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Gracias, presidente, por Renato Rodríguez

Me pareció grotesca la entrega del premio José Martí de la Unesco a Hugo Chávez en la última feria del libro en La Habana. Fue a principios de febrero. Venezuela era el país invitado al encuentro editorial y Chávez llegó como autor del libro Chávez habla a los jóvenes. Fidel Castro le entregó su premio en la Plaza de la Revolución. Adán Chávez, el hermano del presidente venezolano y embajador de Venezuela en La Habana, se comprometió a repartir treinta mil ejemplares de una edición resumida del Quijote en Cuba. Cuando las revoluciones resumen a los clásicos, lo peor puede ocurrir. Hubo en Cuba, a principio de la revolución, una edición de Moby Dick donde se habían quitado las referencias a Dios…

Vuelvo a la manera en que Castro y Chávez se aprovecharon del evento habanero para dar fe públicamente de que el uno no se puede confundir con el otro, por el momento, cuando de libros se trata. Los libros, en Cuba, son una catástrofe. Plusmarca de la acidez del papel, escasez de obras, ausencia crónica de los clásicos reconocidos (Lezama Lima, Carpentier) como de los callados (Reinaldo Arenas, Guillermo Cabrera Infante) librerías fantasmas, y no hay que añadir nada sobre una política de autores que condena al silencio a los que no se conforman con la línea política del país. Cuidado: todos los autores que publican en Cuba no han comprometido su honor, y tampoco para ser libre hay que denunciar la ausencia de la libertad. Pero de manera global, la revolución es una catástrofe en lo que tiene que ver con la producción y distribución de libros.

Por el momento, Venezuela es todo lo contrario. Monte Ávila, una casa editorial de propiedad estatal y que depende del ministro de estado para la cultura, asegura el acceso a una colección, Biblioteca básica de autores venezolanos, que es lo que la revolución cubana prometió a los cubanos sin nunca entregarlo. Son libros de calidad regular. Papel blanco, tapa modesta. Existen cuatro líneas editoriales que se reconocen por su color: verde (narrativa), roja (poesía), durazno (dramaturgia) y azul (ensayos y documentos). En la contratapa se leen eslogans del chavismo: “Venezuela ahora es de todos” y “El pueblo es la cultura” pero no quitan nada a la existencia milagrosa de libros baratos y disponibles en todas partes.

En mi último viaje a Caracas me costó cinco mil bolívares (dos dólares y medio según la tasa del cambio oficial, dos en el precio de la calle) una pequeña maravilla: Al sur del Equanil de Renato Rodríguez. Es un autor que parece ingenuo, autodidacta, a veces imposible. Llega a escribir frases como esta: “Como sucede todos los años esta vez también llegó la navidad”. En su observación aguda recuerda el famoso “llovía, aunque era de noche” que amigos periodistas ponían en sus artículos para evaluar el nivel de inteligencia en la relectura de sus editores. Pero Renato Rodríguez es de esas personas que se pueden permitir todo, pues tiene chispa, energía y vitalidad al hacer viajar a su héroe, David, aspirante a novelista, entre París, Santiago de Chile, Caracas, Lima, Quito, Guayaquil, etc. Una introducción compara el autor con Jack Kerouac. Por la abundancia de los movimientos en el espacio, sí, algo se parece, pero es mucho más una especie de Miller (Henry, no Arthur) por la manera de creer en la experiencia.

Bueno, soy un tonto: acabo de descubrir lo que ya todos conocen, pero eso no impide agradecer por el placer recibido. Me irritan en la autopista del este de la capital venezolana las publicidades para promover a Chávez: con un niño (educación), con una cesta en un supermercado (mercado, almacenes a precios subvencionados), con una viejita (pensiones). La peor mostraba al presidente con un vestido de pelotero y una gorra demasiado grande; decía “gracias presidente, Venezuela campeón” atribuyendo al presidente el éxito del equipo nacional de pelota en la última serie del Caribe. Era grotesca por los colores, por la sonrisa de Chávez en una mala fotografía. Pero aquella imagen me estimula para decir, con toda franqueza, después de cerrar el librito verde de la Biblioteca básica de autores venezolanos: Gracias presidente, por permitirme el descubrimiento de Renato Rodríguez.

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22 de febrero de 2006
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Chistes crueles

Me he pasado horas contando chistes políticos con el escritor angolano Ondjaki y el guineano Waldir Araujo. Sé que son mucho peores escritos que contados, pero aquí va una muestra:

Durante la guerra civil de Angola, el servicio meteorológico portugués descubre indicios de un gran terremoto que está a punto de azotar Angola. Para prevenir a ese país, envían el siguiente telegrama al gobierno: “Hemos descubierto un sismo muy peligroso de intensidad 7.5 en la escala Richter. Está previsto para el martes”. Tres semanas después, reciben de Angola un telegrama de respuesta: “Hermanos portugueses: muchas gracias por su aviso. Encontramos al sismo y lo arrestamos. Era un guerrillero de UNITA experto en sabotaje. Con la información que le sacamos, la escala Richter ha quedado desactivada. Perdonen la demora en responderles, pero aquí hubo un terremoto horrible y nos jodió las comunicaciones”.

En una larguísima cola para el pan en La Habana, durante el período especial, aparece un borracho con ganas de fastidiar y empieza a decir: “Yo sé por culpa de quién están todos ustedes aquí haciendo cola”. La gente en la cola se incomoda, pero el borracho continúa: “Yo sé por culpa de quién no hay pan. Ni gasolina. Ni papel. Ni medicinas”. La situación es cada vez más tensa, hasta que llega la policía, coge al borracho, lo mete en un patrullero y se lo lleva a la comisaría. Una vez ahí, le ponen una luz en la cara y lo interrogan: “A ver, ¿por culpa de quién no hay pan? Por culpa de quién no hay gasolina? Habla”. El borracho pone cara de asombro, y como si fuera lo más natural del mundo, responde: “De Bush. Del imperialismo yanqui. Del bloqueo”. Los policías entonces se ruborizan, descubren que han cometido un error y lo dejan irse. Pero al salir, antes de cerrar la puerta, el borracho dice: “Pero yo sé en quién estaban pensando ustedes”.

Los angolanos tienen chistes de guerra, los cubanos de represión, los peruanos contamos chistes sobre el servicio de inteligencia de la época de Fujimori, y sobre lo corruptos que somos. Algunos europeos en la mesa se sorprendían por el nivel de humor negro que compartíamos todos los americanos y africanos. Pero lo más sorprendente es que son chistes intercambiables: se cuentan en todos los países cambiando solo algunos nombres. El humor negro político es, sin duda, un arma de defensa ante la realidad, y por lo tanto, un género literario común a todos los países pobres.

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22 de febrero de 2006
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Condiciones para una literatura

No me resulta fácil imaginar lo que sucede en la cabeza de un escritor como Truman Capote. Creo comprender, es decir que “imagino”, los mecanismos, las tuercas, las poleas y polipastos que se mueven en las cabezas de Flaubert, de James, o de Joyce. En su escritura puedo seguir los movimientos de esa gran maquinaria cuya finalidad es, sencillamente, moverse sin finalidad. Sus cabezas y los escritos que producen son intercambiables. De vez en cuando, además, me percato de que hablan de una adúltera, de una heredera americana o de un masturbador irlandés. No distingo los personajes, sin embargo, de los edificios de Dublín, los paisajes de Sussex o una cena burguesa en Nantes. Todo ello es muy interesante, pero menos que la maquinaria que los trae a este mundo y que a veces produce un personaje y otras veces un paisaje o la clepsidra de Yarfoz. Que se parecen turbadoramente entre sí. Personas y cosas se dirían hechas de la misma materia verbal. Así suelo entender a Faulkner, a Benet, a Proust, pero también a Cervantes y a Valle Inclán y a Dickens. Lo que no puedo imaginar es qué se propone, qué desea, qué ambiciona alguien como Capote cuando escribe A sangre fría. Si la respuesta fuera: “Ganar dinero”, me sentiría muy aliviado, pero no lo creo. Hay en Capote una ambición llamémosla “artística”, incompatible con su propósito de escribir A sangre fría. La cual no puede, de ninguna manera, ser artística. Baste un ejemplo. Capote sufrió indeciblemente porque, habiendo concluido el libro, no podía entregarlo sin la escena de la ejecución. Sin embargo, la ejecución, gracias a los abogados que Capote pagaba, se iba retrasando una y otra vez. Había contraído una estúpida pasión por el asesino, de modo que se alegraba y desesperaba tras cada nuevo aplazamiento. Y seguía pagando a los abogados del condenado. Y pidiendo más tiempo a su editor. En esos meses comenzó a tomar estupefacientes. La escena final, la de la ejecución, es abominable. Parece escrita por una Corín Tellado disfrazada de Tarantino, pero a la que asoman las enaguas por debajo del gabán. No podía ser de otro modo. Esta dependencia del tiempo existencial, de la vida tomada en crudo tal y como se transforma día a día como en un viaje alucinatorio, esta implicación en un delirio llamado “realidad”, me parece totalmente incompatible con la novela. Los siete pilares de la sabiduría es un inmenso relato biográfico, pero no una novela. Y que no me vengan con lo del periodismo literario, por favor. ¡Menudo oxímoron! Es como si llamáramos “religión” a lo que practican los barbudos monoteístas misóginos que asaltan embajadas.

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22 de febrero de 2006
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¿Pajaritos o buitres?

Veo con satisfacción que se agotó la novela Níquel, de Francisco Ferrer Lerín y que la editorial Mira va a reimprimirla. Es una narración onírica de incestos, canibalismo y asesinatos, con una etapa al servicio de la CIA seguramente autobiográfica. Su autor, Paco el Pajarito para los amigos, aunque también Paco el Buitre, es uno de los pocos personajes literarios que quedan en España. Quiero decir que su vida es tan literaria como sus escritos y todos cuantos le conocemos contribuimos a mantenerla en su mítico lugar. Tahúr, regenerador de los buitres leonados (a los que salvó de la extinción), ornitólogo y poeta, es un artista muy poco hispánico. Podría ser californiano. En una ocasión íbamos él y yo en su Cuatro Ele por carreteras de la provincia de Huesca, camino de un comedero de buitres en donde debíamos depositar una gran cantidad de carne que habíamos cargado en el Zoo de Barcelona. Los zoológicos son centros con diarias y espantosas muertes que se ocultan al público para no atemorizar a los niños. Todos los días casca un camello, un cérvido, un búfalo, o pare la orangutana su triste cría muerta de cada temporada. Un poco de todo eso llevábamos en el maletero. No lejos de Canfranc nos internamos por un camino de segundo orden. Y en ese momento los vimos. La pareja de la Guardia Civil estaba apostada en una curva y nos hizo las señales habituales, naranjero en ristre. Paco, con la más fría de las indiferencias, me dijo: “No hagas nada raro. Ni te muevas. Este es un camino de salida hacia Francia y lo suelen usar los de la ETA”. Creo que exclamé algo así como “No me fastidies, hombre, Paco, con lo que llevamos detrás...”. Pero era aún peor. “Llevo observando, hace ya rato, que estamos dejando un reguero de sangre. Alguna de las piezas se me está vaciando”. Cuando metieron los cañones por las ventanillas, comprendí que los civiles también se habían percatado. Con las manos detrás de la nuca y el charco de sangre a nuestros pies, la identificación no fue exactamente caballerosa. Paco, sin embargo, no sólo logró convencerles de que éramos naturalistas (entonces no existía la bastarda palabra “ecologista”) camino de un muladar, sino que acabaron por montar en el coche y acompañarnos muy joviales hasta el comedero, “Para que no les pase nada irreparable”. Años más tarde, fueron dos de los más eficaces defensores del ecosistema aragonés que ha dado la Benemérita. La editorial Artemis, además, publica su poesía completa con el título de Ciudad Propia. Poesía autorizada. Lo de “autorizada” es puro Paco. Un genio del matiz lingüístico.

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21 de febrero de 2006
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Donde la realidad termina

Para llegar al pueblo de Povoa de Varzim hace falta tomar un avión a Lisboa, luego un tren a Oporto y finalmente algún medio terrestre que llegue a esta perdida orilla del Atlántico. Pero en algún momento de ese viaje debe ocurrir algo imperceptible, porque se cruza el umbral de la realidad. Hasta mediados de los cincuenta, ésta fue una villa de pescadores que no sabían nadar. Evidentemente, la muerte azotaba sus costas con frecuencia casi diaria. Y es famosa la historia de un pescador ciego que se convirtió en salvavidas de sus colegas. A usted quizá le parezcan imposibles estas historias de salvavidas invidentes y pescadores que no nadan. A mí también, pero no es de extrañar, porque esta ciudad en estos días está llena de escritores. Y ya no tengo claro qué es verdad y qué es invento. Povoa alberga el festival literário Correntes d’Escritas, una de las citas internacionales más importantes de las letras portuguesas. Por los pasillos del hotel se puede uno cruzar com autores como Luis Sepúlveda, Juan Manuel de Prada u Onésimo Almeida, venidos de todos los rincones del planeta donde se hablen lenguas ibéricas. En la edición de este año hay, aparte de peninsulares, angolanos, guineanos, cubanos, brasileños, argentinos, hasta un peruano. Lo que hace especial este certamen es precisamente que toda esta gente se entienda. Las presentaciones de libros se realizan indistintamente en español, gallego y portugués, pero nadie tiene problemas de comunicación. Esa continuidad de nuestras lenguas es como una lengua franca que muestra lo arbitrarias que son las distinciones políticas y geográficas. En el festival Correntes d’escritas, las palabras se abren paso como barcos de pescadores en el mar de nuestras diferencias, y no hacen falta salvavidas ni flotadores. Y del mismo modo que la lengua, la realidad se vuelve flexible. Por ejemplo, hay un escritor angolano llamado Manuel Rui, que tiene un acento endemoniado, incluso para los africanos. Ellos explican que es por culpa de su característica barba, que como una telaraña, atrapa las letras que salen de su boca. Aparentemente, la esposa de Rui tiene un cepillo muy fino, y todas las noches, antes de irse a dormir, le retira todas las letras que se le han quedado enredadas en la barba y las guarda en un frasco, que está siempre lleno de eses, kas, enes y demás. Ella misma no suele entender a su marido cuando él habla, pero entonces abre el frasco y repone las letras que le faltan. Usted pensará que ésa es una historia de escritores borrachos. Es verdad, lo es. Pero es que en medio de esas historias, la verdad se va difuminando hasta volverse más indefinible, más lejana y a la vez más luminosa, como el sol. Anoche, cuando ya me iba a dormir, otro escritor me sugirió que me quedase más tiempo. Dijo que a las cuatro de la mañana empezaban a aparecer los fantasmas del hotel y a bailar sobre la barra y sobre las mesas. Yo de todos modos me fui a dormir, porque soy una persona racional y aburrida. Pero hoy, al bajar a desayunar, encontré una huella de zapato en la mesa. Era un tacón de mujer. Parecía un modelo antiguo.

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21 de febrero de 2006
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Título se busca

No hay nada más difícil que encontrar un buen título. Hay gente que parece concebirlos con la mayor naturalidad, sin mayor esfuerzo que el que requiere respirar: Carson McCullers, por ejemplo. ¿La balada del café triste? ¿El corazón es un cazador solitario? ¡Uno no puede fallar nunca con semejantes títulos! Existen autores que no parecen preocuparse demasiado por ellos, como Dickens, que al igual que Shakespeare solía recurrir al expediente de los nombres propios: David Copperfield, Martin Chuzzlewitt, Oliver Twist… Pero aún así, de tanto en tanto encontraba esos títulos que se nos han pegado como una segunda piel: Grandes esperanzas, Tiempos difíciles, Casa desolada. ¿Cuáles son sus títulos favoritos? Yo sé, por lo pronto, que leería cualquier cosa llamada El club de la pelea, o Música para camaleones, o En busca del tiempo perdido, o La fortaleza de la soledad, o El señor de los anillos, o Los siete pilares de la sabiduría, o El americano impasible, o Cosecha roja, o El corazón de las tinieblas, o El amor en los tiempos del cólera, o El largo adiós. Quiero decir que por lo menos recogería el libro y husmearía sus primeras páginas, presa del anzuelo lanzado en la portada. Ah, la magia de un buen título… Si supiese la fórmula la aplicaría, pero no la sé. Tengo algunas conjeturas, por cierto. Que conviene que suene como un latigazo, en la medida de lo posible: como Operación masacre, o Crash, o Plata quemada. Que ayuda cuando hace buen uso de una palabra resonante, como verdugo en La canción del verdugo, o escarlata en Un estudio en escarlata, u oscuro en Un oscuro día de justicia. Supongo que el misterio siempre juega a favor, como en La mano izquierda de la oscuridad o El cazador en el centeno, que nada revelan sobre sus respectivas historias pero seducen locamente. Y la opción más difícil es la que apunta a plasmar una idea completa, como en el caso ya citado de El corazón es un cazador solitario, o la variante más reciente de J. T. LeRoy, The Heart Is Deceitful Above All Things, o el aún inédito de A. M. Homes, Este libro te salvará la vida. Hay gente que inventa títulos maravillosos en otras disciplinas artísticas. En una época, el cineasta Eliseo Subiela parecía destinado a no fallar. ¿Hombre mirando al sudeste? ¿Últimas imágenes del naufragio? ¿El lado oscuro del corazón? ¿No te mueras sin decirme adónde vas? Envidiable… Por cierto, el tiempo parece haberle hecho mella en su nueva película: Lifting del corazón ya no suena con el mismo atractivo. Pero el que más me gusta es Morrissey. Ya me asombraba desde su época con la banda The Smiths: Por favor, por favor, por favor, déjame conseguir lo que quiero; ¿Qué tan pronto es ahora?; El bocón ataca de nuevo; El chico con la espina en el costado; Ladrones del mundo, uníos; Novia en coma (oportunamente apropiado por el escritor Douglas Coupland). Y ya en su época solista: Todos los días son como el domingo, Los maestros tienen miedo de los alumnos, Lector encuentra autor, Vos sos el ideal para mí, gordito, El último de los famosos playboys internacionales, Odiamos cuando nuestros amigos se vuelven exitosos, La dura verdad del ojo de la cámara… El hombre es una máquina de producir títulos inolvidables, que para colmo representan textos que también están a la altura. Si me disculpan, vuelvo a lo mío. A sufrir, para ser más preciso, mientras busco título para mi nueva novela.

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21 de febrero de 2006
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El valor de un simple libro

Venía preguntándome por qué escriben los escritores, qué clase de fiebre nos impulsa a abrir ventanas en nuestra existencia para imaginar existencias ajenas, cuando me topé con el comentario que alguien colgó ayer de mi página del blog. La firmante eligió el apelativo de necia. Y lo que escribió allí, a cuento de mi texto sobre la película Capote, era una historia tan breve como emocionante. Según necia, ella descubrió a Capote seis meses atrás, cuando su amigo Luis compró un ejemplar de A sangre fría. Luis leía lentamente, lo suficiente para que su amiga le ganase de mano y llegase primero al punto final. Al poco tiempo Luis fue al cine y perdió el libro; su amiga asegura que se lo robaron. Una semana después, escribe necia con sencillez escalofriante, Luis “se fue de viaje y murió”. Desde entonces, cuenta, cada vez que oye hablar de Capote se le ocurre pensar que su amigo nunca pudo leer el final. Lo que me preguntaba antes de leer esta historia era simple: ¿qué es lo que decide a un hombre o a una mujer a pasarse la vida imaginando vidas que no son la suya? La inmensa mayoría de la gente vive su vida viviéndola: estudia, trabaja, traba relaciones, se interroga, sufre, ve televisión, goza, envejece, muere. Los escritores vivimos la vida mientras vivimos las vidas de otros. Debe haber algo compulsivo en esta necesidad de parir historias, de multiplicar la vida propia, porque es obvio que, al menos en Hispanoamérica, nadie decide hacerlo porque piense ganarse así la vida. Y sin embargo uno se lanza, roba horas al sueño, al trabajo y a los afectos para escribir cuentos y novelas que quizás no le interesen a nadie. ¿Por qué? ¿Y por qué ahora, cuando los libros parecen condenados a convertirse en objetos de culto? En alguna época el ego debe haber jugado una razón de peso, la vanagloria de ver el nombre propio impreso en una portada. Pero más allá de doradas excepciones, la gente ya no otorga a los autores el prestigio automático que en alguna época distinguió al gremio. El valor del libro como instrumento está depreciado hoy, porque existen medios más vistosos para la difusión de la cultura y la creación de entretenimiento. En mi caso particular, escribir ficción es mi forma de conocer. Lo digo en un sentido literal: como no soy dado a la autobiografía ni al realismo ramplón, invento historias que me fuerzan a aprender cosas que de otra forma no habría aprendido. Si no hubiese sido por mis novelas, seguramente no habría encontrado excusa para dedicar tiempo a estudios tan eclécticos: en estos últimos años leí sobre los números primos, sobre Shakespeare y a Shakespeare y sobre biología; me aprendí los Evangelios Apócrifos y la teoría musical que había ignorado en mis años escolares; me especialicé en el pensamiento de los gnósticos y en el folklore irlandés. Pero a la vez estos conocimientos son funcionales a un impulso primal, que es el del autoconocimiento. Escribir ficción es en esencia mi forma de pensar el mundo, y de pensarme. Cada vez que termino un libro sé algo nuevo sobre los celtas, o sobre la primera esposa de Perón, o sobre los precursores del cine argentino, pero ante todo sé algo más sobre mí. Si yo fuese un grillo, recurriría a mis antenas para relacionarme con mi mundo. Pero como no lo soy, utilizo lo más parecido a un par de antenas que encontré: la creación de ficciones. Cuando leí la historia que necia contó se me ocurrió algo más. Las razones que acabo de citar como fuente de mi escritura son puramente privadas e individuales. Pero nadie escribe tan sólo para uno. Uno escribe para relacionarse, para producir emociones en otros, para generar una respuesta; como el chillido del murciélago, que grita para que su radar le certifique que hay algo o alguien allí afuera. Y de manera muy especial: en un mundo tan difícil y tan cruel como el que nos tocó en suerte, uno escribe en la esperanza de crear algo bello que oponer a tanta fealdad. Uno escribe con el deseo de generar “una de esas cosas por las que vale la pena vivir”, como listaba el personaje de Woody Allen en Manhattan: ¡qué no daría uno con tal de figurar al lado de Groucho Marx, la Sinfonía Júpiter de Mozart y La educación sentimental! Me encendió el alma la forma que necia eligió para lamentar la pérdida de su amigo. Podría haber penado porque era joven, o porque no llegó a cumplir sus sueños. Pero no, necia eligió lamentar su muerte usando la figura de un libro, y al hacerlo confirió a un libro el valor de aquellas cosas por las que es genial vivir. Un libro es algo tan valioso, que lo habilita a uno para decir: “Qué lástima que no llegó a terminarlo”. Necia lo pone de una forma que yo no puedo mejorar: “En las personas un simple libro puede significar tanto”. Por eso escribimos, pues.

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20 de febrero de 2006
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Agitadores profesionales

La semana pasada comenté la novela de ciencia ficción Ubik de Philip K. Dick. Hoy quisiera compartir con ustedes una maravillosa escena de ese libro. Básicamente, la situación es la siguiente: el protagonista Joe Chip y su equipo anti PSI han viajado en el tiempo y llegado a 1939, en los primeros días de la II Guerra Mundial. En ese contexto, Chip conversa con un taxista. El diálogo es más o menos así: TAXISTA: ¿Exactamente a qué se dedican ustedes? ¿Qué es PSI? CHIP: Poderes parapsicológicos. Fuerzas mentales que operan directamente, sin la intervención de ningún agente físico. T: ¿Poderes místicos? ¿Cómo conocer el futuro? C: Algo así. T: ¿Y qué pasará con la guerra en Europa? C: Alemania y Japón van a perder. Estados Unidos entrará en guerra el 7 de diciembre de 1941. T: ¿Y Rusia? ¿Vamos a cargarnos a los rojos? C: En realidad, Rusia y EEUU pelearán del mismo lado. T: ¿Los comunistas? ¿De nuestra parte? Imposible, tienen un pacto con los nazis. C: Alemania violará el pacto. Hitler atacará a la Unión Soviética en junio del 41. T: Y la barrerá, espero. La verdadera amenaza son los comunistas, no los alemanes. Lo de los judíos, por ejemplo, es normal. Los alemanes se han pasado un poco, pero había que hacer algo al respecto. Nosotros tenemos por aquí muchos judíos y negros, y en algún momento también tendremos que tomar cartas en el asunto. El problema es que Roosevelt quiere meternos en una guerra que no es nuestra. Los americanos no queremos pelear la guerra de los ingleses, ni ninguna otra. C: Pues le aviso que no le van a gustar los próximos cinco años. T: ¿Por qué no? Todo el estado de Iowa está conmigo ¡En cambio ustedes, por lo que veo, son agitadores profesionales! Me encanta esa escena, por razones de trabajo. A veces escribo análisis políticos, y entonces trato de explicar con claridad e imparcialidad las partes de un conflicto y lo que opina cada parte. Sólo tengo que recoger datos, no me corresponde tomar partido. Pero los simpatizantes de ambos lados, si no despotrico contra sus enemigos, consideran que estoy del lado opuesto. Con frecuencia, un buen análisis no es aquel que ambas partes aceptan, sino el que rechazan con el mismo énfasis. En el diálogo citado, Chip se limita a dar con precisión la información escueta que conoce sobre lo que va a ocurrir. Pero ¿Acaso eso no implica una postura? Dicho de otro modo: si alguien viniese del futuro y nos dijese la verdad pura, simple y objetiva, me temo que no serviría de nada. No sabríamos reconocerlo. Lo que consideramos verdad no depende sólo de los hechos que veamos, sino de los ojos con que los observamos y con que nos observan a nosotros. Escoger sus anteojos es el desafío que debe resolver todo periodista. De alguna manera, el periodista es inevitablemente un agitador profesional.

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20 de febrero de 2006
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Marcel Proust, himself

No hay que explicar de qué manera un monumento grande lo tapa todo en un paisaje. El cuarto centenario de la publicación de la primera parte del “Quijote” lo demostró de manera sobresaliente. El año pasado, la obra de Cervantes aplastó toda la literatura que existe en España. En Francia, por ser un monumento más joven se tiene la sensación de que cada año es el aniversario de la publicación de La búsqueda del tiempo perdido de Marcel Proust, la obra que se nombra con un artículo y un sustantivo “la recherche”. Siempre hay algo nuevo, trascendental sobre “la recherche” y hay que volver a la obra maestra cuya interpretación y análisis no se acabará nunca.

Esta vez, es un profesor de la universidad de Boston, Daniel Karlin, que pone “la recherche” en la mesa de trabajo. Su libro Proust’s English (que publica Oxford University Press en Inglaterra) es algo tan inverosímil que es mi deber resumirlo aquí. Me parece muy poco probable que se traduzca al español un libro que comenta en inglés lo que la obra cumbre de la literatura francesa del siglo veinte dice en inglés. Hay 225 palabras inglesas en “La recherche”. Son testimonios de la afición por la cultura inglesa en Francia antes de la primera guerra mundial. Skating, season, meeting, dandy, spleen: la recopilación pinta una vida de ocio y de placeres. Muy por arriba se clasifica “snob” (que se utiliza 49 veces) y “snobismo” (41). Además, se saca del sustantivo un verbo: “snober” (ignorar a una persona con algo de desprecio social) que corresponde a una actividad muy proustiana.

“Proust’s english” es lo más snob que se puede escribir sobre “la recherche”, claro, pero desvela mucho más de lo que se espera cuando uno empieza su lectura. Proust no sabía inglés. Hay una frase en una carta suya en que lo reconoce, cuando explica de qué manera tradujo La Biblia de Amiens, el libro de Ruskin sobre las catedrales góticas del norte de Francia. “Je ne prétends pas savoir l’anglais, je prétends savoir Ruskin” (No pretendo conocer el inglés, pretendo conocer a Ruskin) explica Proust quien, a pesar de todo, hizo del inglés el segundo idioma de “la recherche”.

Karlin demuestra de manera muy convincente que Proust utiliza el inglés cuando su novela se acerca a sus preocupaciones sobre el arte o la sexualidad. Aún más: sus personajes solo hablan ingles para expresar el placer o la incomodidad. La cumbre de esa relectura anglosajona de “la recherche” es, en fin, el descubrimiento que se encuentra en una frase en inglés (no dos, una sola), y el hecho de que nadie podía inventar un producto tan puro del inconsciente de un maestro: “I don’t speak french” (No hablo francés). Aquella frase la dice el duque de Châtellerault para fingir no reconocer en un doméstico el compañero furtivo de su placer homosexual. My goodness, Marcel!

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20 de febrero de 2006
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Una odalisca

La reunión tiene lugar en un pueblecito empinado en la montaña, a unos tres cuartos de hora de Barcelona. Los despeñaderos son respetables; las curvas, muy cerradas. En uno de los torreones, plantado sobre un peñón de roca roja, están las ruinas de una fortaleza donde alguna vez se reunieron Alfonso X y Jaime I. La anfitriona ha comprado un cuadro de Lawrence Durrell y quiere mostrarlo. Es una bahía con veleros, pintada con buen ritmo a trazos cortos y secos. Pero lo que estamos esperando con impaciencia es la danza del vientre que se nos ha prometido. Todo llega. A media cena aparece una muchacha veinteañera, rubia y ojiclara. Tomamos posiciones mientras ella se viste o desviste en una habitación contigua. El espectáculo dura media hora. La bailarina es excelente. Ésta es una danza creada para mujeres entradas en carnes. Sin el temblor de los pliegues y dobleces del vientre, de los muslos, de los brazos, sin esa trepidación casi líquida de la piel, pierde mucho. Nuestra bailarina tiene la carne blanca y temblorosa de algunas campesinas belgas. El baile es hermoso. Una vez concluido, las mujeres opinan que es una danza extremadamente erótica, lo que negábamos todos los varones menos uno. Yo recordé aquel baile de “Gilda” en el que Rita Hayworth sólo se quita un guante, y no es preciso nada más. Lo que a mi me conmovió fue regresar a esas fiestas infantiles en las que un mago, un malabarista, un prestidigitador, mediante un par de pasos de danza crea un mundo fantástico y los conejos asoman sus orejas por las chisteras. Aquella bailarina incongruente con los montes y peñascos, con Alfonso X y Jaime I, con el saloncito burgués, gracias a unas lentejuelas, cuatro velos multicolores, sonrisas y temblores carnales magníficos, trajo de la nada a Alí Babá, a Aladino, a los sultanes y los hipogrifos, los serrallos, las cimitarras, la media luna recortada en un cielo de hielo, ante un grupo de adultos boquiabiertos como críos.

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20 de febrero de 2006
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