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CERCAS, UN AÑO DESPUÉS

Hace un año que Javier Cercas publicó su novela La velocidad de la luz. Superar un gran éxito puede ser mucho más difícil que salvarse del fracaso. Soldados de Salamina, la novela anterior, arrasó de tal manera las ventas de libros que parecía ser una trampa definitiva para su autor. De dos cosas una: o volvía a repetir el mismo libro y fallaba, pues no había posibilidad de volver a ocupar el techo del mundo de las ventas, o cambiaba por completo de orientación y dejaba a sus lectores despistados. Su respuesta fue elegir ambas soluciones con aquella “Velocidad de la luz” que nunca cobró la velocidad del éxito anterior.

Lo veo en un detalle sencillo: ya tuvo, en los últimos meses, varias discusiones sobre Soldados de Salamina, la película que se sacó del libro, y casi nadie me habla de la última novela. Es una lástima porque, después de tener mis reservas y de volver a abrirla, me parece que no es mal libro y sobre todo que se hizo una lectura equivocada de la historia que cuenta. Por incluir la trayectoria de un novelista que pasa del anonimato a un éxito fenomenal, todos los lectores y los críticos se centraron en una supuesta estrategia de su autor buscando una salida propia. No faltaba nada para enfocar la lectura de esta manera, hasta la famosa citación de Oscar Wilde: “Hay dos tragedias en la vida. Una es no conseguir lo que se desea. La otra es conseguirlo”.

En realidad, lo que había en el libro era un tremendo homenaje a la literatura de los Estados Unidos. Saul Bellow, Philip Roth, Bernard Malamud, John Updike, Flannery O’Connor, Stanley Elkin, Donald Barthelme, Robert Cooper, John Hawkes, William Gaddis, Richard Brautigan, Harry Mathews, Henry David Thoreau, Ralph Waldo Emerson, Nathaniel Hawthorne, Mark Twain, Henry James, William Faulkner, Thomas Wolf, Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway. La manera en que, en las primeras páginas, se opone a aquella formidable lista el único nombre de Mercé Rodoreda, la autora catalana, es una manera de gritar “Yankees come home” cuando hablamos de la casa Literatura.

La velocidad de la luz no es una estrategia de salida del éxito y basta para convencerse de ello leer otro libro, en realidad un librito, de Javier Cercas que se titula Una oración por Nora. Su precio es de un euro. No tiene ni ochenta páginas y es un producto medio institucional, pues se publicó dentro del “pacto extremeño por la lectura”. Es excelente. No voy a contar la historia, que utiliza la misma atmósfera de una pequeña ciudad universitaria, y también la misma presencia del remordimiento, que nutren La velocidad de la luz. Cercas no se obligó a escribir nada, lleva en él aquella dimensión gringa.

Lo que se obligó hacer, supongo, es no titular su novela “Soldado del Vietnam” aunque fuera, otra vez, la historia de un soldado después de una guerra, esta vez la de un soldado norteamericano combatiendo el Vietcong. Y quizás, quizás, es ahí de donde proviene la diferencia. Al escribir Soldados de Salamina un novelista que conoce la literatura anglosajona no puede apartarse de la tremenda producción que salió de la guerra civil de España. De manera natural tiene que ubicarse al nivel de maestros, empezando por Hemingway. Pero cuando de la guerra de Vietnam se trata, ¿de qué hablamos? Tengo Reporting Vietnam, la recopilación de The Library of America y acabo de releer la tabla de los contenidos. Hunter S. Thomson, Norman Mailer, Tom Wolf, Michael Herr, Mary McCarthy, Philip Caputo son los únicos que pueden reivindicar la profesión de escritor. Todos los otros son periodistas. Y si quitamos a Herr (cuyo Dispatches sigue siendo una maravilla) el Vietnam no se relaciona con lo mejor de la obra de estos escritores.

Hay grandes guerras para la literatura: Stendhal, Tolstoi, son pruebas de lo que se puede hacer con unas campañas de Napoleón. Pero existen combates que no traen nada especial para los escritores. Vietnam es un ejemplo (a pesar de que hizo tanto para el cine, desde "The Deer Hunter" a "Apocalipsis now"). Es lo que faltó a Cercas: un punto de referencia válido en la literatura para alzarse otra vez a la cumbre. Al escribir esto hago enseguida una fe de erratas: existe un novelista del Vietnam, cuyo estilo, directo y lleno de sustantivos debe mucho a Hemingway. Es Tim O’Brien. Anagrama tradujo su En el lago de los bosques. Merece una relectura. Tal como La velocidad de la luz.

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28 de febrero de 2006
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Gracias

Desde que se abrió este blog, es la primera vez que entrego mi despacho tarde. Pero mi editor comprende. Es que me he ganado un premio. Ayer recibí la llamada a medio día. Sabía por el periódico que la presidenta del jurado era Ángeles Mastretta, así que cuando escuché un acento mexicano al otro lado de la línea, imaginé de qué se trataba. Tras el anuncio hablé con todos los miembros del jurado. Aunque “hablar” es mucho decir. Me limité a balbucear unos agradecimientos. Supongo que uno nunca parece tan retardado mental como cuando es feliz. Mientras hablaba con el jurado quería saltar de alegría, pero tengo una pierna rota, así que me limitaba a dar vueltas en la silla giratoria de mi escritorio. Luego pensé: “espero que no me quiten el premio por ser incapaz de articular dos oraciones seguidas”. Pero no me lo han quitado. La editora habló al final, y me pidió que no dijese nada hasta el anuncio oficial, que sería tres horas después. Me dijo que pasarían a buscarme para contactar por videoconferencia con la presentación. Eso significaba que debía arrastrarme con mis muletas hasta la ducha y procurar estar presentable. Pero mientras lo hacía, llamó mi mamá: -Hola, hijito. -Hola, mamá, en realidad, ahora mismo no puedo hablar. (La editora me ha dicho que no diga nada, que no diga nada) -¿Cómo que no puedes hablar? Nunca estás, hace semanas que no conversamos. -Sí, bueno, es que me tengo que… bañar. -¿Cómo está tu pierna? -Voy a colgar ¿OK? -Ni se te ocurra. Al final, se lo dije. Pegó un grito que amenazó con dejarme sordo además de cojo. Me alegró oírla feliz y pensar que era por mí. Finalmente, conseguí ducharme sin romperme ningún otro hueso y llegué a la videoconferencia. Mientras el jurado hablaba de la novela, me costaba reconocer que esos escritores estaban hablando de mí. Me costaba admitir que gente que admiro tanto pudiese siquiera saber que existo. Pero sí, hablaban de la novela: Abril Rojo. A partir de ese momento, el día fue vertiginoso. Hablé con mucha gente de España y América Latina, agradecí (aún sigo agradeciendo) y hablé de esta novela durante toda la tarde. Alguien me preguntó qué iba a hacer con el dinero. Entonces recordé que le había dicho a mi novia que, si ganaba el premio, tendríamos un hijo. Dije eso porque no imaginaba que iba a ganar. Pero ahora me temo que tendré que cumplirlo. El jefe de prensa de la editorial comentó: “pues te va a salir caro el premio”. Tuve una celebración bastante discreta, una cena y eso, básicamente porque es difícil ir a bailar con un yeso en una pierna. Como gran exceso de la noche, fumé un montón de cigarrillos y bebí mucho vino. Y ni siquiera eso fue fácil. Traten de manejar las muletas con tres copas encima y verán. Esta mañana me han despertado las llamadas de mis amigos. Como bajar a comprar el periódico es toda una operación de alta precisión, ellos me van contando lo que se ha publicado: “Oye, siento lo de tu pierna. Me enteré por el periódico que te la has roto” dice uno. “El presidente del Real Madrid ha renunciado justo ayer, te ha robado todas las portadas” dice otro. Mi buzón de voz está lleno, mi e-mail tiene 140 mensajes, el sms ha recibido otros treinta, el blog de ayer tiene 52 comentarios. Entre los remitentes, aparece gente que no he visto en años, compañeros de colegio, viejos amigos de la universidad, hay gente que no sé quién es, y otros que no sabía que me conocieran a mí. Está, en suma, toda mi vida en mensajes. En momentos como éste, las personas con que has compartido cosas se acuerdan de ti, y tú no tienes tiempo de decirles a todos “gracias”. Supongo que el mejor agradecimiento es compartir con todos ustedes lo que escribo. Pero quería dedicar este blog específicamente a eso: a darles a todos ustedes las gracias por estar ahí, y por sentirse felices cuando me siento feliz yo.

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28 de febrero de 2006
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Aguante

En la Argentina de los últimos años se usa mucho una expresión que me resulta muy simpática, y que como tantas del lenguaje popular tiene su origen en el argot de los delincuentes. Un aguantadero es un sitio donde esconderse después de cometer un delito, mientras pasa el ardor de la pesquisa y de la persecución. Hacer el aguante es, pues, poner el hombro para que otro se haga firme. Por eso, cuando en estos lares se quiere expresar nuestro apoyo a alguien, lo que se dice es aguante. Aguante Diego. Aguante Calamaro. Aguanten los Stones. Todo lo que hoy quiero decir es: aguante Roncagliolo. Felicitaciones por el premio. Y aguante El Boomeran(g), ya que estamos. Es lindo sentir que de alguna manera el Alfaguara queda en casa.

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28 de febrero de 2006
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Señales apenas perceptibles

En uno de mis últimos saltos a Londres, hará un par o tres de años, tuve la impresión de que me había percatado de algo, pero tardé en saber lo que era. Como en cada ocasión, me había acercado al British para pasear por las grandes naves sombrías. Uno se siente muy a gusto bajo las alas de las esfinges asirias o en compañía de un Horus gigantesco tallado en basalto. Suelo concluir el paseo en la magnífica instalación de Lord Elgin, ese admirable ladrón, no por una particular debilidad hacia Fidias, sino porque es la sala mejor iluminada y da mucho sosiego acabar la visita de los monstruos asiáticos junto a los dioses occidentales con forma humana. Sin embargo, en aquella ocasión me pareció advertir algo raro y salí de allí con el alma encogida. Sólo mucho más tarde caí en la cuenta de que la prodigiosa hecatombe, la procesión de guerreros a caballo, la finas mujeres de rectos peplos, estaban allí para mí solo. Quiero decir que no había nadie más en la sala. En cambio, recordé que los espacios dedicados al arte egipcio rebosaban de turistas, colegiales, aficionados, quizás expertos. Que la sala del Partenón estuviera vacía y repleta la de las momias y demás parafernalia piramidal, me dejó helado. Me pareció intuir el fin de un camino que desde la Ilustración dieciochesca, a través de las vanguardias formalistas de los años treinta, había mantenido en pie la relación entre el entendimiento y el sentimiento como fuerzas equipotentes. Y que ahora estaba comenzando una nueva etapa en la que el entendimiento carecería de peso frente a un sentimentalismo de aluvión. No es la primera vez. En tiempos de Chateaubriand, y a pesar de la indudable expansión científica del momento, los intelectuales y artistas decían preferir el misterio a la claridad. Aquel romanticismo tardío gustaba más de los nocturnos que de los amaneceres y odiaba los mediodías. La exactitud, la certeza, el recto juicio les parecía cosa de sensuales volterianos. Ellos amaban las someras llamitas que parpadean en las ermitas sin ventana que a veces sobresalen entre la nieve de los Alpes réticos. Un románico egipcio, para entendernos. Y odiaban los despejados templos ateos de Ledoux y Boullée, inundados de luz. Algo así parece estar volviendo de la mano de los nacionalistas y de los eclesiásticos, una nueva predilección por lo opaco, lo desconocido, lo insondable, lo mágico. Una nostalgia de los faraones y del incesto sagrado. Un menosprecio del ágora y de los banquetes con vino e ideas. Esperemos que, por lo menos, regrese también el láudano.

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28 de febrero de 2006
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EL CAMINO DEL REGGAETÓN

A los que se preguntan si América Latina va o no va hacia la izquierda me gustaría dar una respuesta sencilla. Creo que América Latina va hacia la izquierda y el reggaetón. No sé lo que dice el “diccionario de las dudas” sobre cómo se debe escribir aquella última palabra. Y tampoco soy capaz de entregar una definición del reggaetón que pueda complacer a todos. Pero los que desconocen la palabra pueden visitar el sitio que pretende decirlo todo sobre esta música: Mundo Reggaetón.

Hace rato que, tal como los que viajan por el mundo latino, no puedo escapar del diálogo musical de un rapero con un coro de chicas. “A ella le gusta la gasolina” salmodia el cantante. “Dame más gasolina!” le contestan las chicas sin perder nada de este ritmo que no consigue elegir entre salsa y música de Jamaica. “Gasolina”, la canción del puertorriqueño Daddy Yankee, está en todas partes. El éxito de “Rompe”, su segunda mayor creación, no opaca a “gasolina” que se convierte en una obsesión.

La mezcla de culturas que provocó, en el terreno del idioma, el nacimiento del “spanglish”, sigue siendo un fenómeno que abarca todas las disciplinas: literatura, música, cine, etc. Pero lo que me extraña con las canciones de Daddy Yankee, Ivy Queen o Wisin & Yandel es el largo recorrido de unas influencias que parecen no tener límite. El reggae sale de Jamaica, entra a EE. UU., pasa por los latinos, que al principio lo despreciaban antes de oírlo por fin en sus emisoras, vuelve a un territorio yankee, Puerto Rico, donde los jóvenes lo utilizan como variable del rap que sale de la comunidad negra de EE.UU. Así nace el reggateón.

¿Y ahora qué? Ahora, el reggaetón es una música que se oye en toda América Latina. Partidos y candidatos la utilizan en la campaña electoral en Perú. Hasta en las reuniones en zonas con población indígena. Es lo que hay que entender de la tremenda confusión de nuestros tiempos: por una parte en los Andes, gana Evo Morales, que tiene cara de revancha centenaria en contra de la colonización; por otra parte, entra Daddy Yankee. Él habla también de gasolina, pero no sobre los hidrocarburos que se intenta quitar a Repsol. El mundo es ancho y rapero.

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27 de febrero de 2006
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Contra las cuerdas

Esa extraña mezcla de deporte y espectáculo llamada catch parece estar por todas partes en la Argentina de hoy. Han vuelto los programas de combate estilo libre a los canales de más rating, como el dominguero 100% lucha. En una de las ficciones más vistas de este verano, Sos mi vida, la protagonista está ligada a una troupe de catch. La comedia más promocionada de la temporada que comienza, Gladiadores de Pompeya, también tiene por héroe a uno de estos luchadores, interpretado por el actor Gabriel Goity. Y en todas estas ficciones, las características de estos personajes son similares: se trata de hombres fuertes, de ropajes coloridos y alias rimbombantes, que buscan en el ring la gloria que la vida les niega apenas bajan del cuadrilátero. Por supuesto, la tradición del catch en la Argentina no es tan enfebrecida como la de México ni la de los Estados Unidos. Y además la mezcla de sus componentes es clara y definida: digamos que se trata de un 99 % de espectáculo y un 1% de deporte. De cualquier manera, su atractivo fundamental deriva sin dudas de la nostalgia. Aquí el catch despierta el recuerdo de un popularísimo programa de TV, Titanes en el Ring, que entretuvo y apasionó a millones de argentinitos durante los 60 y los 70. En aquel entonces, todos jugábamos a ser uno de los luchadores “buenos” (El Caballero Rojo, o el Ancho Rubén Peucelle) y nos trenzábamos en los recreos contra aquellos compañeros que tenían presencia de espíritu para asumir el rol de los “malos”: Ararat, Martín Karadagián, La Momia… Por cierto, La Momia fue uno de los visitantes más frecuentes de mis pesadillas de aquel entonces. Con el tiempo mis pesadillas cambiarían, claro. Pero los personajes que empezaron a asustarme desde 1976 ya nunca se fueron; nunca tuvieron la decencia de desaparecer cuando encendía la luz, un límite que La Momia sí entendía. Hubo mil y un intentos de relanzar el catch en la televisión desde entonces hasta ahora, pero nunca cuajaron. Alguien podrá alegar que Titanes en el Ring es irrepetible como fenómeno desde la muerte de su creador, el también luchador Martín Karadagián. En todo caso, lo irrepetible es aquel tiempo que para tantos argentinos simboliza la inocencia. Un tiempo en que todavía la Argentina era aquel país pujante de las leyendas que fuimos los primeros en creernos. Un tiempo en que era posible luchar sin lastimarse de verdad, porque todos intuíamos que los golpes que volaban sobre aquel ring eran puro juego. Después llegó la dictadura, en 1976, y nos partió la vida en dos. Entonces entendimos que ya no podíamos luchar sin sentir dolor. No me extraña que a treinta años exactos del golpe de Estado la TV resucite el catch dentro de sus ficciones. A todos aquellos que ya dejamos de ser argentinitos nos resulta fácil identificarnos con estos personajes. Sabemos que son un tanto patéticos, pero simpatizamos con su lucha quijotesca para conservar la dignidad aun cuando la vida (y por qué no la Historia) los ha puesto contra las cuerdas.

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27 de febrero de 2006
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¿Cómo has dicho?

Ni siquiera de las frases más sencillas y engañadoramente hermosas podemos fiarnos. Véase si no. Cuando Manrique escribe una de las más perfectas frases del castellano: “Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar que es el morir”, ¿alguien tiene la pretensión de saber qué ríos y qué mares pasaban por la cabeza del poeta? ¿Acaso no sabemos que los mares, en tiempos de Manrique, eran pocos, discretos y como lagunillas tachonadas de galeones en estaciones de bonanza? ¿Y que los ríos eran feroces, atacaban sin aviso, se precipitaban por tierras salvajes y apenas eran navegables en la desembocadura? ¿Y que nadie, absolutamente nadie, en vida de Manrique sabía nadar? Pues si en una frase como ésta, tan transparente, limpia como el cristal, de una fabulosa simpatía con la naturaleza misma de la lengua castellana, no es posible saber cuál era la figura que la produjo, ¿cómo vamos a saber de qué habla realmente el escritor cuando se propone un ejercicio difícil? Ahí va un ejemplo. “Las «verduras de las eras» son el ralo brote espontáneo de los escasos granos de cereal que, tras el levantamiento de la parva, han quedado adheridos a la tierra y que una tormenta de agosto ha hecho germinar, pero que por lo avanzado de la estación, jamás llegarán a hacer espiga ni a engranar, y morirán, por tanto, sin dar fruto, sin posteridad alguna”. Esto es lo que comenta Sánchez Ferlosio en Las semanas del jardín, sobre la simplísima pregunta de Manrique: “¿qué fueron sino verduras de las eras?”. No es tan simple, presten ustedes atención, dice Ferlosio. Y a continuación nos persuade de que toda la mención de las verduras reposa sobre esta inesperada conclusión: “sin posteridad alguna”. Las “verduras de las eras” son aquí alegoría de la esterilidad, no de la fragilidad o de la apariencia engañosa. Ferlosio no nos adoctrina sobre un contenido, sino que hace girar el verso de Manrique en el aire, como el niño fascinado por un cubo de galena. Sólo quiere estar un rato más junto a ese verso, volver a leerlo. Una vez más.

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27 de febrero de 2006
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Cuerpos a plazos

La infanta Leonor de Borbón, posible heredera del trono español, tiene que llegar a adulta sana, fuerte y lista. Con ese fin, en el momento de su nacimiento le retiraron células madre del cordón umbilical y las enviaron por correo a Tucson Arizona, donde se mantienen congeladas en nitrógeno líquido a 196 grados bajo cero. Se espera que, con los años, el desarrollo de la tecnología permita producir tejidos a partir de esas células madre, que servirían para transplantes o cualquier necesidad regenerativa de la niña. En el preciso momento en que se enviaban esas células, se descubría en Nueva York una mafia que robaba tejidos y huesos de cadáveres para venderlos a quien necesitase un transplante. La operación empezaba en la compañía funeraria, donde el embalsamador abría a cada cadáver como un pollo, le quitaba lo que sirviese y lo rellenaba con tubos y algodoncitos para que no se fuese a desinflar durante el velorio. Se estima que más de mil cuerpos pasaron por sus manos, que además estaban bastante sucias, en el sentido literal del término. La diferencia entre los tejidos de la infanta y los del embalsamador de Nueva York es el precio: la conservación de las células de Leonor cuesta 1500 euros de inicial y cuotas anuales de 100, más el precio de generar los órganos a partir de esas células. El embalsamador, en cambio, vendía el cuerpo sin destazar a 500 dólares. El comprador no sabía de dónde exactamente salía su hígado y tampoco en qué condiciones lo habían desmantelado. Con el avance de la ciencia, comprar un cuerpo nuevo es como ir a la frutería: -¿Me da un par de córneas, por favor? -Claro, tenemos unas muy fresquitas por $3000. -Uy, no, caserito ¿No tendrá unas más económicas? -Hay unas a $300, pero el dueño era miope. Si se lleva también un riñón, le doy todo por $500. Eso sí, no me esté toqueteando la mercancía, que luego nadie me la quiere comprar. Como en todo mercado, hay talleres de lujo y chapuceros baratos, por supuesto. No es lo mismo comprar la tráquea de un fumador compulsivo que el corazón de un atleta. Imagino que, conforme se vaya regulando un poco el tema, podremos ir vendiendo nuestros órganos por adelantado cuando haga falta un dinerillo para hacer ese viaje de vacaciones o satisfacer ese capricho. Eso sí, el nuevo propietario tendrá derecho a certificar que mantengamos el órgano en buen estado hasta su entrega que, eventualmente, se podrá hacer a plazo fijo. El avance de la ciencia, la obsesión por la salud y la desacralización del cuerpo no parecen malas en sí mismas. Pero a veces, las cosas más normales forman cócteles macabros.

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27 de febrero de 2006
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El cazador de mariposas

En todas partes hay un argentino: aparecen en hoteles de Moscú y mítines políticos en Bolivia. Pueblan la televisión de España y los bares cubanos de Miami. El que conocí en Portugal era alto, pelirrojo, vestía de riguroso negro todo el tiempo y cargaba siempre con una cámara fotográfica y un nombre de villano de historieta: Mordzinski. Mordzinski apareció un día en el lobby del hotel y me explicó que solía fotografiar escritores. Yo pensé que con tanta modelo famosa y deportista millonario, este hombre tenía atrofiado el sentido de los negocios. Él dijo que quería reunir una colección de imágenes en cuartos de hotel. Como es natural, imaginé que se trataba de un fetichista chiflado de esos que se cuelan en los congresos literarios. Pero, la verdad, pensé eso de puro ignorante. Como él quería fotografiarme, decidí investigarlo, a ver si no era un degenerado. Muy por el contrario, Mordzinski resultó ser una leyenda entre los invitados del congreso literario. Entre los escritores circulan mitos sobre él, como que disfraza su identidad con diversos seudónimos para vender sus fotos a los periódicos europeos. Para los diarios conservadores usa nombres provocadores como Draco Lempika, y para los medios progres opta por llamarse María Jesús de los Ángeles. Algunos de los escritores consultados llevaban catálogos y libros de su obra: los hay en francés y español, en ruso y alemán, y llevan textos de Luis Sepúlveda, Rosa Montero o José Manuel Fajardo. Entre quienes se han enfrentado a su cámara figura Saramago, con su rostro reflejado en un espejo que lleva en la mano. Y Borges, dirigiendo su mirada vacía hacia una luz borrosa. Está Javier Cercas leyendo vestido en una piscina. Juan Manuel de Prada acostado en la cama como un gigantesco bebé con lentes. Enrique de Hériz y Juan Gabriel Vásquez cabeceando una pelota en un estadio. O sea, si no te fotografía Mordzinski, no eres nadie. Además, Mordzinski era el personaje más notable de esta reunión, porque era el único que estaba en todas partes. Lo vi sentado en la mesa de las chicas guapas mientras en la mía unos señores discutían sobre la guerra de Angola. Lo encontré saliendo de habitaciones cuyos ocupantes eran un misterio. El día de nuestra sesión, llevaba las llaves de una suite con vista al mar. No quise saber cómo las había conseguido. Es extraño que te hagan fotos. Tienes que posar de una manera que muestre tu personalidad. Es decir, tienes que fingir que eres lo que de verdad se supone que eres. O lo que tú supones que eres. Pero al final, sale lo que el fotógrafo cree que eres. - ¿Por que fotografías escritores, Mordzinski? -No sé. Quizá porque a mí me gustaría escribir pero no puedo. Clic. -Y en venganza te robas la imagen de los que sí pueden. - ¿Te acuerdas de Nabokov cuando cazaba mariposas con una red? Pues igual, yo los retengo en la cámara y los coloco congelados en mi colección. Clic.Clic. Mi imagen de los cuartos de hotel es la del sitio en que te encierras durante las giras de promoción de los libros: has comido demasiado, has bebido demasiado, has conocido a demasiada gente y le has sonreído a toda, aunque no recuerdas el nombre de ninguna, estás agotado pero llevas encima demasiada adrenalina para dormirte de inmediato, te sientes pesado, y siempre es demasiado tarde o demasiado temprano para llamar a casa. Hacemos las fotos en un rincón del cuarto, sin zapatos. Trato de que parezca que me siento solo. Clic. Clic. Mientras Mordzinski me hace las fotos, decido hacerle yo también un retrato a él, uno hecho de palabras. Y aquí está.

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24 de febrero de 2006
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La vida es la mejor novela

Resulta natural suponer que la mayor parte de la gente decodifica la vida de acuerdo a la órbita de su saber. Que el biólogo debe verla como un proceso orgánico, y el físico como una sucesión de efectos que suceden a sus causas. Que aquel afecto a los motores y las máquinas privilegiará los aspectos mecánicos del fenómeno, y aquel devoto de los juegos será parcial a las consecuencias del azar –imaginando, siempre, que podrá anticiparse a su lógica. Debería resultar igualmente predecible que un escritor tienda a interpretarla como una manifestación, quizás la más excelsa, del arte que practica. Yo estoy convencido de que mi vida evoluciona de acuerdo a las reglas de los relatos de ficción. Creo con toda certeza que podría escribir mi vida desde el comienzo, e incluso desde antes del comienzo (ah, los pecados heredados de nuestros mayores), y que el relato resultante sería una novela con todas las de la ley. No se preocupen, que no pienso afligirlos con una obra semejante; lo que quiero decir es que cuando considero las circunstancias de mi origen, las experiencias de mi infancia, las rebeldías de mi adolescencia y mis errores de adulto encuentro la misma progresión que es común a los buenos personajes de ficción. Al revisar mi pasado, encuentro los signos que preanuncian la caída. Y aun en la penumbra del fondo en que caí, distingo (la luz es tenue, pero me alcanza para ver) el hilo de Ariadna que alienta mi esperanza de salir del laberinto.

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Ayer encontré un texto de los Recuerdos de Máximo Gorki en el que refiere uno de sus encuentros con León Tolstoi. Gorki cuenta que Tolstoi le permitió leer su diario privado. Allí Gorki dio con una frase que llamó su atención: “Dios es mi deseo”, había escrito el autor de Anna Karenina. Cuando Gorki le pidió explicación, todo lo que Tolstoi comentó fue que se trataba de un pensamiento inacabado, y después cambió de tema. No me pregunten qué tiene que ver esta anécdota con lo que dije al principio respecto de la vida entendida como novela. Tan sólo sé que son nociones vinculadas, aunque todavía no pueda entender cómo. Ningún personaje de ficción comprende de inmediato los signos que recibe, pero siempre reconoce que se trata de un signo, que llevará dentro el tiempo que sea necesario hasta que pueda decodificar su acertijo. Porque si hay algo que está claro en la conciencia del escritor es que nada ocurre porque sí; un escritor nunca cree del todo en la idea del azar, aunque diga lo contrario; cree, más bien (¡aunque no se atreva a confesarlo!) en la noción del destino.

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24 de febrero de 2006
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