Jean-François Fogel
Del caribe a la Tierra del Fuego, de la reelección de Álvaro Uribe, el domingo, en Colombia, al discurso de Kirchner recordando el lunes a los militares argentinos que tienen su casa en los cuarteles, no en el palacio presidencial, vemos dos caras de América Latina, dos caras del autoritarismo. No hay que equivocarse en la interpretación de cada episodio, pues puede ser que Hugo Chávez no sea siempre la figura que cambia el juego político del continente. Colombia y Argentina se mueven también.
En el caso de Colombia, Uribe no acaba de ganar un partido sino de cambiar las reglas de la política. La BBC se equivoca cuando ve, como muchos medios de comunicación en el mundo occidental, un éxito de la mano dura, el triunfo de un presidente que se encerró en una política de restablecimiento del orden público. Uribe representa mucho más, lo adivina El Tiempo en su editorial: con este presidente se termina el viejo juego que permitía un vaivén entre liberales y conservadores en el ejercicio del poder. Hay que volver al general Gustavo Rojas Pinilla (hablamos de los años cincuenta) para entender lo que se produce en Colombia.
Rojas Pinilla era un militar al servicio de una política de mano dura que utilizaba para salir del ciclo de las violencias y otros bogotazos. Desde entonces, un presidente era un señor que tenía una casa en la zona norte de Bogotá y, más allá de la lucha entre los partidos liberal y conservador, defendía los intereses de una oligarquía única (la que va de compras a Miami y cuyos hijos encuentran su pareja en la Universidad de Los Andes). Esa oligarquía está todavía en el poder pero tiene que compartirlo. Con Uribe, no es solo la mano dura la que aparece; ya existió antes, lo he dicho, con los militares en el poder. No, con Uribe se construye el poder presidencial con el trabajo de un cacique, de un jefe que manda al Estado tal como se habla en un consejo comunal; es decir, de un hombre que no se siente cómodo con la sociedad bogotana. Tarde o temprano habrá que entender esto: Uribe es el presidente de la Colombia que Pablo Escobar dejó a los colombianos, un país donde cambió la distribución de la riqueza, con nuevos ricos y una competencia entre paramilitares y guerrillas. Otro país.
No se trataba de esto cuando Kirchner habló el lunes frente a los militares argentinos. El espectáculo de un presidente democráticamente elegido que dice a los oficiales: “No tengo miedo, no les tengo miedo”, tal como lo cuenta Clarín, es también la imagen de un poder fuerte. Pero, al contrario de lo que representa Uribe en Colombia, traduce la continuidad de la sociedad argentina, y de su clase rica. De verdad, el gran acto de Kirchner en los últimos días fue su discurso público para el tercer aniversario de su llegada al poder, en lo que él llamó “la plaza del amor y la reconstrucción”. Era la Plaza de Mayo, la plaza de siempre, arrebatada por sindicalistas y miembros del justicialismo en un acto de falsa espontaneidad que recordaba las horas más altas del peronismo. No faltaron grupos para gritar “Borombombón, borombombón, todos queremos la reelección”. El presidente no les hizo caso pero parece claro que ya se ha metido en el mismo camino que Uribe, con una gran diferencia: no busca otro cambio en Argentina que el retorno a una cultura política autoritaria y el mantenimiento de la distribución de la riqueza tal como funcionó siempre en un país con una corrupción grande.