Félix de Azúa
La reunión tiene lugar en un pueblecito empinado en la montaña, a unos tres cuartos de hora de Barcelona. Los despeñaderos son respetables; las curvas, muy cerradas. En uno de los torreones, plantado sobre un peñón de roca roja, están las ruinas de una fortaleza donde alguna vez se reunieron Alfonso X y Jaime I.
La anfitriona ha comprado un cuadro de Lawrence Durrell y quiere mostrarlo. Es una bahía con veleros, pintada con buen ritmo a trazos cortos y secos. Pero lo que estamos esperando con impaciencia es la danza del vientre que se nos ha prometido. Todo llega. A media cena aparece una muchacha veinteañera, rubia y ojiclara. Tomamos posiciones mientras ella se viste o desviste en una habitación contigua.
El espectáculo dura media hora. La bailarina es excelente. Ésta es una danza creada para mujeres entradas en carnes. Sin el temblor de los pliegues y dobleces del vientre, de los muslos, de los brazos, sin esa trepidación casi líquida de la piel, pierde mucho. Nuestra bailarina tiene la carne blanca y temblorosa de algunas campesinas belgas. El baile es hermoso.
Una vez concluido, las mujeres opinan que es una danza extremadamente erótica, lo que negábamos todos los varones menos uno. Yo recordé aquel baile de “Gilda” en el que Rita Hayworth sólo se quita un guante, y no es preciso nada más.
Lo que a mi me conmovió fue regresar a esas fiestas infantiles en las que un mago, un malabarista, un prestidigitador, mediante un par de pasos de danza crea un mundo fantástico y los conejos asoman sus orejas por las chisteras.
Aquella bailarina incongruente con los montes y peñascos, con Alfonso X y Jaime I, con el saloncito burgués, gracias a unas lentejuelas, cuatro velos multicolores, sonrisas y temblores carnales magníficos, trajo de la nada a Alí Babá, a Aladino, a los sultanes y los hipogrifos, los serrallos, las cimitarras, la media luna recortada en un cielo de hielo, ante un grupo de adultos boquiabiertos como críos.