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Las chicas al poder

La escena de una mujer recibiendo el mando en un país latinoamericano va dejando de ser imposible y volviéndose casi habitual. La nueva presidenta chilena, Michelle Bachelet, es ya la cuarta de una región donde, hasta hace tres décadas, el poder vestía con botas, kepis y un mal gusto exclusivamente masculino. La primera presidenta latinoamericana, la argentina María Estela Martínez de Perón, alcanzó el poder a la muerte de su esposo. Claramente incapaz de gobernar, Isabelita fue un títere del ministro de Bienestar Social, José López Rega, un ultraderechista conocido por el simpático apodo de El Brujo. Con ese tutor, las obras de Isabelita fueron: una escandalosa inflación, la suspensión de exportaciones de carne, el descontrol de la deuda externa, la crisis de seguridad interior y el surgimiento del brutal grupo paramilitar Triple A. La transmisión de mando fue violenta y dejó en la presidencia al temible Jorge Rafael Videla, que por cierto, fue nombrado jefe del Ejército por ella misma. Isabelita, con todo y ser mujer, o precisamente por ello, fue un personaje manipulado por hombres autoritarios como López Rega y el propio Perón. Más independencia tuvieron las centroamericanas Violeta Chamorro de Nicaragua y Mireya Moscoso de Panamá, que alcanzaron el poder mediante elecciones. La primera de ellas, directora del diario La Prensa, gobernó del 90 al 97, pero ya había participado activamente en la oposición contra Somoza –que asesinó a su esposo- y luego contra los sandinistas. La segunda había sido la joven esposa del tres veces presidente Arnulfo Arias, y su turbulento mandato se extendió de 1999 a 2004. Las tres presidentas latinoamericanas eran políticas por viudez, es decir, comenzaron sus carreras apoyando a sus esposos y saltaron a la palestra tras la muerte, y a menudo, en memoria de ellos. Ésa es la primera diferencia con La Bachelet. La presidenta de Chile también tiene un pasado bañado en sangre: su padre fue asesinado por la represión pinochetista y ella misma sufrió prisión, tortura y exilio. Y sin embargo, ha gestionado su memoria de otro modo. Se negó a utilizar su pasado en la campaña, y ha dirigido a sus ex torturadores en el ministerio de defensa. Bachelet no es un símbolo de revancha, sino de reconciliación. O como dice el New York Times hablando de Bachelet y su homónima liberiana Ellen Johnson Sirleaf: “han adoptado lo que ambas definen como virtudes femeninas, y las han ofrecido como lo que precisamente necesitan los países que salen del sufrimiento de la tiranía y el conflicto”. Otra diferencia es que llega en un momento en que la mujer latinoamericana se ha convertido en un símbolo de eficiencia. Especialmente entre las familias sin recursos, la madre es la que se ocupa de que las cosas funcionen mientras el hombre se dedica a no hacer nada porque es hombre. No son sólo ellas las que han construido esforzadamente su liderazgo, sino también ellos los que han demolido su antigua autoridad. El cambio de actitud ante el género en la política queda resumido procaz pero expresivamente en un grafitti de un barrio pobre de Lima: “que gobiernen las putas. Sus hijos ya fracasaron.” ¿Cambiaría sensiblemente la región con un equipo de mujeres en las presidencias? Bueno, lo peor que puede pasar es que todo siga igual, que Latinoamérica sea un continente con faldas pero no a lo loco. La propia Bachelet, fiel a la moderación de su estilo, ha enfatizado que no es cuestión de revanchismos de género. Cuando un periodista le preguntó cómo iba a gobernar sin un amor a su lado, respondió: -Espero que les haga la misma pregunta a mis ministros solteros.

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10 de febrero de 2006
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Canon

Imagino que ningún escritor contemporáneo debe haber leído todos los libros que figuran en el Canon de Bloom, salvo, según sería lógico presumir, el mismo Harold Bloom. Yo, sin ir más lejos, estoy muy lejos de tener la tarea al día: jamás leí a von Kleist, a d’Aubigné, a Persio ni a Charles Olson, y es probable que nunca los lea. Por supuesto, algunos de mis pecados son más flagrantes: no he leído a Proust, ni a Robbe-Grillet, y nada de Henry James que no sea The Turn of the Screw (que, dicho sea de paso, no figura como tal en el Canon, aunque presumo que Bloom la mete dentro del volumen de Novelas cortas y relatos), porque me inspiran la sospecha de que son la clase de autores que prefiere leer -y escribir- a vivir, y eso los coloca en un bando distante del mío. Por cierto, tampoco he leído a muchos de los autores que vivían vidas intensas y después escribían: Hart Crane, Primo Levi, Paul Bowles, pero sé que es probable que me encuentre con ellos en algún punto del camino. También leí infinidad de cosas que no merecen formar parte de ningún canon, y otras tantas que sólo figuran en el mío, compartidas, quizás, con algunos locos de la misma calaña. En mi canon personal ocupan sitiales distinguidos Emilio Salgari, Raymond Chandler y Rodolfo Walsh, Mafalda, las colecciones completas de Peanuts y de Calvin & Hobbes, The Dark Knight Returns de Frank Miller, buena parte de la obra del guionista Alan Moore (Watchmen, From Hell y V for Vendetta, por lo menos), El señor de los anillos, la historieta de Milton Canniff Terry & the Pirates, los libros del príncipe Valiente, El paciente inglés (la película me gusta, pero la novela me fascina), El mundo según Garp y Las reglas de la casa de la sidra de John Irving, The Once and Future King de T. H. White (de donde Walt Disney sacó La espada en la piedra) y algunos otros que también me llevaría a mi isla hipotética, aunque ahora no vengan a mi memoria de buenas a primeras. De tanto en tanto le agradezco a Dickens que haya escrito tantas novelas, porque siempre me quedará alguna por descubrir. Esa es la ventaja del canon personal por encima del académico. El canon académico es un club cerrado, en el que sólo que aceptan nuevos miembros con cuentagotas y después de exhaustivos análisis. El canon personal, en cambio, es abierto, dinámico; su esencia misma es el cambio porque su único criterio rector es el del placer, que siempre está en busca de sensaciones e iluminaciones nuevas. En este mundo inestable y volcánico, me tranquiliza saber que existen tantos libros maravillosos que aún no he leído. A eso le llamo futuro promisorio.

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10 de febrero de 2006
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¿Qué me pongo?

Si uno es un recién nacido, tiene seis años, o incluso dieciocho, puede elegir entre innumerables modelos, todos ellos difundidos cada diez segundos por la TV, el cine y la prensa en general. Puede uno ser un niño atlético que traga seis yogures por segundo sin pestañear, o un avispado joven que se le come el bocadillo a su padre mientras el muy imbécil mira la prensa deportiva, o un adolescente ingenioso que liga con doce cervezas al mismo tiempo sin equivocar el nombre de ninguna de ellas, en fin, hay donde elegir. Si uno es adulto y busca desesperadamente cómo comportarse y presentarse con el fin de agradar a la concurrencia y ser un buen ciudadano, no le faltan modelos. Puede ser ese hombre comprensivo que prepara la cena mientras su pareja va a clases de física quántica, el marido encantador que recuerda el día del aniversario y elige el vino más idiota del supermercado, el padre joven y simpático que lucha por las galletas con su hijo pequeño en plan guerrilla de Somalia, o esa ejecutiva que tiene un coche con embrague a puntillas y asientos de ibuprofeno y a la que miran con resentimiento bullente otras mujeres mucho más guapas y altas que ella. A partir de los cincuenta, sin embargo, lo tiene fatal. Rara vez aparece en la tele, en los anuncios, en la prensa, un hombre o una mujer de esa edad y con los caracteres correspondientes: facciones borrosas, músculos fláccidos, barriga prominente, pechos caídos, nalgas de estopa, calvicies diversas y estratégicas. Es como si los escondieran, como si les diera vergüenza que haya gente así. Cuando enseñan ancianos, van vestidos de payaso y bailan la rumba en cruceros de lujo para narcos. Si son ancianas, se parecen al padre de Pinocho y siempre asoma una nietecita por debajo de las sayas. Los matrimonios de jubilados sólo figuran cuando hay que repartir un queso o una fabada, lo que es un insulto para la noble gente de Asturias, y encima suelen ir vestidos como nacionalistas vascos de aldea. Un desastre. Eso por no hablar de los galanes cadavéricos, Clint Eastwood, Harrison Ford, Sean Connery, Robert Redford. Cada vez que se mueven, suena toda la caja de huesos con la arañada entrada de violín de la Danza Macabra. A las bellas ancianas tan sólo las exhiben embadurnándose con líquidos pegajosos seguramente extraídos de fetos de mandril. Me parece urgentísimo un Programa de Remodelación de la Imagen de la Tercera Edad (PRITE) que ayude a la gente mayor de cincuenta años a tener un aspecto decente. Gran parte de la ira islámica ha sido suscitada por esta humillante, grosera, blasfema imagen que damos de las personas mayores. Recuérdese que los árabes respetan, por encima de todo, a los ancianos. Lo de las caricaturas de Mahoma es una excusa. Lo que no pueden aguantar más es la caricatura de los viejos.

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10 de febrero de 2006
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A sangre fría

Todavía recuerdo mi conmoción después de ver Río Rojo y Lawrence de Arabia. Para entonces hacía rato que había dejado de ser un niño, así que no puedo atribuir la impresión a mi inocencia. Lo que me sacudió en aquella visión iniciática fue la crudeza con que Howard Hawks y David Lean trataban a sus héroes. No les negaban su coraje, ni su voluntad, ni una cierta pureza (al menos inicial) de motivos; pero ambos cineastas exploraban el momento en que la virtud se vuelve pecado, y no soltaban la mano de sus personajes ni siquiera cuando sus obsesiones se transformaban en locura. Acostumbrado a una dieta estable de héroes impolutos, con figuras talladas a mano de acuerdo a los dictados de la corrección política, los héroes con pies de barro que interpretaban John Wayne y Peter O’Toole quedaron marcados a fuego en mi conciencia. Pensé en aquel momento que nadie se atrevería a hacer hoy esas películas. En la era que va de Reagan a Bush, los héroes de las películas de Hollywood no suelen dudar de sus motivos ni siquiera cuando someten a alguien a tortura. Quizás por eso me gustó tanto Capote: porque perdí la costumbre de ver películas que abrazan a sus personajes en toda su complejidad (y que por ende consideran a su público como si estuviese compuesto por adultos en pleno dominio de sus facultades), y Capote me recordó cómo eran. La historia del proceso que llevó a Truman Capote a escribir A sangre fría no es épica, como Río Rojo o Lawrence de Arabia, pero cuenta con un protagonista igual de contradictorio. La apuesta del director debutante Bennett Miller y del actor metido a guionista Dan Futterman era riesgosa: ¿cómo hacer para que alguien que parece un freak y que incluso habla como tal, no sea considerado un monstruo cuando se comporta como uno? Y más difícil aún: ¿cómo lograr que la gente se involucre emocionalmente con Capote, sin edulcorar su figura ni disimular ninguna de sus bajezas? Mi respuesta es simple: confiando en el público. Por supuesto, están aquellos que suponen que la gente necesita que sus héroes, ídolos y representantes de cualquier clase sean impolutos; la clase de gente que durante tantas décadas persiguió en mi país, como una verdadera policía del pensamiento, a aquellos que sugerían que José de San Martín, el Padre de la Patria, tenía amantes o era malhablado; o aquellos que presionaron para que se prohibiese La última tentación de Cristo (que nunca fue estrenada en la Argentina), porque suponían que las enseñanzas evangélicas serían menos válidas si se sugería que Jesús había dudado, o que había disfrutado del amor carnal. Pero claro, también estamos aquellos que consideramos que los logros son más valiosos cuando el héroe debe luchar de verdad contra sus limitaciones. Los triunfos no niegan los errores que cometieron ni las dudas que los atenazaron, pero los dignifican. Y eso es algo mucho más importante. En Capote está todo: el talento del escritor y su dedicación al arte, pero también el trato fáustico que aceptó para obtener la consagración con la que soñaba. Es mérito de Miller y de Futterman, y por supuesto del inmenso actor Philip Seymour Hoffman, que ni siquiera en el más mezquino de sus momentos Capote parezca otra cosa que intensamente humano, que tristemente humano. En Capote, el escritor usa al asesino Perry Smith en su propio beneficio y no puede evitar alegrarse cuando lo ejecutan, porque esa muerte le proporciona el final ideal para su libro. Sobre el precio que Capote pagó por la contemplación de los abismos de su alma informan los minutos finales del film. Si no fuese porque la gente lo confundiría con el libro, el título ideal para esta película sería, por cierto, A sangre fría.

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9 de febrero de 2006
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Bajo la rueda

Avanzan por la nieve arrastrando los pies envueltos en trapos. Van cubiertos de harapos, vencidos por la fatiga, y la columna se alarga hasta el horizonte como un río de basura humana. De vez en cuando alguno de ellos, tocado con una gorra de la wehrmacht , mira a la cámara con ojos extraviados. Los esqueletos de algunos edificios proyectan su sombra perforada sobre la desolación de Dresde, un desierto de cemento. De vez en cuando aparece la imagen de un glaciar alpino o de los bosques donde tuvo lugar la batalla de Arminus. Suena Im Abendrot, la última de las cuatro últimas canciones que compuso Strauss como homenaje y recuerdo de su mujer muerta, de su patria muerta, de un mundo muerto. Aquel nazi sublime había sobrevivido al Juicio Final. El rapsoda grita con voz rota que no sabe cómo ha podido sobrevivir bajo tierra, que no sabe cómo llegó hasta allí, que sólo recuerda a los soldados alemanes dando culatazos a sus compañeros. Asistimos a la preparación de un fusilamiento en el gueto de Varsovia. Los ojos incrédulos de los que van a morir. Los soldados que los agrupan brutalmente. Al fondo se divisan unos ciudadanos huyendo sin prisa, no tienen fuerzas para correr. El rapsoda dice que el sargento chillaba histérico y ordenaba el recuento de los cadáveres mientras los militares golpeaban con sus fusiles a los que esperaban la muerte. En ese momento se alza la voz del coro y canta la fe de Israel, Shem’a Yisroel, escucha Israel. Estamos oyendo El superviviente de Varsovia, de Schoenberg. Como asnos atados a una noria diabólica, ahí seguimos detenidos sesenta años más tarde, dando vueltas y más vueltas alrededor de millones de cadáveres hacinados, amontonados, ya unidos los unos con los otros, incomprensibles, inaceptables, inolvidables. Esos muertos se niegan a morir.

(Ambas escenas se encuentran en un DVD de Simon Rattle titulado After the Wake (Arthaus Musik) y forma parte de la serie Orchestral Music in the 20th Century.)

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9 de febrero de 2006
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Buenas noches y buena suerte

Este viernes se estrena en España Good Night, and Good Luck, la película de George Clooney que ha conseguido el milagro: es en blanco y negro, está llena de diálogos, Clooney no es protagonista y los personajes fuman como chimeneas, y aún así, ostenta orgullosamente seis nominaciones para los próximos Oscar. Quizá la razón es que ha tocado una fibra sensible en el público norteamericano al narrar el enfrentamiento -y el triunfo- de un grupo de periodistas contra el temible senador McCarthy, cuya paranoia anticomunista era una amenaza contra las libertades civiles. Han pasado cincuenta años de eso, pero ni siquiera la robusta democracia del país más poderoso del mundo está aún libre de esa amenaza, como demuestra que el gobierno de George Bush ha autorizado escuchas telefónicas contra sus propios ciudadanos y ha sostenido cárceles y prácticas ilegales y de lesa humanidad en Guantánamo y Abu Ghraib. La pregunta que se hace Good Night, and Good Luck es ¿Hay que sacrificar la libertad para proteger nuestra seguridad? Y la respuesta que se desprende de ella es: no, EEUU sigue aquí, y el bloque comunista –que sí amordazaba a sus medios de prensa- ya no existe. Mañana, la película llegará a España, justo después de la “guerra de las caricaturas” que sacó a las calles a miles de árabes a protestar contra los medios de prensa occidentales. La encrucijada moral actual es la misma: ¿Hay que sacrificar la libertad de expresión para que no nos quemen las embajadas? Y sin embargo, el escenario es completamente diferente, porque lo que entra en juego no son dos sistemas excluyentes, sino la posibilidad de la convivencia: el límite entre la libertad y el respeto, entre la tolerancia y la autocensura, entre la guerra y la paz. Si no te molesta que la película esté en blanco y negro y se la pasen fumando y hablando, Good Night, and Good Luck es una estupenda oportunidad para reflexionar sobre un mundo que ha pegado un volteretazo en cincuenta años, pero cuyas preguntas se repiten una y otra vez.

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9 de febrero de 2006
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Viejo y nuevo Caribe

La publicación en Espana, por la editorial «Páginas de espuma», del tomo cuatro de Pequeñas resistencias, una antología del cuento en español, es tanto un asunto de literatura como de geografía. El volumen está dedicado al «cuento norteamericano y caribeño» y dice, por el mero hecho de existir con ese subtítulo, dos cosas que no se pueden ignorar. La primera, claro, es la conquista del norte por el sur en las Américas. Los «latinos» ya no son bailadores para la parte oeste de Manhattan, como en West Side Story. La montaña de libros que tengo en mi estudio, sobre los «latin people» en EE UU refleja la preocupación creciente del imperio por la presencia de los hispanohablantes en su tierra. Nada nuevo, pero ojalá: va deprisa. Todos sabemos que por un voto se derrotó, al crear Estados Unidos, la decisión de adoptar el alemán como idioma oficial. No se vota para elegir una cultura y la que viene del sur se nota en todo el sun-belt con una potencia deslumbrante.

Pero – es la segunda cosa que quiero decir – no hay que equivocarse al leer unas palabras como «norteamericano y caribeño». Los dos adjetivos pisan el mismo terreno. El Caribe es norteamericano y costeño. Aún más: en este mundo del Caribe, el viejo mundo es América Latina y el nuevo mundo es Estados Unidos. Tengo recuerdos de viajes por Louisiana y hasta Georgia que me parecen semejantes a los de Colombia o Venezuela. Del norte al sur, todo es igual: comidas, pieles, aguaceros, árboles que se parecen a catedrales vegetales, talento para reír a carcajadas y pasar sin ninguna transición a una tristeza sin remedio.

¿Cuál es la diferencia? Hay una, fundamental: «El Mississippi aparece en el mapa de América con siglo y medio de retraso» dice el historiador Germán Arciniegas en su Biografía del Caribe (mi edición es la de Planeta, de Bogotá, 1993). En un mundo caribeño cuya historia es la repetición de las invasiones en nombre del rey, de Dios, del afán del dinero, del imperialismo, de una misión científica o humanitaria, el sur de los latinos tiene más experiencias que el norte conquistado por los yankees en una guerra civil. Cuando hablamos de Cartagena, San Juan de Puerto Rico o La Habana, hablamos de la vieja civilización. La Nueva Orleans, Miami o Corpus Christi son jóvenes que todavía tienen mucho que aprender. Me gusta el adjetivo del maestro Arciniegas: retraso. En el Caribe, los EE UU son atrasados.

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8 de febrero de 2006
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El rock de nuestro señor Jesucristo

Mientras estaba en Bolivia, hace un par de semanas, salí con un amigo a dar una vuelta por la noche de La Paz. Recorrimos un par de bares, paseamos por la parte antigua –que es muy pequeña- y al final topamos con un gran coliseo en el que miles de jóvenes formaban cola. Nos explicaron que era el concierto del mejor grupo de rock hispanoamericano: Rojo. La chica de la taquilla nos dijo: -¿No los han escuchado, hermanitos? Son muy conocidos. Son de México. Nos había llamado “hermanitos”. La gente de La Paz es muy dulce para hablar. Compramos entradas y nos pusimos en la cola. Entramos justo para la primera canción. En el anfiteatro había unas 5.000 personas. Además de bolivianos, había gente de Perú, Chile y Ecuador, todos con banderas. El escenario estaba flanqueado por dos pantallas gigantes y tenía un alucinante equipo de luces psicodélicas. El público coreaba el estribillo de “Revolución”, cuyo sonido recordaba al rock de los ochenta. De la letra entendimos poco, pero pensamos que una canción así resultaba muy oportuna para la toma de mando de Evo Morales. Sólo caímos en la cuenta de nuestro error al final de la canción, cuando el cantante preguntó al público: -¿Van a ser todos unos revolucionarios como Jesús? Poco a poco, los detalles empezaron a encajar: en el concierto se vendían gaseosas pero no alcohol. Nadie fumaba. Los baños estaban vacíos. No había pogos violentos. Una pancarta nos explicó que estábamos en el concierto de clausura de un congreso latinoamericano de iglesias evangélicas. Yo es que crecí en los noventa. Creer no estaba de moda. Formar grupos, tampoco. La misa era una cosa aburrida y los conciertos eran ateos. Si querías divertirte, te drogabas. El mundo era un lugar ordenado y cada cosa tenía su lugar. Ahora se han confundido los valores. Las iglesias tienen canales de televisión. Los jóvenes consumen sano esparcimiento. La fe se ha puesto de moda. Los cuatro conciertos previstos para el Congreso sumaron tanto público como la celebración de Evo Morales en Tiwanaco. El único evento más exitoso de la semana fue Hugo Chávez superstar hablando en el auditorio de la universidad, con el público aglomerándose en la calle para escucharlo. Mientras abandonamos el concierto, mi amigo y yo escuchamos al cantante hablando con su público: -¡Ahora todos juntos, palmas por Jesús! Esto tiene que ser una señal del Apocalipsis.

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8 de febrero de 2006
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Tristezas de Carnaval

No puedo menos que sentir tristeza ante el conflicto que estalló entre la Argentina y Uruguay a causa de unas plantas de producción de papel. Quizás porque la disputa gira en torno de esa materia delicada que tanto amamos: el papel, soporte de obras imperecederas y un arma invaluable para aquellos que apostamos a la razón y la concordia que aquí, al menos hasta ahora, han brillado por su ausencia. Ninguno de los dos gobiernos está en condiciones de arrojar la primera piedra: Uruguay no informó a tiempo de las características del emprendimiento y de su posible impacto ambiental, y Argentina reaccionó demasiado tarde en defensa de su gente. Hoy las plantas se están construyendo, mientras las protestas del lado argentino se multiplican. El gobierno uruguayo no puede pagar el precio político que le significaría detener esas construcciones, y el gobierno argentino no puede pagar el precio político que se le facturaría, con justicia, si ilegalizase las protestas y encarcelase gente. En el origen del conflicto están las empresas que jugaron el juego de toda empresa capitalista: pensar de manera excluyente en su propio beneficio. Del lado institucional, dos gobiernos de origen democrático y parecido sesgo ideológico se ven enfrentados a causa de las demandas de su pueblo y de la torpeza con que se condujeron oportunamente. Y en medio, como suele ocurrir, está la gente. Aquellos uruguayos que defienden la apertura de nuevas fuentes de trabajo. (En estos parajes del sur la necesidad es tan grande, que la gente saldría a defender su derecho a trabajar en una planta nuclear como la de Springfield con tal de llegar al nivel de vida de Homero Simpson.) Y también están aquellos argentinos que defienden su bienestar y sus fuentes de ingresos: ¿cuánto turismo acudirá a Guayeguaychú si ocurre lo que los ambientalistas temen y el aire empieza a oler a muerte? La frase es más que apropiada aquí: ojalá que la sangre no llegue al río. Y que los presidentes de nuestros países impongan la cordura que nunca debió de haber faltado en las negociaciones. Mi deseo es que no olviden que el mandato que se les confirió en las urnas los obliga a buscar el bienestar de sus pueblos, pero no a cualquier precio. Nos ha costado demasiado tiempo, con demasiado esfuerzo, y al precio de demasiada sangre, que América Latina volviese a estar de pie. No podemos darnos el lujo de malograr esta oportunidad, ni por el precio de una ni de cien fábricas. Mientras tanto, la gente que peregrina este año para participar del carnaval de Gualeguaychú lo hace con el ánimo oscuro de quien se pregunta si será la última vez.

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8 de febrero de 2006
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Italo

Sólo le vi una vez y entonces no era, ni mucho menos, la figura internacional en la que se convirtió al final de su vida. Llovía a cántaros y unos cuantos amigos habíamos coincidido en París para asistir a un congreso de escritores españoles. En aquellos primeros ochenta, los franceses premiaban nuestro estreno de la democracia con palmaditas en la espalda. Jaime Salinas tenía que verle para concretar algún aspecto de la edición de sus obras en Alianza Editorial y nos invitó a acompañarle. Teníamos que visitar a Calvino durante una media hora y salir luego disparados hacia el solemne acto de la Sorbona. Llovía torrencialmente. Era pequeñito, casi diminuto, aunque puedo equivocarme porque durante toda la visita permaneció sentado con aquella sonrisa beatífica que nunca desaparecía de su rostro ornitomorfo. Su mujer, Aurora, nos había reunido en la cocina, el lugar más acogedor de la casa como es frecuente en domicilios argentinos, y sacó unas botellas de vino. Ya habíamos bebido bastante durante la comida, pero vaciamos apresuradamente dos botellas de Burdeos. Calvino reseguía con sus deditos las grandes grietas de la hermosa mesa de roble macizo. Y no abría la boca. Hubiera sido inútil. Nos acompañaba Juan Benet, quien no calló ni un instante. Estaba en uno de sus momentos estupendos y parloteaba sin cesar sobre la construcción del monumento a los Inválidos, la prosa de Saint-Simon, el uso de la madera de boj en los grabados de Vallotton, los falansterios, y otros ejemplos de creatividad francesa. Así pasó bastante más de media hora. Una vez en la calle, con mares de agua sobre nosotros, nubes de alcohol en los ojos y ausencia total de taxis, Jaime se puso nerviosísimo. Estaba sumamente irritado por nuestro comportamiento, aunque lo disimulaba con elegancia. Corría bajo la lluvia hacia la esquina derecha en busca de un taxi y luego corría hacia la esquina izquierda cuando cambiaba el semáforo y luego nuevamente hacia la esquina derecha. Por fin, totalmente empapado y frenético, se dirigió a Benet en una explosión de cólera incontenible y le gritó: “¡Juan, hazme el favor de ponerte histérico ahora mismo!” Benet, que no había dejado de parlotear, lo miró desde sus casi dos metros de altura repentinamente sereno y consternado. Alzó la vista. Levantó una mano. Un taxi se detuvo ante nosotros. De inmediato. Sin demora. Como si hubiera estado allí esperando una señal suya desde la invención del motor de explosión. Todo había sucedido en tres segundos. “Un día lo estrangularé con mis propias manos”, mascullaba Jaime mientras entraba en el taxi muerto de la risa.

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8 de febrero de 2006
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