvidé del tema hasta que regresé a México para promocionar mi libro. Entonces se me ocurrió una idea tomada de los programas de gente que busca a gente. En el primer noticiero de gran audiencia al que asistí, en Televisa, el periodista Carlos Loret de Mola me permitió decir frente a la cámara:

-Si te llamas Eduardo Suárez, tienes 31 años y asististe al colegio Ann Mansfield Sullivan, es probable que seas mi primer amigo y que yo te esté buscando. Por favor, ponte en contacto con este programa.

En ese momento, en Cuernavaca, una mujer sentada frente al televisor pegó un grito:

-¡Eduardo, creo que en la tele están hablando de ti!

Tres días, después, por intermedio de Azucena, la productora del programa, Eduardo Suárez asistió a la presentación de mi libro y cenó conmigo. El encuentro no sólo fue emotivo, sino también sorprendente. Nuestras vidas habían discurrido paralelamente. Guardaba la misma foto que tengo yo, la del sleeping bag. Sus padres se divorciaron al mismo tiempo que los míos. Había emigrado a Australia poco después que yo. Había vuelto a México al mismo tiempo que yo me instalaba en Barcelona. Ahora, él mismo planea mudarse a Barcelona. Pero lo más increíble es que el día que hice mi anuncio en la televisión era su cumpleaños número 32. Se despertó con la noticia de que yo lo estaba buscando.

-¿Te acuerdas de Oli?
-Uno güero ¿No?
-Un imbécil. No hacía más que fastidiar. Tuve pesadillas con él hasta mucho después de regresar al Perú. Soñaba que yo llegaba al colegio desnudo y él estaba vestido de Supermán y se burlaba de mí. Pero no era rubio. Tenía el pelo negro.
-¡Ese era Micky! Oli no se metía con nadie. Siempre estaba dormido.
-Es verdad. Era el imbécil de Micky. ¿Y cómo se llamaba esta chica… la morena de lentes?
-Jimena… creo. 
-Qué fea era la pobre…

Es difícil explicar el tipo de emociones que lo embargan a uno en estos casos. No se trata sólo de Eduardo, sino de un mundo perdido. Desde que abandoné ese país, de mi niñez en México no quedó nada. Nadie con quién hablar ni recordar. Era un espacio en blanco, una realidad que iba apagándose de olvido. El encuentro con Eduardo fue como confirmar que ese mundo había existido, que había otro testigo del niño que alguna vez fui yo. Fue, de alguna manera, como descubrir que uno está vivo. O al menos, que lo estuvo alguna vez.

En su ejemplar de la novela, escribí: “Para Eduardo, porque he esperado veinte años para firmarte este libro”. Creo que es la dedicatoria más sincera que he escrito en mi vida.

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18 de mayo de 2006
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El cine es mi religión

Siempre creí que el cine era una experiencia religiosa. Y no de cualquier religión, sino de una muy específica, y en un tiempo específico: el primer cristianismo, aquel de las catacumbas. Por la oscuridad en que transcurrían las reuniones, por la consagración a algo que aparece más grande que la vida misma, por la consciencia de formar parte de un culto para iniciados y –last but not least- por la veneración debida a un narrador perdurable, en este caso Jesús; el hombre hablaba en parábolas porque conocía el valor que la gente concede a las buenas historias. En lo profundo de aquellos túneles iluminados por velas, los primeros apóstoles también contaban historias, las historias de Jesús y sobre Jesús. Ellos, los portadores de la luz, fueron antecesores de los Lumiére. 

Volví a pensar en esto al leer el libro Down And Dirty Pictures: Miramax, Sundance and the Rise of Independent Film, de Peter Biskind. Al relatar la consagración de Quentin Tarantino en los años 90, Biskind define el momento en que el cine dejó de ser aquella religión de catacumbas: “Con el advenimiento del video, una cultura de la escasez se transformó del día a la noche en una cultura de la abundancia, despojando al cine de su halo hierático, la mística de la imagen que había inspirado a críticos católicos como André Bazin… El video fue para el cine como la Reforma protestante. Considerado desde siempre un ‘arte democrático’, el video lo democratizó aún más, convirtiendo en irrelevantes a los intermediarios: los críticos / maestros, los sacerdotes de la religión del cine”. Al rechazar a los académicos, los nuevos cinéfilos rechazaron también a las películas de las que eran campeones. Por eso “adolescentes tardíos como Tarantino prefieren sus películas de artes marciales antes que Eisenstein o Renoir”, dando lugar a lo que Biskind define como “un nuevo brutalismo”.

No me disgusta el hecho de que cada cinéfilo arme su propio panteón sagrado; a esta altura me siento más gnóstico que católico oficial, así que creo que cada persona puede experimentar la divinidad sin necesidad de intermediarios. (Procedo de la misma forma con la literatura, que es mi otra religión: a sus sacerdotes, aquellos que se creen dueños de la Verdad literaria, también me los paso por el forro.) Pero el cambio que posibilitó el video no se limitó al acceso a los títulos del cine, sino también a las cámaras. El desarrollo de la tecnología digital hace de cada persona un director potencial. En los últimos tiempos causó sensación un documental autobiográfico llamado Tarnation, armado básicamente a partir de videos familiares: lo que importa no es tanto el soporte o el origen del material, sino la construcción del relato.

Lo que no ha cambiado demasiado es la circulación del material. Cualquiera puede armar su propia película, pero eso no significa que pueda exhibirla en las mismas pantallas que difundirán El código Da Vinci. Lo cual demuestra que todo cineasta potencial sigue sujeto a la autoridad de distribuidores y exhibidores. Es verdad que existe internet, otra instancia democratizadora; pero para que alguien vea mi película si la cuelgo allí necesito que se entere de que existe, y esto supone alguna forma de publicidad. Así como los sacerdotes contaban con el poder secular para que pusiese en caja a los herejes, los fabricantes del cine industrial cuentan con sus propios socios capitalistas, los dueños de las bocas de exhibición.

Quizás algún día la Reforma triunfe y esta religión del cine se transforme en un instrumento de iluminación para todos y cada uno de los que se asomen a ella. Pero por el momento seguimos batallando con aquellos que aseguran tener el copyright de dios.

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18 de mayo de 2006
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Una saludable falta de respeto

Obedeciendo los consejos de mi colega J.-Fr. Fogel, me puse a leer la inmensa Histoire égoïste de la litterature française de Charles Dantzig (¡casi mil páginas!) y como ya nos había advertido a sus lectores, en efecto, estoy maravillado. Reír a carcajadas con una historia de la literatura no pasa todos los días. Dantzig, además, tiene un inmenso conocimiento de lo que ama.

Me admira el tono desabrochado, ácido, realmente egoísta del autor, grabado al acero en una prosa que oscila entre Pascal y Liberation. Su manera de tratar a las vacas sagradas es inconcebible en España. No se esfuerza por ser educado y caer simpático, sólo quiere expresar del modo más directo y salvaje sus emociones como lector compulsivo, sin separar el momento de la adoración y el momento del odio.

A modo de ejemplo, traduzco un párrafo dedicado a Colette para que se animen los editores españoles.

Dado que en sus últimos años se había convertido en una vieja dama que sólo hablaba de confituras, todo el mundo decidió que era una anciana deliciosa. Esta grandísima astuta sabía ocultar su egoísmo, que no era pequeño, y como un gordo abejorro nunca dejó de estar sumamente pendiente de sus placeres, primero los carnales, luego los digestivos. Colette era un vientre. En pocas palabras, era asquerosa. ¡Ah, cómo comprendo, cada vez que la leo, la ira de Baudelaire contra George Sand! El instinto, la lujuria, el género hembra, la glotona que sucede a la insumisa, esas páginas que parecen sábanas arrugadas, manchadas de semen y croissant con mantequilla! ¡Vieja coqueta natural a la manera de la Sevigné, falsa compasiva, degolladora de pollos! ¡Puaf, puaf, puaf!”.

No importa ahora si el juicio es o no es justo, si es o no es misógino, si exagera o no exagera la abyección moral de Colette. Lo que importa, a mi modo de ver, es la intimidad con la que detesta a Colette, su implicación casi corporal, como si hablara de una tía materna, una prima o una novia que nunca le hizo el menor caso y a la que abraza en sueños húmedos y violentos.

Lo que me gusta de Dantzig es esa música pasional y desolada del que ama sin esperanza.

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17 de mayo de 2006
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Fruta extraña

¿Cuáles son las canciones más tristes del mundo? El flamante libro de Tom Reynolds I Hate Myself and I Want to Die: The 52 Most Depressing Songs You’ve Ever Heard trata de responder esa pregunta. Entre su selección figuran algunas canciones obvias: Strange Fruit interpretada por Billie Holliday, Prayers for Rain de The Cure y hasta la versión que Celine Dion hizo de All By Myself. Pero por supuesto, cada uno de nosotros podría confeccionar su propia lista. Y eso sin necesidad de entrar en la discusión que el libro presenta, porque una cosa son las canciones depresivas, como el título las define, y otra muy distinta las canciones tristes –que son las que yo prefiero.

En mi lista seguramente figuraría la versión del Aleluya de Leonard Cohen interpretada por Jeff Buckley. (Tardé varios meses en dejar de llorar cada vez que la escuchaba, y eso que la oía varias veces al día.) Cuando era más chico me pasaba con algunas canciones de Simon & Garfunkel, como Scarborough Fair / Canticle, The Boxer y The Only Living Boy in New York. Aunque imagino que en buena medida la melancolía adolescente tuvo mucho que ver, siguen siendo canciones de una tristeza exquisita.

Tampoco podría faltar Romance de Curro el Palmo, del disco que Serrat le dedicó a los poemas de Miguel Hernández. ¿Es posible concebir un verso final más triste que: “Tanto penar para morirse uno”? Charly García aportaría varias melodías: Rasguña las piedras de su época de Sui Generis, una canción dirigida a una amada muerta y enterrada (“Y escarbo hasta abrazarte / Y me sangran las manos”), y Viernes 3 A.M. de su etapa con el grupo Serú Girán, que no es otra cosa que la crónica de un suicidio. Su último verso dice simplemente: “Los que no pueden más / Se van”.

Las canciones tristes de The Smiths, y de Morrissey como solista, deberían tener un libro aparte puesto que son y han sido su especialidad. Páginas como Reel Around the Fountain, Last Night I Dreamt That Somebody Loved Me y November Spawned a Monster elevan la tristeza a la categoría de arte. Algo parecido podría predicarse de R.E.M., el grupo de otros apóstoles de la melancolía: entre sus canciones tristes prefiero Nightswimming, que es simplemente una de mis canciones favoritas.

Se me ocurren otras miles. My Funny Valentine en la versión de Chet Baker. Clouds, de Joni Mitchell. Luka, de Suzanne Vega. Not Dark Yet, de Bob Dylan. Y por favor, no me hagan meterme con el tango. Deben existir pocas cosas más desoladoramente tristes que Gardel cantando Sus ojos se cerraron: “Por qué sus alas tan cruel quemó la vida / Por qué esa mueca siniestra de la suerte / Quise abrigarla y más pudo la muerte…”.

Una de las condiciones sine qua non de la perfecta canción triste es ese matiz que, precisamente, la separa de una canción depresiva. Aún en su infinita tristeza, las canciones que prefiero incluyen una dosis de alegría. Y no cualquier alegría, sino una alegría profunda y contemplativa, la que se desprende de los momentos en que uno observa la vida con perspectiva y comprende que en sus circunstancias definitorias es siempre así, triste y alegre a la vez, que nos pone en simultáneo lágrimas en los ojos y sonrisas en la boca; esa clase de emociones complejas que la ópera alcanza con tanta facilidad. En esta cuestión es inevitable coincidir con Billie Holliday: la vida es, en efecto, un fruto extraño.

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17 de mayo de 2006
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Lecciones para ser una estrella

La primera vez que vi a Xavier Velasco fue en la televisión española, cuando recibió el premio Alfaguara 2003. Llevaba un traje Armani y una mirada psicótica, y con sus ojillos degenerados recitaba:

-La literatura no quiere que la respetes… la literatura quiere que le toquetees, que la tomes, que la violes…

Por entonces, Xavier solía amenizar las presentaciones de sus libros con “happenings porno artísticos”.

Yo pensaba que un ser como él sólo podía haber bajado de Marte. Y tuve la ocasión de comprobarlo personalmente el año pasado, durante la feria de Guadalajara. Xavier tenía una suite en el Hilton con minibar y otros placeres que se convirtió en la “Casa Abierta al Pueblo Xavier Velasco”. A partir de medianoche, por ahí desfilaban escritores del crack, músicos de Molotov, alcohólicos peruanos y toda la fauna que estas ocasiones convocan. Yo pasé ahí todas las noches de la feria. Cuando ya me iba, alguien me preguntó si me había gustado el centro histórico de la ciudad. Yo dije:

-¿Hay un centro histórico?

Con frecuencia, durante las tertulias del salón Velasco, saltaba la alarma antiincendios y los empleados del hotel subían a ver qué ocurría. Pero pronto comprendieron que toda la vida de Xavier es un gigantesco incendio con fuegos artificiales y luces de colores.

Para empezar, su ropa: Xavier presentó su libro con una corbata violeta, una especie de frac, un micrófono inalámbrico y unos memorables zapatos rojos con suelas amarillas, ante un auditorio atestado. El concepto que tiene Xavier de sus lectores es similar al de los fans de una estrella de rock, y los atiende como a tales. Su presentación era un concierto. Y se dedicó largamente a cada uno de los que hicieron una interminable fila para que les autografiase el libro. La feria cerró a las nueve, pero él se quedó con sus lectores hasta las diez y media en el lobby del hotel.

La última vez que vi a Xavier fue en Monterrey, a donde fue para presentar mi libro. Venía de Boston y traía un camiseta bahiaza de Olodum y una bolsa de compras más grande que su maleta. Había comprado un afiche tridimensional de Green Day, un muñeco plástico de Napoleón Dinamyte, una colección de spaghetti westerns en DVD, una yarda de cerveza con el logo de Coca Cola. Y eso sólo hasta donde llegué a ver. Cuando nos sentamos a beber una copa, le dije:

-Veo que todavía te queda el dinero del premio.
-No mames, güey, sólo me duró dos años.
-¿Y qué te compraste?
-No me acuerdo. Cuando me dieron el premio dije que lo peor que podía ocurrir era que me gastase el dinero en tonterías. Pero eso fue lo que hice.    
-¿Por qué no te compraste una casa al menos?
-Porque no me alcanzaba. Mi casa tiene cuatro dormitorios, jardín, terraza y dos perros que pesan más de cien kilos. Para vivir como quiero, sólo puedo alquilar.

Dos copas después:

-Cuando estés de gira, ten cuidado. Estás entrando en el mundo de las groupies. Y son un lío. Peligrosísimas. No te acuestes con ninguna.
Dos copas después.
-¿Sabes qué? Qué tontería. Acuéstate con todas.
-¿Tú te acostaste con muchas?
-Sobre todo con una que conocí en Guayaquil. Pero me la llevé a Perú y a Panamá.
-¿Le pagaste los pasajes? Eso no es una groupie. Eso es amor.
-No. Eso es que tenía el dinero. Ahora que lo pienso, ya sé en qué lo fui tirando.

Xavier no ha publicado una novela desde que ganó el premio. Él dice que todo el dinero que te dan es sólo para que sobrevivas durante todo el tiempo en que no vas a escribir. A pesar de eso, en la editorial no están preocupados. Una de sus editoras me dice:

-Xavier no es problema: lleva tres años vendiendo el mismo libro, pero es que se sigue vendiendo. Y tiene un público muy fiel, que lo sigue por todas sus presentaciones de libros.

No es fácil conseguir eso, porque te obliga a ser como Xavier: una estrella a tiempo completo, una estrella cuando estornuda y hasta cuando va al baño, una estrella desde que se levanta hasta que se acuesta. Y, me consta, se acuesta tarde.       

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17 de mayo de 2006
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La risa de Tracy

La semana pasada, comentando lo que escribí sobre el pianista y compositor Bob Telson, Ana María Berasategui se permitió dudar del valor que las cosas bellas poseen en esta vida. Es verdad que yo exageraba, diciendo que los que crean cosas bellas –como obras de arte, puntualmente- hacen girar al mundo. No era mi intención refutar a los científicos, tan sólo pretendía subrayar la importancia que tienen las obras bellas; pero no sólo para mí, tal como suponía Ana María. Quizás sea yo un optimista, y quizás posea una sensibilidad ante la belleza más aguda que la del común: ¡deformación profesional! No obstante estoy convencido, y aquí sí me animaría a discutir con científicos, que las cosas bellas mejoran nuestra vida y en consecuencia tienen un peso fundamental en el mundo.

Cualquiera reacciona ante la visión de un rostro bello. Más allá de la carga sexual o erótica que pueda tener esa contemplación, existe en ella un instante no adulterado de delectación estética, de simple reverencia espiritual ante lo naturalmente hermoso. Lo mismo nos ocurre cuando nos detenemos delante de un paisaje, o cuando contemplamos ciertos animales en movimiento. Al instante retomamos nuestras vidas donde habían quedado, ¿pero quién se animaría a decir que esa trepidación no ha dejado una marca dentro nuestro: al crear un recuerdo digno de ser revisitado, al volvernos reverentes?

Cualquiera reacciona ante un gesto bello. Se esté en España, en Sudán o en Tailandia, la visión de una persona que cierra su paraguas debajo de la lluvia para sentir las gotas caer sobre su cuerpo conmovería a cualquier testigo, más allá de su posición social, su estado de ánimo o su cultura. Lo mismo puede ser dicho de los gestos de generosidad, el beau geste por antonomasia: aquel que sale de su propia caparazón para ofrecerle a otro algo muy íntimo –su tiempo, su alegría, su vida- siempre deja huella en nuestro corazón.

Cualquiera reacciona ante las sensaciones que le recuerdan que está vivo, y que esta vida, más allá de sus complicaciones, es algo que vale la pena experimentar. Por eso reaccionamos ante la lista que, sentados dentro de un auto, desgranan los ángeles de El cielo sobre Berlín / Las alas del deseo: porque aunque no somos ángeles que desearían ser hombres, somos hombres que a menudo perdemos noción de nuestra humanidad. Y entonces esos pequeños gestos, como los de mover los dedos dentro de los zapatos, mancharse las manos con la tinta de los diarios y poder decir uh, oh y ah en vez de repetir siempre y amén, nos reconectan con nuestra mejor parte.

Por eso reaccionamos también ante la lista que el personaje de Woody Allen confecciona en los minutos finales de Manhattan. Allen está tratando de encontrar razones por las que vale vivir y recurre en primer término al arte: se le ocurre que Mozart, Louis Armstrong y los Hermanos Marx han creado cosas por las que la vida vale la pena, pero enseguida recuerda la risa de Tracy, la chica a quien ha dejado escapar. Y el recuerdo de la risa de Tracy, que en su ausencia no puede sino motivar dolor, lo obliga a salir de su marasmo. La risa de Tracy le cambia la vida.

Por golpeados que estemos, todos tenemos o tuvimos en nuestras vidas algo parecido a la risa de Tracy. Algo que nos cambió para bien, o que nos movilizó por dentro. Estoy seguro de que Ana María también lo tiene. Acepto que el peso de las cosas bellas en este mundo es menor del que debería tener. Pero el hecho de que conserve algún peso, por liviano que nos parezca, no puede ser menos que un motivo para el optimismo.

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16 de mayo de 2006
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VISCA CATALUNYA

He vivido muchos años en Cataluña. Al leer las noticias sobre el follón (no conozco otra palabra) que se produce en el “Palau de la Generalitat”, la sede del gobierno catalán, me preguntó cómo se entiende, o mejor no se entiende, al otro lado del mundo, lo que es ser catalán en el siglo XXI. Una parte de la península que explicaba la necesidad de “fer país”, de construir su país frente al franquismo, no sabe ahora cómo hacer para que una persona se sienta cómoda en el noreste de España ( ya puse la maldita palabra).

“Qui viu i treballa a Catalunya es catalá” (quien vive y trabaja en Cataluña es catalán) decía Jordi Pujol, el presidente de la Generalitat, para definir a sus ciudadanos en las últimas décadas. Hoy, la confusión es total. Una sociedad civil que fue la más inventiva, irónica, eficiente en la época de la dictadura se pierde y pierde su alma. Es muy difícil entender cómo la izquierda catalana, al llegar al poder en la Generalitat, y conociendo los problemas de vivienda, de calidad de la salud o de enseñanza que se plantean, decide en 2003, bajo el mando de Pasquall Maragall, que no hay tarea más urgente que definir los términos nación y nacionalismo.

Quizá lo mejor para percibir la esencia de tanta confusión es leer dos capítulos, no mas que dos capítulos de Vaya España (Aguilar), un retrato de España escrito por dieciocho corresponsales extranjeros. Ni uno de ellos merece la sospecha de no sentir amor por los españoles. Lo aman todo, incluyendo sus defectos. Es un libro que dice cuánto se disfruta al vivir en España, pero los dos capítulos dedicados al nacionalismo en general y a Cataluña en particular son devastadores.

“¿Mai has viatjat a Espanya?” (¿Has viajado alguna vez a España?) es la primera pregunta que se hace a Barbara Schwarzwälder, de Alemania, en su primer curso de catalán en Barcelona. Como ella lo dice, la pregunta está hecha para impedir a una alumna que quiere aprender el catalán dar una respuesta sin errar. Con razón titula su magnifico texto “En el laberinto nacionalista”. Y no se sale del laberinto.

Gerrit Jan Hoek, un holandés enviado a Barcelona, por su amor al Barça, el club de fútbol, no dice otra cosa al recordar que un idioma es también un “medio de comunicación” y que no se puede utilizar para apartarse de todos sin ser más pobre.

Escribo todo esto con sumo respeto hacia los maestros de la literatura catalana, Mercé Rodoreda o J.V. Foix, si hay que citar a alguien. Pero citar nombres es peligroso. Enseguida tengo que admitir una “traición”: los versos de Gabriel Ferrater (autor del Poema inacabat) y los de Jaime Gil de Biedma (que recopiló sus poemas en Colección particular) siempre están a mi lado. El primero escribía en catalán y el segundo en castellano y no sé elegir entre ellos sin quitar algo a Barcelona. A menos que, como advierte un poema de Gil de Biedma que toma del catalán, con lo que pasa ahora, “Barcelona ja no és bona”.

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16 de mayo de 2006
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Soledad y tristeza en el Distrito Federal

-Señores pasajeros, estamos sobrevolando la ciudad de México. Por favor, abróchense los cinturones.

En el momento en que escucho esa frase, asoman por la ventanilla pequeñas ciudades que comienzan a tejerse sobre el fondo marrón del suelo, hasta cubrirlo por entero con casas, edificios y autopistas. Pero pasan diez minutos, veinte minutos, media hora, los edificios se suceden en un extensísimo entramado, y aún no llegas. En días claros –es decir, con una capa de smog relativamente delgada-, tu vista se pierde en la infinitud de casas. No hay mar ni montañas ni límites de ningún tipo: el distrito federal no termina nunca.

Uno puede sentirlo desde que llega al aeropuerto. La siguiente ciudad más grande del continente, Nueva York, tiene tres aeropuertos internacionales. México lo resuelve todo con uno solo. En el Benito Juárez, los aviones hacen largas colas en la pista de despegue, y hasta parece que se tocan bocinazos, se pasan los semáforos en rojo, se empujan y se mentan la madre. Los camiones de equipaje parecen un gran mercado ambulante, y los minibuses de pasajeros chocan unos con otros.

Eso es sólo el preámbulo del avispero que es la calle. Uno de los recuerdos más claros de mi infancia en México es que salía con una hora de anticipación para llegar a tiempo a la escuela, que estaba a diez cuadras. Y el problema se multiplica en distancias largas. Recuerdo una vez haber ido a buscar a un amigo para ir a una reunión de trabajo: 60 km hasta su casa, 60 más hasta la reunión, y luego regresar. En total, ese día cubrí la distancia que separa a Barcelona de Zaragoza sin salir del DF. Y demoré como si hubiese llegado hasta Sevilla.

Por infernal que parezca, ése es el encanto de México: por mucho que te esfuerces, sabes que nunca terminarás de conocerlo. Sólo concebir una calle entera resulta complicado. Cada casa parece diseñada deliberadamente en un estilo distinto de la que tiene al lado. Puedes visitar un barrio rico, uno colonial, uno miserable y uno moderno en la misma manzana. México desafía a todas las leyes, incluso las del urbanismo, incluso la de gravedad.

Esa gigantesca masa de gente y lugares violentamente apachurrados acentúa la sensación de soledad. Sientes que, además de estar aislado, eres una pequeña piltrafa, una insignificancia en un mundo descomunal que no eres capaz de comprender, en el que tu voz se pierde entre el sonido de las bocinas. Eso me ocurre cuando llego a mi hotel, en Cuauhtémoc con Parroquia.

Para empezar, el pasillo del hotel es como el de El Resplandor de Kubrick. Tengo que atravesar varios pasillos deshabitados, amortiguados por alfombras mullidas e iluminados con una luz oblicua. El silencio es tan intenso que, al abrir la puerta de mi cuarto, me recorre un escalofrío. Cuando abro la ventana para que entre un poco de ruido humano, descubro que tengo vista al consultorio de un odontólogo. O más bien, que un hombre acostado con la boca abierta tiene vista a mí.Cierro la ventana.

Mi suite se llama Jaspe y tiene una bañera, incluso un minibar. Trato de sentirme exitoso y triunfador. Me desnudo y me sumerjo en el agua caliente con un whisky en la mano. Consulto sin salir del agua las posibilidades del canal porno: “Mexicanas debutantes” y “Hermanitas anales” parecen las propuestas más interesantes. Pero no consigo relajarme completamente.

Decido vestirme y bajar por una copa. En el bar, decorado en un oscuro estilo de los setenta, no hay nadie. Me pido un Bloody Mary. Me siento de humor para uno de esos. No llega nadie. Pasan las horas. Pido otro Bloody Mary. El silencioso barman parece Grady, a punto de recomendarle a Jack Nicholson que asesine a su mujer.

Al fin, un hombre entra en el bar. Lentamente, se acerca a la barra e intercambia unas palabras con Grady. Luego se dirige a un lado. Me pierdo en mis pensamientos, hasta que escucho una canción. Es una balada de Mijares: “Para amarnos más”. Comprendo que el recién llegado es el pianista del hotel. Él sigue cantando éxitos de la canción romántica mexicana: “40 y 20”, “Gavilán o Paloma”, “Brindemos por ella”.

Son las 12:40 de la noche. Me pido otra copa.

En el bar del hotel, aún no hay nadie.

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16 de mayo de 2006
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Perdona que insista

Es que he vuelto muy impresionado de esta última visita a Barcelona. Coincidí con el derrumbe del gobierno de Maragall, la expulsión de los independentistas y la convocatoria de elecciones. En el palacio de la Generalidad quedó un montón de cascotes mezclados con relojes Rollex, carburadores de BMW y lencería de Christian Dior, horterismo caro. En realidad, se han derrumbado más cosas.

Cuando los socialistas catalanes ganaron la carrera de los Juegos Olímpicos y pusieron a Barcelona en el mapa internacional, sufrieron un ataque de narcisismo que ha acabado por sorberles el seso. Diseñaron una ciudad de servicios sobre las ruinas de una ciudad industrial y aquella masa amorfa, negra de hollín, miserable y cubierta de roña del franquismo que tanto le gustaba a Bataille, se transformó en una agradable ciudad socialdemócrata.

A partir de ese momento se creyeron capaces de crear de la nada, como Dios. El montaje de espectáculos ha sido una obsesión de los últimos diez años. Escenarios, telones, montajes, coreografías, en resumen, falsedades, cuentos y trampantojos. Una escenografía de purpurina que escondía corrupciones, mafias, criminalidad rampante, clientelismo y estafas apenas disimuladas a la población, como el hundimiento del túnel del Carmelo que dejó a casi un centenar de familias sin hogar.

Creyeron que se harían con el poder absoluto si diseñaban un partido que, aunque socialista, fuera nacionalista, porque Cataluña echa mucho de menos la religión. Olvidaron que el único caso conocido de nacional socialismo es escasamente recomendable. Se aliaron con los independentistas, los cuales disfrazan una ideología de extrema derecha con retórica izquierdoide. Finalmente, ese diseño les ha estallado en la cara al cabo de dos años.

El poder, en las próximas elecciones, volverá muy probablemente a la derecha tradicional y católica en cuyas manos estuvo desde la muerte de Franco y que representa muy cabalmente a la burguesía catalana. El paréntesis socialista se verá como una aberración: aquellos años en los que un grupo de señoritos convencidos de ser de izquierdas creyeron poder diseñar la vida de los ciudadanos como si fuera un desodorante.

El diseño de la mentira, unido al espectáculo circense continuado para distraer a la población y un soborno descarado de los medios de comunicación, no les ha servido para nada. Si quieren volver al poder no tendrán más remedio que ser socialistas. Y eso seguramente no conviene a sus intereses privados.

Por lo demás, los restaurantes estaban carísimos y había bajado mucho la calidad. Seguía siendo un placer ver el sol cada mañana y a los loros verdes volar en formación de combate entre las palmeras, como aquellas heroicas patrullas de Spitfire en la batalla de Inglaterra. Están anidando y no se andan con bromas.

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16 de mayo de 2006
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El Boomeran(g)
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